- Diario Clarin
- Domingo 24 de abril de 2005
- CONFIESO QUE HE VIAJADO
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La
fuerza del deseo, en Roma
- Días de emociones y aventuras por la capital
italiana, y un especial recuerdo de Juan Pablo II.
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- Con mi hermana menor, Natalia, de 22 años, nos
enamoramos para siempre de Roma, de su gente, de la belleza que desborda por todas partes.
Estábamos de paso y no teníamos nada de ropa, con la ilusión de conocer en Potenza, el
pueblito de Picena Macerata, donde nació mi bisabuela.
- Cuando llegamos, vino a buscarnos al aeropuerto un
chofer fanático del canto operístico que al notar que yo tenía una guitarra me
vaticinó que alguna vez sería famosa en mi tierra. "La verdad, empezamos
bárbaro", nos dijimos con mi hermana. Para colmo de bienes, el botones del
hotel nos regaló entradas para ver a Ennio Morricone. Fuimos sin bañarnos, apenas nos
cambiamos lo que llevábamos puesto por ropa negra, que siempre impresiona mejor.
Estábamos bastante pobres, pero nos tomamos un taxi. Había una pantalla gigante en donde
proyectaban al cantante cerca de una catedral. Como llovía gastamos 5 euros en un
paraguas. Con mis zapatillitas encharcadas empezamos a buscar el escenario donde era el
espectáculo. Debía estar en alguna parte, pero no lo encontrábamos. Al final, bajamos
corriendo por una gigantesca escalera y desembocamos en el lugar. Nadie nos pidió las
entradas. Salimos antes que terminara, muertas de frío. Compartimos una sola porción de
pizza, porque allá son gigantescas, y ya al otro día hicimos un maratónico paseo por el
Panteón, la Fontana de Trevi, el Coliseo, piazza España, pero en vez de comprar la
excursión al Vaticano nos mandamos solas. Y así aparecimos en la Capilla Sixtina. Era el
día en que Juan Paulo II recibía a las delegaciones juveniles.
- Había que tener invitación, pero a mi me salió eso
que seguramente es muy de nosotros, los argentinos: ir para adelante porque se tiene un
profundo deseo. Las delegaciones de todas partes del mundo estaban sentadas, en silencio y
riguroso orden. Nadie se levantaba. Me fui adelantando por un costadito, seguida por mi
hermana. Apareció el Papa, dio la bendición en varios idiomas. Yo me fui colando de
valla en valla, y detrás de mí, Natalia, quien al final cobró valor y cada vez que me
alcanzaba, me tocaba el hombro para que supiera que estaba siguiendo mis irreverentes
pasos. Así nos fuimos metiendo, hasta llegar bien adelante. El Papa bendijo un enorme
manojo de rosarios que habíamos comprado en Jerusalén, para toda la parentela de Santa
Fe. Salimos y fuimos a paladear sabrosos fetuchini a la romana, resignándome a un
fastuoso tiramissú. Al ir a pagar la cuenta, unos argentinos que me habían reconocido y
estaban en la misma trattoria, ya se nos habían adelantado. Como sentíamos que la suerte
nos sonreía, quisimos comprar algo por Vía Veneto, pero ahí donde todo resultó
carísimo. Después de esos dos alocados días, en que no alcanzamos a visitar el pueblo
de la nonna, no tuvimos más remedio que resignarnos y pegar la vuelta. Felices, y para
siempre enamoradas de Roma.