Diario La Nacion
Domingo 20 de octubre de 2002
                                                                             Soledad y compañia
Irrumpió como una tromba en Cosquín, seis años atrás. Hoy, a punto de debutar con Horacio Guaraní en el Luna Park, demuestra por qué es algo más que el producto de la moda y el oportunismo
 
Soledad y compañia Soledad mira a los ojos al que habla con ella, y los ojos de Soledad –observa el que habla con ella– se cierran y estiran, dejan poca luz, se hacen orientales, poco maquillados, algo apenas en las pestañas breves, mientras por el departamento de Barrio Norte donde vive con el padre, la madre, su hermana y compañera de espectáculos, Natalia, de vez en cuando la abuela, se desplazan los perros.
–Tres, tengo ahora. Tuve hasta catorce. El primero que recuerdo se llamaba Gareca. Sí, como el jugador, no sé la razón, se lo puso papá. Era malísimo. Malísimo en serio. Claro que los perros pueden ser malos, como de carácter o de nacimiento, como quieras. Solamente con Natalia y conmigo se portaba más o menos bien. Un día no acompañó hasta el basural, porque en los pueblos llevamos las bolsas al basural, y nosotros llamándolo y llamándolo, y él nada. No volvió. Gareca.
 
El pueblo
 
–En Arequito me siento más cómoda. Es mi pueblo. Está este departamento en Buenos Aires, porque tengo que venir seguido.
Es un departamento claro, grande, con pocas cosas. En un cuarto, separado por un pasillo y una pared, Natalia, la hermana, duerme o estudia alguna materia de Derecho, la carrera que sigue en la Universidad de El Salvador.
–Y me siento a gusto también en la Ciudad, no tengo eso de pensar en el pueblo como un lugar ideal o un paraíso. Pero quiero a Arequito. Están mis amigos, mi gente, salgo en bicicleta, voy al boliche. Claro que me cobran en el boliche, como a todo el mundo. ¿No me creés? No seas pavo: en los pueblos es distinto. Se respeta al artista por lo que representa, por lo que significa, pero es uno entre los otros. Me cobran. Hay, sí, comentarios, críticas, debe haberlos. No me preocupa, ¿por qué? Yo también critico algunas veces. Todos somos algo criticones, ¿no te parece? En la ciudad es lo mismo, pero en islas, dividido. Mirá: Arequito queda a ochenta kilómetros de Rosario, pero hay que dar una vuelta medio especial. Vas por la autopista, bajás por la Chevrolet, así, hasta que llegás. Está cerca y lejos, en medio del campo. Bien chacarero, bien de gente de campo y a la vez gringa. Como yo.
Soledad apoya los brazos sobre la mesa en la que se ven dispersos algunos papeles y habla con entrega y con ganas. La explosiva cantante de 21 años, dueña de un estilo no menos estruendoso y seductor –llena allí donde vaya y tiene setenta clubes de fans, algunos en Uruguay, en varias ciudades peruanas, en Chile– responde sólo en ocasiones con alguna frase de las que se fabrican para montar una imagen. Va al frente, espera la pregunta, no pone condiciones. Lleva bombachas de campo y borceguíes, su look, su uniforme. Le sienta bien.
 
Soledad y compañia Chocar
 
–En Arequito aprendí a manejar, a los 14. Me gustan los fierros, los autos, pero me he vuelto cada día más prudente. Cuando puedo, meto pata, pero con cuidado, según dónde. Sí, es bien de esos pueblos como el mío sentir el gusto del auto y del camino, hacer maniobras divertidas, arriesgadas, entreverarse en alguna picada de campo. Cuando sos chico, más. Así choqué varias veces, qué voy a hacer, pero salimos bien y aprendí alguna lección. Uno fue complicado, cuando tenía 17 años.
 
–¿Querés contarlo?
 
–Tuvimos una fiesta, con los amigos. Se hizo tarde y todo el mundo tenía que levantarse temprano para ir al colegio. De manera que resolví repartirlos por sus casas. Eramos diez, o diez y medio, porque había un bebe en camino aunque no lo sabíamos. Una de mis amigas estaba embarazada. Es un chico precioso, hoy. La macana es que había tomado un poco. Demasiado. Empecé a andar fuerte, y cuando vi el árbol pegué un volantazo para acá y otro para allá, pero ya estaba encima.
 
–¿Cómo es chocar ?
 
–Es horrible. Ruido, miedo, silencio. Estaba algo, cómo te diré, mamada sería la palabra. Y eso que yo no tomo alcohol, nunca se me ocurriría ir al súper a comprar alcohol. Un vino, quizá, con la pasta –que sigue , como una ceremonia, en Arequito–, pero no me gusta, no tengo interés en el alcohol. Como te decía, siempre aprendés algo. Hasta en un hecho así, ¿ves? El último incidente, no creo que se lo pueda llamar de otra forma, fue enseñándoles a manejar a unos chicos que no tienen todavía edad suficiente, en el pueblo. En uno de esos caminos que nadie conoce. Coordinaron mal y, bueno, contra una tranquera. No nos lastimamos, por suerte. El problema es que era el auto de Natalia, mi hermana. Prometí pagarle el arreglo, pero al final pagó el viejo. ¿La plata? Es de todos.
 
Plata
 
–Algunas veces, uno se siente mal cuando gana una cantidad medio, no sé, importante. No es tampoco que gane mucho: hay gente que gana muchísimo más que yo. Es que te piden de todo, y vos querés dar todo y te vas dando cuenta de que no podés. Ahí es donde empezás a sentir que ganar plata es bárbaro, pero también complicado. Tenemos una fundación: le pusieron mi nombre. Ahí sí que podemos poner en marcha la ayuda, pero fuera de ese asistencialismo que por ahí no lleva a ningún lado. Es enseñar a hacer, sobre todo, y meterse con la realidad sin sacarle el bulto. Hay médicos que trabajan allí ad honórem y ponemos el acento en la educación sexual, en la responsabilidad frente a la sexualidad y a la familia. También en la educación vial. Hay una cantidad muy notable, y que crece, de madres adolescentes, que no pueden después con el chico y el chico tiene pocas posibilidades de crecer con la fuerza y el afecto necesarios. Puede mejorarse, planificarse, porque, en general, cuando la madre es adolescente el padre no está por ningún lado. Muchos dicen que los chicos son su única alegría, pero hay que ver cómo hacer que esa alegría tenga una continuación humana, con posibilidades. De eso se trata. Más o menos. Bueno, hemos tratado de invertir. A mi viejo le dijeron siempre que lo primero que tenía que hacer era comprar campo. Tenemos cuarenta hectáreas lindas, casi frente a casa, en Arequito. Pagas. Y otras cuarenta, cinco kilómetros más allá, que estamos pagando. También buenas. Las dos con casas. Mi vieja arregló y acomodó todo lo que pudo, y una pareja joven se ocupa de una de ellas.
 
Soledad y compañia La hermana
 
–Natalia tiene 20, uno menos que yo. Parece mayor, no me lo digas. Es más alta, por ahí más seria. Reservada. Somos distintas, y no te podría decir que amigas. Es una relación extraña. Por supuesto, nos queremos mucho, pero amigas, lo que se dice amigas, no somos. Todo el afecto, pero como algo que se da por entendido, que ya está, que estuvo siempre. No le molesta ni le importa ocupar un lugar, digamos, secundario, un segundo plano. Se lo pasa bien, tiene talento, pero la cabeza en otras cosas. Estudia. Creo que de todo el grupo es la que se recorta con mayor diferencia, con otros proyectos. Yo, en cambio, banco o disfruto mi boom personal, todo lo que empezó en Cosquín cuando cumplí 15 y César Isella consiguió para mí una actuación en el escenario mayor. No me dejaban: era menor. Al final, aceptaron que cantara un tema. Hice cuatro. Fue la locura. Y no paró. El boom, sin embargo, no es lo mejor que te puede pasar. Tenés que sostenerlo, alimentarlo, perfeccionarlo. No podés dejar que se caiga. Eso te pone en cierta tensión y exige trabajo. Pero es un trabajo que me complace y la tensión está en todas las actividades del mundo, creo.
 
Imágenes íntimas
 
–Omar. Omar Pastorutti es mi padre. Quedó huérfano del suyo a los 8 años. Es cruel, probablemente, pero eso lo formó y endureció para la lucha por la vida, pienso algunos días. Ya a esa edad empezó a aprender mecánica en un taller. Y se hizo mecánico. Nunca estudió. Apenas un poco de la primaria. Como mamá. Se llama Grisela Zacchino. Todos tanos, todos gringos. Papá fue siempre loco por la música folklórica. Habrán tenido eso en común, estoy segura. Ella vivía en otro pueblo, cerca. Al principio trabajó en la panadería de los padres. En segundo grado, se fue. Repitió y no quiso volver. Después aprendió danzas y a enseñárselas a personas grandes y chicas. Con el tiempo, el viejo tuvo su taller. Una noche tocamos todos los chicos que estudiábamos guitarra en una academia, un instituto, en Arequito. El viejo hacía de mozo. Yo toqué y me animé a cantar –desafiné bastante– Apurate, José, de Teresa Parodi. Todos aplaudieron como locos. Gente poco expresiva, poco efusiva también, que así somos por allá. Papá vio algo, algo que estaba buscando y no sabía dónde podía estar. Era yo. ¿Una mina de oro? Sí, quizás. Empezamos a hacer unas giras tremendas, en un Falcón. Papá sacaba un poco de nafta de los otros coches del taller y salíamos como fuera. A cantar. Después reponíamos la nafta, no importa si lo creés o no. No cobrábamos, cuando se largó todo lo que iba a venir. Más tarde grabamos cassettes, hicimos unos programas, unas carpetas, como una pequeña promoción. Y algo funcionó, se movió. Y, sí: papá maneja las ganancias. Ahora, en realidad, mi abogado, para ser justa y precisa.
 
–Al llegar el momento hice todas las preguntas a la vez: menstruación, relaciones, hasta Reyes Magos, aunque de los Reyes ya me había dado cuenta con alguna anticipación, reconozco. ¿Mamá? No tuvo la iniciativa, pero sí la paciencia y el cariño de explicarlo y de agregar: Ahora te vas a ver a tu padre, y que te dé su versión. No estuvo mal. Mi novio se llama Jeremías. Es de Arequito y trabaja con papá. ¿Por qué va a ser un novio de marketing? Es un novio-novio, como todos los novios. Yo tengo mi vida.
 
Solo de Soledad
 
–Jeremías duerme en casa muchas noches. Pero no conmigo. No somos así. Nunca vi a mis padres desnudos ni cosas parecidas. Nos respetamos y queremos, pero tenemos una forma de ser y la seguimos. Siento que tengo un montón de responsabilidades. Se crece y crecen las responsabilidades. Te ponés más seria, vas cambiando con el tiempo. Puede que ocurra porque empecé tan temprano, no sé, no sé. No es que esté cansada: es que la vida ha cambiado y pide, pide con mayor fuerza. Ya no es un juego. ¿Querés más agua? No te olvides el cuaderno.
 
Poncho y carisma
 
Desde su intempestiva aparición en Cosquín, Soledad agitó con su poncho el ambiente folklórico y se transformó de inmediato en un auténtico fenómeno popular que desató amores y críticas que apuntaban a su calidad estética. La fórmula era simple: un sentimiento nacionalista reflejado en sus pilchas gauchas y un repertorio muy tradicional tocado con la misma intensidad y velocidad conque ella se paseaba por el escenario. Para muchos, su aparición coincidió con una explosión de rostros y voces juveniles, que fue aprovechada para propulsar la moda del folklore joven y el enfrentamiento con una grande como Mercedes Sosa. El tifón de Arequito arrasó con las ventas de sus discos, llenó estadios y estandarizó un folklore aceptable para los medios y apto para vender productos de toda índole, incluso una imagen exitosa del país durante la corrupción menemista. El tiempo demostró que sobrevivió al boom, encarnando el destino de una carismática intérprete que el país comenzó a lla-mar con familiaridad La Sole.
 
Se dice de mí
 
“Sé que no es imposible que algunos crean que yo tenga otros gustos. Que me gustan las mujeres, por ejemplo. Será mi manera de ser, echada para adelante, con todo. Cuando éramos chicas, a mi hermana y a mí, mi padre nos llamaba Juancito y Pedrito. Es que si tenés árboles para trepar, mandarinas para comer, lugares para andar descalza, sos feliz y no te importa. Juego al fútbol, si querés agregarlo. No muy bien, pero hago goles. Sí, cierto, creo que me va lo que antes se llamaba machona. Pero a mí siempre me gustaron los hombres. El tiempo irá con-firmándolo, de todos modos.”