TECNOLOGÍA
AVANZADA
Horacio Luna de la Rosa
despierta al estruendo del reloj despertador. Es un timbre
percutiente, definitivo, sin dejar dudas del objetivo con el que
ha sido creado, y que es poner de pie a todo ser humano a 15
metros a la redonda. Horacio se sienta en la cama totalmente
despejado y de un manotazo aplasta el botón que aquieta la
campanilla doble del reloj. Es un hombre metódico y por la noche
ha dejado al alcance de la mano sus gruesos lentes de "fondo
de botella de vino" sin los cuales es un inválido visual
casi total. Se los pone y se dirige al lavatorio a mojarse el
rostro. El día ha empezado siendo ya caluroso y los pronósticos
siempre dudosos sobre el tiempo lo mismo anuncian lluvia por la
tarde que aumento en la temperatura ambiental.
Horacio se enjuaga el
rostro y los brazos en la pequeña cuenca del lavatorio. Había
pensado darse un baño completo, pero le ha ganado la pereza de
calentar agua en la cocina para mezclarla y obtener una
temperatura tibia para el aseo total. No le gusta sentir el agua
demasiado fría en la espalda, así es que por hoy día se irá
sin baño completo. Se viste despacio, como siempre, soñando despierto
mientras se pone la ropa que su esposa le ha dejado colgada de la
perilla de la puerta para que no se arrugue.
El algodón de la camisa
es totalmente inestable a la presión y al intenso calor de la
plancha, y aunque Horacio no tome demasiada importancia a la
apariencia exterior, Mercedes siempre se ha enorgullecido de su
habilidad de dejar la ropa im-pe-ca-ble-mente prolija para que la
use su esposo.
Horacio no le pone
atención al desayuno y lo toma mecánicamente mientras Mercedes
le cuenta cosas que él no escucha. El pasatiempo favorito de él
es cerrar la mente y navegar por su espacio interior que es
infinito. Ahí se encuentra a sus anchas, viviendo en mundos
extraños como los creados por Julio Verne o H.G.Wells.
Horacio es un entusiasta
convencido de la maravilla de haber nacido en el Siglo XX. Para
él, éste es el verdadero Siglo de las Luces...el mar infinito a
donde han venido a desembocar las miríadas de ríos del
pensamiento y de los inventos del hombre. Se siente afortunado de
poder presenciar todos los adelantos que ha tenido la humanidad
en los últimos 50 años. Trata de imaginar cómo era la vida en
tiempos pasados y decide que es un gasto inútil de pensamiento.
Es más fructífero y lo llena más de inquietudes y anhelos
pensar en los años por venir.
Termina los últimos
toques de su arreglo personal y se mira en el espejo. Con el
cabello hay que entablar a diario una lucha feroz para ponerlo en
su lugar. Recuerda que su madre le ponía limón en el cabello
cuando era niño para tratar de aplacar ese remolino capilar. Se
ha resignado sin mucho entusiasmo a domar el cabello con una goma
que venden en la farmacia, amparados en la recomendación hecha
por un actor de cine a través de un cartel de publicidad del
producto. Mercedes lo convenció y él terminó por aceptar
aquella incomodidad que le impedía verse desaliñado cuando sin
darse cuenta metía los dedos entre los cabellos para calmar los
nervios.
El automóvil
está en la calle y Horacio se dispone a echarlo a andar
con una barra metálica. Este invento del auto es
maravilloso, acorde con los acelerados tiempos que se
viven. "¡A Daimler y Benz debían erigirles un
monumento!", piensa Horacio mientras mira al cielo
azul profundo sobre su cabeza. El auto al fin enciende y
él guarda la barra dentro del auto. |
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Horacio tiene una tienda
de "Novedades" en la ciudad donde vive. Le gusta todo
lo moderno, lo desconocido, las innovaciones. La gente está
segura de poder encontrar en su tienda el último invento
notable: el primer fonógrafo llego a la ciudad a través de su
tienda, así como los primeros discos de Gardel y de Caruso (de
los que, por cierto, tiene guardados algunos todavía en la
bodega). Se volvió loco con las posibilidades de la radio como
medio de comunicación e incluso promovió entre sus clientes la
compra de varios aparatos rifándolos o regalándolos. En pocas
palabras, Horacio es un visionario (aunque no viera más allá de
su nariz literalmente a causa de su acentuada deficiencia
visual). Su más grande deseo es vivir dos cientos, tres cientos
años y presenciar todos los adelantos que está seguro ha de
haber en el futuro inmediato. El Siglo XX había nacido con la
etiqueta de "Progreso y Adelanto" atada en el dedo
gordo del pie derecho y Horacio es su más ferviente pregonero en
la pequeña ciudad donde vive.
Llega en su auto a la
tienda y sube en el pequeño elevador Otis hacia su oficina que
está en el segundo piso. No había necesidad de elevador pero el
invento representa otro triunfo del ingenio del hombre sobre el
agotamiento que produce mover los pies para ascender de un plano
hacia otro inmediato y Horacio, desde luego, no se priva de
rodearse de los mejores adelantos. Abre la puerta y enciende la
luz, maravillándose siempre de este invento. Para otros es ya
cosa común y corriente, para él representa uno de los avances
importantes en el progreso: la electricidad puesta al servicio de
las necesidades de las metrópolis. Es una iluminación pobre,
pero es mejor, piensa, que en los tiempos antiguos cuando sólo
había velas o lámparas de gas o petróleo que iluminaban
pequeñas porciones cercanas al difusor de luz.
A través de la ventana
observa el ir y venir de los empleados. Su secretaria está ya
atendiendo los detalles de correspondencia y otras tareas propias
de su puesto de confianza. Sobre el escritorio se ve flamantemente
bella una máquina de escribir Remington, una resma de papel
tamaño "carta", papel carbón para sacar varias copias
de los documentos, lápices, gomas de borrar, plumas fuentes y
otros adminículos de escritorio. Horacio piensa con deleite en
el avance de la comunicación. Piensa en los amanuenses de otros
siglos que debían copiar a mano incunables, y en siglos más recientes,
en los cajistas que deben llenar filas interminables de tipos
movibles para formar los textos. Mira hacia la máquina de
escribir con sus teclas brillantes, su cinta de carbón, y
sonríe con un gran placer, con el mismo placer que le causa
darse cuenta de las cosas buenas que el hombre de este siglo
tiene a su disposición para facilitarle la existencia.
Suena el teléfono
que está en la pared. El único que hay en toda la tienda. Es un
lujo del que Horacio se siente orgullosísimo. Toma el auricular
y escucha el mensaje de un amigo invitándolo a la Exposición
Industrial que se ha instalado ya en una ciudad a 1000
kilómetros de distancia, y en la que habrá un gran despliegue
de inventos novedosos traídos de Estados Unidos y de Europa, y otros
inventos ya conocidos pero a los que se han hecho innovaciones
para un mejor uso y aprovechamiento de los mismos.
Horacio ha leído ya
noticias adelantadas sobre aparatos caseros que serán una
verdadera revolución en la industria y que facilitarán el
pesado trabajo de la dueña de casa. Hieleras que trabajaban con electricidad,
cocinas a gas que no manchaban, planchas maravillosas que harían
más rápido y menos cansador el fastidioso trabajo de aliñar la
ropa. Piensa en la Exposición y un calor de excitación le sube
al pecho, preludiando el goce que Horacio espera tener a la vista
de tanta maravilla junta: herramientas, máquinas nuevas,
artículos que antes sólo existían en las novelas de imaginado
de sus amados escritores y los que él presiente que en un futuro
cercano se harán realidad. Llora de emoción al sólo
pensamiento de esta aventura. La sola anticipación del vuelo aéreo
lo llena de una incontenible alegría. Piensa que si hubiera sido
50 años antes, esa Exposición le habría sido impedida por la
distancia que recorrer. Ahora, el avión lo llevará ¡¡¡en
sólo cinco horas!!!
---"¡Qué
maravilloso, que gran fortuna estar vivo en este siglo!", se
dice a sí mismo.
Se quita los gruesos
lentes y se limpia los ojos con un pañuelo masculino de tela
gruesa. Se siente acalorado y enciende el abanico eléctrico que
tiene sobre un mueble a un lado del escritorio. El día se ha ido
calentando y para mediodía, seguramente, la temperatura será
inaguantable. Bendice en secreto al genio que inventó el
abanico. Se sienta en su escritorio, revisa documentos que tiene pendientes,
cuentas por pagar, cuentas por cobrar, propuestas de compañías
para vender sus productos en la prestigiada tienda de Horacio,
catálogos gruesos llenos de mercancías anunciadas con
ilustraciones. Se absorbe en su trabajo durante una o dos horas,
dicta correspondencia a su secretaria y le pide "saque tres
copias al carbón, como siempre". Luego se recarga en su
silla y empieza su visión de futuro, el cual está seguro que
será aún más maravilloso: el hombre tiene una constante e
inacabable necesidad de inventar más cosas para mejorar el mundo
que lo rodea. A veces esa necesidad es inmediata y personal:
obtener alguna satisfacción para ese día que se vive. Pero el
motivo más poderoso para el desarrollo es el instinto del ser
humano de resolver problemas y cuestiones complejas.
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Horacio está
seguro que en un futuro habrá cosas aún más
maravillosas y que agotarán la capacidad de asombro:
fotografía instantánea, lentes delgadísimos para
evitar ese aspecto grotesco en las personas como él, con
necesidad de esos gruesos vidrios delante de los ojos.
Los vuelos aéreos serán aún más rápidos, los autos
se desplazarán a velocidades mayores. Las ciudades
serán enormes, limpias, hermosas, y los hombres
compartirán mejores espacios vitales. Y él, Horacio
Luna de la Rosa, tendrá la suerte de habitar ese
espacio. |
Sólo tiene 30 años y
le quedan muchos por vivir.
Recuerda que no ha
arrancado la página del calendario y extiende su mano para
hacerlo: Septiembre 2, 1935, dice el cuadrito de papel frente a
él. Horacio suspira, levanta los brazos y anuda las manos por
detrás de la nuca. Qué mundo maravilloso vive, y lo que falta
por venir es aún más espectacular y sorprendente. Sonríe, y
cierra los ojos para seguir en su ensoñación del futuro.
Agosto 11.99