REPRESENTACION Y LIBERTAD
Roberto
Laserna
www.oocities.org/laserna_r
Desde que recuperamos la democracia en los años 80, se consideró que las
dificultades para consolidarla eran evidencias
de una permanente crisis de representación. De ahí que gran parte de las
reformas políticas en el país fueron orientadas por la búsqueda de nuevos y
mejores mecanismos para hacer que el sistema político sea más representativo. Quienes tuvieron responsabilidades de gobierno
concentraron sus esfuerzos en mejorar la representación, y quienes aspiraban al
poder concentraron sus críticas en esos esfuerzos que consideraban insuficientes.
Ambos grupos tuvieron éxito, pero el problema quedó sin resolver.
En efecto, durante todo este periodo de reformas institucionales se han
modificado sustancialmente los mecanismos electorales y la conformación de
órganos políticos como el Congreso Nacional y los Concejos Municipales, e
incluso se han ensayado órganos innovadores como los Consejos Departamentales y
la Asamblea Constituyente. La eliminación de un supuesto “monopolio de los
partidos” y el establecimiento de cuotas para abrir espacios a grupos no
representados han cambiado la composición territorial, étnica y de género de
los órganos colectivos. Se diseñaron reformas y se las aplicó, lo que significa
que hubo éxito en la ejecución de esas ideas.
Las fuerzas que habían criticado la falta de representatividad de los
organismos existentes también tuvieron éxito, pues lograron cambiarlos y, sobre
todo, porque aumentaron sus propias posibilidades de acceso al poder. Tuvieron
tanto éxito que lograron desarticular el sistema de representatividad con que
nació la democracia, imponiendo la ilusión de que es posible una gestión
directa y participativa de la política por parte de los grupos sociales
movilizados.
En el límite de este modelo participativo cada uno se representa a sí
mismo, lo que tiende a la exacerbación del particularismo y la disolución de la
política como espacio de creación del bien común.
El problema es que el país llega con frecuencia a ese límite. Ocurre cuando
la gente cree que no tiene otra manera de ser escuchada si no es ejerciendo
presión sobre los demás, y se lanza a bloqueos, tomas y ocupaciones de lugares,
o al autosacrificio de crucifixiones y huelgas de
hambre.
El hecho de que estemos bordeando esos límites con tanta frecuencia
señala que los cambios efectuados en la búsqueda de una mayor y mejor
representación no han sido adecuados.
Ese es también el significado de los rápidos rechazos que sufren
alcaldes, concejales y diputados que al poco tiempo de haber sido elegidos por
un mecanismo que, supuestamente, los hizo más representativos, confrontan
demandas de renuncia que llegan a expresarse en acciones violentas. Estos son ejemplos
pálidos frente al de la Asamblea Constituyente, formada por tres delegados por
cada circunscripción territorial más cinco por departamento y que, sin embargo,
tiene que andar recorriendo el país para enterarse de lo que piensan sus
representados.
¿Cómo se explica que tengamos éxito al mismo tiempo que fracasamos?
Quizás podamos encontrar una respuesta a este problema en la concepción
misma de la representación que ha guiado y todavía orienta el debate político
en el país. Si se analiza con detenimiento se verá que en Bolivia predomina una
concepción fundada en lo social más que en lo político y que, por tanto, impone
criterios de representación social para el funcionamiento de órganos que son políticos,
con lo cual termina por inutilizarlos.
Veamos.
Desde la concepción social predominante se busca representar lo que hoy
son las personas, mientras que la política debería representar lo que las
personas quieren ser. Para decirlo en términos más amplios: hemos tratado de que
se represente lo que es el país, sin darnos cuenta de que, a la larga, eso nos
impide encontrar lo que queremos ser.
La idea de representación social
se refiere a lo que hoy son los sujetos, a sus características y a su historia.
Y si resulta complicado diseñar mecanismos socialmente representativos es, precisamente,
porque las personas no somos unidimensionales, sino que somos muchas cosas al
mismo tiempo. Lo que un día y en un lugar nos parece muy importante para
definir nuestra identidad o nuestra posición, otro día o en otro lugar ya no lo
es. Así, ser hombre o mujer puede ser muy importante en una situación, pero en
otra resulta serlo mucho más el trabajo que desempeñamos o la profesión que
tenemos. Si sube el impuesto al salario, ésta será la condición más importante
para nosotros y no el origen de nuestros antepasados. Y si de pronto hay un
conflicto con los de un lugar vecino, el territorio que habitamos o nuestro
lugar de nacimiento determinarán nuestra posición e identidad.
Organizar un sistema que sea representativo de una identidad que es
múltiple y cambiante es imposible y por eso fracasará siempre. La identidad
étnica, por ejemplo, que algunos proponen como principio de representación,
podría ser importante al momento de diseñar el sistema, pero ya no al ponerlo
en funcionamiento o mucho menos cuando deba administrar discrepancias y
conflictos. Y lo mismo puede decirse de
la identidad de género, o de generaciones, o territorial.
Es necesario reconocer que la búsqueda de un sistema político basado en la
representación social enfatiza una perspectiva conservadora, que mira hacia el
pasado. Si tiene éxito, ancla a la sociedad en ese pasado, es decir, la ata a lo
que es y a todo aquello que determinó lo que ahora es esa sociedad. Con el
riesgo adicional de que puede terminar profundizando las divisiones y
promoviendo el conflicto, puesto que tiende a poner de relieve los
particularismos y las peculiaridades.
La opción alternativa consiste en concentrarse en lograr que el sistema
político sea políticamente representativo, lo que quiere decir que debe dar
cabida a las propuestas de futuro, a las ideas de lo que queremos ser como
sociedad o como país. Esto permitiría colocar las aspiraciones de futuro por
encima de las divisiones y diferenciaciones que se originaron en el pasado. El
futuro es donde podemos imaginar la paz y donde se encuentran el desarrollo y
la equidad, si trabajamos para lograrlo.
Un sistema institucional políticamente representativo no es solamente
más viable sino, además, mucho más fácil de construir. Basta con establecer
normas que garanticen las libertades ciudadanas y controlen la intolerancia y
el autoritarismo con mecanismos que equilibren los poderes y permitan controles
mutuos, y dejar que la gente se agrupe y organice en torno a propuestas y
aspiraciones.
Este cambio de enfoque otorga mayor libertad para las personas. En vez
de obligarnos a elegir a quien represente lo que circunstancialmente puede ser relevante,
nos permite romper las prisiones del pasado para pensar con más libertad en lo
que queremos ser, en nuestro porvenir. La política tiene que ser el lugar donde
se busca, y encuentra, la libertad. Al fin de cuentas, el futuro y la esperanza
deben ser también parte de la identidad.
Publicado en Pulso 5 a 12 de
abril de 2007, y en Los Tiempos, 7 de abril de 2007