«TRES NOCHES EN TLAHUILAPA»
(Fragmento)
En Itztacamel,
S.L.P. (pueblo indígena nahua), el viejo de la
ranchería, más bien dicho, el «Huehue» de la tribu,
es Antonio Manuel.
Así son los nombres de los
indios: Ramón Santiago, Pedro Marcos, Juan Agustín, Felipe Sebastían
y Antonio Manuel es el más viejo, el «Huehue», «Huehuetzín».
Caída la noche, cuando
empezaba a soplar la brisa de la sierra y sólo se oían los rumores de la selva
cercana, empezó a relatar sus leyendas ante el coro de extáticos oyentes.
He aquí la versión textual
de las leyendas que relató Antonio Manuel, un viejecito encorvado y magro,
siempre sonriente y diciendo sí a todo, con hondos movimientos de cabeza.
«EL RIO DE HUICHIHUAYÁN Y LOS ENCINOS CUATES»
(Leyenda)
Hoy me toca decir la leyenda
del «Río Huichihuayán» y los «Encinos Cuates». Se los
voy a contar tal como yo se la oí a mi abuelo que todavía llevaba nombre
limpio, no como los nuestros. Él se llamaba Tepecuahtli,
que quiere decir (en náhuatl) Águila de Piedra.
Que Dios me solivie el
cuenteo con el memoria, para no entrarle a las mentiras porque es peligroso
para un historiano decir decr
falsos, pues se vuelve Mahuaquite (especie de vívora).
Vivía en lo boscoso de
Miramar un hombre y su mujer, con un ahuizote (niño) de pecho. Sembraba ahí
maíz y cacao y vainilla, para vender a un tal Hurtado que era español y hacía
viajes por toda la sierra mercando.
Cuando se le antojaba comer
carne, tomaba el arco y las flechas y se iba por toda la cuesta que va a Tampashal y volvía con pájaros o correlones del monte. Era
muy buen tirador y no jeraba arcazo. Se llamaba Tlapau; era vigoroso, de canilla doble y empechado duro, piernas largas y buenas para el corre como
venado. Le temían todos y era bueno.
Un día bajó a eso con sus
flechas y su guaje lleno de agua, al llegar a la cuestecita
donde empieza Tlamaya, donde antes no había ni una
casa, oyó un grito de mujer muy triste, muy largo como si cantara, como si
llorara. «¿Quién será?». Se dijo Tlapau
poniéndose la mano en la oreja y dando vuelta como pa'saber
de dónde.
Empezó a subir y la voz se
oía abajo; bajó y se oía arriba . Así anduvo para un lao y pa'otro, hasta que cansado
de buscar pensó: «Son cosas mías, a lo mejor un tigrillo; pa'qué
le busco, no sea que...». Pero súpito se quedó cuando va viendo que se movían
unas ramas y de ahí salía otra vez el mentao grito.
Se quedó parao con algo de miedo, pero luego le entró el curiosidá
y se fué derecho al matorral aquél. Abrió la ramazón
y no vio nada. Estaba medio oscuro ya, porque la tarde se iba ahogando y el sol
había bajado a dormir a los llanos. Se metió por el hueco y ora tumba un chichicaxtle, ora desenreda un dejuco,
ora se resbala en un bijarro; pero nada. Oyó otra vez
el grito y ora estaba pior porque le pareció conocida
la voz; y más pior porque le pareció que era la mera
voz de su mujer, cuando él la había dejado allá relejos,
más de una legua. Entonces le entró un desasosiego horrible y arañandose la cara y dejando las flechas entre el breñal,
siguió encajándose en lo tupido. A mucho andar con esa batalla, se le fué aclarando lo emboscao y luego
vió que ya no había más que unos árboles altos, altos
y zancones, pero arriba tan follecidos que tapaban la
luz. Era un techo verde. En el zacate vió una juiderita muy limpia y
muy andada. «Ya caí a alguna veredita», dijo Tlapau,
y la siguió.
Y ya quedamos en que Tlapau era fuerte y el fatiga no
le doblaba. Pues asina fué
anda y anda leguas por la veredita limpia. Y tan embebido caminaba pensando en
su mujer que no se dió cuenta que las hojas de todos
los árboles se bían ido poniendo cenizas y los
troncos negros. Cuando vió aquello Tlapau, dijo: «Bueno,¿pos ónde ando?» y no bien había dicho esto cuando oyó la voz de
su mujer que le decía: «sigue, sigue, no te detengas, ven...ven...»
Tlapau siguió y como a diez pasos vió
un reliz del monte, limpio, raso, pulido y brillante; parecía un pader de hueso de mamey. Y ahí estaba embutido un nicho a
lo largo y en el nicho estaba su mujer acostada y con los ojos abiertos. Su
cuerpo estaba desnudo, según podía ver por lo que quedaba descubierto, pues
estaba tapada con zempoaxóchitl y flor de durazno.
Estaba más hermosas que nunca, más clarita, más blandita de sus carnes y con su
pelo, brillante, brillante.
Tlapau se quedó viéndola a tres pasos.
-¿Qué haces aquí?
-Me he venido a hacerl compañía a
-¿Pero cómo llegaste a este
escondite?
-No se, -dijo Moyoshihua, que era el nombre de la mujer de Tlapau. Yo dormía en la estera. De pronto soñé que una
tempestad caía sobre la tierra y se llevaba la casa y el niño y tú eras ahogado
también y muchas gentes muertas iban sobre un río, cantando, ya muertas y aquél
río se iba haciendo manso y luego ya no eran aguas ni olas sino puercos y jabalínes que esperaban a los muertos y les hacían pedazos
con sus filosos colmillos. Y luego el río era un río de sangre y de quejas y
los puercos estaban muy risueños...Entonces me levanté y vi
que una diosa muy bella, envuelta en un manto verde con forma de rana, decía:
«Ven Shihua, ven a calentar el muro de la miel y
bajará a la garganta de la tierra; si no, tu pueblo será arrasado y no quedará
piedra sobre piedra».
Y sentí entonces que dos
árboles me tomaban por las arcas y me llevaban volando...hasta aquí.
-Y ¿por qué no nos vamos?,
ten confianza en mí, soy valiente.
-Porque se indignaría Tláloc, y la diosa desataría la tempestad y acabaría el río
con nosotros, el rió de los puercos, el río de los jabalines
y de sangre.
-No temas Shihua; ven. Puedes morirte ahí; yo no te dejo.
Y avanzó hasta el nicho. Y
el primer paso que dió se
oyó un grito de todas las aves del bosque. Tlapau no
se amedrentó y dió otro paso y entonces oyó un
estruendo y vió relámpagos y centellas pero no tuvo
miedo. Dió el último paso y la luz del día se apagó. Pero él ya estaba frente a su mujer. Extendió los
brazos y la levantó. No bien se había desprendido del nicho el cuerpo de Moyoshihua, cuando el cielo vació mil chorros de agua y
luego más y más. Tlapau caminaba con la luz de las
centellas, en ratitos, con mucho miedo y valor. Y poco a poco llegó cerca de la
cañada con su mujer en brazos y desde ahí vió una
cosa horrible, para espantar a Tlapau y cien Tlapaus. El río era de sangre y había en las márgenes
puercos y más puercos que estaban comiéndose la carne de los muertos y el río
se ponía cada vez más color encarnado. Y entonces Tlapau
sintió que él tenía la culpa. Y levantó la cabeza y vió
dibujada en el cielo a la diosa Tláloc, que era de
forma de rana y brillante. Tlapau sintió miedo pero
no dijo nada por orgullo. Pero Moyoshihua le dijo:
«Inclina la cabeza y tal vez nos perdone». Pero Tlapau
no quiso.
Se desató otra vez la
tempestad y el cielo se puso negro, negro. Un rugido como de cientos de coyotes
venía del lugar donde se veía la diosa. Y empezaron a caer centellas y luego,
como si en la diosa se fueran juntando el color verde se fué
haciendo más dorado y brillante y de ahí salió un rayo que cegó a Tlapau antes de matarlos.
Ellos estaban en un
montecito y ahí recibieron abrazados, el golpe del rayo y quedaron como carbón,
sin señas de ber sido gentes.
Y el río se llamó Río de «Huichiuayán», que en nuestra lengua (náhuatl) quiere decir
«Venero de ruido» o «Río de los puercos». Y del lado de donde se cargaba el
agua la tierra se tiñó de rojo y el color se fué
extendiendo hasta pintar toda la custa y por poco
llega el pintao hasta Huehuetlán.
Todavía se llama «Cuesta de tierras coloradas». Y en el lugar en donde cayeron Tlapau y su mujer Moyoshihua,
crecieron dos encinos muy hermosos que todavía están. Y ese lugar se le llama
«Los Encinos Cuates»...Hasta ora, quen sabe pa'lante...»
Fragmento
tomado de «Pausa Breve». Cuentos y leyendas.
Miguel
Álvarez Acosta. Escritor Potosino.
Vertiente
Editorial.
1988
México, D.F.