INTRODUCCIÓN:

LA CATÁSTROFE

 

 

 

 

 

"La gran sorpresa se produjo con la caída del Muro de Berlín. La Historia dudó en ese momento"

Jean Daniel (1995)

"La aceleración de la Historia se debe, probablemente, a la concatenación de fuerzas silenciosas a la obra durante años y años; una circunstancia fortuita las combina y su mezcla provoca cambios y explosiones. Colaboración entre la necesidad y el accidente: el azar, más que la violencia, es el partero de la Historia"

Octavio Paz (1990)

Una breve reseña del fin de la Guerra Fría

 

l año 1999 bien podría denominarse, en materia de política internacional, como el año 10 D.G (después de la Guerra Fría), en referencia a la magnitud cuantitativa y cualitativa del histórico evento acontecido una década antes: la finalización de la compulsa de raíz ideológica por la hegemonía global que durante casi medio siglo habían sostenido los principales polos del sistema internacional, EE.UU. y la Unión Soviética. No hubo hecho que simbolizara de mejor manera ese suceso que la apertura y posterior derrumbe del oprobioso Muro de Berlín que separaba, en el medio de la histórica capital germana, el Este del Oeste, el totalitarismo de la democracia, la opresión de la libertad. Más importante aún, la caída del Muro no inauguraba una nueva etapa de coexistencia entre las dos ideologías políticas sino que evidenciaba la inviabilidad de una de ellas y la imposición de la otra.

Esta inviabilidad se había evidenciado en cada rincón de Europa Central-Oriental a lo largo de 1989. En rápida síntesis, en enero se habían realizado grandes manifestaciones espontáneas por mayores libertades políticas en la plaza Wenceslao de Praga y en Leipzig; en febrero, el Partido Comunista Hú ngaro aceptó la implementación de un sistema pluripartidario, en tanto el encarcelamiento del intelectual Vaclav Havel redundaba en nuevas manifestaciones antigubernamentales en Checoslovaquia; en marzo se aprobó en Polonia la realización de elecciones libres para cubrir el 35 % de los escaños parlamentarios, mientras en Hungría el flamante Partido Independiente de Pequeños Propietarios celebraba su primer congreso nacional; en mayo el Partido Comunista Búlgaro anunció medidas para desregular la agricultura, mientras su homólogo húngaro expulsaba de sus filas a su máxima autoridad Janos Kadar; un mes después, las fuerzas polacas de oposición obtenían el 99 % de los sufragios emitidos para las elecciones parlamentarias, en tanto se reivindicaba públicamente en Hungría la figura de Imre Nagy, el gobernante que promovió los levantamientos de 1956; durante el bimestre julio-agosto, miles de ciudadanos de Alemania Oriental solicitaron asilo en las embajadas del gobierno de Bonn en Checoslovaquia y Hungría, los que luego fueron autorizados a trasladarse a Occidente por el gobierno de Budapest, que abrió su frontera con Austria. Noviembre y diciembre fueron, indudablemente, los meses clave. Durante el primero, las innumerables protestas masivas efectuadas en Alemania Oriental contra el gobierno, en reclamo de mayores libertades de expresión y elecciones libres, motivaron que el Consejo de Ministros y el Politburó renunciaran en pleno, abriéndose la frontera interalemana; ese momento fue el de la famosa "caída del Muro". Al mes siguiente y tras innumerables manifestaciones de la ciudadanía, renunció en Checoslovaquia el Primer Ministro Ladislav Adamec, convocándose a comicios libres donde triunfó Havel.

En este sentido, junto al Muro se derrumbó lo que ha dado en llamarse "totalitarismo de izquierda" (01), cuyo rasgo esencial en términos regimentales era la concentración del poder y la toma de decisiones dentro de un partido político único, institución que no tenía limitaciones a su accionar ni rendía cuentas a otro polo de poder. En el plano político ese Estado-Partido prescindía del voto secreto y universal como vía para el establecimiento de las necesidades e intereses de la Sociedad; prescribía los diferentes pensamientos e ideologías políticas, reclamando para sí el monopolio de la verdad; con ese objetivo, por un lado empleaba en forma sistemática el terror policial y político, y por otro manipulaba a la ciudadanía mediante la censura, el monopolio estatal de la información y la supresión de las libertades de reunión y circulación; además, se ejercía un dominio absoluto de la vida cultural por parte de la ideología oficial. Como acertadamente se ha dicho, esta ideología era aún más autoritaria y asfixiante que el nazismo puesto que, al contrario que éste (sobre todo en relación al ejército), no dejaba ningún sector social fuera de su influencia (02).

Por su importancia, es necesario profundizar en el empleo sistemático del terror policial y político, por parte del totalitarismo de izquierda. No puede pasarse por alto que un reprochable mérito de este modelo es el de haber legitimado las prácticas modernas de exterminio masivo de ciudadanos disconformes con el régimen, traspolando a niveles colectivos el tradicional concepto judeocristiano de la responsabilidad (y consecuentemente también de la culpa) individual. El autor de semejante desviación fue Vladimir Illich Lenin, con su famoso decreto de enero de 1918, que instaba al Estado ruso a eliminar "todos los tipos de insectos dañinos" a la revolución del año anterior; rápidamente quedaron englobados en esta categoría desde prostitutas y especuladores financieros hasta anticomunistas, pacifistas, religiosos, campesinos opuestos a la colectivización del agro, intelectuales independientes y funcionarios partidarios caídos en desgracia ante la cúpula.

Esta abolición del concepto de la culpa individual habilitó primero a Rusia, luego a los territorios incorporados a la URSS y finalmente a todos sus Estados satélites, a aplicar durante décadas el terror contra sectores sociales percibidos como enemigos del Estado, de manera indiscriminada. El recurso dialéctico que sustentaba esta política era magistral: ningún individuo podía estar en desacuerdo con el Estado porque, en la sociedad marxista sin clases sociales, el individuo era el Estado; por esta razón, un individuo sólo podía estar en desacuerdo con el Estado si era su enemigo. Aún hoy, a diez años de la caída del Muro, no se dispone de cifras ciertas sobre el número de víctimas que generó esta política; sin embargo, se ha estimado que sólo entre 1929 y 1936 perecieron en Rusia 10 millones de individuos, de muerte no natural; en igual sentido, desde esos momentos y al menos hasta el fin de la época de Stalin, cerca del 10 % de la población rusa fue privada de la libertad por el gobierno (03).

Desde la perspectiva de Paul Johnson, tal vez el más importante historiador de los hechos del siglo XX, la influencia de esta corrupción leninista de los valores judeocristianos excedió los límites de la égida de Moscú, para alcanzar a Alemania, con un cambio de forma: los enemigos del Estado ya no se determinaban en función de la ideología, sino de la raza. Hitler era un "determinista biológico" que no creía (como Marx) que el motor de la Historia fuese la lucha de clases, sino la raza; fue una suerte de "darwinista social" convencido de la superioridad natural de la raza aria, y del peligro que para ella suponía el judaísmo, con capacidad para contaminar su pureza. Pero, más allá de estas particularidades, el nazismo aplicó el terror político en forma masiva, de acuerdo al postulado leninista de la culpa colectiva (04).

Volviendo a las características del totalitarismo de izquierda, en la esfera económica postulaba la propiedad estatal de todos los medios de producción, incluyendo el sector servicios; consecuentemente, el Estado-Partido regulaba en forma absoluta las relaciones económicas y los comités de planeamiento estatales monopolizaban todas las decisiones sobre producción y distribución de bienes, salarios, precios e inversiones; con el monopolio de los medios de producción y del poder decisorio, la única vía de resolución de los problemas del bienestar de la población era mediante una política de pleno empleo y precios subsidiados, con subestimación absoluta de los criterios de productividad. Como consecuencia directa de las características del totalitarismo de izquierda en los planos político y económico, la estratificación social resultante era un artificio: los grupos sociales y los individuos dependían del poder político y sus decisiones, respecto a ventajas, privilegios y status, por lo cual la afiliación al Estado-Partido era condición sine qua non para la satisfacción de la más mínima demanda. El resultado era una organización jerárquica de la Sociedad a través del sistema de "nomenklatura", que prescribía la posición, las obligaciones y los privilegios de cada funcionario afectado al proceso decisorio, trocando beneficios y promociones por lealtad y obediencia.

La caída del muro de Berlín, en el sentido de la finalización de la Guerra Fría y el fracaso del totalitarismo de izquierda, no tuvo lugar en forma descontextualizada de múltiples factores que incidieron en su desarrollo. No obstante, hasta pocos años antes prácticamente ningún estadista, periodista o investigador lo había contemplado como un escenario con cierto grado de factibilidad. De hecho, si la presente práctica de analizar descriptivamente la situación internacional una década atrás se hubiera efectuado en esos momentos, los datos estratégicos relevantes de las postrimerías de los años `70 habrían sido un recrudecimiento de la puja entre superpotencias y, en el marco de esa confrontación, la pérdida de importantes posiciones por parte de EE.UU. En el transcurso de la administración demócrata de James Carter se había consolidado la influencia cubano-soviética en África, particularmente en los flamantes Estados que emergían de la retirada portuguesa, así como en Nicaragua, donde había monopolizado el poder el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN).

Aún más importante que estos episodios, en términos tanto de la vigencia del expansionismo soviético como del inmovilismo norteamericano, fue la invasión a Afghanistán, en diciembre de 1979. Autojustificado en su deber moral de ayudar al régimen de Kabul a "defender los logros de la revolución de las acechanzas externas", el Kremlin empleó por primera vez en forma directa al Ejército Rojo fuera de los límites del Pacto de Varsovia. En el territorio de esta alianza, en tanto, instalaba nuevos misiles SS-20 con cabezas múltiples orientados hacia el Oeste; simultáneamente los soviéticos comenzaban a reemplazar sus armas nucleares tácticas Frog, SS-1 Scud y SS-12 Scalebroad por los flamantes SS-21, 22 y 23, que carecían de equivalente en la alianza rival, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). La finalización de los años `70 fue también el momento en que la Armada soviética estuvo en mejores condiciones de disputar el control del mar a EE.UU., incorporando unidades de combate ultrasofisticadas: los cruceros tipo Kirov y Blackcom-I y los submarinos clases Alfa y Thypoon, entre otros.

En esos momentos el antagonismo Este-Oeste no mostraba perspectivas de decrecer, sino todo lo contrario. Estudios realizados en EE.UU. incluían entre los principales objetivos estratégicos de Moscú a la ampliación e intensificación de su influencia en Medio Oriente; el control de los recursos petroleros que insumían las economías desarrolladas occidentales; la reducción de la influencia global estadounidense, minando sus alianzas o promoviendo conflictos regionales; la mejora de las capacidades de su instrumento militar, sobre todo en el campo convencional vis á vis la OTAN; finalmente, la consolidación y aumento de los regímenes políticos ideológicamente afines a escala planetaria.

Hasta tal punto eran sombrías las perspectivas de la relación Este-Oeste en aquellos momentos que una novela futurista escrita por jefes militares británicos, todos ellos expertos en estrategia y poseedores de información de alto nivel, aventuraba que hacia mediados de la década de los `80 podría tener lugar un conflicto militar entre los dos bloques (05). En esa obra, la guerra encontraba sus raíces en el agotamiento del modelo comunista en Europa Central-Oriental y en la propia URSS, dada su incapacidad para elevar el nivel de vida de su población; esta insatisfacción ciudadana se traducía en la aparición de tendencias autonómicas o independentistas, en el caso de las repúblicas soviéticas asiáticas (que pretendían incorporarse a la zona de alto crecimiento económico que China y Japón impulsaban en el Extremo Oriente), y en el crecimiento de los movimientos democráticos antigubernamentales en los países del Pacto de Varsovia. Estos factores habían impulsado al Kremlin a escapar hacia adelante, buscando recomponer su hegemonía intrabloque mediante la ejecución de un plan orientado a generar diversas crisis mundiales en desmedro de los intereses de Occidente, especialmente de EE.UU.

En el marco de una de esas crisis, Moscú intervino militarmente en forma directa en Yugoslavia, respondiendo a un pedido de ayuda formulado por el gobierno federal, para sofocar tendencias independentistas en Eslovenia. La intervención soviética en Yugoslavia había sido la gota que rebalsó el vaso de la indecisión de Occidente: con el objetivo de garantizar la neutralidad del país balcánico en esos momentos de agudización del conflicto Este-Oeste, EE.UU. destacó unidades militares a Eslovenia, donde accidentalmente se enfrentaron con el Ejército Rojo, por primera vez en la Historia. El Kremlin escaló este enfrentamiento desatando una ofensiva militar destinada a ocupar Alemania Federal, alegando la inminencia de un ataque germano a su contraparte oriental; tras más de dos semanas de desarrollo, la URSS no había logrado ocupar totalmente Alemania Federal y, para evitar una guerra prolongada que no podría sostener económicamente, lanza un ataque nuclear aislado contra Birmingham al tiempo que invita a EE.UU. a celebrar negociaciones de paz. Finalmente, la respuesta atómica occidental sobre Minsk es el detonante de revueltas nacionalistas descontroladas en toda la URSS y en varios países del Pacto de Varsovia, escenario anárquico en el cual hay un golpe de Estado en el Kremlin que pone fin a la contienda.

Sin embargo, no fue esto lo que se observó hacia mediados de los años `80 sino todo lo contrario: el inicio del proceso de reformas conocido como Perestroika, tras el acceso a la máxima instancia decisoria de la URSS de Mikhail Gorbachov, el delfin de Andrei Gromyko que hasta ese entonces se había desempeñado como Secretario del Comité Central del PCUS. En más de un sentido, la llegada de este funcionario al poder implicaba un fuerte cambio en el perfil de la dirigencia del Kremlin: Gorbachov, nacido en 1931, era el primer dirigente soviético de la generación posterior a la Segunda Guerra Mundial; también era el primer Secretario General con estudios universitarios (graduado en Leyes de la Universidad de Moscú), recurso que lo habilitaba a una comprensión más pragmática de las situaciones local e internacional; su dominio de los medios masivos de comunicación lo asemejaba al prototipo del político profesional de Occidente; además, Gorbachov planteaba cierta desviación del tradicional ateísmo marxista, desde el momento en que había sido bautizado en el rito cristiano ortodoxo.

Oficialmente, la Perestroika consistía en una suerte de aggiornamiento de la ideología leninista que incluía la recomposición de los canales de comunicación entre el poder político y la Sociedad; una modificación de los procesos tradicionales de toma de decisiones, delegando atribuciones a niveles menores y descentralizados, en ambos casos más cercanos al ciudadano común; el relajamiento de las férreas pautas de control informativo y cultural, y cierta tolerancia a los disensos y críticas emanados de la ciudadanía, siempre y cuando las mismas no amenazaran el monopolio de poder por el Estado-Partido, tornándose conductas antisistema.

La voluntad de Gorbachov de preservar el monopolio de poder por el Estado-Partido es un dato histórico de aquellos momentos que periodistas y académicos, en forma inconciente o premeditada, suelen soslayar, a resultas de lo cual ese líder político es percibido como un gran demócrata cuando en realidad fue un gran transformador, algo completamente diferente; el grueso de su capacidad democratizadora se concentró en los procesos electivos y decisorios del Partido Comunista de la Unión Soviética (lo cual de por sí tuvo una enorme significación), pero no sobrepasó sus límites. La XIX Conferencia de esa fuerza realizada en el año 1988, la primera de su tipo realizada en casi medio siglo, produjo la autorratificación de la misma como vanguardia política (concepto de Lenin) del pueblo soviético y vehículo de sus objetivos, cuyo papel conductor no debía ser debilitado; ese rol de vanguardia, agregaban las resoluciones de la conferencia, impartiría la dirección correcta para el progreso de la Sociedad en su conjunto, bajo la guía de las enseñanzas marxistas y leninistas (06).

En lugar de democracia, tal cual concebimos a este concepto en Occidente, la Perestroika tenía como principal objetivo la modernización de la Unión; como discriminara el historiador Yuri Afanassiev, uno de los principales intelectuales rusos contemporáneos, a lo largo de toda la historia rusa (y luego soviética) la democracia y la modernización habían constituido procesos independientes entre sí, siendo que lo segundo había sido un objetivo recurrentemente buscado, a diferencia de lo primero. Desde esta perspectiva Gorbachov se inscribía en la más profunda tradición rusa de impulso desde el poder de reformas modernizadoras, como la occidentalización promovida por Pedro el Grande o la abolición de la esclavitud por Alejandro II, tras la Guerra de Crimea (07).

En tanto proceso de modernización, la Perestroika apuntaba al incremento de la eficiencia de la estructura económica soviética y, por extensión, a la optimización de la inserción en un subsistema económico internacional cada vez más orientado hacia la multipolaridad. Hay que tener presente que, tras casi siete décadas de vigencia del totalitarismo de izquierda, la situación económica de la URSS era gravísima: la constante priorización del sector de la Defensa en desmedro de otros sectores del aparato productivo había transformado a la Unión, como tantas veces se repetiría posteriormente, en un Estado subdesarrollado con status de superpotencia militar. Octavio Paz la consideró "un rascacielos edificado en un pantano" (08), y los hechos parecían darle la razón: la calidad de vida del grueso de la población era por demás desilusionante y los desafiantes discursos proferidos desde el Kremlin hacia el poniente de la Cortina de Hierro no se compadecían con la caída de los niveles de productividad, el estancamiento del sector agropecuario, el desabastecimiento y, consecuencia natural de esto último, el crecimiento del mercado negro.

Ya en diciembre de 1984, tres meses antes de convertirse en Secretario General del PCUS, Gorbachov había difundido un informe en el cual advertía que debían actualizarse las relaciones de producción, para revertir el estancamiento y la detención del crecimiento que se observaba en la URSS desde fines de los años 70, gracias a las cuales Occidente se estaba imponiendo en la compulsa ideológica. Agregó que las deficiencias del sistema se observaban a "una escala verdaderamente tremenda", que el grado de complejidad e innovación que exigía su mejora era una tarea titánica y que, no obstante esas dificultades, la tarea era impostergable porque estaba en juego el futuro de la URSS como potencia floreciente en el siglo XXI (09).

Ese intento de la URSS por optimizar su inserción en el subsistema económico internacional, en un contexto donde las reglas del juego no se determinaban en ese plano sino en el político-estratégico, el del enfrentamiento bipolar, no estuvo descontextualizado del sesgo que había adquirido esa confrontación. Ya se ha visto que, en la visión de Octavio Paz, los momentos de cambio histórico surgen a partir de la interacción entre factores estructurales y acontecimientos puntuales; en el caso del desenlace de la Guerra Fría, si los factores estructurales estaban representados por una economía soviética al borde del colapso, el hecho puntual que los agravó se resume en tres letras: IDE, las siglas (en español) de la Iniciativa de Defensa Estratégica anunciada en los primeros meses de 1983 por el republicano Ronald Reagan, quien había sucedido a Carter al frente de la Casa Blanca e impreso un giro a la política exterior norteamericana, orientándola al fortalecimiento de la contención.

La Iniciativa de Defensa Estratégica o "Guerra de las Galaxias" consistió en un complejo sistema de armas basadas en tierra, aire y espacio destinado a tornar inviable un eventual ataque misilístico soviético sobre suelo norteamericano, destruyendo a tales misiles con posterioridad a su lanzamiento en alguna de sus tres fases de vuelo: en aceleración hasta salir de la atmósfera, durante su trayectoria fuera de la misma o luego de su reingreso y en la etapa de acercamiento final al blanco (o blancos, en el caso de los misiles con cabezas múltiples). Para lograr su objetivo, la IDE echaría mano de tecnología de última generación, cuyo empleo con finalidades militares había sido hasta ese momento extremadamente limitada, cuando no nula, como los cañones laser, los haces de partículas o la concentración de los rayos solares. A partir de estas características se puede comprender que el efecto de la Iniciativa en la relación interhegemónica fue el de invalidar en favor de EE.UU. el equilibrio nuclear plasmado en la Mutua Destrucción Asegurada.

Así, el comienzo del fin de la Guerra Fría estuvo marcado por la imposibilidad soviética de aceptar el desafío que supuso la IDE, debido tanto a la carencia de los recursos tecnológicos necesarios como a la incapacidad de su exhausta estructura económica para soportar el esfuerzo que hubiera implicado el intento por contestar al mencionado reto con un contrareto equivalente. Cabría preguntarse si el pomposo título de hombre de la década del `90, con el cual la revista norteamericana Time honró a Gorbachov, no le hubiera correspondido a Reagan, siendo que la Guerra Fría fue ganada lisa y llanamente por EE.UU.

Como ya se dijo, históricamente casi nadie le había asignado una cierta probabilidad de ocurrencia a la hipótesis de un fin de la Guerra Fría caracterizado por la abdicación soviética. Más aún, un desenlace de esa naturaleza no había sido previsto siquiera en el paradigma de la contención, base del pensamiento estratégico de EE.UU. y sus Estados aliados durante la contienda bipolar. Recordemos brevemente que doctrina de la contención se sustentó teóricamente en el –ya legendario- artículo "Las fuentes de la conducta soviética", publicado en 1947 por George Kennan, bajo el enigmático seudónimo "X" (X: "The sources of soviet conduct", Foreign Affairs 25, July 1947, pp.556-562); en este trabajo, Kennan decía: "la acción política soviética es una corriente fluida que se mueve constantemente, en todos los lugares donde le sea permitido moverse, hacia una meta definida. Su preocupación principal consiste en asegurarse de llenar todas las grietas y rincones que le sean accesibles en la cuenca del poder mundial".

Frente a este estado de cosas, la propuesta de Kennan incluía tres componentes: primero, mantener el equilibrio de poder global, evitando que la URSS lograra el control de los polos económicos que no eran propios ni estaban bajo control directo de los EEUU (Gran Bretaña, Europa Occidental y Japón), a los que había que ayudar en su recuperación; segundo, limitar la influencia soviética más allá de sus áreas de control, fomentando la división del movimiento comunista internacional; finalmente, lograr la modificación de la conducta externa de Moscú, promoviendo -vía un acuerdo político global- un modus vivendi que disminuya las tensiones globales y logre un equilibrio estable. Claramente, como ha dicho de manera simplificada Gaddis, la contención era solamente otra manera de decir que había que recuperar el equilibrio de poder en el mundo, sin apuntar a la eliminación completa de la URSS, como sí se buscó la rendición incondicional de Alemania y Japón en la Segunda Guerra (10).

Si la imprevisión del fin de la Guerra Fría evidenció las limitaciones que tienen los estudios de futuro en el campo de las relaciones internacionales, tales limitaciones se multiplicaron al enfocar la atención en los años venideros. Valga como ejemplo que en los mismos albores del año 1990 el vaticinio de Jacques Attali, respecto a las relaciones entre las dos Alemanias, fue que ambas partes se embarcarían en un proceso de acercamiento económico y político que les otorgaría una importancia descollante en el refuerzo de los vínculos entre las mitades occidental y oriental de Europa; al mismo tiempo aseguraba que la profundización de la Perestroika era el único camino a través del cual la Unión Soviética podría seguir siendo una gran potencia a fines del siglo (11). Antes de terminar ese año las dos unidades políticas germanas se habían unificado y en diciembre de 1991 la URSS dejó de existir.

Si la Perestroika estuvo fuertemente influida por el curso que había adoptado la contienda con EE.UU, la desaparición de la URSS fue consecuencia de la Perestroika. Aunque preveía el protagonismo exclusivo del Partido Comunista en el escenario político soviético, ese proceso de modernización se enfrentó al menos a tres desafíos que no tuvo la capacidad de superar con eficacia. En un plano axial, horizontal, de la ideología, en el interior de esa fuerza operaron fuertes tendencias centrífugas que redundaron en dos fuertes posiciones: una, que exigía la profundización y aceleración del proceso, dado que las expectativas que se habían generado en la ciudadanía respecto al cambio (básicamente de naturaleza socioeconómica); su figura más carismática era Boris Yeltsin, favorecido por una importante popularidad en Rusia, profundamente enfrentado con Gorbachov desde la época de la XIX Conferencia.

La otra posición, contraria a la primera y esencialmente conservadora, afanosamente intentó moderar los cambios, e incluso hasta suspenderlos, sea por la pérdida de poder que implicaban para muchos jerarcas, por una percepción de traición a los postulados marxistas y leninistas, o por un simple rechazo a lo desconocido. También horizontalmente, pero fuera del partido, proliferaron entidades que ponían en tela de juicio los presuntos contenidos democráticos de la Perestroika, en tanto debía coexistir con un Estado-Partido, reclamando la instauración de un verdadero sistema político multipartidario.

En un plano vertical, la descentralización y delegación de capacidad decisoria en el seno del Partido Comunista, junto al relajamiento parcial de la política estatal de control informativo y cultural, fomentaron la reaparición en toda la geografía soviética de tendencias de raíz cultural, basadas particularmente en identidades étnicas o religiosas, que fluctuaron desde demandas a Moscú de una mayor autonomía hasta exigencias de una autodeterminación absoluta y el abandono de la URSS. En tanto estos fenómenos no tenían una manifestación ideológica, a punto tal que solían estar encabezados por filiales regionales del propio Partido Comunista, la Perestroika fue incapaz de articular una respuesta efectiva frente a los mismos. Lituania fue escenario de uno de los primeros movimientos independentistas y su ocupación militar, por tropas del ministerio del Interior y del comité de seguridad estatal KGB, puso seriamente en entredicho la imagen democrática que Gorbachov había construido en Occidente.

Producto de la incapacidad de la Perestroika para responder de manera eficaz a los múltiples desafíos que enfrentaba, el margen de gobernabilidad de su mentor fue cada vez más exiguo, obligándolo a constantes negociaciones con las alas más reformistas y con los dirigentes más conservadores, y a sucesivas ampliaciones de las autonomías de las repúblicas de la Unión; esto último, al punto de aceptar la apertura de negociaciones para reemplazar el vocablo socialistas por soberanas en el nombre oficial del Estado, que de esta manera se volvía más federal. Al borde del colapso estatal, a mediados de agosto de 1991 las cúpulas de las FF.AA. y de la KGB intentaron llevar a cabo, con la complicidad de algunos integrantes del Poder Ejecutivo y el mutismo de la estructura del partido, un putsch revolucionario tendiente a desplazar del poder a Gorbachov y congelar el proceso de reformas; menos por la popularidad de este mandatario que por el rechazo a un retorno al antiguo régimen, en las principales urbes soviéticas tuvieron lugar multitudinarias manifestaciones que hicieron fracasar la intentona.

En Moscú, epicentro de esas espontáneas demostraciones, Yeltsin, quien dos meses antes se había transformado en el primer presidente ruso democráticamente electo, se puso al frente de las mismas y desarrolló una rápida estrategia de acumulación de poder: ocupó la KGB y confiscó sus archivos, tomó el control de los medios de comunicación y prohibió en toda Rusia las actividades del Partido Comunista. Con estas medidas no sólo contribuyó decididamente al fracaso del acto anticonstitucional, sino privó a Gorbachov de toda capacidad para ejercer poder. En este sentido se ha dicho que Yeltsin movilizó a la ciudadanía para desbaratar el coup d`Etat militar mientras promovía el suyo propio, por lo cual en esos momentos la URSS había vivido en realidad dos golpes de Estado, uno de los cuales había sido exitoso. El resto es conocido: el 8 de diciembre Rusia, Bielorrusia y Ucrania, las tres repúblicas eslavas de la Unión, declararon públicamente que ésta dejaba de existir y cofundaron la Comunidad de Estados Independientes (Sodruzhestvo Nezavisimykh Gosudarstv); antes de fin de año todas las repúblicas soviéticas convalidaron esa disolución y se incorporaron (con la excepción de Georgia y las naciones bálticas) a la CEI.

La desaparición de la URSS, el último de los imperios modernos, constituyó un evento sin parangón en la historia, puesto que jamás se había registrado una súbita implosión imperial sin que antes no se hubiera padecido la derrota de una guerra. Este colapso no hizo sino agregar confusión a aquellos momentos de cambio. En cierta forma, la famosa frase que dirigiera al sector político estadounidense el politólogo soviético Georgi Arbatov, "nosotros vamos a hacerles a ustedes algo terrible, vamos a privarlos de un enemigo" (12), tuvo validez universal en lo que a pérdida de certezas se refiere. Los análisis del fenómeno terrorista suelen apelar al concepto psiquiátrico "stress postraumático" para identificar algunas de las secuelas que generan estos actos entre sus sobrevivientes, entre ellas la depresión; patologías del miedo; estados permanentes de ansiedad e incapacidad de sentir emociones; podría decirse entonces que el fin de la Guerra Fría en 1989, con el agregado de la implosión soviética dos años después, produjo una suerte de "stress postraumático global".

Por lo menos tres factores conspiraron contra la superación de ese estado de confusión y pérdida de certezas. Primero, como lo puntualizara Boutros Boutros Ghali en sus épocas como Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), ningún grupo de actores relevantes del sistema internacional había hecho esfuerzo alguno por brindar al mundo una visión unificada y compatibilizada sobre el curso de los acontecimientos futuros, ni sobre sus reglas de juego. En este caso se rompía una constante de los principales acontecimientos internacionales modernos: después de las guerras napoleónicas se había reunido el Congreso de Viena; tras la Primera Guerra Mundial se había suscripto el Tratado de Versalles; luego de la Segunda Guerra Mundial, el turno había sido de la ONU (13).

Un segundo factor se vincula con el periodismo. La sorpresa que generó el final de la Guerra Fría en la prensa internacional no fue menor a la que causó en las comunidades política y académica, no obstante lo cual no pudo evitar la responsabilidad (y la oportunidad) de acercar a la ciudadanía de todo el globo los eventos que acontecían en aquellos históricos momentos. Sin duda incidió en esa conducta un cierto espacio ganado por el periodismo en el tratamiento de los asuntos mundiales, no sólo como mero expectador sino incluso con un cierto coprotagonismo; al fin y al cabo, como consignó Grunwald, el proceso de paz entre Egipto e Israel había dado uno de sus saltos decisivos en 1977, cuando el mandatario egipcio Anwar El Sadat admitió por primera vez a su contraparte Menachem Begin, en el contexto de un reportaje otorgado por ambos a uno de los programas más importantes de la televisión estadounidense, su disposición a viajar a Jerusalem para sostener conversaciones bilaterales.

Si el activo protagonismo del periodismo en materia de política internacional fue congruente con la tradición de esa actividad, estuvo facilitado por la globalización de las comunicaciones, sustentada en una revolución tecnológica, que permitió la llegada a todos los rincones del planeta en tiempo real de las imágenes del colapso de los totalitarismos de izquierda en Europa Central-Oriental, incluyendo la caída del Muro; en buena medida se cumplían, desde el punto de vista de la comunicación, los conceptos de Aldea Global que enarbolaban Marshall Mc Luhan y otros teóricos.

La evidencia más palpable de la vigencia de una Aldea Global comunicacional surgiría con la llamada Guerra del Golfo, un acontecimiento prácticamente equidistante de la caída del Muro y la implosión soviética. Las imágenes de Bagdad en llamas se entremezclaron con tomas de las cubiertas de los portaaviones de la coalición, infografías computarizadas sobre el balance de fuerzas de ambos contendientes, flashes de manifestaciones pro y antiiraquíes en todo el mundo y panorámicas tomadas por las cámaras instaladas en la nariz de las bombas láser Paveway de EE.UU., al momento de esquivar en vuelo rasante edificios, para alcanzar sus blancos. Todo esto en vivo, erosionando el sentido del concepto distancia e imponiendo nuevos criterios de comunicación: "El encadenamiento fugaz de los flashes diluyó la clásica cadena causalista de los relatos informativos. En lugar de estructuras narrativas a lo Plutarco, ofreció sucesiones vertiginosas de imágenes, collages heteróclitos, ecos de pequeñas frases o consignas sonoras, que se rearmaban con una nueva lógica para muchos brutal o puramente incierta". (14)

Sin embargo, ni el espacio ganado en materia de política internacional ni la constitución de una Aldea Global en materia de comunicaciones, a partir de una revolución tecnológica, alcanzaron al periodismo para disipar la incertidumbre generada por el fin de la Guerra Fría. Esencialmente, la razón se vinculó con la modificación de la geografía política, a partir de la proliferación de conflictos internos e incluso de colapsos estatales, así como con la reemergencia de factores de raíz histórica y cultural antes que ideológica; ambas tendencias encontraron en la URSS su caso paradigmático. En la gran mayoría de los casos la prensa se encontró incapacitada para analizar en términos explicativos estas situaciones novedosas y desconocidas, ni sus raíces que usualmente se sumergían siglos en la Historia; por esta causa se adujo que el periodismo, antes que un Nuevo Orden Mundial, precisaba un Nuevo Orden de la Palabra (15). Generalmente esta falencia no se pudo solucionar debido a los breves períodos de tiempo que duraban las coberturas ad hoc, a caballo de la dinámica de los acontecimientos, que no brindaban margen para un estudio pormenorizado del caso.

Finalmente, el tercer factor excede en significación a los dos anteriores y en parte los justifica. A las falencias de naturaleza descriptiva, que en cierta medida se vinculan con las dificultades de la actividad periodística, explicativa y prescriptiva, en este caso relacionadas con la actitud de los principales actores estatales, debería agregarse que el fin de la Guerra Fría fue algo más que una profunda "modificación en" el sistema internacional: en realidad fue un radical "cambio de" sistema internacional. Un cambio que cualitativamente no puede ser definido como una crisis, pues fue mucho más abrupto y repentino (prácticamente carece de escalada), y no contempla posibilidades de reversión. El fin de la Guerra Fría, dando lugar a algo totalmente nuevo, fue una verdadera catástrofe, esto en los términos de René Thom (16).

 

NOTAS Y ACLARACIONES

(01) Las carácterísticas del totalitarismo de izquiera descriptas constituyen una compatibilización de las ópticas de BROKL, Ludovír: "Transformación política, nuevo sistema político y nueva cultura política", Maestría en Sociología, UNLZ/IVVVVE/Academia de Ciencias de la República Checa, módulo II, 1995; y IANNI, Octavio: A sociedade global, Editora Civilização Brasileira, Rio de Janeiro 1992, pp. 15-16

(02) HABSBURGO, Otto: "La resurrección de la Otra Europa", entrevista en Archivos del Presente Nº 2, 1995, pp. 155-165

(03) JOHNSON, Paul: Tiempos Modernos, Vergara, Buenos Aires 1988, pp. 280-281, 310

(04) Ibidem, pp. 80-81, 88, 138, 348-349

La deformación de la ética judeocristiana de la culpa y responsabilidad individuales, con su correlato de relativismo moral y de derrumbe moral general, por la pérdida de puntos de anclaje fijos, es uno de los elementos clave (sino el más importante) del análisis que efectúa este historiador sobre el siglo XX.

(05) HACKETT, John: La Tercera Guerra Mundial, Laser Press mexicana, Mexico 1980

(06) GORBACHOV, Mikhail: Algo Más sobre la Perestroika, Emecé, Buenos Aires 1988, pp. 44-45 y 49

(07) SORMAN, Guy: Os Verdadeiros Pensadores de Nosso Tempo, Imago, Rio de Janeiro 1989, pp.171-175

(08) PAZ, Octavio: Pequeña crónica de grandes días, Fondo de Cultura Económica, México 1990, p. 21

(09) ZAGORIA, Donald: "La contención en una nueva era", en DEIBEL, Terry & GADDIS, John Lewis (comps.): La Contención. Concepto y Política, GEL, Buenos Aires 1992, pp.369-376

(10) Para un excelente análisis de los verdaderos alcances de la doctrina de la contención, consultar GADDIS, John Lewis: "Introducción: la evolución de la contención", y DEIBEL, Terry: "Las alianzas y las relaciones de seguridad: un diálogo con Kennan y sus críticos", en DEIBEL & GADDIS, op.cit. pp. 9-18 y 129-145

(11) ATTALI, Jacques: Milenio, Seix Barral, México 1994, pp. 55 y 60

(12) IANNI, op.cit. p. 28.

(13) GHALI, Boutros Boutros: Las Naciones Unidas en un Mundo en Transición, conferencia pronunciada en el Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI), Buenos Aires 14 de marzo de 1994

(14) RIVERA, Jorge: "La tecnología domina al mundo", El País 2 de abril de 1993, Supl. Cultural, p.7

(15) GRUNWALD, Henry: "The Post-Cold War Press", Foreign Affairs 72:3, summer 1993, pag. 12-16

El autor emplea aquí un juego de palabras, dada la similitud entre Nuevo Orden Mundial (New World Order) y Nuevo Orden de la Palabra (New Word Order) en el idioma inglés.

(16) Ver, sobre la Teoría de la Catástrofe de René Thom, WOODCOCK, A. & DAVIS, M.: Teoría de la Catástrofe, Cátedra, Madrid 1989