El niño que mordió a la serpiente
Adán era un hombre. Eso lo explica todo.
No deseó a la manzana en sí, sino porque estaba prohibida.
El error consistió en no prohibirle la serpiente,
Porque sino, se la habría comido.
Mark Twain
Escrito por Larissa Costas  Manaure.
            Sólo en apariencia era un día promedio de rotación y traslación. Las hadas y los duendes eran los únicos en conocer el misterio sagrado de aquellas horas preñadas de gemidos de parto. Cuchicheaban. Jugueteaban. Las niñas mágicas envueltas en un resuello de frutas criollas, con sus pieles morenas de tanto atrevimiento y osadía con los rayos del sol, aquellos embrujos traviesos, guardianes de las cuevas que son morada de tesoros indígenas, respiraban la ventura del nacimiento del niño poderoso en la Patria de la Luz: Venezuela.
            Celebraban con vino la llegada del muchachito que, aún en cueros de placenta, advertía con palabras en idioma de bebé, en sollozos cánticos, sus primeros respiros en éste planeta-mundo. Los hechiceros bondadosos de los elementos brincaban exaltados, las ninfas de las aguas, los gnomos de la tierra, los enanitos hermosísimos del aire y las arrogantes niñas del fuego se ofrendaron emocionados en la fiesta. Ningún humano fue testigo de la alegría que albergaba a la Naturaleza por una nueva y última oportunidad. Porque todavía era sólo una oportunidad.
            Dios había inventado una nueva materia para hacer a los hombres y a las mujeres. Ya no eran de barro, ni de maíz, sino de amor. Ya no eran sólo carne y hueso, sino libertad.  Sólo que- la mayoría de los hombres y las mujeres- no lo recordaban. Unos pocos andaban de profetas recorriendo Las Antillas y el Sur de América con esos cuentos. Algunas leyendas de motociclistas que recorrieron el continente con la bandera de la justicia, algunos héroes de armaduras verdes, barbas largas y corazones gigantes, algunos abogados emboscados al sol del mediodía, algunos visionarios que anunciaban el florecimiento de las alamedas paradisíacas por donde transitaría el hombre libre, algunos cantores que no encontraban en los avances de la poesía nombres para el heroísmo de las islas y, otros, que ofrendaban en sacrificio su guitarra para encender el alma de los pueblos.
            Todos estos hombres que enarbolaban al amor pertenecían a la misma región: el tesoro Latinoamericano. Allí estaba el País de la Luz, lugar al que Dios se decidió a mandar al niño elegido para enseñar a los hombres que el Reino Celestial está en la Tierra. No obstante, la serpiente bíblica intentaría derrotar al naciente luminoso.
            El indeseado reptil no tardó en llegar. Se enroscó en la pata de la cunita de madera, tan pobre como el pesebre de bahareque que daba cobijo al niño. La víbora saboteadora de nuestro cuento debía ser mucho más sigilosa: El Paraíso tenía muchos pobladores, no sólo eran dos en el mundo, habían muchos elegidos en el País de la Luz porque ese terruño era el legado encarnado de los hombres y mujeres amantes de la justicia y la libertad.
            Astuta, la culebra, esperó que la soledad desprotegiera a la pequeña criaturita. A paso lento, se acercaba al bebé? Sin embargo, el reptil no contó con que Adán brincara la segunda prueba: esta vez no era el protagonista del asalto, aunque sí era importante en la historia porque tuvo que avisar que su hermanito, el niño luminoso, era amenazado por el bicho impertinente. Dios supo jugar a los dados e intercambió las fichas. Bautizó con el nombre de su primer hijo al fraterno compañero del niño naciente, quien despertó y, con inmediata defensa, mordió el cascabel de la serpiente, neutralizando, por algún tiempo, el veneno ruin con la fuerza del amor que manaba de sus encías. En ese instante, El Creador sonrió con el buen humor de costumbre. Porque el humor es una Creación Superior. Aquellos que ríen y hacen reír son los verdaderos compañeros del Comandante de Todos.
            El niño que mordió a la serpiente siguió creciendo en los llanos venezolanos. Custodiado por el Sol, aprendió la palabra y el arte de la espada del Libertador de Las Américas. La Patria grande y soberana que soñaba Simón Bolívar, las velas para iluminar al continente que con diligente paciencia fabricaba Simón Rodríguez y la emancipación de la tierra y del hombre que con valentía defendió Ezequiel Zamora, eran las pasiones del niño cuyo néctar había derrotado a la serpiente en la primera infancia.
            Ya olvidados los incidentes rastreros, el tiempo, otro juego de Dios, juntó a nuestro niño con otros de pasiones similares. Debe ser por aquello que reza: "Dios los cría y ellos se juntan". Juraron no dar descanso a su brazo hasta que Bolívar renaciera para no morir nunca más. Jamás permitirían que su pueblo pensara, casi doscientos años después, que el Hombre más Grande de América hubiese arado en el mar. Y así comienza la historia reciente del Continente Paradisíaco. Así comenzó la nueva Era.
            Cuentan los poetas que algunos elegidos, cuando están en La Tierra, creen que la guerra es la paz del futuro. Y el niño que mordió a la serpiente no fue la excepción. Aunque nunca fue a la guerra, levantó los fusiles y los tanques para darle paz a lo que más amaba en el mundo: la Patria de la Luz. Junto a sus compañeros fue derrotado y enviado tras las rejas. Los magos del tiempo no quisieron que la historia terminara allí. Los niños que muerden serpientes son carismáticos y su aura encanta a los corazones de buena voluntad. Sembró la esperanza en el pecho de sus compatriotas y le decretó próximo fin a la esclavitud. Apareció en la casa de todos los nacidos en el País de la Luz y, sabiendo de antemano que la palabra es el favor de Dios, dijo: "Por ahora".
            Los compatriotas luminosos, sencillos y humildes, entendieron el mensaje del niño que mordió a la serpiente. Milagrosamente el desierto que tantas veces cruzó abrió paso a las alamedas, a la alborada. Fueron rotas las cadenas que abrasaban la carne de aquellos hombres valientes que se atrevieron a gritar a favor de la vida del pueblo. Aquello que en principio fue esperanza maduró hasta hacerse fruto dulce que alimentó a los pobladores de la Tierra Bolivariana Venezolana. Los nacidos en el signo de la maldad y la tristeza, no hallaban qué hacer con un niño tan amado por las personas. Se tranquilizaron al pensar que si lo liberaban, no sería capaz de arrancar el velo de la opresión a su pueblo. Él se quemaría solo, dijeron.
            El niño que mordió a la serpiente se fue de peregrino a las casas de aquellos que mantenían su espíritu abierto al amor. Y fue a los pueblos. A las aldeas. A los barrios. A las pequeñas y grandes provincias del País de la Luz. Su sonora voz recorrió los caminos por donde hoy transita, Para Siempre, el hombre libre.
            El niño llegó a la Presidencia del País de la Luz. El pueblo enérgico y bendecido por la buena ventura de Dios construyó palabra a palabra, punto a punto, una nueva Constitución. Se bautizaron con el nombre de República Bolivariana de Venezuela. Por los llanos, los ríos, las montañas, el cielo, las playas, las nevadas, los cerros, los tepuyes, por la arena, por la tierra, por cada gota de lluvia o rayo de sol empezó a crecer la nueva era: La Revolución Bonita.  Pero la serpiente tiene por encargo acabar con todo aquello que nazca para que el Edén sea nuevamente posible. Su ojo, encerrado en una pirámide, vigilaba sin descanso los pasos del País que se propuso ser paraíso con el método más apropiado y más generoso: la palabra y obra de Simón Bolívar.
            La serpiente convenció a todos sus secuaces rastreros de ponerle fin al sueño del Libertador. Engañar a algunos nacidos en el País de la Luz y apagar la llama que ilumina sus mentes: Pero ¿cómo se apaga el Sol? Es imposible. Por eso trataron de desilusionar el corazón despierto de los luminosos, inventaron barbaridades sobre el niño que mordió a la serpiente, se enconaron contra los humildes, maltrataron a los niños, lastimaron a las mujeres y a los hombres, a las madres y a los
padres, a los abuelos y las abuelas que bendicen el pan de todos los días. No pudieron desterrar de la ternura al niño que mordió a la serpiente. Y llegó un mes de Abril...
            Los rastreros decidieron hacer un plan maquiavélico para destruir a los iluminados por la palabra Bolivariana. Todas las serpientes y sus secuaces se fueron juntos, en concordancia diabólica, contra el Palacio que Mira a las Flores, desde donde el niño que mordió a la serpiente gobernaba con bienquerencia a la Patria Luminosa.
            A las afueras del Palacio, desde noches y días previos, vigilaban los bolivarianos la permanencia de la Revolución Bonita. Un pueblo heroico aguardaba la llegada de las serpientes. Los iluminados, pacientes, estaban dispuestos a defender sus sueños. Como hermanos de un mismo romance, volvían a sus orígenes con sus caritas pintadas para distinguirse de los adversarios malignos. Hicieron una burbuja de amor para  proteger a su líder. La Patria prevaleció sobre el miedo. La vida trascendió la muerte.
            La batalla comenzaba en desigualdad: al igual que en el pasado, cuando la Revolución de Independencia, Simón Bolívar se enfrentaba a un ejército que le aventajaba en armas, pero que carecía de razón: los iluminados se defendían con poquísimas pistolas, palos y piedras. Las serpientes contaban con un arsenal verdaderamente mortal.  Los adversarios de los sueños atacaron durante horas a una muralla de patriotas.  
            A pesar de la lluvia inclemente de balas, la ternura se mantenía firme y crecía con el correr de los minutos: iluminados de todas las edades, desde las más primaverales hasta las más cercanas al invierno, llegaban entonando consignas en respaldo al niño que mordió a la serpiente y al Padre de la Patria de la Luz. Los soldados cruzaban el campo al son de los aplausos del pueblo pacífico y libertador, al tiempo que el niño que mordió a la serpiente sembraba la paz en los corazones heridos.
            Cayó la noche. A beneficio de los míseros, de la traición y de la mentira, del horror y de la maldad, los hijos de la serpiente secuestraron al niño que una vez mordió a su madre. Retiraron de la casa que albergaba al noble gobernante el cuadro del Padre Libertador. La madrugada recibió al niño guerrero, vestido a la usanza militar y con boina roja. Tal y como entró a la vida de los bolivarianos cuando dijo: "Por Ahora".
            Los enviados del demonio, que tienen periódicos y canales de televisión,  mintieron al mundo y dijeron que el niño había abandonado los sueños de la Revolución Bonita, se engalanaron con el dolor de los iluminados, se emborracharon de codicia, de ambiciones, cazaron a los bolivarianos, los persiguieron, los lastimaron y, a algunos, los mataron. Regresaron a la oscurana y la Patria de la Luz lloraba por el niño y por el Padre: por Hugo Chávez y Simón Bolívar.
            Descendieron luciérnagas desde los montes más altos y se arrullaron en secreto en el pecho de Venezuela. La voz del pueblo regresó con la aurora. Los vendedores humildes, sobre sus camiones plenos de hortalizas, se vieron con altoparlantes en mano y comenzaron a clamar por la Revolución Bonita y por el niño que mordió a la serpiente. Las mujeres llenaron de decidida esperanza el espíritu de los iluminados y tomaron a sus hijos de la mano poniéndose en marcha hacia el Palacio que Mira a las Flores. Los policías patriotas llamaban a los luminosos desde sus patrullas que sirvieron de transporte para llevar al pueblo a la libertad. Muchos miraban el mismo mar y la misma luz que reposaba frente a la vista del niño que mordió a la serpiente. Las lágrimas corrían por todas las mejillas y el mar se hacía aún más extenso. La traición les dolía en las piernas. El niño pensaba que el regreso era un nuevo desierto ancho que debería atravesar. Los soldados bolivarianos planeaban el rescate.
            El niño que mordió a la serpiente escribió una carta-poesía que recorrió las calles y se apostó como los pasquines de las novelas de Gabriel García Márquez en los ojos de los iluminados: "Turiamo, 13 de Abril del 2002. A las 14 hrs. 45 min. Al pueblo de Venezuela (Y a quien pueda interesar): Yo, Hugo Rafael Chávez Frías, venezolano, Presidente de la República Bolivariana de Venezuela, declaro: No he renunciado al poder legítimo que el pueblo me dio. Para Siempre. Hugo Chávez Frías."
            El "Por Ahora" se transformó en "Para Siempre". Por cada rincón se escuchaba el estruendo que rezaba: "¡El Presidente, no ha renunciado, lo tienen secuestrado!". Así, todos los bienaventurados atravesaron lagunas encantadas y se congregaron frente a los cuarteles y las guarniciones militares en busca del niño que mordió a la serpiente. En el nombre de Bolívar, de Chávez y de la Revolución decían: "¡¿Dónde está Chávez? Que hable!". Dios se sorprendía para bien: en menos de lo que él tardó en hacer al mundo, vio como un pueblo se construyó a sí mismo. Por Venezuela corría cual sangre rebelde y combativa el ejército popular de El Libertador.
            Las embriagadas serpientes, en complot con sus secuaces rastreros, no padecían aún la resaca de su celebración cuando a las afueras de sus fiestas llegó el Pueblo de los Hijos de Bolívar. Los indignos comenzaron a huir. La valentía de los pobladores de la Patria de la Luz empalideció al mundo entero. La Revolución Bonita entró nuevamente al Palacio que Mira a las Flores, a los cuarteles y fuertes militares.
            Las hadas, los duendes, los gnomos y las ninfas de los elementos, celebraron con uvas dulces el renacer de la vida. Los hombres y mujeres habían recordado para no olvidar jamás que los días no son sólo rotación y traslación, que los seres humanos no sólo se hacen de carne y hueso, sino de amor y libertad. El amor salvó a la Revolución Bonita. Los días y los seres iluminados fueron abrazados la juguetona historia. Y así el tiempo habló. La Bandera de la República Bolivariana de Venezuela ondeó en señal de victoria. Venezuela, la de la esperanza, agradecía a Diosdado y a los ministros por retomar la Revolución mientras llegaba el niño que mordió a la serpiente.
            Sobre la madrugada cuatro luceros fugaces se impusieron. El cielo anunciaba que descendería ante todos el luminoso niño. El pueblo cantó: "Volvió, volvió, volvió, volvió, Chávez, volvió". Y con él, la espada de El Libertador de América, Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios. Benditos por Dios, juntos, el niño, el Padre Libertador y los corazones de buena voluntad, sobre los montes resplandecientes de América, se alzaron para no irse jamás. Juntos, Para Siempre, los pueblos elegidos morderán a las serpientes que con la Patria quieren acabar.