La fiesta de don Octavio


Extracto del libro Sucedió una Navidad


Octavio Campos era bibliotecario del pueblo de San José de la Sierra. De pequeño había sido alumno del colegio municipal. Posteriormente fue profesor de historia en el mismo plantel. Aunque le encantaba la compañía de los niños, ahora que había envejecido su precaria salud no le permitía continuar con el ajetreo de dar clases todos los días.

Por eso don Octavio se dedicaba a la biblioteca. Casi nunca la abandonaba, pues vivía en un cuartito alquilado en el segundo piso del mismo edificio. Había sido soltero toda la vida, pero le enorgullecía que lo llamaran abuelito Octavio. Se rumoreaba que había leído todos los libros de la biblioteca, y la verdad es que los cuidaba con gran esmero. Algunos decían en broma que después de Felisa, su perra, los libros eran su mayor amor.

Todos los niños lo querían mucho. Más que para tomar libros prestados, iban a la biblioteca con frecuencia para asistir a sus sesiones semanales de historia. Por espacio de media hora, don Octavio mantenía cautivados a los chiquillos. Les leía un relato, les mostraba diapositivas, les ponía una película o daba una charla sobre la vida de destacados personajes de otros tiempos.

Don Octavio tenía ángel, carisma. Hacía sonreír a todos, fuera cual fuera su edad. Daba la impresión de que nada lograba aplacar su entusiasmo. Según él, eso se debía a que cada noche, después de cerrar la biblioteca, pasaba una hora rezando y leyendo la Biblia.

Pronto sería Navidad, y don Octavio quería organizar una fiesta para todos los alumnos del colegio. Su deseo era hacerla en la biblioteca, dos días antes de la Pascua. Se le ocurrió que en esa oportunidad la sesión de historia podía consistir en una representación de la Natividad.

Buscaría quienes hicieran el papel de José, María y el niño Jesús. Pediría a los campesinos que le prestaran unas ovejas y una ternera. Al fin y al cabo, ¡el nacimiento de Cristo marcó un hito en la Historia! Don Octavio tenía muchos amigos. Le resultó fácil encontrar quien le confeccionara trajes para la actuación. Tampoco tuvo dificultad en encontrar quien le trajera madera, paja y otras cosas que hacían falta.

Aunque era una persona de escasos ingresos, contribuyó cuanto pudo y dedicó el mayor tiempo posible a los preparativos. Se propuso que fuera una celebración divertida a la que asistiera mucha gente del pueblo. El tema —la Natividad— sería una sorpresa para los niños. Invitó a todos a la fiesta y les adelantó que no faltaría la acostumbrada sesión de historia.

Se aproximaba la fecha, y don Octavio, con mucho esmero, se fue encargando de todos los detalles y planes. Quería que fuera una ocasión memorable y dichosa. Compró un pino y lo decoró con lucecitas, bolas, cintas de papel metálico, ángeles, figuritas de mazapán y muchos otros adornos navideños.

Llegó el día tan ansiado. Don Octavio no abrió la biblioteca. Sólo dejó entrar a los que le iban a ayudar. Se le veía más ocupado que nunca, dando instrucciones a los carpinteros que montaban el pesebre y repasando el guión con los que iban a desempeñar los papeles de José y María. También estaba presente el niño Jesús, un bebito que por ratos se ponía inquieto. Don Octavio casi ni se acordó de comer, y poca atención prestó a su perra Felisa. Además, ¡no leyó ni un solo libro ese día!

Así y todo, hubo algo que no se le olvidó. Como aquella noche era de fiesta, hizo sus plegarias más temprano. El anciano inclinó la cabeza en señal de reverencia y pidió la bendición de Dios para el acto que tendría lugar horas más tarde. De repente lo embargó una extraña sensación. Algo en su interior le advertía que la representación no debía celebrarse en el sitio donde normalmente tenían la sesión de historia, sino en el otro extremo de la biblioteca.

«¡Pero qué ocurrencia!», dijo para sus adentros.

Trató de no pensar más en el asunto. Tanto él como otras personas habían dedicado largas horas a los preparativos. Además, se hacía tarde, y los voluntarios estaban a punto de retirarse. Por si fuera poco, desde hacía años la sesión de historia se venía celebrando en el mismo sitio. No tenía sentido trasladar todo el escenario al otro extremo de la biblioteca, el cual era mucho menos espacioso. Además, tendría que avisar con muy poca antelación a los que lo ayudaban.

”¡Estaré perdiendo la chaveta!”,musitó.

Sin embargo, los minutos transcurrían, y el desasosiego que sentía, no sólo no lo abandonaba, sino que cada vez era más intenso. Su corazón le decía que era urgente cambiar el escenario al otro extremo de la sala. Llegó un momento en que esa impresión pudo más que él. Se dirigió a donde estaban los voluntarios, ya cansados de tanto trabajo. A la mayoría buena falta les hacía irse a su casa a pasar un rato con su familia. ¿Cómo iba a armarse de valor para pedírselo, invocando como único argumento que mientras hacía sus oraciones había tenido... ¡una corazonada!

Sus amigos y conocidos lo querían mucho. Estaban dispuestos a lo que fuera por él. Claro, dentro de ciertos límites. La idea parecía de lo más disparatada, tanto que la mayoría pensó que aquel pedido suyo era una señal de senilidad o una excentricidad de anciano. Al fin y al cabo, habían trabajado esforzadamente, y al poco rato llegarían los niños. La idea de trasladar sin necesidad el escenario al otro extremo de la biblioteca parecía absurda. Casi todos los voluntarios tuvieron que irse. Quedaron unos pocos para repetir el trabajo que a un numeroso grupo de personas le había tomado horas. Los que se quedaron lo hicieron conmovidos por la determinación de don Octavio, que sin razón lógica afirmaba que era imperativo llevar a cabo aquella tarea. Con gran sorpresa de todos, no tardaron mucho en trasladar el escenario y el decorado, de suerte que terminaron poco antes que llegaran los primeros niños.

La velada no pudo haber sido mejor. Casi nadie se acordaba del extraño cambio que había habido en el último momento. Los chiquillos comieron algo ligero, caminaron por el establo, saludaron a la Sagrada Familia y se turnaron para cargar al niño Jesús. Los padres tomaron fotos y se quedaron un rato charlando de pie.

Don Octavio seguía perplejo. No entendía por qué había sido preciso trasladar todo el escenario a otra parte de la biblioteca, cuando habría estado bien dejarlo en el rincón de siempre. ¿Sería que en efecto estaba perdiendo la chaveta? Optó por olvidar el asunto y disfrutar de la fiesta. Pidió entonces a unos voluntarios que trajeran el pastel de cumpleaños. ¿Por qué no, si esa noche celebraban el cumpleaños de Jesús?

Con la mano hizo señas a los niños para que se sentaran en semicírculo. Al frente quedaba el pesebre. Cantaron Cumpleaños feliz y gritaron de Entusiasmo al ver que llegaba el pastel.

De pronto, la fiesta fue interrumpida por un ruido pavoroso. ¡El espanto se apoderó de todos al advertir que un camión pesado embestía la biblioteca por el otro extremo! El conductor había perdido el control del vehículo cuando transitaba por una carretera adyacente. Los vidrios de las ventanas se hicieron añicos, las paredes se desplomaron y las estanterías cayeron al suelo. El camión —ya dentro de la biblioteca— arrasaba con todo lo que encontraba a su paso. Durante unos segundos aterradores dio la impresión de que nada lograría detenerlo o siquiera aminorar su velocidad. Los asistentes, horrorizados, observaban cómo el vehículo se les venía encima.

Milagrosamente se detuvo en seco ¡a escasos metros de donde estaban! Quedaron estupefactos. En aquellos segundos angustiosos, casi nadie había atinado a correr o gritar.

Al cesar el ruido, todos escaparon del edificio por la puerta trasera, que daba al estacionamiento. Una vez ahí, algunos se reunieron en pequeños grupos, otros se subieron a su vehículo y unos pocos corrieron hacia la parte de delante de la biblioteca para ver los daños causados por el accidente. La fachada había quedado demolida. En el interior, miles de libros yacían esparcidos por el suelo. En el rincón donde don Octavio daba las sesiones de historia sólo había escombros y un camión volcado.

La nube de polvo se disipó. Llegaron los socorristas y sacaron al conductor, que había quedado atrapado en la cabina del camión. Afortunadamente salió ileso. No hubo heridos. ¡El único sector de la biblioteca que no sufrió daños fue aquel donde se hallaban reunidos los niños con sus padres!

Al cabo de un rato los sobrevivientes cayeron por fin en la cuenta de que se habían salvado de milagro. Aquella Navidad, en todas las iglesias del pueblo se elevaron oraciones de agradecimiento. ¡Se habían librado de lo que pudo haber sido una tragedia! De todos los que esa Navidad hicieron acción de gracias, el más complacido era don Octavio, que contra todo argumento racional hizo caso de un extraño presentimiento que puso Dios en su corazón.