I. Autonomía ética. II (…) Autonomía política. III (…) Autonomía de lo temporal (José T. Martín de
Agar), en Gran
Enciclopedia Rialp (GER), Tomo 3, Madrid
1993, p. 465-466.
III.
AUTONOMÍA DE LO TEMPORAL. «Si por autonomía de la realidad terrena se
quiere decir que las cosas creadas y las mismas sociedades gozan de propias
leyes y valores, que gradualmente el hombre ha de descubrir, emplear y
ordenar, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo
que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo, es que además
corresponde a la voluntad del Creador. Pues por la misma naturaleza de la
creación, todas las cosas están dotadas de propia consistencia, verdad y
bondad, de unas propias leyes y de un orden, que el hombre debe respetar
reconociendo el método de cada ciencia o arte...Pero si con la expresión autonomía
de lo temporal se quiere decir que la realidad creada no depende de
Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay
creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en tales
palabras» (Const. Gaudium el spes (GS), del Conc. Vaticano II, nº
36).
La a. de lo
t. se proyecta en diversos planos de realidades relacionados entre sí, pero
distinguibles a efectos expositivos y de consecuencias morales y jurídicas.
I.
Autonomía entre lo temporal y lo religioso. Del texto conciliar citado
se deduce que el fundamento de la a. de lo t. es la misma ordenación
divina, que ha dotado a la creación de consistencia, verdad y bondad, y ha
dado al hombre la capacidad de descubrir con su ingenio sus leyes para su
provecho.
La tarea que
el hombre recibe de Dios en el Paraíso, «dominad la tierra» (Gen 1, 28-30),
es una participación en la creación y un medio a través del cual el hombre
se perfecciona. Pero no dijo Dios cómo habría de dominarla; su
voluntad es que el hombre lo haga con libertad e iniciativa, con la ayuda
de los preceptos morales adecuados a la naturaleza humana ( «no comerás del
árbol de la ciencia del bien y del mal» Gen 2, 17, y los mandamientos del
Decálogo), para que esa libertad se ordene y no se oponga al fin último del
hombre.
El saber
teórico y práctico relativo a las realidades terrenas, que constituye las
diversas ciencias y técnicas, no ha sido objeto de revelación directa ni
cae, por tanto, bajo el Magisterio de la Iglesia. En cambio sí lo son «los
principios de orden moral que surgen de la misma naturaleza humana»
(Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, nº l4c). Paralelamente la
colaboración de los cristianos en la Redención incluye la restauración del
orden secular según el espíritu del Evangelio, de modo que al realizar esas
tareas el cristiano se santifique y contribuya a la santificación del
mundo. Esto no quiere decir construir un modelo concreto de orden temporal
contenido en el Evangelio, que no existe, sino actuar en ese orden
respetando la ley moral divina inscrita en el ser del hombre, la ley
natural.
2.
Autonomía entre sociedad civil y eclesiástica. Siguiendo las palabras
del Señor ( «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»,
Mt 22, 21; «Mi reino no es de este mundo» lo 18, 36), la Iglesia ha
enseñado siempre la neta distinción entre ella y cualquier otra sociedad de
carácter político, económico, cultural, etc., pues «la misión que Cristo
confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social: el fin que
le asignó es de orden religioso» (GS 42). Pero también la Iglesia ha
reclamado siempre libertad para proclamar el Evangelio, que comprende los
fundamentos éticos del orden temporal (su relación con Dios), como la
justicia entre hombres y pueblos, e incluye el poder dar juicios sobre la
moralidad de concretas situaciones y actuaciones temporales (cfr. GS 76c).
Otra cosa es
la interpretación teórica y práctica de esa distinción a lo largo de la
historia, de acuerdo con la concreta configuración político social de cada
época y con el papel que la Iglesia ha ocupado en ella. Los primeros
cristianos entendieron bien que su pertenencia a la Iglesia no implicaba
mengua o exención de su ciudadanía civil; por el contrario les exigía una
conducta ejemplar en la sociedad. Desde la Edad Media, se han sucedido
diversas opiniones que van desde considerar el poder civil como única y
exclusiva fuente de derecho, extensible incluso a la vida religiosa de los
súbditos, hasta la teoría de que la Iglesia, para excluir del mundo lo
pecaminoso, tendría un cierto poder político-jurídico sobre una sociedad
civil o un Estado que se proclamasen católicos, o al menos sobre las
actividades seculares de los fieles. A partir de la Edad Moderna se asiste
a una progresiva distinción entre lo sacro y lo profano, no exenta en casos
de excesos separatistas y secularizantes: la Iglesia como comunidad basada
en la adhesión personal a un credo y a unos medios salvíficos y el Estado
como organizador de un orden civil justo fundado en el respeto de los
derechos de la persona, entre ellos el de libertad religiosa. Al mismo
tiempo, se afirma la idea de que ambas sociedades están, cada una a su
modo, al servicio de la persona y en ese servicio deben colaborar.
«La
comunidad política y la Iglesia son recíprocamente independientes y
autónomas cada una en su propio campo» (GS 76), y la Iglesia «no quiere mezclarse
en modo alguno en el gobierno de la ciudad terrena» (Vaticano II, Decr. Ad
gentes, nº 12c). La jerarquía eclesiástica establecida por Jesucristo,
tiene una potestad de gobierno que se circunscribe al ámbito de la sociedad
eclesiástica. La doctrina social de la Iglesia es de orden moral, no
engendra una potestad política.
3.
Autonomía de los cristianos en los asuntos temporales. Ordenar según el
querer divino las cosas temporales forma parte de la misión de la Iglesia,
pero no de la función de gobierno de la jerarquía eclesiástica; deben
llevarlo a cabo los cristianos, especialmente los laicos, cuya nota
característica es la secularidad. A ellos «corresponde, por propia
vocación, buscar el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y
ordenándolos según Dios» (Vaticano II, Const. Lumen gentium, nº 31).
Siendo ésta su misión propia, no un mandato recibido de la jerarquía, y
gozando las realidades temporales de una legítima autonomía, es lógico que
quienes viven esas realidades tengan, de una parte el deber de conocerlas y
respetar su orden propio y, a la vez, el correspondiente derecho de actuar
en esos campos según sus propias opiniones y experiencias, siguiendo el
criterio de su conciencia cristiana (GS 43b). El mensaje evangélico
contiene las enseñanzas necesarias para la salvación de los hombres, pero
no un determinado programa de organización temporal (política, social,
económica o cultural), lo que significa que pueden ser acordes con la
doctrina de Jesucristo muy diferentes programas en esos campos.
Dice el
canon 227 del CIC «los fieles laicos tienen derecho a que se les reconozca
en los asuntos terrenos aquella libertad que compete a todos los ciudadanos
(...) evitando presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio en
materias opinables». Esto quiere decir, entre otras cosas, que el fiel
católico es libre para mantener cualquier opción temporal compatible con la
fe y la moral, y que debe responsabilizarse de ello.
BIBLIOGRAFÍA.: J. ESCRIVÁ DE
BALAGUER. Conversaciones, 14 ed. Madrid 1985; J. HERVADA. Magisterio
social de la Iglesia y libertad del fiel en materias temporales, en Studi
in memoria di Mario Condorelli, I/2, Milán 1988, 793-825; P. LOMBARDÍA,
Los laicos en el Derecho de la Iglesia, «Ius Canonicum» VI (1966)
348-352; J. T. MARTÍN DE AGAR, El derecho de los laicos a la libertad en
lo temporal, «Ius Canonicum» XXVI (1986) 531-562; A. DEL
PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, 2 ed. Pamplona 1981.
J. T. MARTÍN DE AGAR.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran
Enciclopedia Rialp, 1991
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