Verdad y ficción en Juegos de amor y
malquerencia
Miguel Báez Durán
Una
novela tiene su propia biografía, a veces muy distante de la biografía
del autor, a veces no tanto. La novela por sí misma crece, madura,
sufre sus propias transformaciones. Así sucede con Juegos de
amor y malquerencia (2003) de Jaime Muñoz Vargas que en un principio
se llamaba Fervor de Santa Teresa. No me parece gratuita esta referencia
tratándose de un texto donde debajo de la simplicidad de la anécdota
se esconde un mecanismo mucho más complejo, un mecanismo donde se
ensamblan conceptos tan entrañables para los que nos consideramos
adictos a la lectura como autoría, ficción, realidad, verdad
y mentira. Porque aunque sabemos, enclaustrados en nuestro mundo gris y
rutinario, que Jaime Muñoz Vargas es el autor de esta novela (pues
así no los dice en letras grandes la portada del libro), dentro
del mundo transformado (gracias a la escritura) y transformador (gracias
a la lectura) de la ficción permanece la duda de cuál es
la fuente (oral o escrita, popular o letrada) de donde emana el relato
de los Tereseros de Santa Teresa.
Una fotografía del Archivo Histórico Juan Agustín
de Espinoza de la UIA Torreón marca el nacimiento de este texto.
Es la misma fotografía que tenemos en la portada así como
en las primeras páginas. Tal imagen se constituye en el punto de
partida para desarrollar la historia de este grupo de hombres que bajo
el sol de la Comarca Lagunera se parten el lomo y al final del día
se reúnen debajo del pinabete grande de la Hacienda de Santa Teresa
para tomar sotol, fumar Tigres y escuchar las canciones cardenches entonadas
por uno de ellos: Cheto Quezada, mejor conocido como la Marrana. En un
ejercicio similar al emprendido por Jorge Ibargüengoitia con La
muertas —por algo habrá ganado este libro el Premio Nacional
de Novela del 2001 que lleva el nombre del autor guanajuatense—, Jaime
Muñoz toma como materia prima esa fotografía donde aparecen
diez hombres frente a un vagón de ferrocarril acompañados
por un perro, que a través del poder inmarcesible de la ficción,
vendrá a ser un Teresero más: el Chamuquillo. Es aquí
donde percibimos lo útiles que son la realidad y la historia para
la ficción y es precisamente esta problemática entre las
unas y la otra, entre el universo de lo cotidiano y el de la invención
—explicado de manera tan magistral por otro Vargas, un Vargas Llosa, en
la introducción a La verdad de las mentiras— lo que más
me atrapa de estos Juegos de amor y malquerencia.
Como ya otros novelistas lo han venido haciendo desde principios del siglo
XX, Jaime Muñoz nos plantea las siguientes preguntas: ¿es
posible llegar a un conocimiento total de la realidad?, ¿dónde
se encuentra la verdad, con letras mayúsculas, sobre determinado
asunto? En el caso de la historia de los Tereseros, la cuestión
aparente sería dónde se halla la verdad sobre el asesinato
del patrón, don Marcial Ibarra. Es aquí donde el autor de
carne y hueso, Jaime Muñoz Vargas, juega también a esconderse
detrás de múltiples biombos, y el relato, dentro de los confines
de la ficción, pasará de mano en mano desde dos elementos
que conoce el Jaime de la realidad, no ese otro ente narrativo de la introducción:
la investigación histórica y, con especial pesadumbre, la
corrección de estilo. Ya desde la mentada introducción el
lector no puede saber si es el verdadero Jaime quien le habla o un ente
imaginario, un personaje más dentro del texto que pretende ser el
autor anunciado en la portada. Pero antes de él, hubo un profesor
Eduardo Magaña Vázquez (y aquí no puedo dejar de fijarme
en las iniciales de este profesor normalista, otra invención más,
para imaginarme que ésta es una nueva máscara del autor,
un doble degradado de Jaime). Y gracias a estos dos prologuistas del libro
surge la problemática que tanto me interesó al leer la novela:
¿dónde está la génesis de este relato?, ¿quién
nos está diciendo la verdad? Y es que esos mismos prologuistas afirman
ser también correctores del manuscrito original, un manuscrito que
nos remite a la vieja estratagema mentirosa utilizada por las novelas caballerescas
ya parodiada con admirable socarronería por otro autor que en su
momento se nos escabulló a los lectores dentro de su texto, el más
célebre en lengua española: Cervantes y su Quijote.
A final de cuentas, siempre quedará la duda: ¿cuál
es la fuente de esta memoria ficcionalizada?, ¿de quién de
entre los diez Tereseros de la fotografía surge el relato oral?,
¿a quién le fue dictado? No es gratuito que se nos diga en
la introducción: “¿En qué momento termina la verdad
de lo ocurrido? ¿En qué momento comienza la ficción?
¿Cuáles son los delgados límites entre la historia
y la literatura? Todo es relato, y ambas disciplinas, historia y literatura,
se prestan y se quitan con descaro” (12). Desde aquí debemos estar
conscientes como lectores de que el ardid planteado por la voz narrativa
de la memoria (mediatizada a través del profesor Magaña y
luego a través del descubridor del manuscrito), y sobre todo ese
ardid de la muerte de don Marcial Ibarra, no son más que eso, ardides,
excusas, pretextos tan parecidos al presentado por Orson Welles en su Ciudadano
Kane con aquella palabrita que flota sobre la atmósfera investigativa,
“Rosebud”, y que en suma no nos dice nada de quien la enuncia. Sin embargo,
“Rosebud” atrapa nuestra atención y nos lleva a derroteros mucho
más enriquecedores. Porque la muerte de don Marcial Ibarra no es
el centro de la novela, sino los diez hombres de la fotografía y
la amistad que surge entre ellos.
Ya instalado en el relato, después de la introducción y de
las palabras preliminares del profesor Magaña, el lector vuelve
a toparse con la diversidad de la autoría y con la ambigüedad
que implica. La voz narrativa, como para indicarnos la presencia de alguien
que cuenta y de alguien que escribe, se debate entre la primera y tercera
personas. Y, en mi opinión, es el “nosotros” el que parece adquirir
la mayor contundencia, ese “nosotros” que caracteriza a los Tereseros y
los funde en un solo personaje, un personaje-colectivo. Son esos mismos
jornaleros que se hallan bajo el yugo del viejo don Marcial, figura tan
distante como poderosa que, por su apariencia física —blanco, de
ojos azules, viejo—, me recuerda (no sé por qué) al don Alejo
del donosiano Lugar sin límites. Los mismos Tereseros de
Santa Teresa que deben enfrentarse después a Sixto Benavides, el
Dientes de Oro, y Encarnación de la O, Chon sin Miedo porque Gloria
Venegas, una de esas prietitas chulas de San Pedro de las Colonias, le
ha llenado el ojo a Catarino Ventura, el Quiotelargo. He ahí el
conflicto que los plantará sobre el terreno de juego, los llevará
a los muy peculiares entrenamientos de béisbol, consolidará
la unión entre estos diez hombres y un perro humanizado, y terminarán
inmersos en un desenlace estrepitoso, previsto y que, como el origen del
relato, se nos escabulle porque, después de todo, el manuscrito
encontrado ha pasado de una mano a otra y en esos muchos viajes bien pudo
haber perdido uno o hasta dos folios. El ardid se mantiene entonces hasta
la última página del texto y con él, la novela cobra
vida.
Publicado en el periódico
La Opinión Milenio en octubre de 2003.
—Muñoz
Vargas, Jaime. Juegos de amor y malquerencia. México: Joaquín
Mortiz, 2003. 123 pp.
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