Teorías de la audiencia activa:
poder escrito con p minúscula

Arturo Wallace-Salinas
Facultad de Ciencias de la Comunicación
Universidad Centroamericana, UCA.

Introducción

Cualquier aproximación al tema de las audiencias y los estudios sobre la recepción tiene que ubicarse a fuerza en el contexto más amplio del permanente debate acerca de los efectos de los medios, el que siempre ha constituido una preocupación central de la investigación en comunicación de masas. Escribiendo en 1984 Fejes notaba como “incluso un rápido vistazo a los principales enfoques de investigación de los últimos treinta años [haría evidente que] el tema de los efectos ha constituido la preocupación central de la investigación en comunicación de masas”, hasta el punto que “investigación sobre efectos se ha vuelto casi un sinónimo para investigación en comunicación” (Fejes, 1984; 219). Diez años más tarde, Levy y Gurevitch (1994; 8) también se referían al tema de los efectos como “la eterna caja negra de la investigación en comunicación”, insistiendo, sin embargo, en que este tema todavía era “el que plantea la mayor cantidad de preguntas sin respuesta”.

La “ignorancia” señalada por Levy y Gurevitch podría ser difícil de comprender considerando el inmenso volumen de trabajo teórico e investigación empírica vinculado al tema de los efectos durante todo este tiempo. Pero tal vez sea la consecuencia natural de una tradición de investigación cruzada por profundas dicotomías (ver Meyrowitz, 1994) y “claves oposiciones teóricas y metodológicas” que subyacen “en los feroces debates y divisiones que caracterizan al campo académico de la comunicación" (Livingstone, 1994; 248).

Estas divisiones explican por qué en su repaso de la historia de la investigación en comunicación de masas Katz (1980) describe una historia que oscila entre visiones de medios poderosos y audiencias poderosas. Y es también por ello que el énfasis sobre cuestiones de “recepción” que ha marcado la agenda de investigación durante las últimas dos décadas (ver, interalia, Corner, 1991; Livingstone, 1994; Livingstone, 1996) no ha bastado para proveer con respuestas definitivas a las preguntas sobre la actividad de las audiencias. Si bien Livingstone (1994) sugiere que esta vez la vieja historia podría tener un final diferente, hasta la fecha el camino hacia lo que se ha dado en llamar “teorías del auditorio activo” puede ser descrito como uno de “péndulos y trampas” (Morley, 1994).

El péndulo evocado por Morley ha oscilado drásticamente entre los que proponen una agenda “dominada por la producción de análisis micro (a menudo etnográficos) de los procesos de consumo mediático” y aquellos que, como reacción, llaman a “abandonar el callejón sin salida de la etnografía para regresar a las verdades eternas de la economía política” (1994; 258-259). Pero sus oscilaciones no se refieren, de ninguna manera, a cuestiones exclusivamente metodológicas: mientras en un lado cunden los llamados a abandonar cualquier preocupación por las implicaciones políticas e ideológicas de los medios (alegremente desestimadas en la eufórica celebración de la capacidad de las audiencias para negociar significativamente con los mensajes mass-mediáticos en el contexto de lo que Fiske (1986) no duda en llamar “democracia semiótica”), en el otro también es de notar la posición igualmente extrema de quienes tienden a desestimar la totalidad de los aportes hechos desde la perspectiva de la audiencia activa calificándola de “nuevo revisionismo” (Curran, 1990) o, todavía más duramente, de “populismo sin sentido” (Seaman, 1992).

En este contexto resulta obvio que ningún intento por valorar el tema de la audiencia activa y los estudios de recepción puede dejar de considerar las profundas implicaciones metodológicas y políticas (o mejor dicho, ideológicas) implícitas en el debate. Como bien alerta Corner (1991; 267) “la idea de un nivel ideológico de los procesos mediáticos, o incluso el tema de los medios como algo del todo político, se ha visto expulsado casi por completo de la agenda dominante” y “tanto esfuerzo conceptual se ha centrado en la actividad interpretativa de las ‘audiencias’ que incluso las teorizaciones preliminares de la influencia se han vuelto incómodas”. Esto no deja de ser problemático, especialmente porque el discurso de una democracia semiótica, en la que la pluralidad de opciones no sólo se ve garantizada sino incluso repentinamente multiplicada por el concepto de “polisemia”, parece calzar demasiado bien dentro del discurso neo-liberal y su santificación del mercado. Parafraseando a Schmucler (1996; 66), esta perspectiva podría llevarnos a creer que los problemas de ayer se debían tan solo a una conceptualización equivocada. O como dice Martín-Barbero (1995), talvez todo se trate de “las levedades de una comunicación descargada por el milagro tecnológico de la pesadez de los conflictos y la opacidad de los actores sociales”.

Por ello este ensayo está más interesado en valorar las implicaciones de los diferentes discursos académicos en torno al tema de la actividad de las audiencias (tanto para la investigación académica como para la práctica social) que en ofrecer una valoración detallada de los límites y posibilidades del proceso de recepción. Sin embargo, también trata de esbozar los límites y principales características del proceso de consumo mediático a partir de un rápido repaso del debate académico sobre el tema y de un conjunto específico de preguntas y preocupaciones que, a mi juicio, deberían ser incluidas en la agenda de investigación.

La audiencia activa: quién y cómo

Las audiencias son activas, eso (por lo menos dentro de la academia) ya no se discute. Hace tiempo quedaron atrás las caracterizaciones que asumían receptores pasivos, situados “al final” del proceso comunicativo y expuestos de manera directa y personalizada al influjo de los mensajes mass-mediáticos, como en el modelo de la “teoría hipodérmica”. Este modelo y las presuposiciones que lo sustentaban fueron descartadas nada más al empezar a conducir investigación empírica, las que inmediatamente mostraron un panorama de interacciones mucho más complejo que el sugerido por la metáfora hipodérmica. Las investigaciones de campo (y en menor medida los experimentos de laboratorio) rápidamente hicieron evidente que la influencia de los medios estaba mediada por diferentes factores psicológicos e interacciones sociales (un argumento que de hecho es central en las acusaciones de “nuevo revisionismo” lanzadas Curran).

Ahora, en las palabras de Silverstone (1999; 57-58), “se presupone que, en algún sentido, [la audiencia] es activa; que mirar y escuchar y leer requieren de cierto grado de compromiso, de cierto tipo de elecciones, de cierto tipo de consecuencia. Se presupone que nos acercamos a los medios como seres sentientes. […] Y se presupone que los significados que construimos que involucran a los medios, que los requieren o que dependen de ellos, son significados como cualquier otro y por lo tanto son producto de nuestra capacidad, en cuanto seres sociales, para estar en el mundo”.

Esta capacidad, que puede resultar en el lector, telespectador o radioescucha “haciendo lecturas críticas/opuestas de las formas culturales dominantes, percibiendo mensajes ideológicos selectiva/subversivamente, y así por el estilo” (Morley, 1994; 255), es posible porque, como el mismo Morley señala (1992; 83), “[todo] mensaje es, inevitablemente, polisémico”. Es posible porque, como nos enseñaron Hall (1977) y Eco (1985), y Livingstone (1994; 249) nos recuerda, el proceso de codificación puede diferir críticamente del proceso de decodificación. Los mensajes de los medios son de hecho sólo un componente del proceso infinitamente más complejo de mediación, al que los miembros de las audiencias llevan sus diferentes contextos socio-culturales, sus necesidades, sus expectativas, sus prácticas cotidianas, sus diferentes experiencias. Un proceso (el de mediación) que, como Silverstone (1999; 14) argumenta, “nunca es completo, siempre es transformativo”.

Para lo que no existe razón alguna, sin embargo, es para que una mejor comprensión del proceso de recepción conduzca naturalmente a un rechazo absoluto de las preocupaciones vinculadas con las implicaciones políticas e ideológicas del quehacer de los medios de comunicación. Ya Hall (1977; 344) alertaba que “Incluso aunque no se hagan las decodificaciones, mediante una ‘transmisión perfecta’, en el marco de referencia hegemónico, de entre la gran gama de decodificaciones tenderán a producir ‘negociaciones’ que caigan dentro de los códigos dominantes…en lugar que decodificarse sistemáticamente de un modo contra-hegemónico”. Sin embargo como el propio Morley (1994; 255) señala, el concepto de Hall de una “lectura preferida” ha sido “drásticamente transformado, hasta el punto en el que a menudo se sostiene que la mayor parte de los miembros de la audiencia rutinariamente modifican o desvían la ideología dominante presente en el contenido de los medios (cf. Fiske, 1987)”. Y, precisamente, una crítica frecuente que se hace a buena parte de la investigación conducida dentro del enfoque de “audiencia activa” tiene que ver con la facilidad con la que ejemplos particulares de “lecturas subversivas” son alegremente elevados a la categoría de norma (ver también Corner, 1991).

Lo que falta en la mayoría de los casos es simplemente una mejor conceptualización del “poder”, cuando no un mínimo de interés por este tema. El hecho es que mucho de los problemas abordados por la tradición crítica fueron desestimadas como producto de una simplificación excesiva de sus postulados básicos. Sin embargo la validez de los planteamientos la Escuela de Frankfurt, por poner un ejemplo (ver Adorno y Horkheimer, 1973), no depende exclusivamente en la idea de una masa voluble, una audiencia pasiva expuesta a la influencia de una jeringa ideológica. Para reconocer la relevancia de su preocupación sobre las operaciones ideológicas de los medios solo se necesita reconocer el gran nivel de asimetría que caracteriza a las relaciones de intercambio simbólico en nuestra sociedad. Basta con comprender la diferencia cualitativa entre ser parte de una audiencia y constituirse en público. Como nos recuerda Mata (1995), el público es una construcción y las presuposiciones que surgen cuando se lo imagina autónomo son bastante peligrosas.

El asunto, como sostiene Ang (1990; 247), es que “las audiencias pueden muy bien ser activas, de múltiples maneras, a la hora de interpretar y utilizar los medios…[pero] sería perder por completo la perspectiva igualar ‘activas’ con ‘poderosas’”. Piénsese por ejemplo en el espacio que hoy conocemos con el nombre de América Latina y es su relación histórica con dos tipos diferentes de medios: el idioma español y la religión católica. Difícilmente se podría pensar en un ejemplo más evidente de la capacidad de los pueblos para transformar continuamente, subvertir, adecuar, un discurso ajeno a sus propias realidades. De las cadencias italianas de Argentina a las voces nahuatl incorporadas al lenguaje diario en México y Centro América, el “español” en latinoamérica cuenta una historia de mestizajes, complicidades y contradicciones. La piel oscura de la Virgen de Guadalupe, en México, y los rituales de la Santería, en Cuba, son también un ejemplo de las particularidades de las prácticas religiosas en el continente que también proporcionan evidencia de los procesos de negociación simbólica a los que cualquier discurso se ve sometido. Y sin embargo tanto el idioma español como la religión católica fueron herramientas decisivas para establecer, hace ya más de quinientos años, todo un nuevo orden de relaciones y prácticas sociales en el continente, que todavía se mantiene. Fueron instrumentales para garantizar el acceso al poder económico y político de ciertos grupos, al tiempo que excluían a otros del ejercicio formal del poder. Y no es exagerar sostener que lenguaje y religión han contribuido a mantener las cosas de esa manera.

Como Hall (1977; 344-345) nos recuerda,“Las decodificaciones ‘negociadas’ – que permiten que se hagan amplias ‘excepciones’ en la forma en la que las audiencias se sitúan a sí mismas dentro del terreno de hegemónico de las ideologías […] también legitiman el alcance más general, la referencia inclusiva, la coherencia general de las codificaciones dominantes...”. El hecho es que existe una diferencia vital entre tener “poder sobre un texto y poder sobre una agenda” (Morley y Silverstone, 1990; 34). Y es por ello también vital no perder de vista las diferentes asimetrías que caracterizan cualquier proceso de mediación. Necesitamos preguntarnos cómo y con qué consecuencias es distribuido ese poder.

El siguiente, necesario paso en la agenda de investigación

Como advierte García-Canclini (1988, 483), “si bien la ineficacia de la hegemonía y la persistente resistencia popular nos impiden deducir como vive cada grupo a partir de las políticas imperialistas o mass-mediáticas, no debemos caer en el error opuesto: imaginar que las clases oprimidas conservan intacta cierta esencia histórica o que son capaces de determinar por ellas mismas, con un alto grado de independencia, los cambios globales a los que se enfrentan”.

En este contexto, todavía resulta fundamental estudiar los procesos a través de los que ciertos grupos “asimilan aquello que tienen al alcance de la mano y lo reciclan para sobrevivir física y culturalmente” (Martín-Barbero, 1988; 463). Sin embargo, si no se toma en cuenta que esas elaboraciones pueden ser nada más un reflejo de su “incierta relación con el estado y de su distancia del desarrollo tecnológico” (Martín-Barbero, 1988; 463), y si no nos interrogamos acerca de las condiciones en las que esa movilidad simbólica puede llegar a tener un impacto real sobre la movilidad social, la celebración del poder de las audiencias puede no llegar a ser más que la celebración de la pobreza y la exclusión.

El margen de maniobra, la “libertad” que le permite a un excluido negociar simbólicamente su inclusión en la “aldea global” frente al aparato de televisión, pero que no le permite beneficiarse de los derechos del “ciudadano global”, no es sino un regalo del Diablo. La capacidad de los miembros de la audiencia para reconocerse a sí mismos y legitimar su propia autopercepción en los discursos y representaciones de los Otros (ver Fiske, 1986) no se corresponde necesariamente con un reconocimiento, en esos mismos términos, de parte de esos Otros. Como sostiene Seaman (1992; 301), “por más que los miembros de un subgrupo ‘meta’ interpreten las representaciones negativas o degradantes de ese subgrupo en formas que subviertan el mensaje ‘original’ (la ‘lectura dominante’), esas representaciones pueden indirectamente reimponer sus significados destructivos a través de las acciones concretas de otros espectadores”. Peor todavía, en un mundo donde es el ojo del otro el que realmente nos define, la capacidad de las audiencias para “transformar” los mensajes de los medios no se corresponde con una capacidad similar para transformar las condiciones materiales en las que los diferentes grupos se relacionan entre sí en los diferentes niveles de interacción social (eg. trabajo, migración, etc.).

Para Martín-Barbero (1996; 59) esta es la fuente de “algunas de nuestras más secretas y enconadas violencias. Pues las gentes pueden con cierta facilidad asimilarlos instrumentos tecnológicos y las imágenes de modernización, pero solo muy lenta y dolorosamente pueden recomponer su sistema de valores, de normas éticas y virtudes civicas”. En ese sentido, parece pertinente empezar a indagar por las condiciones en las que las audiencias puedan ser capaces de transformar información en conocimiento, especialmente en el tipo de conocimiento que proporciona legitimidad social y que puede garantizar movilidad social (ver Murdock, 1999). Hasta hoy, las investigaciones agrupadas en torno a la “teoría de la brecha del conocimiento” (ver Tichenor et al, 1970) apunta hacia una realidad muy diferente a aquella sugerida por la eufórica celebración de la democracia semiótica.

Como sugiere Livingstone (1994), lo que necesitamos son nuevas formas para interrogarnos acerca de la operación social del poder. Pero no basta “con dejar de preguntarnos cómo es que afectan los medios a la audiencia y empezar a preguntarnos cómo es que determinados grupos de la audiencia se involucran de diferentes maneras con determinados géneros mediáticos en diferentes contextos (Livingstone, 1994; 252)”. También debemos estudiar las condiciones en que estos procesos de involucramiento y desinvolucramiento pueden llegar a tener un impacto en las condiciones materiales de existencia de esos grupos; averiguar en que condiciones es que una audiencia llega a constituirse en público. Es necesario, pues, preguntarnos qué se necesita para que lectores, espectadores y radioescuchas vinculen la no-conformidad que esta tan presente en sus negociaciones con los mensajes mass-mediáticos con sus derechos y potencialidades ciudadanas.

Conclusiones

Es más que obvio que el proceso de recepción es un lugar de encuentro al que los miembros de la audiencia llegan desde y con diferentes realidades socioculturales, necesidades y expectativas, prácticas cotidianas y experiencias, desde las cuales le confieren sentido a aquello que les es ofrecido. Como sostienen Morley y Silverstone (1990; 33) al hablar del consumo doméstico de la televisión, esta “es recibida en un contexto de por sí complejo y poderoso”; un contexto “delimitado, conflictivo, contradictorio…más o menos abierto, más o menos cerrado a las influencias de afuera”.

Este encuentro, sin embargo, no ocurre en condiciones de igualdad. Esta caracterizado por punzantes asimetrías en las tácticas de los débiles son opuestas a las estrategias de los poderosos (de Certeau, 1984). Es por lo tanto un espacio de poder, un objeto de disputas, un campo de batalla.

El espacio que se extiende “detrás del punto de contacto entre textos mediáticos y sus lectores o espectadores” (Silverstone, 1999; 13), es decir, el proceso de mediación, se convierte entonces en el espacio estratégico desde donde abordar el papel y la influencia de los medios en nuestra sociedad. Sin embargo, como sostiene Martín-Barbero, debemos ser capaces de hacer eso sin caer en “la excavación (positivista) del significado” (1988; 454) ni en la “hipóstasis de la recepción”, la que puede conducir a confundir el “rescate de su actividad con el sofisma de ‘todo el poder al consumidor’” (1996; 63-64).

Cualquier respuesta a la pregunta de la actividad de las audiencias debe ir más allá del simple reconocimiento de que aquellos que podemos llamar “cultura popular” “ni es un eco de la cultura hegemónica, ni es una creación autónoma de las clases subalternas” (García-Canclini, 1988; 484). Hemos llegado al punto en que la investigación sobre las audiencias debe pasar de la aparente celebración de las incontables variaciones de la ecuación “grupo específico se encuentra con mensaje ajeno” para empezar a preocuparnos por las condiciones en las que esta interacción se convierte en agencia. Es imperativo abordar lo que García-Canclini llama “el problema del fracaso político”. Es decir “porque la hegemonía fracasa en el intento de reproducirse en la vida cotidiana de determinados sectores, porque tanto proyectos populares de transformación no logran alterar la estructura social” (García-Canclini, ibid).

Si la investigación sobre las audiencias no empieza a preocuparse por “la especificidad de los procesos culturales como articuladores de las prácticas comunicativas con los movimientos sociales” (Martín-Barbero, 1988;454), entonces las teorías de la audiencia activa simplemente servirán como una coartada para desestimar las urgentes preocupaciones sobre la concentración de la propiedad de los medios, la asimetría de los flujos informativos y la exclusión.

Referencias

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