Las babas del diablo
|
Tamaño de fuente
|
|
|
|
|
|
Nunca
se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda,
usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no
servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos
me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran
las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros
sus rostros. Qué diablos.
Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock
por ahí y que la máquina siguiera sola (porque escribo a máquina), sería
la perfección. Y no es un modo de decir. La perfección, sí, porque aquí
el agujero que hay que contar es también una máquina (de otra especie,
una Cóntax 1.1.2) y a lo mejor puede ser que una máquina sepa
más de otra máquina que yo, tú, ella -la mujer rubia- y las
nubes. Pero de tonto sólo tengo la suerte, y sé que si me voy, esta
Rémington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de
doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven.
Entonces tengo que escribir. Uno de todos nosotros tiene que escribir,
si es que esto va a ser contado. Mejor que sea yo que estoy muerto,
que estoy menos comprometido que el resto; yo que no veo más que las
nubes y puedo pensar sin distraerme, escribir sin distraerme (ahí pasa
otra, con un borde gris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy muerto
(y vivo, no se trata de engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el
momento, porque de alguna manera tengo que arrancar y he empezado por
esta punta, la de atrás, la del comienzo, que al fin y al cabo es la
mejor de las puntas cuando se quiere contar algo).
De
repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara
a preguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente
por qué acepta una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me parece
que un gorrión) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento,
en seguida empieza como una cosquilla en el estómago y no se está tranquilo
hasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el cuento; recién
entonces uno está bien, está contento y puede volverse a su trabajo.
Que yo sepa nadie ha explicado esto, de manera que lo mejor es dejarse
de pudores y contar, porque al fin y al cabo nadie se avergüenza
de respirar o de ponerse los zapatos; son cosas que se hacen, y cuando
pasa algo raro, cuando dentro del zapato encontramos una araña o al
respirar se siente como un vidrio roto, entonces hay que contar lo que
pasa, contarlo a los muchachos de la oficina o al médico. Ay, doctor,
cada vez que respiro... Siempre contarlo, siempre quitarse esa cosquilla
molesta del estómago.
Y
ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalera
de esta casa hasta el domingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno
baja cinco pisos y ya está en el domingo, con un sol insospechado para
noviembre en París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas,
de sacar fotos (porque éramos fotógrafos, soy fotógrafo). Ya sé que
lo más difícil va a ser encontrar la manera de contarlo, y no tengo
miedo de repetirme. Va a ser difícil porque nadie sabe bien quién es
el que verdaderamente está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido,
o lo que estoy viendo (nubes, y a veces una paloma) o si sencillamente
cuento una verdad que es solamente mi verdad, y entonces no es la verdad
salvo para mi estómago, para estas ganas de salir corriendo y acabar
de alguna manera con esto, sea lo que fuere.
Vamos
a contarlo despacio, ya se irá viendo qué ocurre a medida que lo escribo.
Si me sustituyen, si ya no sé qué decir, si se acaban las nubes y empieza
alguna otra cosa (porque no puede ser que esto sea estar viendo continuamente
nubes que pasan, y a veces una paloma), si algo de todo eso... Y después
del "si", ¿qué voy a poner, cómo voy a clausurar correctamente la oración?
Pero si empiezo a hacer preguntas no contaré nada; mejor contar, quizá
contar sea como una respuesta, por lo menos para alguno que lo lea.
Roberto
Michel, franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado a sus horas,
salió del número 11 de la rue Monsieur-le-Prince el domingo siete de
noviembre del año en curso (ahora pasan dos más pequeñas, con los bordes
plateados). Llevaba tres semanas trabajando en la versión al francés
del tratado sobre recusaciones y recursos de José Norberto Allende,
profesor en la Universidad de Santiago. Es raro que haya viento en París,
y mucho menos un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía
castigando las viejas persianas de madera tras de las cuales sorprendidas
señoras comentaban de diversas maneras la inestabilidad del tiempo en
estos últimos años. Pero el sol estaba también ahí, cabalgando el viento
y amigo de los gatos, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por
los muelles del Sena y sacar unas fotos de la Conserjería y la Sainte-Chapelle.
Eran apenas las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz,
la mejor posible en otoño; para perder tiempo derivé hasta la isla Saint-Louis
y me puse a andar por el Quai d'Anjou, miré un rato el hotel de Lauzun,
me recité unos fragmentos de Apollinaire que siempre me vienen a la
cabeza cuando paso delante del hotel de Lauzun (y eso que debería acordarme
de otro poeta, pero Michel es un porfiado), y cuando de golpe cesó el
viento y el sol se puso por lo menos dos veces más grande (quiero decir
más tibio pero en realidad es lo mismo), me senté en el parapeto y me
sentí terriblemente feliz en la mañana del domingo.
Entre
las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar
fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños
pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros.
No se trata de estar acechando la mentira como cualquier repórter,
y atrapar la estúpida silueta del personajón que sale del número 10
de Downing Street, pero de todas maneras cuando se anda con la cámara
hay como el deber de estar
atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol
en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que
vuelve con un pan o una botella de leche. Michel sabía que el fotógrafo
opera siempre como una permutación de su manera personal de ver el mundo
por otra que la cámara le impone insidiosa (ahora pasa una gran nube
casi negra), pero no desconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin
la Contax para recuperar el tono distraído, la visión sin encuadre,
la luz sin diafragma ni 1/250. Ahora mismo (qué palabra, ahora,
qué estúpida mentira) podía quedarme sentado en el pretil sobre el río,
mirando pasar las pinazas negras y rojas, sin que se me ocurriera pensar
fotográficamente las escenas, nada más que dejándome ir en el dejarse
ir de las cosas, corriendo inmóvil con el tiempo. Y ya no soplaba viento.
Después
seguí por el Quai de Bourbon hasta llegar a la punta de la isla, donde
la íntima placita (íntima por pequeña y no por recatada, pues da todo
el pecho al río y al cielo) me gusta y me regusta. No había más que
una pareja y, claro, palomas; quizá alguna de las que ahora pasan por
lo que estoy viendo. De un salto me instalé en el parapeto y me dejé
envolver y atar por el sol, dándole la cara, las orejas, las dos manos
(guardé los guantes en el bolsillo). No tenía ganas de sacar fotos,
y encendí un cigarrillo por hacer algo; creo que en el momento en que
acercaba el fósforo al tabaco vi por primera vez al muchachito.
Lo
que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con
su madre, aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico
con su madre, de que era una pareja en el sentido que damos siempre
a las parejas cuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas
en los bancos de las plazas. Como no tenía nada que hacer me sobraba
tiempo para preguntarme por qué el muchachito estaba tan nervioso, tan
como un potrillo o una liebre, metiendo las manos en los bolsillos,
sacando en seguida una y después la otra, pasándose los dedos por el
pelo, cambiando de postura, y sobre todo por qué tenía miedo, pues eso
se lo adivinaba en cada gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un
impulso de echarse atrás que se advertía como si su cuerpo estuviera
al borde de la huida, conteniéndose en un último y lastimoso decoro.
Tan
claro era todo eso, ahí a cinco metros-y
estábamos solos contra el parapeto, en la punta de la isla-
que al principio el miedo del chico no me dejó ver bien a la mujer rubia.
Ahora, pensándolo, la veo mucho mejor en ese primer momento en que le
leí la cara (de golpe había girado como una veleta de cobre, y los ojos,
los ojos estaban ahí), cuando comprendí vagamente lo que podía estar
ocurriéndole al chico y me dije que valía la pena quedarse y mirar (el
viento se llevaba las palabras, los apenas murmullos). Creo que sé mirar,
si es que algo sé, y que todo mirar rezuma falsedad, porque es lo que
nos arroja más afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía, en
tanto que oler, o (pero Michel se bifurca fácilmente, no hay que dejarlo
que declame a gusto). De todas maneras, si de antemano se prevé la probable
falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá elegir bien entre el
mirar y lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena. Y. claro,
todo esto es más bien difícil.
Del
chico recuerdo la imagen antes que el verdadero cuerpo (esto se entenderá
después), mientras que ahora estoy seguro que de la mujer recuerdo mucho
mejor su cuerpo que su imagen. Era delgada y esbelta, dos palabras injustas
para decir lo que era, y vestía un abrigo de piel casi negro, casi largo,
casi hermoso. Todo el viento de esa mañana (ahora soplaba apenas, y
no hacía frío) le había pasado por el pelo rubio que recortaba su cara
blanca y sombría -dos
palabras injustas-
y dejaba al mundo de pie y horriblemente solo delante de sus ojos negros,
sus ojos que caían sobre las cosas como dos águilas, dos saltos al vacío,
dos ráfagas de fango verde. No describo nada, trato más bien de entender.
Y he dicho dos ráfagas de fango verde.
Seamos
justos, el chico estaba bastante bien vestido y llevaba unos guantes
amarillos que yo hubiera jurado que eran de su hermano mayor, estudiante
de derecho o ciencias sociales; era gracioso ver los dedos de los guantes
saliendo del bolsillo de la chaqueta. Largo rato no le vi la cara, apenas
un perfil nada tonto -pájaro
azorado, ángel de Fra Filippo, arroz con leche-
y una espalda de adolescente que quiere hacer judo y que se ha peleado
un par de veces por una idea o una hermana. Al filo de los catorce,
quizá de los quince, se lo adivinaba vestido y alimentado por sus padres
pero sin un centavo en el bolsillo, teniendo que deliberar con los camaradas
antes de decidirse por un café, un coñac, un atado de cigarrillos. Andaría
por las calles pensando en las condiscípulas, en lo bueno que sería
ir al cine y ver la última película, o comprar novelas o corbatas o
botellas de licor con etiquetas verdes y blancas. En su casa (su casa
sería respetable, sería almuerzo a las doce y paisajes románticos en
las paredes, con un oscuro recibimiento y un paragüero de caoba al lado
de la puerta) llovería despacio el tiempo de estudiar, de ser la esperanza
de mamá, de parecerse a papá, de escribir a la tía de Avignon. Por eso
tanta calle, todo el río para él (pero sin un centavo) y la ciudad misteriosa
de los quince años, con sus signos en las puertas, sus gatos estremecedores,
el cartucho de papas fritas a treinta francos, la revista pornográfica
doblada en cuatro, la soledad como un vacío en los bolsillos, los encuentros
felices, el fervor por tanta cosa incomprendida pero iluminada por un
amor total, por la disponibilidad parecida al viento y a las calles.
Esta
biografía era la del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veía
ahora aislado, vuelto único por la presencia de la mujer rubia que seguía
hablándole. (Me cansa insistir, pero acaban de pasar dos largas nubes
desflecadas. Pienso que aquella mañana no miré ni una sola vez el cielo,
porque tan pronto presentí lo que pasaba con el chico y la mujer no
pude más
que mirarlos y esperar, mirarlos y...) Resumiendo, el chico estaba inquieto
y se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos
minutos antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la
punta de la isla, vio a la mujer y la encontró admirable. La mujer esperaba
eso porque estaba ahí para esperar eso, o quizá el chico llegó antes
y ella lo vio desde un balcón o desde un auto, y salió a su encuentro,
provocando el diálogo con cualquier cosa, segura desde el comienzo de
que él iba a tenerle miedo y a querer escaparse, y que naturalmente
se quedaría, engallado y hosco, fingiendo la veteranía y el placer de
la aventura. El resto era fácil porque estaba ocurriendo a cinco metros
de mí y cualquiera hubiese podido medir las etapas del juego, la esgrima
irrisoria; su mayor encanto no era su presente, sino la previsión del
desenlace. El muchacho acabaría por pretextar una cita, una obligación
cualquiera, y se alejaría tropezando y confundido, queriendo caminar
con desenvoltura, desnudo bajo la mirada burlona que lo seguiría hasta
el final. O bien se quedaría, fascinado o simplemente incapaz de tomar
la iniciativa, y la mujer empezaría a acariciarle la cara, a despeinarlo,
hablándole ya sin voz, y de pronto lo tomaría del brazo para llevárselo,
a menos que él, con una desazón que quizá empezara a teñir el deseo,
el riesgo de la aventura, se animase a pasarle el brazo por la cintura
y a besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún no ocurría, y perversamente
Michel esperaba, sentado en el pretil, aprontando casi sin darse cuenta
la cámara para sacar una foto pintoresca en un rincón de la isla con
una pareja nada común hablando y mirándose.
Curioso
que la escena (la nada, casi: dos que están ahí, desigualmente jóvenes)
tuviera como un aura inquietante. Pensé que eso lo ponía yo, y que mi
foto, si la sacaba, restituiría las cosas a su tonta verdad. Me hubiera
gustado saber qué pensaba el hombre del sombrero gris sentado al volante
del auto detenido en el muelle que lleva a la pasarela, y que leía el
diario o dormía. Acababa de descubrirlo, porque la gente dentro de un
auto detenido casi desaparece, se pierde en esa mísera jaula privada
de la belleza que le dan el movimiento y el peligro. Y sin embargo el
auto había estado ahí todo el tiempo, formando parte (o deformando esa
parte) de la isla. Un auto: como decir un farol de alumbrado, un banco
de plaza. Nunca el viento, la luz del sol, esas materias siempre nuevas
para la piel y los ojos, y también el chico y la mujer, únicos, puestos
ahí para alterar la isla, para mostrármela de otra manera. En fin, bien
podía suceder que también el hombre del diario estuviera atento a lo
que pasaba y sintiera como yo ese regusto maligno de toda expectativa.
Ahora la mujer había girado suavemente hasta poner al muchachito entre
ella y el parapeto, los veía casi de perfil y él era más alto, pero
no mucho más alto, y sin embargo ella lo sobraba, parecía como cernida
sobre él (su risa, de repente, un látigo de plumas), aplastándolo con
sólo estar ahí, sonreír, pasear una mano por el aire. ¿Por qué esperar
más? Con un diafragma dieciséis, con un encuadre donde no entrara el
horrible auto negro, pero sí ese árbol, necesario para quebrar un espacio
demasiado gris...
Levanté
la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedé
al acecho, seguro de que atraparía por fin el gesto revelador, la expresión
que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una
imagen rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible
fracción esencial. No tuve que esperar mucho. La mujer avanzaba en su
tarea de maniatar suavemente al chico, de quitarle fibra a fibra sus
últimos restos de libertad, en una lentísima tortura deliciosa. Imaginé
los finales posibles (ahora asoma una pequeña nube espumosa, casi sola
en el cielo), preví la llegada a la casa (un piso bajo probablemente,
que ella saturaría de almohadones y de gatos) y sospeché el azoramiento
del chico y su decisión desesperada de disimularlo y de dejarse llevar
fingiendo que nada le era nuevo. Cerrando los ojos, si es que los cerré,
puse en orden la escena, los besos burlones, la mujer rechazando con
dulzura las manos que pretenderían desnudarla como en las novelas, en
una cama que tendría un edredón lila, y obligándolo en cambio a dejarse
quitar la ropa, verdaderamente madre e hijo bajo una luz amarilla de
opalinas, y todo acabaría como siempre, quizá, pero quizá todo fuera
de otro modo, y la iniciación del adolescente no pasara, no la dejaran
pasar, de un largo proemio donde las torpezas, las caricias exasperantes,
la carrera de las manos se resolviera quién sabe en qué, en un placer
por separado y solitario, en una petulante negativa mezclada con el
arte de fatigar y desconcertar tanta inocencia lastimada. Podía ser
así, podía muy bien ser así; aquella mujer no buscaba un amante en el
chico, y a la vez se lo adueñaba para un fin imposible de entender si
no lo imaginaba como un juego cruel, deseo de desear sin satisfacción,
de excitarse para algún otro, alguien que de ninguna manera podía ser
ese chico.
Michel
es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta
más que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos
no siempre repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dando
quizá las claves suficientes para acertar con la verdad. Antes de que
se fuera, y ahora que llenaría mi recuerdo durante muchos días, porque
soy propenso a la rumia, decidí no perder un momento más. Metí todo
en el visor (con el árbol, el pretil, el sol de las once) y tomé la
foto. A tiempo para comprender que los dos se habían dado cuenta y que
me estaban mirando, el chico sorprendido y como interrogante, pero ella
irritada, resueltamente hostiles su cuerpo y su cara que se sabían robados,
ignominiosamente presos en una pequeña imagen química.
Lo
podría contar con mucho detalle pero no vale la pena. La mujer habló
de que nadie tenía derecho a tomar una foto sin permiso, y exigió que
le entregara el rollo de película. Todo esto con una voz seca y clara,
de buen acento de París, que iba subiendo de color y de tono a cada
frase. Por mi parte se me importaba muy poco darle o no el rollo de
película, pero cualquiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas por
las buenas. El resultado es que me limité a formular la opinión de que
la fotografía no sólo no está prohibida en los lugares públicos sino
que cuenta con el más decidido favor oficial y privado. Y mientras se
lo decía gozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, se iba
quedando atrás -con
sólo no moverse-y
de golpe (parecía casi increíble) se volvía y echaba a correr, creyendo
el pobre que caminaba y en realidad huyendo a la carrera, pasando al
lado del auto, perdiéndose como un hilo de la Virgen en el aire de la
mañana.
Pero
los hilos de la Virgen se llaman también babas del diablo, y Michel
tuvo que aguantar minuciosas imprecaciones, oírse llamar entrometido
e imbécil, mientras se esmeraba deliberadamente en sonreír y declinar,
con simples movimientos de cabeza, tanto envío barato. Cuando empezaba
a cansarme, oí golpear la portezuela de un auto. El hombre del sombrero
gris estaba ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel
en la comedia.
Empezó
a caminar hacia nosotros, llevando en la mano el diario que había pretendido
leer. De lo que mejor me acuerdo es de la mueca que le ladeaba la boca,
le cubría la cara de arrugas, algo cambiaba de lugar y forma porque
la boca le temblaba y la mueca iba de un lado a otro de los labios como
una cosa independiente y viva, ajena a la voluntad. Pero todo el resto
era fijo, payaso enharinado u hombre sin sangre, con la piel apagada
y seca, los ojos metidos en lo hondo y los agujeros de la nariz negros
y visibles, más negros que las cejas o el pelo o la corbata negra. Caminaba
cautelosamente, como si el pavimento le lastimara los pies; le vi zapatos
de charol, de suela tan delgada que debía acusar cada aspereza de la
calle. No sé por qué me había bajado del pretil, no sé bien por qué
decidí no darles la foto, negarme a esa exigencia en la que adivinaba
miedo y cobardía. El payaso y la mujer se consultaban en silencio: hacíamos
un perfecto triángulo insoportable, algo que tenía que romperse con
un chasquido. Me les reí en la cara y eché a andar, supongo que un poco
más despacio que el chico. A la altura de las primeras casas, del lado
de la pasarela de hierro, me volví a mirarlos. No se movían, pero el
hombre había dejado caer el diario; me pareció que la mujer, de espaldas
al parapeto, paseaba las manos por la piedra, con el clásico y absurdo
gesto del acosado que busca la salida.
Lo
que sigue ocurrió aquí, casi ahora mismo, en una habitación de un quinto
piso. Pasaron varios días antes de que Michel revelara las fotos del
domingo; sus tomas de la Conserjería y de la Sainte-Chapelle eran lo
que debían ser. Encontró dos o tres enfoques de prueba ya olvidados,
una mala tentativa de atrapar un gato asombrosamente encaramado en el
techo de un mingitorio callejero, y también la foto de la mujer rubia
y el adolescente. El negativo era tan bueno que preparó una ampliación;
la ampliación era tan buena que hizo otra mucho más grande, casi como
un afiche. No se le ocurrió (ahora se lo pregunta y se lo pregunta)
que sólo las fotos de la Conserjería merecían tanto trabajo. De toda
la serie, la instantánea en la punta de la isla era la única que le
interesaba; fijó la ampliación en una pared del cuarto, y el primer
día estuvo un rato mirándola y acordándose, en esa operación comparativa
y melancólica del recuerdo frente a la perdida realidad; recuerdo petrificado,
como toda foto, donde nada faltaba, ni siquiera y sobre todo la nada,
verdadera fijadora de la escena. Estaba la mujer, estaba el chico, rígido
el árbol sobre sus cabezas, el cielo tan fijo como las piedras del parapeto,
nubes y piedras confundidas en una sola materia inseparable (ahora pasa
una con bordes afilados, corre como en una cabeza de tormenta). Los
dos primeros días acepté lo que había hecho, desde la foto en sí hasta
la ampliación en la pared, y no me pregunté siquiera por qué interrumpía
a cada rato la traducción del tratado de José Norberto Allende para
reencontrar la cara de la mujer, las manchas oscuras en el pretil. La
primera sorpresa fue estúpida; nunca se me había ocurrido pensar que
cuando miramos una foto de frente, los ojos repiten exactamente la posición
y la visión del objetivo; son esas cosas que se dan por sentadas y que
a nadie se le ocurre considerar. Desde mi silla, con la máquina de escribir
por delante, miraba la foto ahí a tres metros, y entonces se me ocurrió
que me había instalado exactamente en el punto de mira del objetivo.
Estaba muy bien así; sin duda era la manera más perfecta de apreciar
una foto, aunque la visión en diagonal pudiera tener sus encantos y
aun sus descubrimientos. Cada tantos minutos, por ejemplo cuando no
encontraba la manera de decir en buen francés lo que José Alberto Allende
decía en tan buen español, alzaba los ojos y miraba la foto; a veces
me atraía la mujer, a veces el chico, a veces el pavimento donde una
hoja seca se había situado admirablemente para valorizar un sector lateral.
Entonces descansaba un rato de mi trabajo, y me incluía otra vez con
gusto en aquella mañana que empapaba la foto, recordaba irónicamente
la imagen colérica de la mujer reclamándome la fotografía, la fuga ridícula
y patética del chico, la entrada en escena del hombre de la cara blanca.
En el fondo estaba satisfecho de mí mismo; mi partida no había sido
demasiado brillante, pues si a los franceses les ha sido dado el don
de la pronta respuesta, no veía bien por qué había optado por irme sin
una acabada demostración de privilegios, prerrogativas y derechos ciudadanos.
Lo importante, lo verdaderamente importante era haber ayudado al chico
a escapar a tiempo (esto en caso de que mis teorías fueran exactas,
lo que no estaba suficientemente probado, pero la fuga en sí parecía
demostrarlo). De puro entrometido le había dado oportunidad de aprovechar
al fin su miedo para algo útil; ahora estaría arrepentido, menoscabado,
sintiéndose poco hombre. Mejor era eso que la compañía de una mujer
capaz de mirar como lo miraban en la isla; Michel es puritano a ratos,
cree que no se debe corromper por la fuerza. En el fondo, aquella foto
había sido una buena acción.
No
por buena acción la miraba entre párrafo y párrafo de mi trabajo. En
ese momento no sabía por qué la miraba, por qué había fijado la ampliación
en la pared; quizá ocurra así con todos los actos fatales, y sea esa
la condición de su cumplimiento. Creo que el temblor casi furtivo de
las hojas del árbol no me alarmó, que seguí una frase empezada y la
terminé redonda. Las costumbres son como grandes herbarios, al fin y
al cabo una ampliación de ochenta por sesenta se parece a una pantalla
donde proyectan cine, donde en la punta de una isla una mujer habla
con un chico y un árbol agita unas hojas secas sobre sus cabezas.
Pero
las manos ya eran demasiado. Acababa de escribir: Donc, la seconde
clé réside dans la nature intrinsèque des difficultés que les sociétés
-y
vi la mano de la mujer que empezaba a cerrarse despacio, dedo por dedo.
De mí no quedó nada, una frase en francés que jamás habrá de terminarse,
una máquina de escribir que cae al suelo, una silla que chirría y tiembla,
una niebla.
El chico había agachado la cabeza, como los boxeadores cuando no pueden
más y esperan el golpe de desgracia; se había alzado el cuello del sobretodo,
parecía más que nunca un prisionero, la perfecta víctima que ayuda a
la catástrofe. Ahora la mujer le hablaba al oído, y la mano se abría
otra vez para posarse en su mejilla, acariciarla y acariciarla, quemándola
sin prisa. El chico estaba menos azorado que receloso, una o dos veces
atisbó por sobre el hombro de la mujer y ella seguía hablando, explicando
algo que lo hacía mirar a cada momento hacia la zona donde Michel sabía
muy bien que estaba el auto con el hombre del sombrero gris, cuidadosamente
descartado en la fotografía pero reflejándose en los ojos del chico
y (cómo dudarlo ahora) en las palabras de la mujer, en las manos de
la mujer, en la presencia vicaria de la mujer. Cuando vi venir al hombre,
detenerse cerca de ellos y mirarlos, las manos en los bolsillos y un
aire entre hastiado y exigente, patrón que va a silbar a su perro después
de los retozos en la plaza, comprendí, si eso era comprender, lo que
tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo que hubiera tenido
que pasar en ese momento, entre esa gente, ahí donde yo había llegado
a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no había
pasado pero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo que
entonces había imaginado era mucho menos horrible que la realidad, esa
mujer que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía ni
alentaba para su placer, para llevarse al ángel despeinado y jugar con
su terror y su gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo
petulante, seguro ya de la obra; no era el primero que mandaba a una
mujer a la vanguardia, a traerle los prisioneros maniatados con flores.
El resto sería tan simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas,
las láminas excitantes, las lágrimas demasiado tarde, el despertar en
el infierno. Y yo no podía hacer nada, esta vez no podía hacer absolutamente
nada. Mi fuerza había sido una fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban
de mí mostrándome sin disimulo lo que iba a suceder. La foto había sido
tomada, el tiempo había corrido; estábamos tan lejos unos de otros,
la corrupción seguramente consumada, las lágrimas vertidas, y el resto
conjetura y tristeza. De pronto el orden se invertía, ellos estaban
vivos, moviéndose, decidían y eran decididos, iban a su futuro; y yo
desde este lado, prisionero de otro tiempo, de una habitación en un
quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer, y ese hombre y ese
niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz
de intervención. Me tiraban a la cara la burla más horrible, la de decidir
frente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al payaso
enharinado y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta contenía
dinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o simplemente facilitarle
otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi
humilde intervención que desbaratara el andamiaje de baba y de perfume.
Todo iba a resolverse allí mismo, en ese instante; había como un inmenso
silencio que no tenía nada que ver con el silencio físico. Aquello se
tendía, se armaba. Creo que grité, que grité terriblemente, y que en
ese mismo segundo supe que empezaba a acercarme, diez centímetros, un
paso, otro paso, el
árbol giraba cadenciosamente sus ramas en primer plano, una mancha del
pretil salía del cuadro, la cara de la mujer, vuelta hacia mí como sorprendida
iba creciendo, y entonces giré un poco, quiero decir que la cámara giró
un poco, y sin perder de vista a la mujer empezó a acercarse al hombre
que me miraba con los agujeros negros que tenía en el sitio de los ojos,
entre sorprendido y rabioso miraba queriendo clavarme en el aire, y
en ese instante alcancé a ver como un gran pájaro fuera de foco que
pasaba de un solo vuelo delante de la imagen, y me apoyé en la pared
de mi cuarto y fui feliz porque el chico acababa de escaparse, lo veía
corriendo, otra vez en foco, huyendo con todo el pelo al viento, aprendiendo
por fin a volar sobre la isla, a llegar a la pasarela, a volverse a
la ciudad. Por segunda vez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba
a escaparse, lo devolvía a su paraíso precario. Jadeando me quedé frente
a ellos; no había necesidad de avanzar más, el juego estaba jugado.
De la mujer se veía apenas un hombro y algo de pelo, brutalmente cortado
por el cuadro de la imagen; pero de frente estaba el hombre, entreabierta
la boca donde veía temblar una lengua negra, y levantaba lentamente
las manos, acercándolas al primer plano, un instante aún en perfecto
foco, y después todo él un bulto que borraba la isla, el árbol, y yo
cerré los ojos y no quise mirar más, y me tapé la cara y rompí a llorar
como un idiota.
Ahora
pasa una gran nube blanca, como todos estos días, todo este tiempo incontable.
Lo que queda por decir es siempre una nube, dos nubes, o largas horas
de cielo perfectamente limpio, rectángulo purísimo clavado con alfileres
en la pared de mi cuarto. Fue lo que vi al abrir los ojos y secármelos
con los dedos: el cielo limpio, y después una nube que entraba por la
izquierda, paseaba lentamente su gracia y se perdía por la derecha.
Y luego otra, y a veces en cambio todo se pone gris, todo es una enorme
nube, y de pronto restallan las salpicaduras de la lluvia, largo rato
se ve llover sobre la imagen, como un llanto al revés, y poco a poco
el cuadro se aclara, quizá el sol, y otra vez entran las nubes, de a
dos, de a tres. Y las palomas, a veces, y uno que otro gorrión.
De Las armas secretas
Cortázar, Julio; Ceremonias,
Barcelona, Seix Barral, 1994
|