12  -   EL ARTISTA EN EL ANTIGUO EGIPTO

 

por   MARÍA INÉS PEYRALLO

 

 

 

 

La fragmentación de la información que ha llegado hasta nosotros no nos permite formarnos una idea cabal de lo que era la situación del artista en el antiguo Egipto. No podemos saber con certeza el concepto que los antiguos egipcios tenían del arte ni cómo consideraban a sus artistas, pues, aunque en algunos de sus textos figure los términos arte y artista, no es posible conocer con exactitud el significado que daban a estas palabras.

De igual manera, si bien todos los autores mencionan la variedad de artesanos que forzosamente tenía que existir en una civilización que dejó como legado tantas y tan diversas obras, no todos hacen referencia a su situación dentro de la sociedad egipcia. Entre las pocas opiniones que se expresan al respecto no hay unanimidad: hay quien niega casi rotundamente la existencia de un concepto de arte y de artista, hasta quien acepta la idea de que el arte egipcio, más allá de sus particularidades, existió como tal, contando incluso con gran cantidad de eximios aunque anónimos creadores de obras de arte.

Los casos en que se da noticia de hombres que han sobresalido mediante el ejercicio de su arte son poco frecuentes y, en la mayoría de los casos, se ignora sus antecedentes. Algunos de ellos, muy pocos, dicen por su cuenta, en su autobiografía, la estima en que los tiene el soberano; otros, trascienden el anonimato porque su patrón ha juzgado oportuno honrarlos en una pared de su tumba, y hay algunos que de un modo más o menos indirecto, llegan incluso a firmar su obra. Habitualmente se trata de escultores, pintores y arquitectos; estos últimos, incluso, lograron llegar a una consideración especial, ya que su trabajo era predominantemente espiritual, y eran otros quienes lo llevaban a cabo. El favor de que gozaron estos artistas con el comitente de sus trabajos les proporcionó beneficios materiales y a veces la posibilidad de una rica sepultura en la que se acumulan las dádivas de altos personajes satisfechos. Tanto maestros reconocidos como artesanos consumados proliferaron en Egipto, y dieron cuerpo con tanta discreción como habilidad a verdaderas maravillas, de las que se enorgullecen los museos de todo el mundo.

Los primeros reyes de Egipto recompensaban la habilidad de sus artífices agrupando sus sepulturas en la inmediata proximidad de su propia tumba, como en Abidos. Primero son los tallistas de sílex finos, los pulimentadores de piedra dura, los fabricantes de vasos de alabastro o de brecha, etc. Luego los orfebres, los joyeros, los ebanistas, los azulejeros, etc. Por último, todos aquellos que esculpen, dibujan o pintan a las órdenes de los grandes especialistas.

A lo largo de toda su historia, existen talleres y obras reales por todo Egipto, tanto en la corte como en provincias proliferan buenos artesanos y artistas, y los más oscuros de ellos, como los maestros, rivalizan en destreza. Desde la época predinástica, objetos de un refinamiento deslumbrante, que unen pericia y armonía de formas y colores, confirman la antigüedad de tradiciones artesanales que se manifiestan cada vez que el país goza de un régimen estable y emprendedor. Por el contrario, la ingenuidad que se aprecia en las obras en los períodos de disturbios y de ocupación extranjera sugiere la existencia de un estrecho vínculo entre el florecimiento de las artes, a menudo costoso, y el poder de los gobernantes.

En lo que se refiere a la noción de arte, no se puede saber si los artesanos de Deir El-Medina alguna vez fueron conscientes de hacer obras maestras -por ejemplo cuando decoraron la tumba de Sethi I-, porque nada dicen al respecto, y tampoco los reyes se muestran mucho más explícitos. El mayor valor se le concede al encargo que se realiza. Los reyes intervienen a veces en la elección de materiales, suelen presentarse en la obra para seguir la marcha de los trabajos. Si bien recompensan a artesanos y maestros de obra, hablan de su talento en términos de habilidad, incluso de amor por él. Pero no se hace referencia al arte. Sin embargo, cuando el rey distingue a un artesano, cuando le encomienda una tarea que le interesa especialmente, o lo eleva por encima de su condición, crea un artista sin que la palabra se haya inventado. El anonimato de la mayor parte de las obras contribuye a borrar la noción de individualidad en las empresas en que, más que el detalle en sí mismo, cuenta el resultado en conjunto.

El nombre que figura prioritariamente por doquier, salvo raras excepciones, es el del comitente. La gran importancia que otorgaban los antiguos egipcios a su nombre, única garantía de supervivencia, permite pensar que, por este motivo, los autores de algunas de estas obras alguna vez dejaron su firma, directamente o aprovechando otro lugar. Pero constituye una notable constante social que se ignore al autor para recordar en su lugar a aquel que lo emplea.

El arte no es privilegio exclusivo de los dioses ni un monopolio real. No solamente se realiza desde los tiempos más remotos por cuenta de patrones particulares, sino que está generalizado entre la población. Adoptando formas más o menos modestas, todo el mundo fabrica para sí o sus allegados un objeto, un jarro, un collar o una estatuilla. Del más humilde al más rico, nadie carece de esta aptitud. De este modo se da una interesante paradoja: el arte es una de las expresiones más ordinarias de la cotidianidad egipcia, pero no posee nombre, y sus autores, aún reconocidos en su época, no pasan a la posteridad más que de forma excepcional.

Es posible que las lagunas de nuestro conocimiento acentúen esta sensación. Cuando menos, existe un ejemplo que nos muestra a un artista de la corte amarniana que vive como uno de los altos funcionarios. El escultor Djehutymes poseía una gran mansión que lindaba con su taller en el mismo corazón de la capital. Allí se encontraron los extraordinarios retratos que tanto han contribuido a divulgar este asombroso período. Como el resto de las esculturas de su tiempo, no estaban firmadas, pero no cabe duda de que la fama del maestro sobrepasó los límites de Amarna. Estas estatuas expresan más que cualesquiera otras las personalidad de su autor tanto como la de su modelo.

En varios momentos de su historia, el arte egipcio ha intentado reproducir con tanta delicadeza como fuerza los rasgos del individuo, y en esas ocasiones el escultor ha podido dar libre curso a su sensibilidad. Estas variantes humanísticas de la ideología faraónica, que se manifiestan en las composiciones literarias de la época, infundieron sin duda al artista un comportamiento más cercano a nuestras concepciones modernas que aquel que defendía valores convencionales.

Puede resultar más fácil reconocer al artista egipcio, ya que los nombres de algunos de ellos han sobrevivido, que tratar de aproximarnos a un concepto de arte egipcio, que puede parecernos esquivo y resbaladizo, con nuestra manera de pensar moderna. El artista es más fácil de reconocer, a través de las pocas piezas firmadas, las excavaciones en ruinas de estudios de artistas, y los relieves y pinturas que muestran a artistas trabajando, que han llegado hasta nosotros.

En los talleres representados en relieves del Imperio Antiguo o en las pinturas murales del Imperio Nuevo, se representan artesanos de distintos tipos, desde escultores y metalistas hasta ebanistas y joyeros, trabajando juntos. Les dirige un personaje que parece un supervisor culto, familiarizado con las técnicas de varias artesanías y capaz de reconocer la calidad inferior del trabajo y de corregir errores. Se lo podría asimilar a lo que hoy llamaríamos un diseñador, cuya tarea consiste en cuidar del diseño principal y de los detalles para que los artesanos especializados se ocupen luego de realizarlos bajo su vigilancia. La mayor parte de los encargos era sin duda, del tipo tradicional, sancionado desde hacía largo tiempo por el uso y la religión, sin perjuicio de que, de vez en cuando, alguien encargara un diseño nuevo, por ejemplo, al subir al trono un nuevo faraón, y sobre todo, durante el Imperio Nuevo, cuando surgió entre la gente rica el gusto por las novedades exóticas.

Estos jefes diseñadores eran al principio sumos sacerdotes de Ptah en Menfis. El dios Ptah, en una de sus manifestaciones, quizá la más antigua, es patrono de los artesanos, sobre todo de orfebres y escultores, ya que él fue el inventor de las técnicas y las prácticas manuales. Esta función de divino artífice pudo ser el desencadenante para considerar a Ptah un dios creador. La responsabilidad de estos sacerdotes por el diseño de obras de arte se deduce con completa claridad de las instrucciones que recibían de los reyes, cuando éstos les encargaban el ajuar de las tumbas de sus cortesanos favoritos. Probablemente, ese cargo recayera en parientes cercanos del faraón desde los primeros tiempos, tradición que se conservó esporádicamente en tiempos ulteriores, con una tendencia a hacer hereditarios ese tipo de cargos, así como los de los artesanos a los que esos sumos sacerdotes dirigían.

En el Imperio Nuevo, los responsables de dirigir a los artesanos encargados de los proyectos arquitectónicos del faraón solían ser los Supervisores de Todas las Obras Reales y otros altos funcionarios, como los mayordomos reales y escribas de alta jerarquía, pero otras instituciones, como el gran Templo de Amón en Tebas, habían adquirido gran riqueza e influencia y tenían su propio Jefe de Obras, que solía ser el Segundo Profeta. Los administradores y mayordomos del faraón, como por ejemplo, Senenmut y Kenamón, dirigían también contingentes de jornaleros y artesanos, y se atribuye al primero de ellos el diseño, además de la construcción del templo funerario de la reina Hatshepsut en Deir el-Bahari.

Los datos que tenemos sobre la posición e importancia de los escultores principales de los faraones son más completos para la época del Imperio Nuevo. Bak, escultor principal de Akhenatón, era un favorito real, y lo mismo cabe decir de su sucesor, ya mencionado. Yuti, el escultor de la reina Tiye, tenía su estudio en el recinto del palacio real. En esa misma época había protectores de las artes en los grandes templos, donde se instalaban talleres para la producción de toda clase de obras de arte que hacían falta a los sacerdotes.

La íntima relación entre el sacerdote y el artista, que es evidente en el Imperio Antiguo, cuando el cargo de artesano principal recaía siempre en el sumo sacerdote de Ptah, siguió existiendo a lo largo de toda la historia egipcia. En el Imperio Medio, el escultor Iritisen, que nos ha dejado en la estela de su tumba una oscura relación de su conocimiento de los procedimientos tradicionales, se jacta también de su erudición en cuestiones litúrgicas. El arquitecto Minmose recibió también lucrativos cargos sacerdotales en varios de los templos por él edificados, aunque puede ser que recibiera estas recompensas después de retirarse del servicio activo. Muchos de los artesanos que trabajaron en la construcción de las tumbas reales de Tebas tenían también cargos sacerdotales en los cultos locales; los dos escultores que hicieron la estatua de Sennufer llevan el título de sacerdotes corrientes además del de diseñadores de la Casa del Oro (talleres) del templo de Amón. El escultor que vació la estatua de bronce de Karomama era sacerdote de Amón, además de funcionario de la esposa divina de Amón, personaje de suma importancia en Tebas en aquel momento.

Los obreros de estos arquitectos, escultores principales y maestros artesanos, eran, en su mayor parte, modestos artesanos que trabajaban en estudios y talleres anexos a los palacios o los templos, o, en el período feudal, a las residencias de los magnates locales. Es poco probable que poseyesen el amplio conocimiento de los principios del arte egipcio que tenían sus supervisores; seguramente se limitaban a atenerse a fórmulas empíricas aprendidas de sus padres, y que ellos, a su vez, transmitían a sus hijos. El arte egipcio refleja el conservadurismo de la artesanía hereditaria en muchos de sus aspectos técnicos. Los procedimientos seguían siglo tras siglo con pocos cambios, excepto la sustitución de las herramientas de bronce por las de cobre en el Imperio Nuevo, y la introducción, posiblemente en el período saíta, del hierro, lo que quizás explique el fino tallado de las inscripciones en piedra dura que produjo ese período.

La intensa especialización de las artesanías en Egipto, donde cada obrero perfeccionaba su pericia en un campo laboral limitado, tendía a inhibir cambios rápidos de estilo, pero sin llegar a eliminar del todo la originalidad. Un ejemplo de esto lo vemos en el libre modelado del yeso húmedo que los escultores introdujeron en los relieves de las tumbas de Amarna, donde la obra de arte egipcia es con frecuencia resultado de la colaboración de varios especialistas distintos. En tales circunstancias, los cambios iconográficos y estilísticos forzosamente serían iniciativa del maestro artesano que diseñaba la obra y supervisaba su ejecución.

Dentro de la gran variedad de artesanos y artífices, todos ellos de gran maestría en sus respectivas especialidades, existían admirables artesanos, muchos de ellos auténticos artistas. No podemos saber ciertamente si eran recompensados de acuerdo con su valía. En estelas y relieves se hace referencia al director de los trabajos, pero con frecuencia no hay ni una sola palabra de agradecimiento o felicitación para los trabajadores más hábiles. Con frecuencia, los capataces o vigilantes tratan a los artistas como verdaderos peones. Se ignora la individualidad: la obra es el resultado del trabajo de un taller real o de un templo, para la gloria del rey o del dios, pero la obra en sí misma es anónima, y la posteridad ignoraría el nombre de los maestros de mayor mérito.

A pesar de la generalidad de esta situación, como existen estelas en las que algunos artistas hacen referencia tanto a su propia pericia en el arte que dominan, como a sus conocimientos de liturgia, mitología, atributos reales y divinos, los que, en razón de su trabajo, debían serles muy familiares, podemos pensar asimismo que estos méritos fueron reconocidos por otras personas además de por quien los poseía. En una tumba de uno de los numerosos Amenemhat de Tebas se observa una escena que no tiene igual entre escenas de temática similar: el difunto invita con la voz y con el gesto a cuatro hombres sentados frente a él, a que se repartan la variedad de ofrendas expuestas a su alcance, consistentes en alimentos, bebidas y perfumes. Uno de ellos es el dibujante Ahmose; otro, un escultor de estatuas cuyo nombre no se conserva. Esta comida se ofrecía a los artistas que habían decorado el monumento como una recompensa extraordinaria, para que sintieran en el banquete la misma felicidad que había sentido el comitente al contemplar las riquezas representadas en su tumba.

Puede afirmarse, entonces, que los clientes de los artistas -reyes, príncipes, clero- no eran ingrattos con quienes habían trabajado para su propia gloria. Pero lógicamente se lo pagaron y agradecieron según las ideas y los medios de su época. Los escultores contemporáneos de Akhenatón, ya mencionados, parecen haber sido hombres ricos y considerados, y a finales del período ramésida se tiene noticia de que un pintor podía llegar a adquirir una elevada posición, equiparándose incluso con un gobernador de provincia.

Hay autores que consideran que, para comprender el arte en el antiguo Egipto es necesario despojarse de cualquier tipo de intencionalidad estética, ya que se trata de un arte egipcio predominantemente utilitario. A lo largo de toda su evolución histórica, se fue configurando un estilo inconfundible, que permaneció tal a pesar de la evolución que, sin duda, hubo de producirse en el transcurso de treinta siglos. Pinturas, esculturas y monumentos fueron considerados desde el perfil de la eficiencia, ya que tenían un fin evocativo. La vida se traducía en la obra, realizada en el espíritu de cánones y módulos precisos, que el artista debía aplicar y seguir diligentemente, en tanto se trataba de un funcionario que seguía determinadas reglas prefijadas.

El arte del antiguo Egipto emana de una particularísima concepción religiosa del mundo y de las fuerzas que lo rigen; si bien da una falsa impresión de inamovilidad y fijeza, las obras, en un examen no superficial, revelan claramente una progresión no sólo técnica, sino también expresiva. Hubo, pues, evolución, y a excepción de la revolución artística del período amarniano, esa evolución se produce sin forzamiento, gradualmente, en progresión muy tranquila. Las obras que fueron consideradas más valiosas por los contemporáneos, y que se presentan como tales también para nosotros, no se distinguen de las otras sino por un cierto tratamiento característico que, sin embargo, respeta los cánones, sin expresiones individualísticas ni búsquedas de una orgullosa originalidad.

A despecho de lo expresado en la "Sátira de los Oficios", los servicios de orfebres, joyeros y otros trabajadores manuales eran muy apreciados. El texto sobrevalora la profesión de escriba contraponiéndolo al trabajo manual, lo que, si bien en la mayor parte de los casos se correspondía con la realidad, no significa que algunas habilidades manuales fueran realmente valoradas. Apuia, orfebre al servicio del faraón Amenofis III de la dinastía XVIII, poseía la suficiente riqueza e influencia para hacerse construir una hermosa tumba en la necrópolis de Menfis, por lo que es evidente que el artista hábil en su profesión podía abrirse camino. Se conocen también nombres de arquitectos y escultores a los que les fueron conferidos, como si fuesen altos funcionarios del Estado, especiales honores sociales; pero en conjunto el artista sigue siendo un artesano innominado, estimado a lo sumo como fabricante de su obra, pero no como una personalidad. Sólo en el caso del arquitecto puede hablarse de una separación entre el trabajo espiritual y manual; escultores y pintores, por el contrario, no son más que trabajadores manuales. La literatura nos da una idea de cuán subordinada está la clase social del artista plástico. La dependencia del valor social del primitivo concepto del prestigio, según el cual el trabajo manual se consideraba como deshonroso, debió de ser sin duda más rigurosa que entre griegos y romanos.

Las máximas sapienciales de Ptahotep mencionan al artista: "y no existe el artista alguno cuyas habilidades sean perfectas". A partir de este texto podemos preguntarnos si existe verdaderamente este artista y qué estimación merece su creatividad individual. Es una problemática muy compleja, que sigue teniendo una difícil respuesta. Por un lado, hay que partir siempre de la base de que todos los trabajos artísticos eran realizados en equipo, por diferentes personas, de las que cada una dominaba una habilidad específica. Esto significa que resulta difícil imaginar una personalidad artística integral, tal como se la definía en el Renacimiento, pues las distintas fases del trabajo, desde el proyecto hasta la terminación, pasaban por diferentes manos. Se puede suponer que la realización de cada encargo estaba sometida a una dirección artística superior. Incluso teniendo en cuenta la unidad de los modelos, puede observarse que cada tumba y cada templo muestran diferencias evidentes y demostrables, lo que no permite afirmar una uniformidad, sino, muy al contrario, que se realiza lo específico, lo que es diferente, lo que refleja al individuo.

Tanto en el aspecto arquitectónico como muy especialmente en la selección, configuración y agrupación de las escenas, y en la composición para formar un conjunto mayor, las expresiones artísticas son tan diversas entre los egipcios que forzosamente existe un tratamiento libre y planificador de los medios existentes. Se observa además constantemente ciertas innovaciones en los detalles, con menor frecuencia también en la selección de los temas, que únicamente cabe atribuir a un esfuerzo individual. Y finalmente, no puede pasarse por alto que existen también diferencias de calidad, independientemente del hecho de que, precisamente, el trabajo realizado en equipo permite alcanzar, en términos globales, una gran habilidad artesanal.

En la mayoría de los casos estas diferencias de calidad pueden atribuirse claramente a la posición social específica del que encarga la obra, pero también el cliente sabía a quién debía otorga su encargo para quedar satisfecho. Y la persona que obtenía el encargo solamente podía haber sido alguien que estuviese especialmente capacitado y que, en su sentido superior, fuese capaz de tener también una visión global, es decir, que en realidad sólo puede haberse tratado de un verdadero artista. La existencia de tales individualidades artísticas puede demostrarse, en primer lugar y muy convincentemente, en el terreno de la escultura en busto redondo. Los hombres más poderosos del país buscan afanosamente el modo de presentarse con una apariencia única e individual, y encuentran quién puede realizarlo para ello. A lo largo de la historia egipcia tenemos ejemplos numerosos, desde el Imperio Antiguo hasta incluso la época tardía, de reyes y altos funcionarios que se dieron el lujo, por así decirlo, de presentarse con un aspecto totalmente individualizado, y estas obras nos muestran que encuentran al artista que buscan y la calidad artística que desean.

Por lo tanto, numerosos artistas tienen que haber existido realmente, dado el gran número de obras inmortales que han llegado hasta nuestros días, inmortales incluso desde un punto de vista muy actual. Cuando se encuentra -esporádicamente- noticia del propio artista, como en el caso del "maestro de la tumba de Ptahotep", llamado Nianjptah, en Saqqara, o el pintor Iry, en Mer, por mencionar sólo dos nombres del Imperio Antiguo, su obra y aparición siempre configuran un escenario en el que sale a relucir algo diferente y en cierto modo particular.

Esta relación íntima entre artista y cliente se produjo repetidamente durante todo el transcurso de la historia egipcia. Ya en las tumbas más antiguas de Abidos vemos que, junto a los miembros del harén y a los enanos bailarines, además de otros personajes que forman parte del círculo íntimo y propio de la corte real, también el artista tiene permiso para ocupar un lugar de descanso eterno cerca del soberano. El arte egipcio no es imaginable sin la existencia del artista, aunque sólo en poquísimos casos podamos definirle como individuo, como personalidad que posee un nombre.

Considerando que en Egipto la corte y el estamento sacerdotal tienden a mantener invariables en lo posible las circunstancias existentes, y, con ellas, las formas tradicionales del culto y del arte, como forma de mantener el status quo, puede suponerse que la presión bajo la cual tiene que trabajar el artista en esta sociedad es tan inexorable que, según las teorías de la estética liberalizante hoy en boga, toda auténtica creación espiritual debe estar frustrada de antemano. Sin embargo, surgen aquí, bajo la presión más dura, muchas de las obras de arte de mayor magnificencia, lo que prueba que la libertad personal del artista no tiene ningún influjo directo en la calidad estética de sus creaciones.

La voluntad artística tiende a abrirse camino, y la obra de arte se produce por la tensión entre una serie de propósitos y una serie de obstáculos -obstáculos de temas inadecuados, prejuicios sociales, deficiente capacidad de juicio del público y propósitos que, o han admitido y asimilado internamente estos obstáculos, o están en abierta e irreconciliable oposición a ellos-. Si los obstáculos son insuperables en una dirección, la invención y la capacidad expresiva y creadora del artista se vuelven hacia una meta existente en otra dirección no prohibida, sin que en la mayoría de los casos llegue el artista a tener consciencia de que ha realizado una sustitución.

No existe el régimen de gobierno en el que el artista pueda moverse con toda libertad: le atan, por el contrario, innumerables consideraciones ajenas al arte. Fundamentalmente, entre la dictadura de un déspota y las convenciones, incluso del orden social más liberal, no existe ninguna diferencia. Los presupuestos de que depende la calidad estética de una obra están más allá de las alternativas de libertad y opresión políticas. Todo esto sin mencionar las consideraciones de estilo, que por cierto, se considera que, más que atar la expresión artística, contribuye a su verdadero desarrollo.

Los principales y durante mucho tiempo los únicos mantenedores de los artistas son los sacerdotes y los príncipes: los más importantes lugares de trabajo se encuentran en el ambiente religioso y en el cortesano. Los artistas empleados de estos talleres pueden ser hombres libres -jornaleros de libre contratación- o forzados -esclavos de por vida-. Los primeros hombres que acumularon tierras y posesiones son guerreros y ladrones, conquistadores y opresores, caudillos y príncipes; las primeras propiedades racionalmente administradas son, con toda probabilidad, los bienes de los templos, las posesiones de los dioses, fundadas por los príncipes y administradas por los sacerdotes. Estos vienen a ser así, probablemente, los primeros clientes regulares de obras de arte, y los reyes siguen su ejemplo.

Al principio el arte se limita a proporcionar una solución a los temas y necesidades que provienen de estos clientes. Sus creaciones consisten, en su mayor parte, en ofrendas a los dioses, monumentos reales, accesorios para el culto, instrumentos de propaganda para la fama póstuma de dioses y hombres. Tanto el estamento sacerdotal como la casa real exigen temas relacionados a la religión, al culto de los muertos: las imágenes artísticas son solemnes, representativas, levemente estilizadas. Se pretende que el arte esté al servicio de estas ideas conservadoras, previniendo innovaciones y reformas de cualquier clase, para lo cual se declara que las reglas tradicionales del arte son tan sagradas e intangibles como el credo religioso y las formas heredadas del culto. Los sacerdotes transforman a los reyes en dioses, para tenerlos así en la esfera de su jurisdicción, y los reyes hacen construir templos a los dioses y sacerdotes para acrecentar su propia gloria. Cada uno busca sacar provecho del prestigio del otro, y el artista es el aliado ideal en la lucha por el mantenimiento del poder.

En estas circunstancias no puede darse un arte autónomo, creado por motivos y para fines puramente estéticos, si bien es evidente que la estética está presente en todas las manifestaciones artísticas. Las obras colosales, la escultura monumental y la pintura mural no son creadas por sí mismas y por su propia belleza, y las obras plásticas no se encargan para ser expuestas, como en la antigüedad clásica o el Renacimiento, delante de templos o mercados; la mayoría de ellas se destinan a la oscuridad de los santuarios y a la profundidad de las tumbas.

La demanda de representaciones plásticas, de obras de arte sepulcral en particular, es en Egipto tan grande desde el principio, que la independencia de la profesión artística probablemente empieza en una fecha bastante temprana. Pero la función auxiliar del arte está acentuada tan fuertemente y su entrega a los cometidos prácticos es tan completa que la persona del artista desaparece casi completamente detrás de su obra.

La organización del trabajo artístico, la incorporación y la aplicación heterogénea de fuerzas auxiliares, la especialización y la combinación de las aportaciones individuales estaban en Egipto tan altamente desarrolladas que recuerdan totalmente los métodos de la arquitectura medieval, y en muchos aspectos superan a toda posterior actividad artística organizada. Todo su desarrollo, tiende, desde el principio, a uniformizar la producción; esta tendencia está de antemano de acuerdo con una explotación industrial. Sobre todo la racionalización gradual de los métodos artesanos ejerce también una influencia niveladora sobre la producción artística. Con la creciente demanda se adquiere el hábito de elaborar tipos uniformes, fabricados según determinados proyectos y modelos, y se desarrolla una técnica de producción casi mecánica, formularia y servil; con su ayuda, los distintos temas artísticos pueden realizarse simplemente mediante la reunión de los diferentes elementos parciales estereotipados.

La aplicación de este método racionalista de trabajo a la actividad artística sólo resulta posible por la costumbre de que el artista realiza siempre la misma tarea, de que siempre le son encargadas las mismas ofrendas votivas, los mismos ídolos y monumentos funerarios, los mismos tipos de retratos reales y privados. Y como en Egipto no es muy estimada la originalidad en el hallazgo de los temas, sino que, más bien, está prohibida, toda la ambición del artista se dirige a la solidez y precisión de la ejecución, las cuales sorprenden incluso en las obras menores, y compensan la falta de independencia en la creación.

La prueba más clara de que el conservadurismo y el convencionalismo no pertenecen a las características raciales del pueblo egipcio, y de que estos rasgos con más bien un fenómeno histórico que se modifica con la evolución general, la tenemos en el hecho de que precisamente el arte de los períodos más antiguos es menos arcaico y estilizado que el de los posteriores. En los relieves de las últimas épocas predinásticas reina en las formas y en la composición una libertad que se pierde más tarde y sólo vuelve a recuperarse en el decurso de una completa revolución espiritual. Las obras maestras del último período del Imperio Antiguo, como el Escriba, del Louvre o el Alcalde del pueblo, de El Cairo, producen todavía una impresión tan fresca y vital como no la volvemos a encontrar hasta los días de Amenofis IV. Quizá nunca se ha vuelto a crear en Egipto con tanta libertad y espontaneidad como en estos períodos primeros. Las condiciones de vida de la nueva civilización urbana, las circunstancias sociales diferenciadas, la especialización del trabajo manual y el espíritu emancipado del comercio actúan claramente en favor del individualismo.

Sólo en el Imperio Medio, cuando la aristocracia, con su conciencia de clase fuertemente acentuada, se sitúa en primera plano, se desarrollan los rígidos convencionalismos del arte cortesano-religioso, que no dejan surgir en lo sucesivo ninguna forma de expresión espontánea. Las rígidas formas ceremoniales del arte cortesano están imbuidas de la idea de un orden superior, supraindividual y social, de un mundo que debe su grandeza y esplendor a la merced del rey. Estas formas son antiindividuales, estáticas y convencionales, porque son las formas expresivas de un concepto del mundo, según el cual el origen, la clase, la pertenencia a una casta o grupo poseen un grado de realidad tan alto como la esencia y modo de ser de cada individuo, y las reglas abstractas de conducta y el código moral tienen una evidencia mucho más inmediata que todo lo que el individuo pueda sentir, pensar o querer. Para los privilegiados de esta sociedad, todos los bienes y atractivos de la vida están vinculados a su separación de las demás clases; las máximas que siguen adoptan más o menos el carácter de reglas de conducta y etiqueta. Esto exige que los integrantes de la clase elevada no permitan ser retratados como realmente son, sino como tienen que aparecer de acuerdo con ciertos sagrados modelos tradicionales, lejanos de la realidad y del presente. Esta etiqueta es la suprema ley no sólo para los mortales, sino también para el rey. Incluso los dioses adoptan las formas del ceremonial cortesano.

Los retratos de los reyes acaban por ser imágenes representativas; las características individuales de los primeros tiempos desaparecen de ellos sin dejar apenas huella. Ya no existe diferencia alguna entre las frases impersonales de sus inscripciones y el estereotipismo de sus rasgos. Los textos autobiográficos que los reyes y señores hacen inscribir en sus estatuas y las descripciones de los acontecimientos de su vida son, desde el primer momento, de una infinita monotonía. Pero la escultura no participa aún de esta uniformidad. Los rasgos individuales que aún pueden observarse en las esculturas se explica entre otras cosas, por la circunstancia de que todavía poseen una finalidad mágica, función que falta a las obras literarias. En el retrato, el espíritu del muerto, su ka, debía encontrar de nuevo, en su verdadera figura fiel de la realidad, el cuerpo en el que antaño habitó. El naturalismo de los retratos tiene su explicación sobre todo en este propósito mágico-religioso. Pero en el Imperio Medio, en el que el propósito representativo de la obra tiene preferencia sobre su significación religiosa, los retratos pierden su carácter mágico y con él también su carácter naturalista. El retrato de un rey es en primer lugar un monumento al rey y en segundo lugar el retrato de un individuo.

El artista se mueve entre dos mundos, uno artístico y otro extra-artístico. Sabemos que era muy capaz de copiar lo que podía ver, por la gran fidelidad de las pinturas que representan animales, plantas y objetos, por lo que podemos suponer que consciente e intencionadamente se apartaba de la imagen que veía con tanta claridad. El rasgo característico más sorprendente del arte egipcio es el racionalismo de su técnica, y de todos los principios formales racionalistas del arte egipcio, el principio de la frontalidad es el predominante y el más característico. La explicación de la frontalidad como una incapacidad inicial puede aceptarse relativamente, pero el mantenimiento tenaz de esta técnica, incluso en períodos en los que semejante limitación involuntaria del propósito artístico no puede aceptarse, exige otra explicación. En la representación frontal la figura humana expresa una relación directa y definida con el observador; es un arte representativo, que exige y adopta una actitud respetuosa, de volverse al observador en un acto de respeto, de cortesía, de etiqueta.

Sin duda alguna, el antiguo Egipto contó con su propio arte y con sus propios artistas. Tuvo sus finalidades propias, pero no puede decirse que la finalidad estética estuviera ausente, bien por la falta de información al respecto, bien porque la fidelidad en la ejecución de los cánones de estilo, sean estos los que fueren, constituye por sí misma una finalidad estética. Todo arte posee una finalidad expresiva y una finalidad utilitaria, en mayor o menor grado. No porque se haga énfasis en una de ellas podemos decir que la otra no se contemple en absoluto.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

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