LUCHA ANTIDROGAS Y COOPERACION AL DESARROLLO[1]

 

ROBERTO LASERNA

 

Quiero agradecer la presentación de Eusebio Megías, cuya amistad y buena fe permite a este pequeño grupo de latinoamericanos y españoles debatir y reflexionar sobre el problema de las drogas. Me siento privilegiado de estar aquí tratando una problemática que es central para las relaciones entre nuestros países y dentro de nuestros países. Muchas gracias por su presencia y también por su invitación.

 

Quiero plantear la cooperación como un tema clave en la cuestión de las drogas. Entiendo que cooperación significa operar juntos. Muchas veces se entiende como intervención externa, pero se trata de un compromiso conjunto, que parte de un pacto basado en una decisión común. La cooperación, para ser tal, debe tener tres características: compartir objetivos, distribuir costos y esfuerzos y asumir las responsabilidades con las consecuencias de los actos.

 

Si utilizamos estas tres características para evaluar la cooperación en materia de políticas hacia las drogas veríamos que ellas no se cumplen plenamente. No me refiero sólo a la política antidrogas de la comunidad, o de la FAD, o el gobierno español, o la Unión Europea, pues ellas son parte de una política mundial que se está llevando a cabo desde hace prácticamente noventa años, por lo menos desde 1912 con la primera Convención del Opio.

 

Esta es una política de largo plazo que se ha ido intensificando y ampliando pero que lleva ya muchísimo tiempo. Aún reconociendo que hay matices y  acciones que desafían su núcleo central, la política antidrogas es global y tiene algunas características básicas que debemos identificar en nuestra  reflexión.

 

En primer lugar, se trata de una política de carácter represivo y prohibicionista, pues intenta eliminar un problema sabiendo que no lo podrá lograr, porque forma parte de la vida cotidiana. La intensificación represiva y prohibicionista se propone metas inalcanzables con el objetivo de desalentar el consumo y el tráfico de las drogas. No de todas las drogas, pues que hay drogas excepcionales que no entran en esta política, como el alcohol y el tabaco, pero que podrían entrar en cualquier momento si las tendencias continúan como hasta ahora.

 

Una segunda característica es el dominio de esta política por parte de los Estados Unidos. La política antidrogas tiene la marca y el sello de la política norteamericana. En este sentido es importante destacar que es una política que en gran medida responde a las necesidades de política interna de los Estados Unidos, mucho más que a su supuesta responsabilidad global como potencia mundial. En el origen, la misma Convención de 1912 nació con el deseo de utilizar compromisos internacionales para forzar políticas nacionales, algo que está estudiado y documentado. Esta política es en realidad un ejemplo de cómo los asuntos de ámbito internacional pueden ser utilizados para fines de política interna. Ese fue el origen de la política represiva, especialmente en la producción del opio, y a la que se sumaron la prohibición de la cocaína, la marihuana y otras drogas que no tenían una gran relevancia en los países centrales pero que sí se consumían en los subdesarrollados y poco influyentes países de Asia y América Latina.

 

Es una política marcada por las necesidades domésticas de los Estados Unidos en el origen pero también en la actualidad. En la actualidad referida a tres dimensiones: política nacida por la necesidad de externalizar problemas. Muchas veces, la política antidroga en EEUU ha sido utilizada para negar u ocultar la existencia de problemas internos, en las ciudades, de discriminación, exclusión social o pobreza. Ha sido una manera de esconder la existencia de esos problemas como si fueran causados por una droga determinada pero evitando una reflexión sobre las razones por las cuales la gente consume drogas. La mayor parte de la discusión en EEUU sobre el tema de la drogadicción se centra en qué drogas se consumen, en qué circunstancias, dónde se produce y cómo entra la droga al mercado norteamericano, pero nunca se plantea la cuestión de por qué la gente consume droga. En ese sentido, es frecuente utilizar la cuestión de las drogas con el fin de externalizar responsabilidades mediante la identificación de falsos problemas.

 

Una segunda característica es la electoralización de esta política. Es decir, el uso de la temática con fines electorales. El tema de las drogas se presta muy fácilmente a la demagogia política, ya que es muy fácil identificar un mundo abstracto como es el de la drogadicción, y es muy fácil movilizar sentimientos morales y éticos con la apelación a esta problemática. En ese sentido, se puede comprobar cómo en momentos de renovación electoral, especialmente en el Congreso americano, aumenta la frecuencia del asunto de las drogas en el debate y aumenta el presupuesto para los programas que ponen en operación esa política. Y es que es políticamente muy rentable para los diputados “demostrar” que están haciendo algo para resolver el problema de los guetos negros o de los barrios latinos asignando algunos recursos a la lucha contra la drogadicción en vez de plantearse los temas más difíciles de la discriminación o la pobreza.

 

La tercera característica tiene que ver con la inercia que pone en marcha el juego democrático. Una vez que se asignan presupuestos resulta más fácil mantener que eliminar programas, incluso manipulando su importancia y resultados para continuar expandiendo el gasto fiscal en este tema. En los últimos 20 años el presupuesto antidrogas ha pasado de menos de 1.000 millones al año a cerca de 18.000 millones al año en los Estados Unidos. Son cifras enormes que nos hablan también de la existencia de instituciones que viven de la lucha contra la drogadicción. Así como hay una industria clandestina de producción y tráfico de drogas, hay también toda una industria de la lucha contra la drogadicción. Existe una pugna inter-burocrática que alimenta la expansión de ese presupuesto, en el caso de EEUU y del resto de América Latina.

 

Una cuarta característica en esta política prohibicionista es que hay una contradicción muy grande entre el discurso fundamentalista, que es en  esencia moralista, y una ejecución que es muy pragmática. Se puede ver cómo se olvida este discurso fundamentalista cuando se trata de poner otras prioridades en la actualidad política, como en el caso de la utilización del narcotráfico para alimentar a la Contra nicaragüense (la guerrilla anti-sandinista) en la época del gobierno de Reagan. Es el caso más reciente de Afganistán, donde la producción de heroína ha sido relegada a una prioridad muy baja de la política norteamericana porque hoy es más importante sostener el gobierno surgido de la guerra.

 

Hay también otro contraste notable, y es el que se encuentra entre una política que es muy inflexible, decidida muchas veces sin capacidad de manejo, y la escasa base científica de esa política. En general, es una política que, cuando se aplica, se hace con mucha fuerza pero sobre bases de conocimiento muy endebles, e incluso con muy poca capacidad de aprender de sí misma.

 

El último tema que desearía señalar es que a pesar de que llevamos ya noventa años de política antidrogas no se ha desarrollado un sistema de aprendizaje a partir de la experimentación. Hubo una experiencia con la prohibición del alcohol en los años 20 y 30 que permitió aprender que la prohibición total no funcionaba. Se corrigió esa política pero se olvidó que sus lecciones pueden servir en otros campos. En este momento se aplica una política similar de represión y rechazo que está causando muchos problemas a nivel mundial y a nivel interno, dentro de las sociedades que aplican esta política. Sin embargo, los gobiernos no parecen tener la capacidad de aprender de esos errores y de esas políticas.

 

Otras condiciones de cooperación tampoco se encuentran en la política antidrogas.

 

Por ejemplo, los objetivos no están claros. Si preguntamos a los políticos, dirigentes o ministros cuál es el objetivo central de la política antidrogas encontraremos tantas repuestas como entrevistados. No está claro qué es lo que se pretende lograr. Hay un cierto nivel de consenso y metas comunes como en el caso de América Latina cuya meta es la disminución de la producción de coca. ¿Pero cuál es el objetivo compartido? Es algo que no está del todo claro, y la distancia entre el compromiso internacional y la política nacional varía mucho dependiendo de las capacidades internas y las necesidades de cada país.

 

En términos de costos de las tareas ejecutadas, es claro que hay preocupación por determinar cuánto cuesta manejar por ejemplo un equipo de erradicadores de coca, pero no se toman en cuenta otros costos como los sociales, culturales o políticos que resultan de la prohibición. En ese sentido, las responsabilidades no son compartidas, especialmente las responsabilidades con las consecuencias imprevistas que resultan de la política antidrogas.

 

Es evidente, por los datos disponibles de los últimos años, que esta política está fracasando. No se ha reducido el consumo de drogas salvo en algunos lugares o momentos, sino que se ha conseguido desplazar el problema, como en el caso de  los principales productores de coca que hace veinte años eran Perú y Bolivia, y ahora es Colombia. Si se logra la victoria en Colombia, de reducción en los cultivos, aparecerá en Venezuela, Colombia o nuevamente en Perú o Bolivia, si el proceso de desestabilización continúa. La producción tiende a desplazarse de uno a otro lugar, porque es imposible mantener la misma presión en todas partes. Otro indicador del fracaso de esa política es el hecho de que a medida que pasa el tiempo ha ido aumentado la pureza de las drogas en las calles y ha ido disminuyendo el precio. Esto demuestra que el mercado hoy está económicamente “más saludable” que hace veinte años cuando se inició esa política.

 

En América Latina el problema tiene además características adicionales que vale la pena tomar en cuenta. Por motivos de tiempo y porque supongo que ustedes más o menos conocen la realidad latino americana no intentaré siquiera dar una visión completa. Pero sí quisiera referirme a dos aspectos que afectan directamente a la relación con España. En primer lugar, creo necesario tomar en cuenta la débil integración política. Desde España se suele ver América Latina como un conjunto, pero lamentablemente no es así. Hay una enorme persistencia de ideologías nacionalistas que generan desconfianzas, incluso entre nosotros, que nos hacen sentir que primero somos peruanos o colombianos antes que latinoamericanos. Esto se relaciona también con la débil integración económica. Hay muy poco intercambio entre los países de América Latina.

 

Estas dos debilidades se reproducen con más o menos fuerza dentro de cada uno de los países integrantes.

 

Por supuesto que hay variaciones. Algunos países están más integrados y son más consistentes internamente, pero incluso en ellos la lógica nacionalista se reproduce internamente en comportamientos corporativistas. Y es ahí cuando surgen los grupos o corporaciones, los grupos ganaderos, campesinos, maestros, que llevan a que muchos actúan bajo una lógica corporativa de exclusión y de particularización de su problema como si fuera el único o el principal del país. Se generan así, a nivel regional y nacional, lógicas defensivas de carácter particularista y por tanto con una escasa capacidad de establecer solidaridades.

 

La debilidad económica se refleja también en la debilidad de los mercados internos, que son medidos por los enormes grados de desigualdad social que existen en América Latina. Todos los indicadores nos muestran que América Latina está afectada fuertemente por este problema. Mercados internos poco desarrollados y una gran distancia entre los que consumen y los que no lo hacen, o los que lo hacen poco.

 

Hay que reconocer que en los últimos veinte años se han producido avances muy significativos. En el campo político hay un gran avance: la democracia está instalada en todos los países de América Latina. Pero es un avance que ha enfatizado demasiado el tema de la participación política y muy poco el tema de la institucionalidad. Las democracias latinoamericanas son muy vulnerables ahora, son muy débiles porque no cuentan con estructuras institucionales que las soporten. No es solamente un problema para Bolivia o Perú, es también un problema en Colombia, donde la capacidad de acción y representación del Estado está limitada por fuerzas insurgentes en amplias regiones del país. Es un problema de toda América Latina.

 

De la misma manera debemos decir que hay enormes avances en la apertura económica pero con poca atención en la articulación del mercado interno, del mercado local. Hoy se discute la ampliación de los tratados de libre comercio que acelerarían la integración con Europa y EEUU, pero no hay una preocupación igualmente importante para la ampliación de los mercados internos y la incorporación de los más pobres en la economía local, que debería lograrse simultáneamente.

 

Es necesario entender el problema de las drogas en el contexto de debilidad de integración, de debilidad institucional y de procesos de exclusión social. En este contexto: ¿qué papel cumple la economía de la droga?

 

Su papel central es el de vínculo mercantil. La droga es uno más de los vínculos de mercado. Es un mecanismo a través del cual el país compensa sus inestables balances comerciales y adquiere moneda fuerte para importar y satisfacer las expectativas de la población, pero también cumple ese papel para el pequeño productor campesino que produce coca o marihuana. Así, es un mecanismo a través del cual algunas personas intentan superar la exclusión.

 

Esta función de vínculo es más importante cuanto más débil, interna y externamente, sea el país.

 

Es aquí donde se produce una triste paradoja. Una política que tienda a reprimir y a cortar esos vínculos generará más problemas cuanto más exitosa sea. Una mirada crítica y global sobre el impacto que ha tenido la política antidrogas en América Latina nos va a mostrar cómo esta política ha tendido a debilitar la institucionalidad democrática, generando en muchos casos mecanismos paralelos de control del orden. Para poder ser eficaces en el campo de las drogas, se aíslan del resto con lo que reafirman la poca eficiencia del resto de los aparatos de gobierno, y contribuyen a erosionar su legitimidad. En otros casos han acentuado la disociación entre el Estado y la sociedad, especialmente en aquellos casos en que la economía de la droga ha sido altamente relevante en términos económicos y sociales, es decir, donde ha existido una gran cantidad de personas en la producción de la coca o de la marihuana. Al afectarlas bases de sobrevivencia de esos grupos, se enajena su apoyo en la relación con el Estado o se estimula su apoyo a fuerzas insurgentes o contestatarias.

 

Estas políticas han agudizado también los conflictos sociales y políticos dentro del Estado entre distintos grupos burocráticos, distintas instituciones, productores, campesinos, etc. En general, puede observarse que ésta es una política que ha generado más problemas de los que ha resuelto, y que, al poner en riesgo la democracia, pone también en riesgo el desarrollo porque no se puede disociar uno del otro. Lo peor es que es una política que no aprende de sus errores, no presta atención a los conocimientos científicos, se basa en un discurso moralista pero muy poco afincado en la realidad, y que tiende a ser exclusivamente pragmática y adaptada a las necesidades de corto plazo de la política.

 

El remedio que se está aplicando puede terminar por matar al paciente.

 

Afortunadamente se reconoce cada vez más la necesidad de introducir una reflexión crítica sobre cómo se ha ido conduciendo esa política con el fin de cambiarla, para que por lo menos tenga objetivos más realistas y creíbles.

 

Los enfoques prácticos han demostrado ser mucho más útiles que los fundamentalistas que guiaron hasta ahora la política antidrogas. Necesitamos enfoques prácticos que nos permitan establecer metas y objetivos alcanzables a través de procedimientos flexibles y que permitan evaluar continuamente los efectos de las acciones, que aprendan de la experiencia y que estén atentos a los avances científicos.

 

Frente a la política tradicional debemos reivindicar una modernidad que ponga más razón y menos pasión en el diseño de acciones orientadas al control de las drogas por la sociedad.

 



[1] Transcripción de una conferencia realizada en Toledo, España, en Julio de 2004, con los auspicios de la Fundación Ayuda contra la Drogadicción (FAD).