Un cato, dos catos, medio cato...
Roberto Laserna


Las negociaciones entre el gobierno y los representantes campesinos parecen acercarse hacia un punto razonable y práctico. Frente al costoso fracaso de la prohibición absoluta, se está considerando la regulación de cultivos de coca. Dependiendo de las condiciones en que se realice, ésta puede ser una estrategia en la que todos ganen... menos los narcos.

Bolivia se comprometió a erradicar los cultivos excedentarios en la Convención de Viena, pero con medidas que "deberán respetar los derechos humanos fundamentales" y tomar "debidamente en cuenta los usos tradicionales lícitos" como dice su artículo 14.

La Ley 1008, aprobada apenas meses antes de la Convención, satisface ese compromiso al decidir que los cultivos de Yungas sean para consumo tradicional y los del Chapare para el narcotráfico, sujetos por ello a erradicación. Tal vez entonces no pudieron contemplarse otras opciones, pero han pasado 15 años de aplicación parcial y conflictiva de esa Ley. Los costos sociales y políticos para su pleno cumplimiento son demasiado elevados y eso impone cambiarla. Algo que puede hacerse en los marcos de la Convención y sin violentar los objetivos de otros acuerdos internacionales.

Las 12 mil hectáreas mencionadas en la Ley como suficientes para el mercado legal nunca fueron adecuadamente sustentadas. Provienen de un estudio cualitativo realizado en 1977 (hace un cuarto de siglo) por Carter y Mamani. Es lógico pensar en la necesidad de una nueva investigación que considere, además, otros usos lícitos de la coca. Abrir mercados legales debería ser, además, una prioridad, porque hoja que va al uso legal, es hoja menos para el uso ilegal.

En todo caso, es necesario superar mientras tanto la grave inequidad impuesta por una Ley que castiga con la prohibición a un grupo de campesinos (los del Chapare) y premia a otros (los de Yungas), colocando a todos bajo control estatal a fin de que el cultivo de coca sea un privilegio más amplio y menos problemático.

La regulación supondría autorizar extensiones diferenciadas según la productividad de la coca y las inversiones requeridas en preparación de suelos (terrazas, drenajes, etc.). Más en Yungas y menos en el Chapare, definiendo el número de autorizaciones y las extensiones de acuerdo a la superficie total legalmente establecida.

La regulación, sin embargo, exige ciertos requisitos. La persona autorizada debe ser capaz de asumir plena responsabilidad, ejerciendo propiedad sobre la tierra de cultivo y aceptando las penalidades que se definan para los transgresores. En este orden, lo más apropiado sería acompañar este proceso con el saneamiento y la titulación de propiedades, de modo que puedan solicitar la autorización para cultivar coca solamente los pequeños productores con predios entre 5 y 20 hectáreas. No menos para no incentivar la fragmentación de la tierra, ni más para no premiar a quienes cuentan con recursos para otros emprendimientos.

En este marco, no debería descartarse la propuesta ya planteada por los campesinos de asumir responsabilidad social en el control de cultivos. El sindicato podría actuar como garante mancomunado para vigilar que ninguno de los autorizados se exceda, o que se realicen cultivos no autorizados en su área. Incluso podrían, bajo pena de suspensión de autorizaciones a los miembros del sindicato y la correspondiente erradicación, asumir tareas de control para evitar la instalación de pozas en su área.

Finalmente, con la propiedad en regla y la seguridad económica y jurídica afianzadas, un requisito adicional para mantener vigente los permisos podría ser el pago de impuestos catastrales. Las municipalidades mejorarían así su capacidad de producir servicios sociales.

Con estos procedimientos se extendería y fortalecería la institucionalidad estatal y por tanto el Estado de Derecho, controlando de mejor manera los cultivos e integrando a la legalidad democrática a miles de familias que hoy se sienten y son agredidas por una política ineficaz.

Los objetivos de la Convención de Viena y las necesidades de control planteadas por la política antidrogas de los Estados Unidos --que todavía no ha logrado plantear una fórmula para consolidar lo avanzado en la erradicación-- podrían alcanzarse más fácilmente y a menos costo.

Las municipalidades de estas zonas tendrían mejores posibilidades de servir al desarrollo de su gente.

Los campesinos podrían contar con esos pequeños cultivos como una red de seguridad para continuar ensayando otros de mayor rendimiento, y se sentirían parte de un sistema institucional y por tanto más dispuestos a defenderlo y respetarlo.

El país ganaría en paz social, equidad económica y disciplina fiscal.

Poner en vigencia esta propuesta exige pequeños cambios en la Ley 1008 y grandes esfuerzos en la titulación de tierras y el desarrollo de un buen sistema catastral. Nada de eso es imposible, como no lo es el realizar inspecciones permanentes y al azar para controlar el cumplimiento de una norma que a todos interesará respetar.

El mayor problema puede estar en convencer a los productores de Yungas de que compartan su privilegio con los del Chapare. ¿Será posible confiar en la solidaridad originaria? Y si no, la cuestión está en demostrar que con el control ganan también ellos. El precio de la coca se mantendrá elevado, compensando lo que pierdan quienes tuvieran que reducir cultivos para ajustarse a la norma.

De modo que en todo esto solamente pierden los compradores de coca. Si lo hacen para el acullico, tal vez ganen en calidad lo que pierden en precio, ya que el tener mayor certidumbre los productores del Chapare pueden mejorar sus técnicas de cultivo, cosecha y secado, y ofrecer una mejor hoja para ese uso. Si quienes compran lo hacen para producir pasta, allá ellos, ganarán menos y seguirán bajo el riesgo de la interdicción.


Publicado en Los Tiempos y La Razón, 20 de marzo de 2003