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Enzo Maqueira

Homenaje a Julio Cortázar
12 de febrero de 2004



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   Es difícil homenajear a quien nunca pudo encontrarse a gusto en medio de la parafernalia de los homenajes. Casi imposible y hasta con dejos de culpa o traición, caer hoy y a veinte años de su muerte en este lugar para recordar a quien jamás quiso ni los honores, ni los discursos, ni siquiera una lágrima triste, nomás que por la nostalgia de saberlo perdido.
   Pero es inevitable juntarnos y desear o imaginar que Julio también está entre nosotros, como un cronopio más, aceptando con timidez ruborizada estas palabras, este agradecimiento, este espacio ínfimo que, fuera de las páginas de sus libros, intentan recrear a un Cortázar que todavía respira y está en cada lector.

   Como Rayuela, dos lados tuvo su vida.
   Del lado de acá habita en su libro un Horacio Oliveira que vuelve a la Argentina a perder definitivamente el amor de La Maga. Acá, en una Buenos Aires sofocante, viven Talita y Traveler, los dos amigos que se confunden entre los locos de un neuropsiquiátrico y juegan con el diccionario. De este lado se para también el primer Julio, el que corría las calles de Banfield sin doblar las rodillas porque así creía que era posible volar. Lleno de obsesiones, buscaba venenos en la comida, sentía que la garganta se le llenaba de pelos, adoptaba inconscientemente las convulsiones que la epilepsia le provocaba a su hermana.
   Del lado de acá era un chico triste que apenas hablaba con sus compañeros de escuela y en cambio fantaseaba con seres de otros mundos, con fantasmas y aventuras. Había nacido en Bruselas en 1914, hablaba con una horrible erre arrastrada y por mucho tiempo no fue de acá sino de más allá, de una Europa aquejada por la Primera Guerra Mundial en la cual los Cortázar estaban en misión comercial.
   De regreso a la Argentina, Julio pasó una infancia sin amigos de carne y hueso excepto por un capitán del ejército retirado que pronto descubrió que detrás de esos enormes ojos separados había algo más que un chico curioso. Las tardes se consumían en lecturas y la casa se llenaba de mujeres porque Julio Cortázar padre abandonó a la familia y el mundo del futuro escritor quedó reducido al contacto con su madre, su hermana y algunas tías.
   Débil, frágil, tiernamente pequeño, Julio afrontó ya entonces las grandes decepciones de la vida: la muerte y el amor. Su primer gato y una vecina fueron los responsables, cada uno a su vez y para siempre.
   Ese Julio descubrió temprano la música que los dedos de una tía destilaban sobre el piano. Pero recién algunos años más tarde encontraría la música que surca Rayuela y sumerge a Oliveira, Gregorovius y demás contertulios en largas reflexiones y noches de alcohol y un saxo desenfrenado. El jazz llegaría por casualidad en una audición de radio. Luego y con la misma pasión de siempre, el adolescente Cortázar recopilaría discos y fanatismos por Charlie Parker, por Louis Armstrong y todas las combinaciones posibles de un ritmo que parecía predestinado a un espíritu como el suyo. La música de Rayuela es la música de la improvisación, de los límites quebrados, de los solos que se encuentran - como Horacio y la Maga - en un punto del espacio y del tiempo, por un azar que no lo es tanto.
   A principios de la década del 30, la familia Cortázar se mudó a Buenos Aires. Julio cursó el secundario en el Colegio Mariano Acosta y de allí salieron sus primeros amigos. Se reunían en un bar de la calle La Rioja a tomar vino, leer poesía y hablar de mitos y leyendas. Editaban una revista en donde el escritor asomó por primera vez con algunos poemas que imitaban a Mallarmé. La realidad, para ese Cortázar que estaba de este lado, del lado de acá, terminaba entonces en los libros.
   En el Mariano Acosta obtuvo el título de maestro de escuela. La docencia que ejerció sin demasiada pasión pero con un natural encanto lo llevó a Bolívar y Chivilcoy, pueblos que entonces apenas se parecían a la civilización y en donde Cortázar cambiaba las siestas por lecturas frenéticas y exhaustivas, nuevamente alejado de todos, encerrado en una pensión de donde solo ocasionalmente salía para encontrarse con algunos pocos espíritus afines.
   Coca Denis fue uno de ellos, una alumna de Chivilcoy con quien recorrían las calles del pueblo sin tomarse de la mano, ignorando los comentarios, procurando no dejarse llevar por un amor recíproco que - no lo sabemos - pudo haber sido platónico o pudo haber sido un escándalo, la primera gran provocación de un hombre que no quería estar atado, que no quería permanecer quieto.
   Cansado de la vida de los pueblos y con la necesidad de tener un mayor contacto con los ámbitos intelectuales argentinos, gestionó una cátedra en la Universidad de Cuyo, en la provincia de Mendoza. Durante un año dictó clases de literatura, pero debió renunciar por desavenencias con el gobierno del General Juan Domingo Perón y su política populista.
   Del lado de acá quedaría también el gorilismo típico del intelectual argentino de aquellos años, su negativa a aceptar la invasión latinoamericana que insistía con profanar los conciertos de Bela Bartok y usurpaba las alfombras del Teatro Colón con las caras sucias, la camisa abierta, las alpargatas y nunca los libros.

   Del lado de allá están Horacio Oliveira y La Maga recorriendo París, pero también está el concierto, horrible concierto, de Berthe Trépat y una sonata que nunca acaba, que siempre resulta insoportable y solitaria, así como aquella París que Julio conoció en 1951 y en donde decidió vivir con Aurora Bernárdez, su primera mujer. Ya había publicado Bestiario y el tiempo se encargaría de consagrar esos cuentos y de llevar a Cortázar a otros cuentos, a más literatura. Mientras tanto trabajaba como traductor independiente de la UNESCO y podía entonces escapar de París y recorrer Europa con Aurora, vivir los lugares que ya conocía de los libros, cada vez más lejos de su natal Argentina pero paradójicamente más cerca, en un viaje hacia adentro, hacia el centro, hacia la búsqueda de algo que entonces no conocía y que también buscaba Oliveira mientras tocaba la boca de La Maga con un dedo y la dibujaba como si saliera de su mano, como si por primera vez la boca de LA MAGA se entreabriera y le bastara cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar.
   En ese lado de allá conoció Cortázar, una vez más, la soledad y la exclusión, la extranjería, la pertenencia a ningún sitio y a todos un poco. Recorrió así las calles de todas las París posibles y se encontró hundido, revolcado en el lodo, acompañado de otros espíritus que, como él, también deambulaban perdidos, en busca de un nirvana imposible.
   Esa búsqueda queda plasmada en Rayuela, donde todo es juego, como lo era en ese Cortázar que se disfrazaba de vampiro, que armaba móviles con desperdicios o elegía la azar un punto en la ciudad que recorría a fondo, con mirada incrédula. Pero también había encontrado al prójimo en Rayuela y no lo volvería a soltar ni en sus libros ni en su vida. Al descubrimiento del otro le sucede el compromiso con los otros, con los pueblos oprimidos y las luchas sociales que se daban lejos de Europa.
   Todo lo amó intensamente y lo vivió con la misma pasión. Aurora Bernárdez lo acompañó mientras pudo y mientras quiso, hasta que dejó su lugar a la lituana Ugné Karvelis, con quien Julio vivió un romance largo y sufrido, conmocionado por el alcohol y por las peleas. Mientras tanto, el cronopio enorme convertido en escritor famoso repartía su cuerpo en decenas de amantes encantadas con su hablar francés, obnubiladas por los eternos soliloquios acerca del jazz, embadurnadas sus caras con la polvareda de los pueblos alzados.

   El lado de allá y el lado de acá, que en Rayuela separan a un Horacio enamorado sin saberlo, del Oliveira que ve a La Maga en el rostro de Talita, se conjugan entonces en un solo lado en el cual está Julio Cortázar siempre al pie del cañón, admirado por multitudes, requerido para condenar las injusticias del mundo, para apoyar con sus palabras el resurgir de Cuba, la efímera proeza de Salvador Allende en Chile, la revolución poética del sandinismo en Nicaragua. Terminaron para Cortázar uno y otro lado y hasta pudo acercarse a la Argentina de 1973 que había votado por Cámpora y esperaba a Perón. Sabía que no se aproximaba ningún despertar revolucionario, pero empezaba a creer en el peronismo como un camino que llevara al pueblo paulatinamente al poder.
   Fue por ese tiempo que conoció a Carol Dunlop, una joven canadiense de 31 años que tenía la misma frescura y los mismos deseos de libertad que Julio conservaba a los 65. El matrimonio no se hizo esperar y el escritor que repartía cariños en los lechos de Europa y América se plegó sobre Carol y se aferró a ese amor único e indivisible. Eran el Lobo y la Osita y recorrían La Habana de la mano, en bicicleta, abrazados frente al Malecón, oyendo y diciendo historias de vampiros.
   Peor también fue ésa la etapa de las derrotas, inaugurada con la entrada de Pinochet en el Palacio de la Moneda y el fin de Allende; reproducida con la instauración del plan Cóndor y el conteo de desaparecidos en Argentina, en Uruguay, en Perú. Fue entonces cuando el águila imperialista voló sobre un continente que había comenzado a creer en su libertad y le defecó sus miserias, consumidas con avidez impúdica por los traidores y por los negreros. Y allí estaba otra vez Cortázar listo para denunciar y congregar, ayudando a los exiliados, creando conciencia en un mundo que prefería mantenerse indiferente al horror de las dictaduras.
   Entretanto seguía el amor. Junto a Carol realizaron un viaje por la autopista París - Marsella, que dio como resultado la publicación de Los autonautas de la cosmopista y que debió finalizar sólo el Lobo, porque la Osita murió de una enfermedad que pudo haberse llamado Sida o algo así como una disfunción en la médula ósea, pero que de todas formas se la llevó demasiado rápido y dejó a Cortázar perdido en el mundo, acongojado frente a una tumba del cementerio de Montparnasse.
   Como su Horacio Oliveira, Julio había perdido el amor justo cuando más lo deseaba. Pero su regreso no fue a Buenos Aires ni a Traveler, no fue a Talita ni a una Pola vulgar, embebida en los sudores porteños. El regreso de Julio Cortázar fue hacia adentro, hacia sus miedos y sus obsesiones, hacia las enfermedades que se repitieron y hacia Aurora que se acercó a cuidarlo y lo acompañó en los últimos meses.
   El regreso a la democracia en la Argentina de 1983 fue apenas un paréntesis entre tantos dolores. Cortázar volvió a Buenos Aires después de diez años de un exilio obligado, amenazado, primero, por la Triple A; luego, por los grupos de tareas del proceso. Llegó poco tiempo antes de la asunción de Alfonsín y caminó la ciudad, se entremezcló con la gente, pudo sentir cómo todavía lo recordaban. Nadie del nuevo gobierno lo quiso recibir y eso también fue un golpe duro. Sin embargo el cariño de sus lectores se repetía en cada nuevo paso, y el reencuentro con los viejos amigos, y la certidumbre de que, a pesar de todo, ni Rayuela ni los cronopios habían quedado atrás.
   Pudo ser Sida, como muchos aseguran después de descubrir que Julio recibió transfusiones de sangre que probablemente contenían el virus HIV. Una úlcera le había provocado una fuerte hemorragia que terminó con varios días de internación y esa transfusión quizás contaminada. También pudo ser la leucemia mieloide crónica que el médico del hospital St. Lazare de París le diagnosticó y que Carol, mientras vivía, intentó ocultar a su esposo. Pudo ser una enfermedad del lado de allá, de los años hippies, de las revoluciones y las utopías; o pudo ser la enfermedad nuestra que vino con las dictaduras, con el mundo globalizado y con las multinacionales. Pudo ser cualquiera de las dos, la enfermedad que mató a Julio Cortázar el 12 de febrero de 1984 y lo sepultó en Montparnasse, junto a Carol, bajo el cielo gris y el frío parisino. Pudo ser cualquier enfermedad la que mató a Julio; pero al final no fue ninguna.

Enzo Maqueira es autor de Cortázar, de cronopios y compromisos, Ed. Longseller



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