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Debemos ver la sexualidad como una fuerza querida y creada por Dios, maravillosa, positiva; hay que liberarse de esta sensación de vergüenza, en el sentido peyorativo de la palabra, que experimentamos con frecuencia a propósito de la sexualidad. La mayoría de las veces se trata de un verdadero tabú. Se piensa muchas veces que la sexualidad es radicalmente egoísta, cuando es más bien la fuente de la generosidad. El hombre está sometido a dos fuerzas contrarias: una centrípeta y otra centrífuga. La centrípeta lo arrastra a la soledad, a la interioridad, a la introversión; puede ser buena -ha sido también creada por Dios-, pero puede volverse perjudicial si se convierte en un sentimiento narcisista, egoísta, en un sentimiento de seguridad absoluta.
Querríamos quedarnos siempre en nuestra casa, en nuestro ambiente. En él estamos tranquilos, libres de toda preocupación y sin riesgo de la aventura. La sexualidad consigue algo que sin ella resultaría más difícil: nos despega de la seguridad doméstica y nos lanza hacia una persona desconocida en un encuentro lleno de riesgo y de aventuras.
La regla moral que prohíbe el incesto corresponde a uno de los momentos más bellos de la historia de la humanidad. La tendencia normal en una cultura primitiva con poca densidad de población era entre hermanos. Se conocían bien y la unión no planteaba grandes problemas: en la elección había una buena dosis de egoísmo casero. Pero la sexualidad tiende a romper como una fuerza arrolladora ese deseo de seguridad, nos saca del círculo doméstico, nos lanza a la aventura, empujándonos hacia otra persona que para nosotros es un misterio, y que puede ser de otra raza, d otro color, de otro temperamento. No tenemos que ver la sexualidad tan sólo en la línea genital: es algo que penetra todo nuestro ser.
La sexualidad es un impulso que Dios ha puesto en nosotros para abrirnos a los demás, para salir de nosotros mismos. Después vendrá la segunda etapa, no para todos sino para aquellos que la eligen: la apertura genital dentro del matrimonio. Esta, empero, no es sólo la apertura de mi pequeño yo, sino la de toda la historia precedente. En cualquier célula de reproducción se encuentra toda la historia del hombre, desde el que habitaba en las cavernas hasta el actual. Puede ser que un día en el laboratorio logren una célula sin historia; en cambio una célula viviente del hombre tendrá siempre una historia. Todas las generaciones han puesto en ella algo, y cuando el hombre transmite esta célula de reproducción, toda la historia se sirve de este hombre para continuarse.
En la unión sexual, encuentro profundo con otro ser, no sólo transmitimos la vida sino que damos también nuestra contribución a toda la historia venidera a través del nuevo hombre que nace. Ahora bien, esta apertura, este dinamismo, por medio del cruce de las razas, de los pueblos y de las culturas es lo contrario del egoísmo y significa una verdadera generosidad. El dinamismo de apertura para mí es el primer valor positivo de la sexualidad.
Otro valor positivo de la sexualidad difusa ya la genital dentro del matrimonio, es ser expresión del amor cristiano, una liturgia del amor. Cuando amamos en serio a Dios expresamos este amor con la liturgia, que es la palabra y es rito: queremos hablar con Dios, pero hablamos con él a través de todo nuestro ser también corporalmente. Así cuando amamos a las personas, queremos manifestar a todo nuestro afecto; también el amor que sentimos por los demás tiene necesidad de expresarse con palabras, gestos, con toda nuestra persona. Las manifestaciones serán diversas, no obstante, según que uno manifieste su amor en el matrimonio o fuera de él, por ejemplo entre amigos. La sexualidad que nos encierra en nosotros mismos no es expresión de amor humano y cristiano, no tiene sentido: se vuelve idolatría, da vueltas en el vacío y sé autodestruye.
ANTONIO HORTELANO, CSSR