Asamblea
Constituyente
Una
tabla de salvataje para el régimen y un desvío
para
evitar la lucha por cambiar de manos el poder
En primer lugar, parece
necesario aclarar que la única Asamblea Constituyente posible y real hoy es la
que convoca el Congreso con el voto positivo de 2/3 de sus miembros, quienes
determinan, además, cuáles son los objetivos de dicha convocatoria (sobre qué
temas tratará y sobre cuáles no). Y es completamente secundario que dicha
Asamblea pudiera declararse “libre y soberana”, ya que será insanablemente
presa –y subordinada– del poder dominante. La Asamblea Constituyente es la
institución más importante del régimen político y jurídico burgués, desde la
Revolución Francesa en adelante. Es la que sanciona la “ley de leyes” de un país en el que laclase
capitalista (propietaria de la tierra y los grandes medios de producción y de
cambio) ejerce el poder para su propio beneficio.
Sin embargo, muchas corrientes
de la izquierda plantean como eje de su política, la realización de una
Asamblea Constituyente como forma de “coronar” la participación popular en las
decisiones de Estado, para aplicar un supuesto programa político “obrero y
popular”.
Con una lógica bastante más
cercana a la realidad, y acorde con sus intereses, algunos legisladores y
dirigentes de la llamada centroizquierda (ARI, CTA y otras fuerzas) presentan
propuestas (al Congreso y a las asambleas de vecinos) tendientes a integrar las
asambleas populares al andamiaje institucional actual, para lo cual haría falta
pasar por una instancia de reforma constitucional.
La experiencia de los últimos
20 años ha demostrado que la falsedad de que “con la democracia se come, se
cura y se educa” no es sólo el producto de un político mentiroso, sino de las
limitaciones insalvables de una sociedad basada en la explotación de las
mayorías por un puñado de grandes capitales monopólicos (argentinos y
extranjeros, asociados). Por eso después vinieron las promesas de “salariazo” y
“revolución productiva” con igual resultado. Y, por último, la Alianza
publicitó la “Carta a los argentinos”, y debutó matando trabajadores en
Corrientes ni bien asumió; y se fue decretando “estado de sitio” y asesinando a
más de 30 personas, el día en que el pueblo la echó.
En suma, ha quedado al
descubierto que no hay posibilidad de que los Bulgheroni, Macri, Fortabat,
Noble, Pérez Companc, etc., puedan seguir acumulando megafortunas sin sumir a
la abrumadora mayoría de la población (incluidas sus capas medias) en las más
completas ruina y degradación económica, laboral, cultural, de salud, de
educación, etcétera.
No se trata aquí de discutir
los defectos de una Carta Constituyente como si, por sí misma, fuera la causa
del desastre al que ha sido conducido el país. Se trata de discutir que es
necesario desterrar del poder a la claseque lo sustenta desde hace casi 200
años. Hay una contradicción completa entre que sigan en el poder, y que
pueda lograrse un régimen político genuinamente democrático.
La Argentina tiene una
Constitución cuyo art. 29 prohíbe que el Congreso otorgue “facultades
extraordinarias” al Ejecutivo, bajo pena de ser considerados “infames traidores
a la Patria” quienes lo hicieran. El art. 75 determina que corresponde al
Congreso (no al Ejecutivo) contraer y arreglar el pago de la deuda pública. El
art. 99 califica de “nulidad absoluta e insanable” los decretos de necesidad y
urgencia, salvo que sean sometidos “dentro de los 10 días” a una Comisión
Bicameral Permanente y ratificados luego por ambas Cámaras, conforme a las
disposiciones de una “ley especial” (la Comisión jamás se creó y nunca se votó
tal ley). El art. 4 establece que “la renta de Correos” integra el Tesoro
nacional, pero nadie reclama a Macri los US$ 260 millones que debe en concepto
de canon. La soberanía y unidad nacional se expresan, entre otras cosas, en la
existencia de una moneda única, y hoy vivimos un verdadero estado de
disgregación nacional con más de 10 monedas en circulación. Y aun pese a las
últimas modificaciones sufridas, la letra de la Constitución “garantiza” los
derechos a la vivienda, al trabajo, al salario mínimo vital y móvil, a la
educación, a la jornada de ocho horas, a la igualdad ante la ley, etc. Sin
embargo, ninguno de esos enunciados asegura su práctica en la realidad,
precisamente porque el poder no se asienta ni depende, en lo fundamental, de un
papel.
Esto ha sido, en los hechos,
profundamente comprendido por amplias franjas del pueblo, faltando aun hacer
consciente aquello que se ha practicado “con los pies”. La rebelión popular del
19 y 20 de diciembre no sólo desconoció la existencia del “Estado de Sitio”,
sino que también introdujo, de hecho, el derecho a la revocatoria del mandato
presidencial (para nada contemplado en la Constitución). Y las asambleas
populares semanales, que se extienden lentamentecomo una mancha de aceite,
dieron por tierra con el art. 22 según el cual el pueblo no delibera “sino por
medio de sus representantes”. Es más, instauraron una práctica de deliberación
y acción callejeras que la Constitución califica de “sediciosa”, según
interpreta Alfonsín.
La discusión de Asamblea
Constituyente (“del pueblo”) desvía de ese camino de lucha que ha puesto en
cuestión todo el derecho institucional burgués, para llevarlo tras la ilusión
de que, primero, hay que elaborar una letra muerta (más muerta aun antes de
nacer que la que ya ha cumplido 149 años, incluidas sus sucesivas reformas). Y
crea la fantasía de que el pueblo movilizado podrá imponer a los representantes
políticos de la clase dominante, el “pliego constitucional reivindicativo
popular”.
Si el pueblo quiere controlar
el comercio exterior, repatriar los cientos de miles de millones fugados al
exterior, terminar con el ahogo de la deuda externa, lograr el pleno empleo, la
devolución de los ahorros confiscados, el castigo de los asesinos del 20 de
diciembre, de los pibes de Floresta, de los genocidas del Proceso, etc., etc.,
etc., deberá imponerlo con su acción decidida en las calles. Sólo si los
capitalistas y sus representantes políticos sienten que el frío de la muerte los
hace temblar, pueden llegar a tomar alguna medida favorable al pueblo… Y la
anularán o dejarán sin efecto ni bien el susto se les haya pasado.
¿Qué es lo que obligaría a los
capitalistas a gobernar “a favor del pueblo”, si todos los resortes del poder
siguen quedando en sus manos? ¿O alguien sueña que la clase dominante cumplirá
un mandato constitucional que laobligue a suicidarse, para abdicar ante el
hambre de los pobres porque un papel dice que ello es la justicia?
Los dirigentes políticos del
llamado “progresismo”, pretenden inculcar la fantasía de que la proclamada
Asamblea Constituyente será “nuestra”, “de las asambleas populares”, o “en las
calles”, en un patético remedo grandilocuente de la fracasada “consulta
popular” que el pueblo superó cualitativamente en las jornadas de diciembre.
Y algunos dirigentes de la izquierda, en particular Jorge Altamira del Partido Obrero, se esmeran en proponer una Asamblea Constituyente para dar “salida a la crisis actual”. Pero, por un lado, la crisis actual no tiene salida favorable para el castigado pueblo trabajador dentro de los marcos del sistema burgués. Por el otro, no es el papel de quienes nos decimos revolucionarios, el salir a ofrecerle fórmulas de salvataje a la burguesía para que pueda manejar mejor su crisis. Por el contrario, nos proponemos trabajar con todo empeño para colaborar en la construcción de un poder popular, que crezca y se eleve hasta desterrar al poder del enemigo para instaurar el propio.
Hacer realidad el “que se
vayan todos” no puede esquivar la existencia de un Estado hecho a la medida
para asegurar “que se queden”, más allá de cuáles sean las caras de los agentes
políticos que los representen. Y el Estado es, ante todo, la banda de
hombres armados al servicio de garantizar el cuidado del poder en manos de la
clase dominante saqueadora.
En este contexto, plantearse como una tarea
prioritaria la realización de una Asamblea Constituyente (pero “del pueblo”,
como muchos gustan decir) es distraer la atención del rumbo de la pelea que
hay que dar, para desviarla hacia un canal institucional que garantice despojar
de todo potencial revolucionario a los incipientes atisbos de organización
popular independiente del Estado y sus organismos.
O el pueblo avanza en la
construcción de poder popular hasta echar a los asaltantes capitalistas (y a su
Estado y a sus instituciones), o toda reforma constitucional sólo será un
boomerang ultrarreaccionario destinado a maniatarlo aun más al poder burgués
contra el que se ha rebelado.
L.
R.