Intervención del Pontífice en la audiencia general del miércoles 23 de enero de 2002
Es el caso de la súplica que acabamos de dirigir al «Señor, Dios del universo» (versículo 1). Está contenida en el libro de Sirácida, un sabio que recogió sus reflexiones, sus consejos, sus cantos probablemente entre los años 190 y 180 a.C., en el umbral de la epopeya de la liberación vivida por Israel bajo la guía de los hermanos Macabeos. Un nieto de este sabio, en 138 a.C., tradujo al griego, como se dice en el prólogo, la obra del abuelo, con el objetivo de ofrecer estas enseñanzas a un círculo más amplio de lectores y discípulos.
El libro de Sirácida es llamado «Eclesiástico» por la tradición cristiana. Al no haber sido recogido por el canon hebreo, este libro acabó caracterizando, junto a otros, la así llamada «veritas christiana». De este modo, los valores propuestos por esta obra sapiencial pasaron a formar parte de la educación cristiana en tiempos de los Santos Padres, sobre todo en el ámbito monástico, convirtiéndose en un manual de comportamiento práctico para los discípulos de Cristo.
2. La invocación del capítulo 36 del libro de Sirácida, asumida como oración por los Laudes de la Liturgia de las Horas de forma simplificada, se mueve a través de algunas líneas temáticas.
Ante todo, encontramos la imploración para que Dios intervenga a favor de Israel y contra las naciones extranjeras que le oprimen, En el pasado, Dios demostró su santidad al castigar las culpas de su pueblo, poniéndolo en manos de sus enemigos. Ahora el creyente pide a Dios que demuestre su grandeza reprimiendo la prepotencia de sus opresores, instaurando una nueva era de colores mesiánicos.
Ciertamente la súplica refleja la tradición de oración de Israel, y en realidad está llena de reminiscencias bíblicas. En cierto sentido, puede considerarse como un modelo de oración para ser usado en tiempo de persecución y opresión, como sucedía cuando vivía el autor, bajo el dominio más bien duro y severo de los soberanos extranjeros sirio-helénicos.
3. La primera parte de esta oración se abre con un llamamiento ardiente dirigido al Señor para que tenga piedad y preste atención (cf. versículo 1). Pero en seguida la mirada se dirige hacia la acción divina, que es exaltada a través de verbos muy sugerentes: «Ten piedad... mira... siembra tu temor... alza tu mano... muéstrate grande... repite tus maravillas... glorifica tu mano y tu brazo derecho…».
El Dios de la Biblia no es indiferente ante el mal. Y si bien sus caminos no son nuestros caminos, y sus tiempos y proyectos son diferentes a los nuestros (cf. Isaías 55, 8-9), se pone del lado de las víctimas y se presenta como juez severo de los violentos, de los opresores, de aquellos que triunfan sin conocer la piedad.
Pero su intervención no busca la destrucción. Al mostrar su potencia y su fidelidad en el amor, puede general también en la conciencia del malvado un estremecimiento que lo lleve a la conversión. «Que reconozcan, como nosotros hemos reconocido, que no hay Dios fuera de ti, Señor» (v. 4).
4. La segunda parte del himno abre una perspectiva más positiva. De hecho, mientras la primera comienza pidiendo la intervención de Dios contra los enemigos, la segunda ya no habla de enemigos, sino que pide los favores de Dios para Israel, implora su piedad para el pueblo elegido y para la ciudad santa, Jerusalén. El sueño de un regreso de todos los exiliados, incluidos aquellos del reino septentrional, se convierte en objeto de oración: «Congrega todas las tribus de Jacob, dales su heredad como al principio» (v. 10). Se pide así una especie de renacimiento de todo Israel, como en los tiempos felices de la ocupación de toda la Tierra Prometida.
Para hacer la oración más intensa, el orante insiste en la relación que une a Dios con Israel y Jerusalén. Israel es designado como «el pueblo llamado con "tu" nombre», «a quien igualaste con el primogénito»; Jerusalén es «"tu" ciudad santa», «"tu" lugar de reposo». Expresa después el deseo de que la relación se convierta aún más cercana y, por tanto, más gloriosa: «Llena a Sión de tu alabanza, y de tu gloria tu santuario» (versículo 13). Al llenar con su majestad el Templo de Jerusalén, que atraerá a todas las naciones (cf. Isaías 2, 2-4; Miqueas 4, 1-3), el Señor colmará a su pueblo con su gloria.
5. En la Biblia, el lamento de los que sufren no acaba nunca en la desesperación, sino que siempre está abierto a la esperanza. Se funda en la certeza de que el Señor no abandona a sus hijos, no les deja caer de sus manos a quienes ha plasmado.
La selección realizada por la Liturgia ha dejado a un lado una expresión muy afortunada de nuestra oración. Pide a Dios dar «testimonio a tus primeras criaturas» (versículo 14). Desde la eternidad, Dios tiene un proyecto de amor y de salvación destinado a todas las criaturas, llamadas a convertirse en su pueblo. Es un designio que san Pablo considerará como «revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu... conforme al designio eterno que realizó en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Efesios 3, 5-11).