Unam, Sanctam, Cathólicam, et Apostólicam Ecclésiam

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LA CREACIóN, OTRO «LIBRO SAGRADO» QUE HABLA DE DIOS.

Intervención durante la audiencia general del miércoles 30 de Enero de 2002, Juan Pablo II.

1. El sol, con su progresivo fulgor en el cielo, con el esplendor de su luz, con el benéfico calor de sus rayos ha conquistado a la humanidad desde sus orígenes. De muchas maneras, los seres humanos han manifestado su gratitud por esta fuente de vida y de bienestar con un entusiasmo que con frecuencia se eleva hasta alcanzar las cumbres de la auténtica poesía. El estupendo Salmo 18, del que acabamos de proclamar la primera parte, no es sólo una oración en forma de himno de extraordinaria intensidad, es también un canto poético elevado al sol y a su irradiación sobre la faz de la tierra. De este modo, el Salmista se une a una larga serie de cantores del antiguo Oriente Próximo, que exaltaban el astro del día que brilla en los cielos y que domina prolongadamente esas regiones con su calor ardiente. Es el caso del célebre himno a Aton, compuesto por el faraón Akhnaton, en el siglo XIV a.C., dedicado al disco solar considerado como una divinidad.

Sin embargo, para el hombre de la Biblia hay una diferencia radical con respecto a estos himnos solares: el sol no es un dios, sino una criatura al servicio del único Dios y creador. Basta recordar las palabras del Génesis: «Dijo Dios: "Haya luceros en el firmamento celeste, para apartar el día de la noche, y valgan de señales para solemnidades, días y años"... Hizo Dios los dos luceros mayores; el lucero grande para el dominio del día, y el lucero pequeño para el dominio de la noche... y vio Dios que estaba bien"» (Génesis 1, 14.16.18).

2. Antes de recorrer los versículos del Salmo escogidos por la Liturgia, echemos una mirada a su conjunto. El Salmo 18 es como una composición pictórica divida en dos tablas. En la primera (versículos 2-7), que hoy se ha convertido en nuestra oración, encontramos un himno al Creador, cuya misteriosa grandeza se manifiesta en el sol y en la luna. En la segunda parte del Salmo (versículos 8-15) nos encontramos con un himno sapiencial a la Torá, es decir, a la Ley de Dios.

Las dos partes están unidas por un hilo conductor: Dios ilumina el universo con el fulgor del sol e ilumina a la humanidad con el esplendor de su Palabra contenida en la Revelación bíblica. Se trata casi de un sol doble: el primero es una epifanía cósmica del Creador, el segundo es una manifestación histórica y gratuita de Dios Salvador. No es casualidad el que la Tora, la Palabra divina, es descrita con rasgos «solares»: «Los mandamientos del Señor son luz de los ojos» (v. 9).

3. Pero concentrémonos, por ahora, en la primera parte del Salmo. Se abre con una admirable personificación de los cielos, en los que el autor sagrado descubre testigos elocuentes de la obra creadora de Dios (versículos 2-5). De hecho, «narran», «anuncian», las maravillas de la obra divina (cf. v. 2). El día y la noche son representados también como mensajeros que transmiten la gran noticia de la creación. Se trata de un testimonio silencioso, que sin embargo se deja sentir con fuerza, como una voz que recorre todo el cosmos.

Con la mirada interior del alma, con la intuición religiosa no distraída por la superficialidad, el hombre y la mujer pueden descubrir que el mundo no es mudo, sino que habla del Creador. Como dice el antiguo sabio, «de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sabiduría 13, 5). También san Pablo recuerda a los Romanos que «desde la creación del mundo, lo invisible de Dios se deja ver a la inteligencia a través de sus obras» (Romanos 1, 20).

4. El himno, después, abre paso al sol. El globo luminoso es presentado por el poeta inspirado como un héroe guerrero que sale de su alcoba en la que ha transcurrido la noche, es decir, sale del seno de las tinieblas y comienza su incansable carrera en el cielo (versículos 6-7). Es como un atleta que no conoce pausa o cansancio, mientras todo nuestro planeta queda envuelto por su calor irresistible.

El sol es comparado, por tanto, a un esposo, a un héroe, a un campeón, que por orden divina tiene que cumplir cada día un trabajo, una conquista y una carrera en los espacios siderales. El salmista apunta así al sol esplendente en pleno cielo, mientras toda la tierra es envuelta por su calor, el aire queda inmóvil, ningún rincón del horizonte puede escapar a su luz.

5. La imagen solar del Salmo es retomada por la liturgia pascual cristiana para describir el éxodo triunfante de Cristo de la oscuridad del sepulcro a su entrada en la plenitud de vida de la nueva resurrección. La liturgia bizantina canta en los Maitines del Sábado Santo: «Como el sol se eleva después de la noche radiante en su renovada luminosidad, así también Tú, oh Verbo, resplandecerás con un nuevo fulgor cuando, después de la muerte, dejes tu lecho nupcial». Una oda, la primera, de Maitines de Pascua pone en relación la revelación cósmica con el acontecimiento pascual de Cristo: «Se alegre el cielo y exulte con él la tierra, pues todo el universo, visible e invisible, forma parte de esta fiesta: ha resucitado Cristo, nuestra alegría perenne». Y otra oda, la tercera, añade: «Hoy el universo entero, cielo, tierra y abismo, está lleno de luz y toda la creación canta la resurrección de Cristo nuestra fuerza y nuestra alegría». Por último, otra oda, la cuarta, concluye: «Cristo, nuestra Pascua, se ha elevado de la tumba como un sol de justicia irradiando sobre todos nosotros el esplendor de su caridad».

La liturgia romana no es tan explícita como la oriental al comparar a Cristo con el sol. Describe, sin embargo, las repercusiones cósmicas de su resurrección, cuando abre su canto de alabanza en la mañana de Pascua con el famoso himno: «Aurora lucis rutilat, caelum resultat laudibus, mundus exultans iubilat, gemens infernus ululat» - «Refulge de luz la aurora, con cantos exulta el cielo, el mundo se alboroza danzando, gime con gritos el infierno».

6. La interpretación cristiana del Salmo no cancela, de todos modos, su mensaje básico, que es una invitación a descubrir la palabra divina presente en la creación. Ciertamente, como se dirá en la segunda parte del Salmo, hay ora Palabra más elevada, más preciosa que la misma luz, la de la Revelación bíblica.

De todos modos, para quienes no tienen tapados los ojos ni los oídos, la creación constituye una especie de primera revelación, que tiene su propio lenguaje elocuente: es como otro libro sagrado cuyas letras son representadas por la multitud de criaturas presentes en el universo. Afirma san Juan Crisóstomo: «El silencio de los cielos es una voz que resuena más intensamente que una trompeta: esta voz grita a nuestros ojos, no a nuestros oídos, la grandeza de quien les ha hecho» (PG 49, 105). Y san Atanasio: «El firmamento, a través de su magnificencia, su belleza, su orden, es un predicador prestigioso de su artífice, cuya elocuencia llena el universo» (PG 27, 124).