Navidad es un misterio. No podemos explicarnos por qué Dios se hizo
hombre. Goza de felicidad infinita; nada ni nadie puede aumentar esa felicidad
y esa dicha. ¿Por qué, pues, quiso Dios hacerse hombre en este
mundo, lleno de egoísmo y de odios?
La Iglesia, cada vez que recitamos en Credo, pone en nuestros labios estas elocuentes
palabras: Cristo "por nosotros los hombre y por nuestra salvación
bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo se encarnó
de la Virgen María y se hizo hombre". Cuando estas palabras son
pronunciadas en las Misas de Navidad, caemos de rodillas y guardamos respetuoso
silencio... Estamos ante un misterio.
Sí, Navidad es un misterio, misterio de amor. "Dios, que es rico
en misericordia, nos dice San Pablo por el gran amor con que nos
amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por
Cristo" (Ef 2, 4-5). La Liturgia nos habla estos días navideños
de un santo intercambio. Nosotros le damos a Dios lo que él nos ha dado
primero: nuestra condición humana; Él, en cambio, nos regala su
vida divina. Nosotros le entregamos nuestra vida efímera, nuestras miserias
y el cúmulo de nuestros pecados; Él, a cambio, nos obsequia el
perdón, la gracia y la vida eterna. Estamos ante un misterio de amor.
El amor es lo que define la Navidad. Es también la lección que
más necesitamos. Al mundo le hace falta amor. Los individuos, las familias
y la sociedad en general necesitan aprender a amar. Después de veinte
siglos casi exactos del Nacimiento de Cristo, viendo a los humildes pastores
acudir a adorar al Recién Nacido, también nosotros debemos acercarnos
a la Gruta de Belén para agradecer tanto amor y animarnos a amar de verdad
a Cristo y a nuestros hermanos. Esa es la lección que nos da el Divino
Niño. No hay otra respuesta de nuestra parte a ese misterio de amor.
Esa ha de ser la obligación de todos los días. La promesa de amar
ha de ser, de nuestra parte, el regalo obligatorio esta Navidad.