Para Alejandro, Andrea y Nicole, que me pidieron esta historia
Alexander Coid despertó al
amanecer sobresaltado por una pesadilla. Soñaba que un enorme pájaro negro
se estrellaba contra la ventana con un fragor de vidrios destrozados, se
introducía a la casa y se llevaba a su madre. En el sueño él observaba
impotente cómo el gigantesco buitre cogía a Lisa Coid por la ropa con sus
garras amarillas, salía por la misma ventana rota y se perdía en un cielo
cargado de densos nubarrones. Lo despertó el ruido de la tormenta, el
viento azotando los árboles, la lluvia sobre el techo, los relámpagos y
truenos. Encendió la luz con la sensación de ir en un barco a la deriva y
se apretó contra el bulto del gran perro que dormía a su lado. Calculó que
a pocas cuadras de su casa el océano Pacífico rugía, desbordándose en olas
furiosas contra la cornisa. Se quedó escuchando la tormenta y pensando en
el pájaro negro y en su madre, esperando que se calmaran los golpes de
tambor que sentía en el pecho. Todavía estaba enredado en las imágenes del
mal sueño.
El muchacho miró el
reloj: seis y media, hora de levantarse. Afuera apenas empezaba a aclarar.
Decidió que ése sería un día fatal, uno de esos días en que más valía
quedarse en cama porque todo salía mal. Había muchos días así desde que su
madre se enfermó; a veces el aire de la casa era pesado, como estar en el
fondo del mar. En esos días el único alivio era escapar, salir a correr
por la playa con Poncho hasta quedar sin aliento. Pero llovía y llovía
desde hacía una semana, un verdadero diluvio, y además a Poncho lo había
mordido un venado y no quería moverse. Alex estaba convencido de que tenía
el perro más bobalicón de la historia, el único labrador de cuarenta kilos
mordido por un venado. En sus cuatro años de vida, a Poncho lo habían
atacado mapaches, el gato del vecino y ahora un venado, sin contar las
ocasiones en que lo rociaron los zorrillos y hubo que bañarlo en salsa de
tomate para amortiguar el olor. Alex salió de la cama sin perturbar a
Poncho y se vistió tiritando; la calefacción se encendía a las seis, pero
todavía no alcanzaba a entibiar su pieza, la última del pasillo.
A la hora del
desayuno Alex estaba de mal humor y no tuvo ánimo para celebrar el
esfuerzo de su padre por hacer panqueques. John Coid no era exactamente
buen cocinero: sólo sabía hacer panqueques y le quedaban como tortillas
mexicanas de caucho. Para no ofenderlo, sus hijos se los echaban a la
boca, pero aprovechaban cualquier descuido para escupirlos en la basura.
Habían tratado en vano de entrenar a Poncho para que se los comiera: el
perro era tonto, pero no tanto.
—¿Cuándo se va a
mejorar la mamá? —preguntó Nicole, procurando pinchar el gomoso panqueque
con su tenedor.
—¡Cállate, tonta!
—replicó Alex, harto de oír la misma pregunta de su hermana menor varias
veces por semana.
—La mamá se va a
morir —comentó Andrea.
—¡Mentirosa! ¡No se
va a morir! —chilló Nicole.
—¡Ustedes son unas
mocosas, no saben lo que dicen! —exclamó Alex.
—Vamos, niños,
cálmense. La mamá se pondrá bien... —interrumpió John Coid, sin
convicción.
Alex sintió ira
contra su padre, sus hermanas, Poncho, la vida en general y hasta contra
su madre por haberse enfermado. Salió de la cocina a grandes trancos,
dispuesto a partir sin desayuno, pero tropezó con el perro en el pasillo y
se cayó de bruces.
—¡Quítate de mi
camino, tarado —le gritó y Poncho, alegre, le dio un sonoro lengüetazo en
la cara, que le dejó los lentes llenos de saliva.
Si, definitivamente era uno de esos días nefastos. Minutos después su
padre descubrió que tenía una rueda de la camioneta pinchada y debió
ayudar a cambiarla, pero de todos modos perdieron minutos preciosos y los
tres niños llegaron tarde a clase. En la precipitación de la salida a Alex
se le quedó la tarea de matemáticas, lo cual terminó por deteriorar su
relación con el profesor. Lo consideraba un hombrecito patético que se
había propuesto arruinarle la existencia. Para colmo también se le quedó
la flauta y esa tarde tenía ensayo con la orquesta de la escuela; él era
el solista y no podía faltar. La flauta fue la razón por la cual Alex
debió salir durante el recreo del mediodía para ir a su casa. La tormenta
había pasado, pero el mar todavía estaba agitado y no pudo acortar camino
por la playa, porque las olas reventaban por encima de la cornisa,
inundando la calle. Tomó la ruta larga corriendo, porque sólo disponía de
cuarenta minutos.
En las últimas
semanas, desde que su madre se enfermó, venía una mujer a limpiar, pero
ese día había avisado que no llegaría a causa de la tormenta. De todos
modos, no servía de mucho, porque la casa estaba sucia. Aun desde afuera
se notaba el deterioro, como si la propiedad estuviera triste. El aire de
abandono empezaba en el jardín y se extendía por las habitaciones hasta el
último rincón.
Alex presentía que
su familia se estaba desintegrando. Su hermana Andrea, quien siempre fue
algo diferente a las otras niñas, ahora andaba disfrazada y se perdía
durante horas en su mundo de fantasía, donde había brujas acechando en los
espejos y extraterrestres nadando en la sopa. Ya no tenía edad para eso, a
los doce años debiera estar interesada en los chicos o en perforarse las
orejas, suponía él. Por su parte Nicole, la menor de la familia, estaba
juntando un zoológico, como si quisiera compensar la atención que su madre
no podía darle. Alimentaba varios mapaches y zorrillos que rondaban la
casa; había adoptado seis gatitos huérfanos y los mantenía escondidos en
el garaje; le salvó la vida a un pajarraco con un ala rota y guardaba una
culebra de un metro de largo dentro de una caja. Si su madre encontraba la
culebra se moría allí mismo del susto, aunque no era probable que eso
sucediera, porque, cuando no estaba en el hospital, Lisa Coid pasaba el
día en la cama.
Salvo los
panqueques de su padre y unos emparedados de atún con mayonesa,
especialidad de Andrea, nadie cocinaba en la familia desde hacía meses. En
la nevera sólo había jugo de naranja, leche y helados; en la tarde pedían
por teléfono pizza o comida china. Al principio fue casi una fiesta,
porque cada cual comía a cualquier hora lo que le daba la gana, más que
nada azúcar, pero ya todos echaban de menos la dieta sana de los tiempos
normales. Alex pudo medir en esos meses cuán enorme había sido la
presencia de su madre y cuánto pesaba ahora su ausencia. Echaba de menos
su risa fácil y su cariño, tanto como su severidad. Ella era más estricta
que su padre y más astuta: resultaba imposible engañarla porque tenía un
tercer ojo para ver lo invisible. Ya no se oía su voz canturreando en
italiano, no había música, ni flores, ni ese olor característico de
galletas recién horneadas y pintura. Antes su madre se las arreglaba para
trabajar varias horas en su taller, mantener la casa impecable y esperar a
sus hijos con galletas; ahora apenas se levantaba por un rato y daba
vueltas por las habitaciones con un aire desconcertado, como si no
reconociera su entorno, demacrada, con los ojos hundidos y rodeados de
sombras. Sus telas, que antes parecían verdaderas explosiones de color,
ahora permanecían olvidadas en los atriles y el óleo se secaba en los
tubos. Lisa Coid parecía haberse achicado, era apenas un fantasma
silencioso.
Alex ya no tenía a
quien pedirle que le rascara la espalda o le levantara el ánimo cuando
amanecía sintiéndose como un bicho. Su padre no era hombre de mimos.
Salían juntos a escalar montañas, pero hablaban poco; además, John Coid
había cambiado, como todos en la familia. Ya no era la persona serena de
antes, se irritaba con frecuencia, no sólo con los hijos, sino también con
su mujer. A veces le reprochaba a gritos a Lisa que no comía suficiente o
no se tomaba sus medicamentos, pero enseguida se arrepentía de su arrebato
y le pedía perdón, angustiado. Esas escenas dejaban a Alex temblando: no
soportaba ver a su madre sin fuerzas y a su padre con los ojos llenos de
lágrimas.
Al llegar ese
mediodía a su casa le extrañó ver la camioneta de su padre, quien a esa
hora siempre estaba trabajando en la clínica. Entro por la puerta de la
cocina, siempre sin llave, con la intención de comer algo, recoger su
flauta y salir disparado de vuelta a la escuela. Echó una mirada a su
alrededor y sólo vio los restos fosilizados de la pizza de la noche
anterior. Resignado a pasar hambre, se dirigió a la nevera en busca de un
vaso de leche. En ese instante escuchó el llanto. Al principio pensó que
eran los gatitos de Nicole en el garaje, pero enseguida se dio cuenta que
el ruido provenía de la habitación de sus padres. Sin ánimo de espiar, en
forma casi automática, se aproximó y empujó suavemente la puerta
entreabierta Lo que vio lo dejó paralizado.
Al centro de la
pieza estaba su madre en camisa de dormir y descalza, sentada en un
taburete, con la cara entre las manos, llorando. Su padre, de pie detrás
de ella, empuñaba una antigua navaja de afeitar, que había pertenecido al
abuelo. Largos mechones de cabello negro cubrían el suelo y los hombros
frágiles de su madre, mientras su cráneo pelado brillaba como mármol en la
luz pálida que se filtraba por la ventana.
Por unos segundos
el muchacho permaneció helado de estupor, sin comprender la escena, sin
saber qué significaba el cabello por el suelo, la cabeza afeitada o esa
navaja en la mano de su padre brillando a milímetros del cuello inclinado
de su madre. Cuando logró volver a sus sentidos, un grito terrible le
subió desde los pies y una oleada de locura lo sacudió por completo. Se
abalanzó contra John Coid, lanzándolo al suelo de un empujón. La navaja
hizo un arco en el aire, pasó rozando su frente y se clavó de punta en el
suelo. Su madre comenzó a llamarlo, tironeándolo de la ropa para
separarlo, mientras él repartía golpes a ciegas, sin ver dónde caían.
—Está bien, hijo,
cálmate, no pasa nada —suplicaba Lisa Coid sujetándolo con sus escasas
fuerzas, mientras su padre se protegía la cabeza con los brazos. Por fin
la voz de su madre penetró en su mente y se desinfló su ira en un
instante, dando paso al desconcierto y el horror por lo que había hecho.
Se puso de pie y retrocedió tambaleándose; luego echó a correr y se
encerró en su pieza. Arrastró su escritorio y trancó la puerta, tapándose
los oídos para no escuchar a sus padres llamándolo. Por largo rato
permaneció apoyado contra la pared, con los ojos cerrados, tratando de
controlar el huracán de sentimientos que lo sacudía hasta los huesos.
Enseguida procedió a destrozar sistemáticamente todo lo que había en la
habitación. Sacó los afiches de los muros y los desgarró uno por uno;
cogió su bate de béisbol y arremetió contra los cuadros y videos; molió su
colección de autos antiguos y aviones de la Primera Guerra Mundial;
arrancó las páginas de sus libros; destripó con su navaja del ejército
suizo el colchón y las almohadas; cortó a tijeretazos su ropa y las
cobijas y por último pateó la lámpara hasta hacerla añicos. Llevó a cabo
la destrucción sin prisa, con método, en silencio, como quien realiza una
tarea fundamental, y sólo se detuvo cuando se le acabaron las fuerzas y no
había nada más por romper. El suelo quedó cubierto de plumas y relleno de
colchón, de vidrios, papeles, trapos y pedazos de juguetes. Aniquilado por
las emociones y el esfuerzo, se echó en medio de aquel naufragio encogido
como un caracol, con la cabeza en las rodillas, y lloró hasta quedarse
dormido. Alexander Coid despertó horas más tarde con las voces de sus
hermanas y tardó unos minutos en acordarse de lo sucedido. Quiso encender
la luz, pero la lámpara estaba destrozada. Se aproximó a tientas a la
puerta, tropezó y lanzó una maldición al sentir que su mano caía sobre un
trozo de vidrio. No recordaba haber movido el escritorio y tuvo que
empujarlo con todo el cuerpo para abrir la puerta. La luz del pasillo
alumbró el campo de batalla en que estaba convertida su habitación y las
caras asombradas de sus hermanas en el umbral.
—¿Estás redecorando
tu pieza, Alex? —se burló Andrea, mientras Nicole se tapaba la cara para
ahogar la risa.
Alex les cerró la
puerta en las narices y se sentó en el suelo a pensar, apretándose el
corte de la mano con los dedos. La idea de morir desangrado le pareció
tentadora, al menos se libraría de enfrentar a sus padres después de lo
que había hecho, pero enseguida cambió de parecer. Debía lavarse la herida
antes que se le infectara, decidió. Además ya empezaba a dolerle, debía
ser un corte profundo, podía darle tétano... Salió con paso vacilante, a
tientas porque apenas veía; sus lentes se perdieron en el desastre y tenía
los ojos hinchados de llorar. Se asomó en la cocina, donde estaba el resto
de la familia, incluso su madre, con un pañuelo de algodón atado en la
cabeza, que le daba el aspecto de una refugiada.
—Lo lamento...
—balbuceó Alex con la vista clavada en el suelo.
Lisa ahogó una
exclamación al ver la camiseta manchada con sangre de su hijo, pero cuando
su marido le hizo una seña cogió a las dos niñas por los brazos y se las
llevó sin decir palabra. John Coid se aproximó a Alex para atender la mano
herida.
—No sé lo que me
pasó, papá... —murmuró el chico, sin atreverse a levantar la vista.
—Yo también tengo
miedo, hijo.
—¿Se va a morir la
mamá? —preguntó Alex con un hilo de voz.
—No lo sé,
Alexander. Pon la mano bajo el chorro de agua fría —le ordenó su padre.
John Coid lavó la
sangre, examinó el corte y decidió inyectar un anestésico para quitar los
vidrios y ponerle unos puntos. Alex, a quien la vista de sangre solía dar
fatiga, esta vez soportó la curación sin un solo gesto, agradecido de
tener un médico en la familia. Su padre le aplicó una crema desinfectante
y le vendó la mano.
—De todos modos se
le iba a caer el pelo a la mamá, ¿verdad? —preguntó el muchacho.
—Si, por la
quimioterapia. Es preferible cortarlo de una vez que verlo caerse a
puñados. Es lo de menos, hijo, volverá a crecerle. Siéntate, debemos
hablar.
—Perdóname, papá...
Voy a trabajar para reponer todo lo que rompí.
—Está bien, supongo
que necesitabas desahogarte. No hablemos más de eso, hay otras cosas más
importantes que debo decirte. Tendré que llevar a Lisa a un hospital en
Texas, donde le harán un tratamiento largo y complicado. Es el único sitio
donde pueden hacerlo.
—¿Y con eso sanará?
—preguntó ansioso el muchacho.
—Así lo espero,
Alexander. Iré con ella, por supuesto. Habrá que cerrar esta casa por un
tiempo.
—¿Qué pasará con
mis hermanas y conmigo?
—Andrea y Nicole
irán a vivir con la abuela Carla. Tú irás donde mi madre —le explicó su
padre.
—¿Kate? ¡No quiero
ir donde ella, papá! ¿Por qué no puedo ir con mis hermanas? Al menos la
abuela Carla sabe cocinar...
—Tres niños son
mucho trabajo para mi suegra.
—Tengo quince años,
papá, edad de sobra para que al menos me preguntes mi opinión. No es justo
que me mandes donde Kate como si yo fuera un paquete. Siempre es lo mismo,
tú tomas las decisiones y yo tengo que aceptarlas. ¡Ya no soy un niño!
—alegó Alex, furioso.
—A veces actúas
como uno —replicó John Coid señalando el corte de la mano.
—Fue un accidente,
a cualquiera le puede pasar. Me portaré bien donde Carla, te lo prometo.
—Sé que tus
intenciones son buenas, hijo, pero a veces pierdes la cabeza.
—¡Te dije que iba a
pagar lo que rompí! —gritó Alexander, dando un puñetazo sobre la mesa.
—¿Ves como pierdes
el control? En todo caso, Alexander, esto nada tiene que ver con el
destrozo de tu pieza. Estaba arreglado desde antes con mi suegra y mi
madre. Ustedes tres tendrán que ir donde las abuelas, no hay otra
solución. Tú viajarás a Nueva York dentro de un par de días —dijo su
padre.
—¿Solo?
—Solo. Me temo que
de ahora en adelante deberás hacer muchas cosas solo. Llevarás tu
pasaporte, porque creo que vas a iniciar una aventura con mi madre.
—¿Dónde?
—Al Amazonas...
—¡El Amazonas!
—exclamó Alex, espantado—. Vi un documental sobre el Amazonas, ese lugar
está lleno de mosquitos, caimanes y bandidos. ¡Hay toda clase de
enfermedades, hasta lepra!
—Supongo que mi
madre sabe lo que hace, no te llevaría a un sitio donde peligre tu vida,
Alexander.
—Kate es capaz de
empujarme a un río infectado de pirañas, papá. Con una abuela como la mía
no necesito enemigos —farfulló el muchacho.
—Lo siento, pero
deberás ir de todos modos, hijo.
—¿Y la escuela?
Estamos en época de exámenes. Además no puedo abandonar la orquesta de un
día para otro...
—Hay que ser
flexible, Alexander. Nuestra familia está pasando por una crisis. ¿Sabes
cuáles son los caracteres chinos para escribir crisis? Peligro +
oportunidad. Tal vez el peligro de la enfermedad de Lisa te ofrece una
oportunidad extraordinaria. Ve a empacar tus cosas.
—¿Qué voy a
empacar? No es mucho lo que tengo —masculló Alex, todavía enojado con su
padre.
—Entonces tendrás
que llevar poco. Ahora anda a darle un beso a tu madre, que está muy
sacudida por lo que está pasando. Para Lisa es mucho más duro que para
cualquiera de nosotros, Alexander. Debemos ser fuertes, como lo es ella
—dijo John Coid tristemente.
Hasta hacía un par
de meses, Alex había sido feliz. Nunca tuvo gran curiosidad por explorar
más allá de los límites seguros de su existencia; creía que si no hacía
tonterías todo le saldría bien. Tenía planes simples para el futuro,
pensaba ser un músico famoso, como su abuelo Joseph Coid, casarse con
Cecilia Burns, en caso que ella lo aceptara, tener dos hijos y vivir cerca
de las montañas. Estaba satisfecho de su vida, como estudiante y
deportista era bueno, aunque no excelente, era amistoso y no se metía en
problemas graves. Se consideraba una persona bastante normal, al menos en
comparación con los monstruos de la naturaleza que había en este mundo,
como esos chicos que entraron con metralletas a un colegio en Colorado y
masacraron a sus compañeros. No había que ir tan lejos, en su propia
escuela había algunos tipos repelentes. No, él no era de ésos. La verdad
es que lo Único que deseaba era volver a la vida de unos meses antes,
cuando su madre estaba sana. No quería ir al Amazonas con Kate Coid. Esa
abuela le daba un poco de miedo.
Dos días más tarde
Alex se despidió del lugar donde habían transcurrido los quince años de su
existencia. Se llevó consigo la imagen de su madre en la puerta de la
casa, con un gorro cubriendo su cabeza afeitada, sonriendo y diciéndole
adiós con la mano, mientras le corrían lágrimas por las mejillas. Se veía
diminuta, vulnerable y hermosa, a pesar de todo. El muchacho subió al
avión pensando en ella y en la aterradora posibilidad de perderla. ¡No! No
puedo ponerme en ese caso, debo tener pensamientos positivos, mi mamá
sanará, murmuró una y otra vez durante el largo viaje.
CAPITULO 2 - La
excéntrica abuela
Alexander Coid se encontraba en el
aeropuerto de Nueva York en medio de una muchedumbre apurada que pasaba
por su lado arrastrando maletas y bultos, empujando, atropellando.
Parecían autómatas, la mitad de ellos con un teléfono celular pegado en la
oreja y hablando al aire, como dementes. Estaba solo, con su mochila en la
espalda y un billete arrugado en la mano. Llevaba otros tres doblados y
metidos en sus botas. Su padre le había aconsejado cautela, porque en esa
enorme ciudad las cosas no eran como en el pueblito de la costa
californiana donde ellos vivían, donde nunca pasaba nada. Los tres chicos
Coid se habían criado jugando en la calle con otros niños, conocían a todo
el mundo y entraban a las casas de sus vecinos como a la propia.
El muchacho había viajado seis
horas, cruzando el continente de un extremo a otro, sentado junto a un
gordo sudoroso, cuya grasa desbordaba el asiento, reduciendo su espacio a
la mitad. A cada rato el hombre se agachaba con dificultad, echaba mano a
una bolsa de provisiones y procedía a masticar alguna golosina, sin
permitirle dormir o ver la película en paz. Alex iba muy cansado, contando
las horas que faltaban para terminar aquel suplicio, hasta que por fin
aterrizaron y pudo estirar las piernas. Descendió del avión aliviado,
buscando a su abuela con la vista, pero no la vio en la puerta, como
esperaba.
Una hora más tarde Kate Coid
todavía no llegaba y Alex comenzaba a angustiarse en serio. La había hecho
llamar por el altoparlante dos veces, sin obtener respuesta, y ahora
tendría que cambiar su billete por monedas para usar el teléfono. Se
felicitó por su buena memoria: podía recordar el número sin vacilar, tal
como recordaba su dirección sin haber estado nunca allí, sólo por las
tarjetas que le escribía de vez en cuando. El teléfono de su abuela repicó
en vano, mientras él hacia fuerza mental para que alguien lo levantara.
¿Qué hago ahora?, musitó, desconcertado. Se le ocurrió llamar a larga
distancia a su padre para pedirle instrucciones, pero eso podía costarle
todas sus monedas. Por otra parte, no quiso portarse como un mocoso. ¿Qué
podía hacer su padre desde tan lejos? No, decidió, no podía perder la
cabeza sólo porque su abuela se atrasara un poco; tal vez estaba atrapada
en el tráfico, o andaba dando vueltas en el aeropuerto buscándolo y se
habían cruzado sin verse.
Pasó otra media hora y para
entonces sentía tanta rabia contra Kate Coid, que si la hubiera tenido por
delante seguro la habría insultado. Recordó las bromas pesadas que ella le
había hecho durante años, como la caja de chocolates rellenos con salsa
picante que le mandó para un cumpleaños. Ninguna abuela normal se daría el
trabajo de quitar el contenido de cada bombón con una jeringa,
reemplazarlo con tabasco, envolver los chocolates en papel plateado y
colocarlos de vuelta en la caja, sólo para burlarse de sus nietos.
También recordó los cuentos
terroríficos con que los atemorizaba cuando iba a visitarlos y cómo
insistía en hacerlo con la luz apagada. Ahora esas historias ya no eran
tan efectivas, pero en la infancia casi lo habían matado de miedo. Sus
hermanas todavía sufrían pesadillas con los vampiros y zombies escapados
de sus tumbas que aquella abuela malvada invocaba en la oscuridad. Sin
embargo, no podía negar que eran adictos a esas truculentas historias.
Tampoco se cansaban de escucharla contar los peligros, reales o
imaginarios, que ella había enfrentado en sus viajes por el mundo. El
favorito era de una pitón de ocho metros de largo en Malasia, que se tragó
su cámara fotográfica. «Lástima que no te tragó a ti, abuela», comentó
Alex la primera vez que oyó la anécdota, pero ella no se ofendió. Esa
misma mujer le enseñó a nadar en menos de cinco minutos, empujándolo a una
piscina cuando tenía cuatro años. Salió nadando por el otro lado de pura
desesperación, pero podría haberse ahogado. Con razón Lisa Coid se ponía
muy nerviosa cuando su suegra llegaba de visita: debía doblar la
vigilancia para preservar la salud de sus niños.
A la hora y media de espera en el
aeropuerto, Alex no sabia ya qué hacer. Imaginó cuánto gozaría Kate Coid
al verlo tan angustiado y decidió no darle esa satisfacción; debía actuar
como un hombre. Se colocó el chaquetón, se acomodó la mochila en los
hombros y salió a la calle. El contraste entre la calefacción, el bullicio
y la luz blanca dentro del edificio con el frío, el silencio y la
oscuridad de la noche afuera, casi lo voltea. No tenía idea que el
invierno en Nueva York fuera tan desagradable. Había olor a gasolina,
nieve sucia sobre la acera y una ventisca helada que golpeaba la cara como
agujas. Se dio cuenta que con la emoción de despedirse de su familia,
había olvidado los guantes y el gorro, que nunca tenía ocasión de usar en
California y guardaba en un baúl en el garaje, con el resto de su equipo
de esquí. Sintió latir la herida en su mano izquierda, que hasta entonces
no le había molestado, y calculó que debería cambiar el vendaje apenas
llegara donde su abuela. No sospechaba a qué distancia estaba su
apartamento ni cuánto costaría la carrera en taxi. Necesitaba un mapa,
pero no supo dónde conseguirlo. Con las orejas heladas y las manos metidas
en los bolsillos caminó hacia la parada de los buses.
—Hola, ¿andas solo? —se le acercó
una muchacha.
La chica llevaba una bolsa de lona
al hombro, un sombrero metido hasta las cejas, las uñas pintadas de azul y
una argolla de plata atravesada en la nariz. Alex se quedó mirándola
maravillado, era casi tan bonita como su amor secreto, Cecilia Burns, a
pesar de sus pantalones rotosos, sus botas de soldado y su aspecto más
bien sucio y famélico. Como único abrigo usaba un chaquetón corto de piel
artificial color naranja, que apenas le cubría la cintura. No llevaba
guantes. Alex farfulló una respuesta vaga. Su padre le había advertido que
no hablara con extraños, pero esa chica no podía representar peligro
alguno, era apenas un par de años mayor, casi tan delgada y baja como su
madre. En realidad, a su lado Alex se sintió fuerte.
—¿Dónde vas? —insistió la desconocida
encendiendo un cigarrillo.
—A casa de mi abuela, vive en la
calle Catorce con la Segunda Avenida. ¿Sabes cómo puedo llegar allá?
—inquirió Alex.
—Claro, yo voy para el mismo lado.
Podemos tomar el bus. Soy Morgana —se presentó la joven.
—Nunca había oído ese nombre
—comentó Alex.
—Yo misma lo escogí. La tonta de
mi madre me puso un nombre tan vulgar como ella. Y tú, ¿cómo te llamas?
—preguntó echando humo por las narices.
—Alexander Coid. Me dicen Alex
—replicó, algo escandalizado al oírla hablar de su familia en tales
términos.
Aguardaron en la calle, pataleando
en la nieve para calentarse los pies, durante unos diez minutos, que
Morgana aprovechó para ofrecer un apretado resumen de su vida: hacía años
que no iba a la escuela —eso era para estúpidos— y se había escapado de su
casa porque no aguantaba a su padrastro, que era un cerdo repugnante. —Voy
a pertenecer a una banda de rock, ése es mi sueño —agregó—. Lo único que
necesito es una guitarra eléctrica. ¿Qué es esa caja que llevas atada a la
mochila?
—Una flauta.
—¿Eléctrica?
—No, de pilas —se burló Alex.
Justo cuando sus orejas se estaban transformando en cubitos de hielo,
apareció el bus y ambos subieron. El chico pagó su pasaje y recibió el
vuelto, mientras Morgana buscaba en un bolsillo de su chaqueta naranja,
luego en otro.
—¡Mi cartera! Creo que me la
robaron... —tartamudeó.
—Lo siento, niña. Tendrás que
bajarte —le ordenó el chofer.
—¡No es mi culpa si me robaron!
—exclamó ella casi a gritos, ante el desconcierto de Alex, quien sentía
horror de llamar la atención.
—Tampoco es culpa mía. Acude a la
policía —replicó secamente el chofer.
La joven abrió su bolsa de lona y yació
todo el contenido en el pasillo del vehículo: ropa, cosméticos, papas
fritas, varias cajas y paquetes de diferentes tamaños y unos zapatos de
taco alto que parecían pertenecer a otra persona, porque era difícil
imaginarla en ellos. Revisó cada prenda de ropa con pasmosa lentitud,
dando vueltas a la ropa, abriendo cada caja y cada envoltorio, sacudiendo
la ropa interior a la vista de todo el mundo. Alex desvió la mirada, cada
vez más turbado. No quería que la gente pensara que esa chica y él andaban
juntos.
—No puedo esperar toda la noche,
niña. Tienes que bajarte —repitió el chofer, esta vez con un tono
amenazante. Morgana lo ignoro. Para entonces se había quitado el chaquetón
naranja y estaba revisando el forro, mientras los otros pasajeros del bus
empezaban a reclamar por el atraso en partir.
—¡Préstame algo! —exigió
finalmente, dirigiéndose a Alex.
El muchacho sintió derretirse el
hielo de sus orejas y supuso que se le estaban poniendo coloradas, como le
ocurría en los momentos culminantes. Eran su cruz: esas orejas lo
traicionaban siempre, sobre todo cuando estaba frente a Cecilia Burns, la
chica de la cual estaba enamorado desde el jardín de infancia sin la menor
esperanza de ser correspondido. Alex había concluido que no existía razón
alguna para que Cecilia se fijara en él, pudiendo elegir entre los mejores
atletas del colegio. En nada se distinguía él, sus únicos talentos eran
escalar montañas y tocar la flauta, pero ninguna chica con dos dedos de
frente se interesaba en cerros o flautas. Estaba condenado a amarla en
silencio por el resto de su vida, a menos que ocurriera un milagro.
—Préstame para el pasaje —repitió
Morgana.
En circunstancias normales a Alex
no le importaba perder su plata, pero en ese momento no estaba en
condición de portarse generoso. Por otra parte, decidió, ningún hombre
podía abandonar a una mujer en esa situación. Le alcanzaba justo para
ayudarla sin recurrir a los billetes doblados en sus botas. Pagó el
segundo pasaje. Morgana le lanzó un beso burlón con la punta de los dedos,
le sacó la lengua al chofer, que la miraba indignado, recogió sus cosas
rápidamente y siguió a Alex a la última fila del vehículo, donde se
sentaron juntos.
—Me salvaste el pellejo. Apenas
pueda, te pago —le aseguró.
Alex no respondió. Tenía un
principio: si le prestas dinero a una persona y no vuelves a verla, es
dinero bien gastado. Morgana le producía una mezcla de fascinación y
rechazo, era totalmente diferente a cualquiera de las chicas de su pueblo,
incluso las más atrevidas. Para evitar mirarla con la boca abierta, como
un bobo, hizo la mayor parte del largo viaje en silencio, con la vista
fija en el vidrio oscuro de la ventana, donde se reflejaban Morgana y
también su propio rostro delgado, con lentes redondos y el cabello oscuro,
como el de su madre. ¿Cuándo podría afeitarse? No se había desarrollado
como varios de sus amigos; todavía era un chiquillo imberbe, uno de los
más bajos de su clase. Hasta Cecilia Burns era más alta que él. Su única
ventaja era que, a diferencia de otros adolescentes de su colegio, tenía
la piel sana, porque apenas le aparecía un grano su padre se lo inyectaba
con cortisona. Su madre le aseguraba que no debía preocuparse, unos
estiran antes y otros después, en la familia Coid todos los hombres eran
altos; pero él sabía que la herencia genética es caprichosa y bien podía
salir a la familia de su madre. Lisa Coid era baja incluso para una mujer;
vista por detrás parecía una chiquilla de catorce años, sobre todo desde
que la enfermedad la había reducido a un esqueleto. Al pensar en ella
sintió que se le cerraba el pecho y se le cortaba el aire, como si un puño
gigantesco lo tuviera cogido por el cuello.
Morgana se había quitado la
chaqueta de piel naranja. Debajo llevaba una blusa corta de encaje negro
que le dejaba la barriga al aire y un collar de cuero con puntas
metálicas, como de perro bravo.
—Me muero por un pito —dijo.
Alex le señaló el aviso que
prohibía fumar en el bus. Ella echó una mirada a su entorno. Nadie les
prestaba atención; había varios asientos vacíos a su alrededor y los otros
pasajeros leían o dormitaban. Al comprobar que nadie se fijaba en ellos,
se metió la mano en la blusa y extrajo del pecho una bolsita mugrienta. Le
dio un breve codazo sacudiendo la bolsa delante de sus narices.
—Hierba —murmuró.
Alexander Coid negó con la cabeza.
No se consideraba un puritano, ni mucho menos, había probado marihuana y
alcohol algunas veces, como casi todos sus compañeros en la secundaria,
pero no lograba comprender su atractivo, excepto el hecho de que estaban
prohibidos. No le gustaba perder el control. Escalando montañas le había
tomado el gusto a la exaltación de tener el control del cuerpo y de la
mente. Volvía de esas excursiones con su padre agotado, adolorido y
hambriento, pero absolutamente feliz, lleno de energía, orgulloso de haber
vencido una vez más sus temores y los obstáculos de la montaña. Se sentía
electrizado, poderoso, casi invencible. En esas ocasiones su padre le daba
una palmada amistosa en la espalda, a modo de premio por la proeza, pero
nada decía para no alimentar su vanidad. John Coid no era amigo de
lisonjas, costaba mucho ganarse una palabra de elogio de su parte, pero su
hijo no esperaba oírla, le bastaba esa palmada viril.
Imitando a su padre, Alex había
aprendido a cumplir con sus obligaciones lo mejor posible, sin presumir de
nada, pero secretamente se jactaba de tres virtudes que consideraba suyas:
valor para escalar montañas, talento para tocar la flauta y claridad para
pensar. Era más difícil reconocer sus defectos, aunque se daba cuenta de
que había por lo menos dos que debía tratar de mejorar, tal como le había
hecho notar su madre en más de una ocasión: su escepticismo, que lo hacía
dudar de casi todo, y su mal carácter, que lo hacía explotar en el momento
menos pensado. Esto era algo nuevo, porque tan sólo unos meses antes era
confiado y andaba siempre de buen humor. Su madre aseguraba que eran cosas
de la edad y que se le pasarían, pero él no estaba tan seguro como ella.
En todo caso, no le atraía el ofrecimiento de Morgana. En las
oportunidades en que había probado drogas no había sentido que volaba al
paraíso, como decían algunos de sus amigos, sino que se le llenaba la
cabeza de humo y se le ponían las piernas como lana. Para él no había
ningún estímulo mayor que balancearse de una cuerda en el aire a cien
metros de altura, sabiendo exactamente cuál era el paso siguiente que
debía dar. No, las drogas no eran para él. Tampoco el cigarrillo, porque
necesitaba pulmones sanos para escalar y tocar la flauta. No pudo evitar
una breve sonrisa al acordarse del método empleado por su abuela Kate para
cortarle de raíz la tentación del tabaco. Entonces él tenía once años y, a
pesar de que su padre le había dado el sermón sobre el cáncer al pulmón y
otras consecuencias de la nicotina, solía fumar a escondidas con sus
amigos detrás del gimnasio. Kate Coid llegó a pasar con ellos la Navidad y
con su nariz de sabueso no tardó en descubrir el olor, a pesar de la goma
de mascar y el agua de colonia con que él procuraba disimularlo.
—¿Fumando tan joven, Alexander?
—le preguntó de muy buen humor. Él intentó negarlo, pero ella no le dio
tiempo—. Acompáñame, vamos a dar un paseo —dijo.
El chico subió al coche, se colocó
el cinturón de seguridad bien apretado y murmuró entre dientes un conjuro
de buena suerte, porque su abuela era una terrorista del volante. Con la
disculpa de que en Nueva York nadie tenía auto, manejaba como si la
persiguieran. Lo condujo a trompicones y frenazos hasta el supermercado,
donde adquirió cuatro grandes cigarros de tabaco negro; luego se lo llevó
a una calle tranquila, estacionó lejos de miradas indiscretas y procedió a
encender un puro para cada uno. Fumaron y fumaron con las puertas y
ventanas cerradas hasta que el humo les impedía ver a través de las
ventanillas. Alex sentía que la cabeza le daba vueltas y el estómago le
subía y le bajaba. Pronto ya no pudo más, abrió la portezuela y se dejó
caer como una bolsa en la calle, enfermo hasta el alma. Su abuela esperó
sonriendo a que acabara de vaciar el estómago, sin ofrecerse para
sostenerle la frente y consolarlo, como hubiera hecho su madre, y luego
encendió otro cigarro y se lo pasó.
—Vamos, Alexander, pruébame que
eres un hombre y fúmate otro —lo desafió, de lo más divertida.
Durante los dos días siguientes el
muchacho debió quedarse en la cama, verde como una lagartija y convencido
de que las náuseas y el dolor de cabeza iban a matarlo. Su padre creyó que
era un virus y su madre sospechó al punto de su suegra, pero no se atrevió
a acusarla directamente de envenenar al nieto. Desde entonces el hábito de
fumar, que tanto éxito tenía entre algunos de sus amigos, a Alex le
revolvía las tripas.
—Esta hierba es de la mejor
—insistió Morgana señalando el contenido de su bolsita—. También tengo
esto, si prefieres —agregó mostrándole dos pastillas blancas en la palma
de la mano.
Alex volvió a fijar la vista en la
ventanilla del bus, sin responder. Sabía por experiencia que era mejor
callarse o cambiar el tema. Cualquier cosa que dijera iba a sonar estúpida
y la chica iba a pensar que era un mocoso o que tenía ideas religiosas
fundamentalistas. Morgana se encogió de hombros y guardó sus tesoros en
espera de una ocasión más apropiada. Estaban llegando a la estación de
buses, en pleno centro de la ciudad, y debían bajarse. A esa hora todavía
no había disminuido el tráfico ni la gente en las calles y aunque las
oficinas y comercios estaban cerrados, había bares, teatros, cafeterías y
restaurantes abiertos. Alex se cruzaba con la gente sin distinguir sus
rostros, sólo sus figuras encorvadas envueltas en abrigos oscuros,
caminando deprisa. Vio unos bultos tirados por el suelo junto a unas
rejillas en las aceras, por donde surgían columnas de vapor. Comprendió
que eran vagabundos durmiendo acurrucados junto a los huecos de
calefacción de los edificios, única fuente de calor en la noche invernal.
Las duras luces de neón y los
focos de los vehículos daban a las calles mojadas y sucias un aspecto
irreal. Por las esquinas había cerros de bolsas negras, algunas rotas y
con la basura desparramada. Una mendiga envuelta en un harapiento abrigo
escarbaba en las bolsas con un palo, mientras recitaba una letanía eterna
en un idioma inventado. Alex debió saltar a un lado para esquivar a una
rata con la cola mordida y sangrante, que estaba en el medio de la acera y
no se movió cuando pasaron. Los bocinazos del tráfico, las sirenas de la
policía y de vez en cuando el ulular de una ambulancia cortaban el aire.
Un hombre joven, muy alto y desgarbado, pasó gritando que el mundo se iba
a acabar y le puso en la mano una hoja de papel arrugada, en la cual
aparecía una rubia de labios gruesos y medio desnuda ofreciendo masajes.
Alguien en patines con audífonos en las orejas lo atropelló, lanzándolo
contra la pared. «¡Mira por dónde vas, imbécil!», gritó el agresor.
Alexander sintió que la herida de
la mano comenzaba a latir de nuevo. Pensó que se encontraba sumido en una
pesadilla de ciencia ficción, en una pavorosa megápolis de cemento, acero,
vidrio, polución y soledad. Lo invadió una oleada de nostalgia por el
lugar junto al mar donde había pasado su vida. Ese pueblo tranquilo y
aburrido, de donde tan a menudo había querido escapar, ahora le parecía
maravilloso Morgana interrumpió sus lúgubres pensamientos
—Estoy muerta de hambre.
¿Podríamos comer algo? —sugirió.
—Ya es tarde, debo llegar donde mi
abuela —se disculpó él,
—Tranquilo, hombre, te voy a
llevar donde tu abuela. Estamos cerca, pero nos vendría bien echarnos algo
a la panza —insistió ella.
Sin darle ocasión de negarse, lo
arrastró de un brazo al interior de un ruidoso local que olía a cerveza,
café rancio y fritanga. Detrás de un largo mesón de formica había un par
de empleados asiáticos sirviendo unos platos grasientos Morgana se instaló
en un taburete frente al mesón y procedió a estudiar el menú, escrito con
tiza en una pizarra en la pared. Alex comprendió que le tocaría pagar la
comida y se dirigió al baño para rescatar los billetes que llevaba
escondidos en las botas.
Las paredes del servicio estaban
cubiertas de palabrotas y dibujos obscenos, por el suelo había papeles
arrugados y charcos de agua, que goteaba de las cañerías oxidadas. Entró
en un cubículo, cerró la puerta con pestillo, dejó la mochila en el suelo
y, a pesar del asco, tuvo que sentarse en el excusado para quitarse las
botas, tarea nada fácil en ese espacio reducido y con una mano vendada.
Pensó en los gérmenes y en las innumerables enfermedades que se pueden
contraer en un baño público, como decía su padre. Debía cuidar su reducido
capital.
Contó su dinero con un suspiro; él
no comería y esperaba que Morgana se conformara con un plato barato, no
parecía ser de las que comen mucho. Mientras no estuviera a salvo en el
apartamento de Kate Coid, esos tres billetes doblados y vueltos a doblar
eran todo lo que poseía en este mundo; ellos representaban la diferencia
entre la salvación y morirse de hambre y frío tirado en la calle, como los
mendigos que había visto momentos antes. Si no daba con la dirección de su
abuela, siempre podía volver al aeropuerto a pasar la noche en algún
rincón y volar de vuelta a su casa al día siguiente, para eso contaba con
el pasaje de regreso. Se colocó nuevamente las botas, guardó el dinero en
un compartimiento de su mochila y salió del cubículo. No había nadie más
en el baño. Al pasar frente al lavatorio puso su mochila en el suelo, se
acomodó el vendaje de la mano izquierda, se lavó meticulosamente la mano
derecha con jabón, se echó bastante agua en la cara para despejar el
cansancio y luego se secó con papel. Al inclinarse para recoger la mochila
se dio cuenta, horrorizado, que había desaparecido. Salió disparado del
baño, con el corazón al galope. El robo había ocurrido en menos de un
minuto, el ladrón no podía estar lejos, si se apuraba podría alcanzarlo
antes que se perdiera entre la multitud de la calle. En el local todo
seguía igual, los mismos empleados sudorosos detrás del mostrador, los
mismos parroquianos indiferentes, la misma comida grasienta el mismo ruido
de platos y de música rock a todo volumen. Nadie notó su agitación, nadie
se volvió a mirarlo cuando gritó que le habían robado. La única diferencia
era que Morgana ya no estaba sentada ante al mesón, donde la había dejado.
No había rastro de ella.
Alex adivinó en un instante quién
lo había seguido discretamente quién había aguardado al otro lado de la
puerta del baño calculando su oportunidad, quién se había llevado su
mochila en un abrir y cerrar de ojos. Se dio una palmada en la frente.
¡Cómo podía haber sido tan inocente! Morgana lo había engañado como a una
criatura despojándolo de todo salvo la ropa que llevaba puesta. Había
perdido su dinero, el pasaje de regreso en avión y hasta su preciosa
flauta. Lo único que le quedaba era su pasaporte, que por casualidad
llevaba en el bolsillo de la chaqueta Tuvo que hacer un tremendo esfuerzo
por combatir las ganas de echarse a llorar como un chiquillo.
CAPITULO 3 - El abominable hombre
de la selva
“Quien boca tiene, a Roma
llega”, era uno de los axiomas de Kate Coid. Su trabajo la obligaba a
viajar por lugares remotos, donde seguramente había puesto en práctica ese
dicho muchas veces. Alex era más bien tímido, le costaba abordar a un
desconocido para averiguar algo, pero no había otra solución. Apenas logró
tranquilizarse y recuperar el habla, se acercó a un hombre que masticaba
una hamburguesa y le preguntó cómo podía llegar a la calle Catorce con la
Segunda Avenida. El tipo se encogió de hombros y no le contestó.
Sintiéndose insultado, el muchacho se puso rojo. Vaciló durante unos
minutos y por último abordó a uno de los empleados detrás del mostrador.
El hombre señaló con el cuchillo que tenía en la mano una dirección vaga y
le dio unas instrucciones a gritos por encima del bullicio del
restaurante, con un acento tan cerrado, que no entendió ni una palabra.
Decidió que era cosa de lógica: debía averiguar para qué lado quedaba la
Segunda Avenida y contar las calles, muy sencillo; pero no le pareció tan
sencillo cuando averiguó que se encontraba en la calle Cuarenta y dos con
la Octava Avenida y calculó cuánto debía recorrer en ese frío glacial.
Agradeció su entrenamiento en escalar montañas: si podía pasar seis horas
trepando como una mosca por las rocas, bien podía caminar unas pocas
cuadras por terreno plano. Subió el cierre de su chaquetón, metió la
cabeza entre los hombros, puso las manos en los bolsillos y echó a andar.
Había pasado la
medianoche y empezaba a nevar cuando el muchacho llegó a la calle de su
abuela. El barrio le pareció decrépito, sucio y feo, no había un árbol por
ninguna parte y desde hacía un buen rato no se veía gente. Pensó que sólo
un desesperado como él podía andar a esa hora por las peligrosas calles de
Nueva York, sólo se había librado de ser víctima de un atraco porque
ningún bandido tenía ánimo para salir en ese frío. El edificio era una
torre gris en medio de muchas otras torres idénticas, rodeada de rejas de
seguridad. Tocó el timbre y de inmediato la voz ronca y áspera de Kate
Coid preguntó quién se atrevía a molestar a esa hora de la noche. Alex
adivinó que ella lo estaba esperando, aunque por supuesto jamás lo
admitiría. Estaba helado hasta los huesos y nunca en su vida había
necesitado tanto echarse en los brazos de alguien, pero cuando por fin se
abrió la puerta del ascensor en el piso once y se encontró ante su abuela,
estaba determinado a no permitir que ella lo viera flaquear.
—Hola, abuela
—saludó lo más claramente que pudo, dado lo mucho que le castañeaban los
dientes.
—¡Te he dicho que
no me llames abuela! —lo increpó ella.
—Hola, Kate.
—Llegas bastante
tarde, Alexander.
—¿No quedamos en
que me ibas a recoger en el aeropuerto? —replicó él procurando que no le
saltaran las lágrimas.
—No quedamos en
nada. Si no eres capaz de llegar del aeropuerto a mi casa, menos serás
capaz de ir conmigo a la selva —dijo Kate Coid—. Quítate la chaqueta y las
botas, voy a darte una taza de chocolate y prepararte un baño caliente,
pero conste que lo hago sólo para evitarte una pulmonía. Tienes que estar
sano para el viaje. No esperes que te mime en el futuro, ¿entendido?
—Nunca he esperado
que me mimaras —replicó Alex.
—¿Qué te pasó en la
mano? —preguntó ella al ver el vendaje, empapado.
—Muy largo de
contar.
El pequeño
apartamento de Kate Coid era oscuro, atiborrado y caótico. Dos de las
ventanas —con los vidrios inmundos— daban a un patio de luz y la tercera a
un muro de ladrillo con una escalera de incendio. Vio maletas, mochilas,
bultos y cajas tirados por los rincones, libros, periódicos y revistas
amontonados sobre las mesas. Había un par de cráneos humanos traídos del
Tíbet, arcos y flechas de los pigmeos del África, cántaros funerarios del
desierto de Atacama, escarabajos petrificados de Egipto y mil objetos más.
Una larga piel de culebra se extendía a lo largo de toda una pared. Había
pertenecido a la famosa pitón que se tragó la cámara fotográfica en
Malasia. Hasta entonces Alex no había visto a su abuela en su ambiente y
debió admitir que ahora, al verla rodeada de sus cosas, resultaba mucho
más interesante. Kate Coid tenía sesenta y cuatro años, era flaca y
musculosa, pura fibra y piel curtida por la intemperie; sus ojos azules,
que habían visto mucho mundo, eran agudos como puñales. El cabello gris,
que ella misma se cortaba a tijeretazos sin mirarse al espejo, se paraba
en todas direcciones, como si jamás se lo hubiera peinado. Se jactaba de
sus dientes, grandes y fuertes, capaces de partir nueces y destapar
botellas; también estaba orgullosa de no haberse quebrado nunca un hueso,
no haber consultado jamás a un médico y haber sobrevivido desde a ataques
de malaria hasta picaduras de escorpión. Bebía vodka al seco y fumaba
tabaco negro en una pipa de marinero. Invierno y verano se vestía con los
mismos pantalones bolsudos y un chaleco sin mangas, con bolsillos por
todos lados, donde llevaba lo indispensable para sobrevivir en caso de
cataclismo. En algunas ocasiones, cuando era necesario vestirse elegante,
se quitaba el chaleco y se ponía un collar de colmillos de oso, regalo de
un jefe apache.
Lisa, la madre de
Alex, tenía terror de Kate, pero los niños esperaban sus visitas con
ansias. Esa abuela estrafalaria, protagonista de increíbles aventuras, les
traía noticias de lugares tan exóticos que costaba imaginarlos. Los tres
nietos coleccionaban sus relatos de viajes, que aparecían en diversas
revistas y periódicos, y las tarjetas postales y fotografías que ella les
enviaba desde los cuatro puntos cardinales. Aunque a veces les daba
vergüenza presentarla a sus amigos, en el fondo se sentían orgullosos de
que un miembro de su familia fuera casi una celebridad.
Media hora más
tarde Alex había entrado en calor con el baño y estaba envuelto en una
bata, con calcetines de lana, devorando albóndigas de carne con puré de
patatas, una de las pocas cosas que él comía con agrado y lo único que
Kate sabía cocinar.
—Son las sobras de
ayer —dijo ella, pero Alex calculó que lo había preparado especialmente
para él. No quiso contarle su aventura con Morgana, para no quedar como
una babieca, pero debió admitir que le habían robado todo lo que traía.
—Supongo que me vas
a decir que aprenda a no confiar en nadie —masculló el muchacho
sonrojándose.
—Al contrario, iba
a decirte que aprendas a confiar en ti. Ya ves, Alexander, a pesar de todo
pudiste llegar hasta mi apartamento sin problemas.
—¿Sin problemas?
Casi muero congelado por el camino. Habrían descubierto mi cadáver en el
deshielo de la primavera —replicó él.
—Un viaje de miles
de millas siempre comienza a tropezones. ¿Y el pasaporte? —inquirió Kate.
—Se salvó porque lo
llevaba en el bolsillo.
—Pégatelo con cinta
adhesiva al pecho, porque si lo pierdes estás frito.
—Lo que más lamento
es mi flauta —comentó Alex.
—Tendré que darte
la flauta de tu abuelo. Pensaba guardarla hasta que demostraras algún
talento, pero supongo que está mejor en tus manos que tirada por allí
—ofreció Kate.
Buscó en las
estanterías que cubrían las paredes de su apartamento desde el suelo hasta
el techo y le entregó un estuche empolvado de cuero negro.
—Toma, Alexander.
La usó tu abuelo durante cuarenta años, cuídala.
El estuche contenía
la flauta de Joseph Coid, el más célebre flautista del siglo, como habían
dicho los críticos cuando murió. «Habría sido mejor que lo dijeran cuando
el pobre Joseph estaba vivo», fue el comentario de Kate cuando lo leyó en
la prensa. Habían estado divorciados por treinta años, pero en su
testamento Joseph Coid dejó la mitad de sus bienes a su ex esposa,
incluyendo su mejor flauta, que ahora su nieto tenía en las manos. Alex
abrió con reverencia la gastada caja de cuero y acarició la flauta: era
preciosa. La tomó delicadamente y se la llevó a los labios. Al soplar, las
notas escaparon del instrumento con tal belleza, que él mismo se
sorprendió. Sonaba muy distinta a la flauta que Morgana le había robado.
Kate Coid dio tiempo a su nieto de inspeccionar el instrumento y de
agradecerle profusamente, como ella esperaba; enseguida le pasó un libraco
amarillento con las tapas sueltas: Guía de salud del viajero audaz. El
muchacho lo abrió al azar y leyó los síntomas de una enfermedad mortal que
se adquiere por comer el cerebro de los antepasados.
—No como órganos
—dijo.
—Nunca se sabe lo
que le ponen a las albóndigas —replicó su abuela.
Sobresaltado,
Alex observó con desconfianza los restos de su plato. Con Kate Coid era
necesario ejercer mucha cautela. Era peligroso tener un antepasado como
ella.
—Mañana tendrás que
vacunarte contra medía docena de enfermedades tropicales. Déjame ver esa
mano, no puedes viajar con una infección —le ordenó Kate.
Lo examinó con
brusquedad, decidió que su hijo John había hecho un buen trabajo, le vació
medio frasco de desinfectante en la herida, por si acaso, y le anunció que
al día siguiente ella misma le quitaría los puntos. Era muy fácil, dijo,
cualquiera podía hacerlo. Alex se estremeció. Su abuela tenía mala vista y
usaba unos lentes rayados que había comprado de segunda mano en un mercado
de Guatemala. Mientras le ponía un nuevo vendaje, Kate le explicó que la
revista International Geographic había financiado una expedición al
corazón de la selva amazónica, entre Brasil y Venezuela, en busca de una
criatura gigantesca, posiblemente humanoide, que había sido vista en
varias ocasiones. Se habían encontrado huellas enormes. Quienes habían
estado en su proximidad decían que ese animal —o ese primitivo ser humano—
era más alto que un oso, tenía brazos muy largos y estaba todo cubierto de
pelos negros. Era el equivalente del yeti del Himalaya, en plena selva.
—Puede ser un
mono... —sugirió Alex.
—¿No crees que más
de alguien habrá pensado en esa posibilidad? —lo cortó su abuela.
—Pero no hay
pruebas de que en verdad exista... —aventuró Alex.
—No tenemos un
certificado de nacimiento de la Bestia, Alexander. ¡Ah! Un detalle
importante: dicen que despide un olor tan penetrante, que los animales y
las personas se desmayan o se paralizan en su proximidad.
—Si la gente se
desmaya, entonces nadie lo ha visto.
—Exactamente, pero
por las huellas se sabe que camina en dos patas. Y no usa zapatos, en caso
que ésa sea tu próxima pregunta.
—¡No, Kate, mi
próxima pregunta es si usa sombrero! —explotó su nieto.
—No creo.
—¿Es peligroso?
—No, Alexander. Es
de lo más amable. No roba, no rapta niños y no destruye la propiedad
privada. Sólo mata. Lo hace con limpieza, sin ruido, quebrando los huesos
y destripando a sus víctimas con verdadera elegancia, como un profesional
—se burló su abuela.
—¿Cuánta gente ha
matado? —inquirió Alex cada vez más inquieto.
—No mucha, si
consideramos el exceso de población en el mundo.
—¡Cuánta, Kate!
—Varios buscadores de oro,
un par de soldados, unos comerciantes... En fin, no se conoce el número
exacto.
—¿Ha matado indios?
¿Cuántos? —preguntó Alex.
—No se sabe, en
realidad. Los indios sólo saben contar hasta dos. Además, para ellos la
muerte es relativa. Si creen que alguien les ha robado el alma, o ha
caminado sobre sus huellas, o se ha apoderado de sus sueños, por ejemplo,
eso es peor que estar muerto. En cambio, alguien que ha muerto puede
seguir vivo en espíritu.
—Es complicado
—dijo Alex, que no creía en espíritus.
—¿Quién te dijo que
la vida es simple?
Kate Coid le explicó que la
expedición iba al mando de un famoso antropólogo, el profesor Ludovic
Leblanc, quien había pasado años investigando las huellas del llamado yeti,
o abominable hombre de las nieves en las fronteras entre China y Tíbet,
sin encontrarlo. También había estado con cierta tribu de indios del
Amazonas y sostenía que eran los más salvajes del planeta: al primer
descuido se comían a sus prisioneros. Esta información no era
tranquilizadora, admitió Kate. Serviría de guía un brasileño de nombre
César Santos, quien había pasado la vida en esa región y tenía buenos
contactos con los indios. El hombre poseía una avioneta algo destartalada,
pero todavía en buen estado, con la cual podrían internarse hasta el
territorio de las tribus indígenas.
—En el colegio
estudiamos el Amazonas en una clase de ecología —comentó Alex, a quien ya
se le cerraban los ojos.
—Con esa clase
basta, ya no necesitas saber nada más —apunto Kate. Y agregó—: Supongo que
estás cansado. Puedes dormir en el sofá y mañana temprano empiezas a
trabajar para mi.
—¿Qué debo hacer?
—Lo que yo te
mande. Por el momento te mando que duermas.
—Buenas noches,
Kate... —murmuró Alex enroscándose sobre los cojines del sofá.
—¡Bah! —gruñó su abuela.
Esperó que se durmiera y lo tapó con un par de mantas.
Kate y Alexander
Coid iban en un avión comercial sobrevolando el norte del Brasil. Durante
horas y horas habían visto desde el aire una interminable extensión de
bosque, todo del mismo verde intenso, atravesada por ríos que se
deslizaban como luminosas serpientes. El más formidable de todos era color
café con leche.
«El río Amazonas es
el más ancho y largo de la tierra, cinco veces más que ningún otro. Sólo
los astronautas en viaje a la luna han podido verlo entero desde la
distancia», leyó Alex en la guía turística que le había comprado su abuela
en Río de Janeiro. No decía que esa inmensa región, último paraíso del
planeta, era destruida sistemáticamente por la codicia de empresarios y
aventureros, como había aprendido él en la escuela. Estaban construyendo
una carretera, un tajo abierto en plena selva, por donde llegaban en masa
los colonos y salían por toneladas las maderas y los minerales.
Kate informó a su
nieto que subirían por el río Negro hasta el Alto Orinoco, un triángulo
casi inexplorado donde se concentraba la mayor parte de las tribus. De
allí se suponía que provenía la Bestia.
—En este libro dice
que esos indios viven como en la Edad de Piedra. Todavía no han inventado
la rueda —comentó Alex.
—No la necesitan.
No sirve en ese terreno, no tienen nada que transportar y no van apurados
a ninguna parte —replicó Kate Coid, a quien no le gustaba que la
interrumpieran cuando estaba escribiendo. Había pasado buena parte del
viaje tomando notas en sus cuadernos con una letra diminuta y enmarañada,
como huellas de moscas.
—No conocen la
escritura —agregó Alex.
—Seguro que tienen
buena memoria —dijo Kate.
—No hay
manifestaciones de arte entre ellos, sólo se pintan el cuerpo y se decoran
con plumas —explicó Alex.
—Les importa poco
la posteridad o destacarse entre los demás. La mayoría de nuestros
llamados «artistas» debería seguir su ejemplo —contestó su abuela.
Iban a Manaos, la
ciudad más poblada de la región amazónica, que había prosperado en tiempos
del caucho, a finales del siglo XIX.
—Vas a conocer la
selva más misteriosa del mundo, Alexander. Allí hay lugares donde los
espíritus se aparecen a plena luz del día —explicó Kate.
—Claro, como el
«abominable hombre de la selva» que andamos buscando —sonrió su nieto,
sarcástico.
—Lo llaman la
Bestia. Tal vez no sea sólo un ejemplar, sino varios, una familia o una
tribu de bestias.
—Eres muy crédula
para la edad que tienes, Kate —comentó el muchacho, sin poder evitar el
tono sarcástico al ver que su abuela creía esas historias.
—Con la edad se
adquiere cierta humildad, Alexander. Mientras más años cumplo, más
ignorante me siento. Sólo los jóvenes tienen explicación para todo. A tu
edad se puede ser arrogante y no importa mucho hacer el ridículo —replicó
ella secamente. Al bajar del avión en Manaos, sintieron el clima sobre la
piel como una toalla empapada en agua caliente. Allí se reunieron con los
otros miembros de la expedición del International Geographic. Además de
Kate Coid y su nieto Alexander, iban Timothy Bruce, un fotógrafo inglés
con una larga cara de caballo y dientes amarillos de nicotina, con su
ayudante mexicano, Joel González, y el famoso antropólogo Ludovic Leblanc.
Alex imaginaba a Leblanc como un sabio de barbas blancas y figura
imponente, pero resultó ser un hombrecillo de unos cincuenta años, bajo,
flaco, nervioso, con un gesto permanente de desprecio o de crueldad en los
labios y unos ojos hundidos de ratón. Iba disfrazado de cazador de fieras
al estilo de las películas, desde las armas que llevaba al cinto hasta sus
pesadas botas y un sombrero australiano decorado con plumitas de colores.
Kate comentó entre dientes que a Leblanc sólo le faltaba un tigre muerto
para apoyar el pie. Durante su juventud Leblanc había pasado una breve
temporada en el Amazonas y había escrito un voluminoso tratado sobre los
indios, que causó sensación en los círculos académicos. El guía brasileño,
César Santos, quien debía irlos a buscar a Manaos, no pudo llegar porque
su avioneta estaba descompuesta, así es que los esperaría en Santa María
de la Lluvia, donde el grupo tendría que trasladarse en barco.
Alex comprobó que
Manaos, ubicada en la confluencia entre el río Amazonas y el río Negro,
era una ciudad grande y moderna, con edificios altos y un tráfico
agobiante, pero su abuela le aclaró que allí la naturaleza era indómita y
en tiempos de inundaciones aparecían caimanes y serpientes en los patios
de las casas y en los huecos de los ascensores. Esa era también una ciudad
de traficantes donde la ley era frágil y se quebraba fácilmente: drogas,
diamantes, oro, maderas preciosas, armas. No hacía ni dos semanas que
habían descubierto un barco cargado de pescado... y cada pez iba relleno
con cocaína.
Para el muchacho
americano, quien sólo había salido de su país para conocer Italia, la
tierra de los antepasados de su madre, fue una sorpresa ver el contraste
entre la riqueza de unos y la extrema pobreza de otros, todo mezclado. Los
campesinos sin tierra y los trabajadores sin empleo llegaban en masa
buscando nuevos horizontes, pero muchos acababan viviendo en chozas, sin
recursos y sin esperanza. Ese día se celebraba una fiesta y la población
andaba alegre, como en carnaval: pasaban bandas de músicos por las calles,
la gente bailaba y bebía, muchos iban disfrazados. Se hospedaron en un
moderno hotel, pero no pudieron dormir por el estruendo de la música, los
petardos y los cohetes. Al día siguiente el profesor Leblanc amaneció de
muy mal humor por la mala noche y exigió que se embarcaran lo antes
posible, porque no quería pasar ni un minuto más de lo indispensable en
esa ciudad desvergonzada, como la calificó.
El grupo del
International Geographic remontó el río Negro, que era de ese color debido
al sedimento que arrastraban sus aguas, para dirigirse a Santa María de la
Lluvia, una aldea en pleno territorio indígena. La embarcación era
bastante grande, con un motor antiguo, ruidoso y humeante, y un
improvisado techo de plástico para protegerse del sol y la lluvia, que
caía caliente como una ducha varías veces al día. El barco iba atestado de
gente, bultos, sacos, racimos de plátanos y algunos animales domésticos en
jaulas o simplemente amarrados de las patas. Contaban con unos mesones,
unas banquetas largas para sentarse y una serie de hamacas colgadas de los
palos, unas encima de otras.
La tripulación y la
mayoría de los pasajeros eran caboclos, como se llamaba a la gente del
Amazonas, mezcla de varias razas: blanco, indio y negro. Iban también
algunos soldados, un par de jóvenes americanos —misioneros mormones— y una
doctora venezolana, Omayra Torres, quien llevaba el propósito de vacunar
indios. Era una bella mulata de unos treinta y cinco años, con cabello
negro, piel color ámbar y ojos verdes almendrados de gato. Se movía con
gracia, como si bailara al son de un ritmo secreto Los hombres la seguían
con la vista, pero ella parecía no darse cuenta de la impresión que su
hermosura provocaba
—Debemos ir bien
preparados —dijo Leblanc señalando sus armas. Hablaba en general, pero era
evidente que se dirigía sólo a la doctora Torres—. Encontrar a la Bestia
es lo de menos. Lo peor serán los indios. Son guerreros brutales, crueles
y traicioneros Tal como describo en mi libro, matan para probar su valor y
mientras más asesinatos cometen, más alto se colocan en la jerarquía de la
tribu.
—¿Puede explicar
eso, profesor? —preguntó Kate Coid, sin disimular su tono de ironía.
—Es muy sencillo,
señora... ¿cómo me dijo que era su nombre?
—Kate Coid —aclaró
ella por tercera o cuarta vez; aparentemente el profesor Leblanc tenía
mala memoria para los nombres femeninos.
—Repito: muy
sencillo. Se trata de la competencia mortal que existe en la naturaleza.
Los hombres más violentos dominan en las sociedades primitivas. Supongo
que ha oído el término «macho alfa». Entre los lobos, por ejemplo, el
macho más agresivo controla a todos los demás y se queda con las mejores
hembras. Entre los humanos es lo mismo: los hombres más violentos mandan,
obtienen más mujeres y pasan sus genes a más hijos. Los otros deben
conformarse con lo que sobra, ¿entiende? Es la supervivencia del más
fuerte —explicó Leblanc
—¿Quiere decir que
lo natural es la brutalidad?
—Exactamente La
compasión es un invento moderno Nuestra civilización protege a los
débiles, a los pobres, a los enfermos. Desde el punto de vista de la
genética eso es un terrible error. Por eso la raza humana está
degenerando.
—¿Qué haría usted
con los débiles en la sociedad, profesor? —preguntó ella.
—Lo que hace la
naturaleza: dejar que perezcan. En ese sentido los indios son más sabios
que nosotros —replicó Leblanc.
La doctora Omayra
Torres, quien había escuchado atentamente la conversación, no pudo menos
que dar su opinión.
—Con todo respeto,
profesor, no me parece que los indios sean tan feroces como usted los
describe, por el contrario, para ellos la guerra es más bien ceremonial:
es un rito para probar el valor. Se pintan el cuerpo, preparan sus armas,
cantan, bailan y parten a hacer una incursión en el shabono de otra tribu.
Se amenazan y se dan unos cuantos garrotazos, pero rara vez hay más de uno
o dos muertos. En nuestra civilización es al revés: no hay ceremonia, sólo
masacre —dijo.
—Voy a regalarle un
ejemplar de mi libro, señorita. Cualquier científico serio le dirá que
Ludovic Leblanc es una autoridad en este tema... —la interrumpió el
profesor.
—No soy tan sabia
como usted —sonrió la doctora Torres—. Soy solamente una médica rural que
ha trabajado más de diez años por estos lados.
—Créame, mi
estimada doctora. Esos indios son la prueba de que el hombre no es más que
un mono asesino —replicó Leblanc.
—¿Y la mujer?
—interrumpió Kate Coid.
—Lamento decirle
que las mujeres no cuentan para nada en las sociedades primitivas. Son
sólo botín de guerra.
La doctora Torres y Kate Coid intercambiaron una mirada y ambas sonrieron,
divertidas. La parte inicial del viaje por el río Negro resultó ser más
que nada un ejercicio de paciencia. Avanzaban a paso de tortuga y apenas
se ponía el sol debían detenerse, para evitar ser golpeados por los
troncos que arrastraba la corriente. El calor era intenso, pero al
anochecer refrescaba y para dormir había que cubrirse con una manta. A
veces, donde el río se presentaba limpio y calmo, aprovechaban para pescar
o nadar un rato. Los dos primeros días se cruzaron con embarcaciones de
diversas clases, desde lanchas a motor y casas flotantes hasta sencillas
canoas talladas en troncos de árbol, pero después quedaron solos en la
inmensidad de aquel paisaje. Ése era un planeta de agua: la vida
transcurría navegando lentamente, al ritmo del río, de las mareas, de las
lluvias, de las inundaciones. Agua, agua por todas partes. Existían
centenares de familias, que nacían y morían en sus embarcaciones, sin
haber pasado una noche en tierra firme; otras vivían en casas sobre
pilotes a las orillas del río. El transporte se hacía por el río y la
única forma de enviar o recibir un mensaje era por radio. Al muchacho
americano le parecía increíble que se pudiera vivir sin teléfono. Una
estación de Manaos transmitía mensajes personales sin interrupciones, así
se enteraba la gente de las noticias, sus negocios y sus familias. Río
arriba circulaba poco el dinero, había una economía de trueque, cambiaban
pescado por azúcar, o gasolina por gallinas, o servicios por una caja de
cerveza.
En ambas orillas
del río la selva se alzaba amenazante. Las órdenes del capitán fueron
claras: no alejarse por ningún motivo, porque bosque adentro se pierde el
sentido de la orientación. Se sabía de extranjeros que, estando a pocos
metros del río, habían muerto desesperados sin encontrarlo. Al amanecer
veían delfines rosados saltando entre las aguas y centenares de pájaros
cruzando el aire. También vieron manatíes, unos grandes mamíferos
acuáticos cuyas hembras dieron origen a la leyenda de las sirenas. Por la
noche aparecían entre los matorrales puntos colorados: eran los ojos de
los caimanes espiando en la oscuridad. Un caboclo enseñó a Alex a calcular
el tamaño del animal por la separación de los ojos. Cuando se trataba de
un ejemplar pequeño, el caboclo lo encandilaba con una linterna, luego
saltaba al agua y lo atrapaba, sujetándole las mandíbulas con una mano y
la cola con otra. Si la separación de los ojos era considerable, lo
evitaba como a la peste.
El tiempo
transcurría lento, las horas se arrastraban eternas, sin embargo Alex no
se aburría. Se sentaba en la proa del bote a observar la naturaleza, leer
y tocar la flauta de su abuelo. La selva parecía animarse y responder al
sonido del instrumento, hasta los ruidosos tripulantes y pasajeros del
barco se callaban para escucharlo; ésas eran las únicas ocasiones en que
Kate Coid le prestaba atención. La escritora era de pocas palabras, pasaba
el día leyendo o escribiendo en sus cuadernos y en general lo ignoraba o
lo trataba como a cualquier otro miembro de la expedición. Era inútil
acudir a ella para plantearle un problema de mera supervivencia, como la
comida, la salud o la seguridad, por ejemplo. Lo miraba de arriba abajo
con evidente desdén y le contestaba que hay dos clases de problemas, los
que se arreglan solos y los que no tienen solución, así es que no la
molestara con tonterías. Menos mal que su mano había sanado rápidamente,
si no ella sería capaz de resolver el asunto sugiriendo que se la
amputara. Era mujer de medidas extremas. Le había prestado mapas y libros
sobre el Amazonas, para que él mismo buscara la información que le
interesaba. Si Alex le comentaba sus lecturas sobre los indios o le
planteaba sus teorías sobre la Bestia, ella replicaba sin levantar la
vista de la página que tenía por delante: «Nunca pierdas una buena ocasión
de callarte la boca, Alexander».
Todo en ese viaje
resultaba tan diferente al mundo en que el muchacho se había criado, que
se sentía como un visitante de otra galaxia. Ya no contaba con las
comodidades que antes usaba sin pensar, como una cama, baño, agua
corriente, electricidad. Se dedicó a tomar fotografías con la cámara de su
abuela para llevar pruebas de vuelta a California. ¡Sus amigos jamás le
creerían que había tenido en las manos un caimán de casi un metro de
largo!
Su problema más
grave era alimentarse. Siempre había sido quisquilloso para comer y ahora
le servían cosas que ni siquiera sabia nombrar. Lo único que podía
identificar a bordo eran frijoles en lata, carne seca salada y café, nada
de lo cual le apetecía. Los tripulantes cazaron a tiros un par de monos y
esa noche, cuando el bote atracó en la orilla, los asaron. Tenían un
aspecto tan humano, que se sintió enfermo al verlos: parecían dos niños
quemados. A la mañana siguiente pescaron una pirarucú, un enorme pez cuya
carne resultó deliciosa para todos menos para él, porque se negó a
probarla. Había decidido a los tres años que no le gustaba el pescado. Su
madre, cansada de batallar para obligarlo a comer, se había resignado
desde entonces a servirle los alimentos que le gustaban. No eran muchos.
Esa limitación lo mantenía hambriento durante el viaje; sólo disponía de
bananas, un tarro de leche condensada y varios paquetes de galletas. A su
abuela no pareció importarle que él tuviera hambre, tampoco a los demás.
Nadie le hizo caso.
Varias veces al día
caía una breve y torrencial lluvia; debió acostumbrarse a la permanente
humedad, al hecho de que la ropa nunca se secaba del todo. Al ponerse el
sol atacaban nubes de mosquitos. Los extranjeros se defendían empapándose
en insecticida, sobre todo Ludovic Leblanc, quien no perdía ocasión de
recitar la lista de enfermedades transmitidas por insectos, desde el tifus
hasta la malaria. Había amarrado un tupido velo en tomo a su sombrero
australiano para protegerse la cara y pasaba buena parte del día refugiado
bajo un mosquitero, que hizo colgar en la popa del barco. Los caboclos, en
cambio, parecían inmunes a las picaduras. Al tercer día, durante una
mañana radiante, la embarcación se detuvo porque había un problema con el
motor. Mientras el capitán procuraba arreglar el desperfecto, el resto de
la gente se echó bajo techo a descansar. Hacía demasiado calor para
moverse, pero Alex decidió que era el lugar perfecto para refrescarse.
Saltó al agua, que parecía baja y calma como un plato de sopa, y se hundió
como una piedra.
—Sólo un tonto
prueba la profundidad con los dos pies —comentó su abuela cuando él asomó
la cabeza en la superficie, echando agua & hasta por las orejas.
El muchacho se
alejó nadando del bote —le habían dicho que los caimanes prefieren las
orillas— y flotó de espaldas en el agua tibia por largo rato, abierto de
brazos y piernas, mirando el cielo y pensando en los astronautas, que
conocían su inmensidad. Se sintió tan seguro, que cuando algo pasó veloz
rozando su mano tardó un instante en reaccionar. Sin tener idea de qué
clase de peligro acechaba —tal vez los caimanes no se quedaban sólo en las
orillas, después de todo —empezó a bracear con todas sus fuerzas de vuelta
a la embarcación, pero lo detuvo en seco la voz de su abuela gritándole
que no se moviera. Le obedeció por hábito, a pesar de que su instinto le
advertía lo contrario. Se mantuvo a flote lo más quieto posible y entonces
vio a su lado un pez enorme. Creyó que era un tiburón y el corazón se le
detuvo, pero el pez dio una corta vuelta y regresó curioso, colocándose
tan cerca, que pudo ver su sonrisa. Esta vez su corazón dio un salto y
debió contenerse para no gritar de alegría. ¡Estaba nadando con un delfín!
Los veinte minutos
siguientes, jugando con él como lo hacia con su perro Poncho, fueron los
más felices de su vida. El magnífico animal circulaba a su alrededor a
gran velocidad, saltaba por encima de él, se detenía a pocos centímetros
de su cara, observándolo con una expresión simpática. A veces pasaba muy
cerca y podía tocar su piel, que no era suave como había imaginado, sino
áspera. Alex deseaba que ese momento no terminara nunca, estaba dispuesto
a quedarse para siempre en el río, pero de pronto el delfín dio un
coletazo de despedida y desapareció.
—¿Viste, abuela?
¡Nadie me va a creer esto! —gritó de vuelta en el bote, tan excitado que
apenas podía hablar.
—Aquí están las
pruebas —sonrió ella, señalándole la cámara. También los fotógrafos de la
expedición, Bruce y González, habían captado la escena. A medida que se
internaban por el río Negro, la vegetación se volvía más voluptuosa, el
aire más espeso y fragante, el tiempo más lento y las distancias más
incalculables. Avanzaban como en sueños por un territorio alucinante. De
trecho en trecho la embarcación se iba desocupando, los pasajeros
descendían con sus bultos y sus animales en las chozas o pequeños
villorrios de la orilla. Las radios a bordo ya no recibían los mensajes
personales de Manaos ni atronaban con los ritmos populares, los hombres se
callaban mientras la naturaleza vibraba con una orquesta de pájaros y
monos. Sólo el ruido del motor delataba la presencia humana en la inmensa
soledad de la selva. Por último, cuando llegaron a Santa María de la
Lluvia, sólo quedaban a bordo la tripulación, el grupo del International
Geographic, la doctora Omayra Torres y dos soldados. También estaban los
dos jóvenes mormones, atacados por alguna bacteria intestinal. A pesar de
los antibióticos administrados por la doctora iban tan enfermos, que
apenas podían abrir los ojos y a ratos confundían la selva ardiente con
sus nevadas montañas de Utah.
—Santa María de la
Lluvia es el último enclave de la civilización —dijo el capitán de bote,
cuando en un recodo del río apareció el villorrio
—De aquí para
adelante es territorio mágico, Alexander —advirtió Kate Coid a su nieto.
—¿Quedan indios que
no han tenido contacto alguno con la civilización? —preguntó él.
—Se calcula que
existen unos dos o tres mil, pero en realidad nadie lo sabe con certeza
—contestó la doctora Omayra Torres.
Santa María de la
Lluvia se levantaba como un error humano en medio de una naturaleza
abrumadora, que amenazaba con tragársela en cualquier momento. Consistía
en una veintena de casas, un galpón que hacia las veces de hotel, otro más
pequeño donde funcionaba un hospital atendido por dos monjas, un par de
pequeños almacenes, una iglesia católica y un cuartel del ejército. Los
soldados controlaban la frontera y el tráfico entre Venezuela y Brasil. De
acuerdo a la ley, también debían proteger a los indígenas de los abusos de
colonos y aventureros, pero en la práctica no lo hacían. Los forasteros
iban ocupando la región sin que nadie se los impidiera, empujando a los
indios más y más hacia las zonas inexpugnables o matándolos con impunidad.
En el embarcadero de Santa María de la Lluvia los esperaba un hombre alto,
con un perfil afilado de pájaro, facciones viriles y expresión abierta, la
piel curtida por la intemperie y una melena oscura amarrada en una cola en
la nuca.
—Bienvenidos. Soy
César Santos y ésta es mi hija Nadia —se presentó.
Alex calculó que la
chica tenía la edad de su hermana Andrea, unos doce o trece años. Tenía el
cabello crespo y alborotado, desteñido por el sol, los ojos y la piel
color miel; vestía shorts, camiseta y unas chancletas de plástico. Llevaba
varias tiras de colores atadas en las muñecas, una flor amarilla sobre una
oreja y una larga pluma verde atravesada en el lóbulo de la otra. Alex
pensó que, si Andrea viera esos adornos, los copiaría de inmediato, y que
si Nicole, su hermana menor, viera el monito negro que la chica llevaba
sentado sobre un hombro, se moriría de envidia. Mientras la doctora
Torres, ayudada por dos monjas que fueron a recibirla, se llevaba a los
misioneros mormones al diminuto hospital, César Santos dirigió el
desembarco de los numerosos bultos de la expedición. Se disculpó por no
haberlos esperado en Manaos, como habían acordado. Explicó que su avioneta
había sobrevolado todo el Amazonas, pero era muy antigua y en las últimas
semanas se le caían piezas del motor. En vista de que había estado a punto
de estrellarse, decidió encargar otro motor, que debía llegar en esos
días, y agregó con una sonrisa que no podía dejar huérfana a su hija
Nadia. Luego los llevó al hotel, que resultó ser una construcción de
madera sobre pilotes a orillas del río, similar a las otras destartaladas
casuchas de la aldea. Cajas de cerveza se amontonaban por todos lados y
sobre el mesón se alineaban botellas de licor. Alex había notado durante
el viaje que, a pesar del calor, los hombres bebían litros y litros de
alcohol a toda hora. Ese primitivo edificio serviría de base de
operaciones, alojamiento, restaurante y bar para los visitantes. A Kate
Coid y al profesor Ludovic Leblanc les asignaron unos cubículos separados
del resto por sábanas colgadas de cuerdas. Los demás dormirían en hamacas
protegidas por mosquiteros.
Santa María de la
Lluvia era un villorrio somnoliento y tan remoto, que apenas figuraba en
los mapas. Unos cuantos colonos criaban vacas de cuernos muy largos; otros
explotaban el oro del fondo del río o la madera y el caucho de los
bosques; unos pocos atrevidos partían solos a la selva en busca de
diamantes; pero la mayoría vegetaba a la espera de que alguna oportunidad
cayera milagrosamente del cielo. Ésas eran las actividades visibles. Las
secretas consistían en tráfico de pájaros exóticos, drogas y armas. Grupos
de soldados, con sus rifles al hombro y las camisas empapadas de sudor,
jugaban a los naipes o fumaban sentados a la sombra. La escasa población
languidecía, medio atontada por el calor y el aburrimiento. Alex vio
varios individuos sin pelo ni dientes, medio ciegos, con erupciones en la
piel, gesticulando y hablando solos; eran mineros a quienes el mercurio
había trastornado y estaban muriendo de a poco. Buceaban en el fondo del
río para aspirar con poderosos tubos la arena saturada de oro en polvo.
Algunos morían ahogados; otros morían porque sus competidores les cortaban
las mangueras de oxigeno; los mas morían lentamente envenenados por el
mercurio que usaban para separar la arena del oro.
Los niños de la
aldea, en cambio, jugaban felices en el lodo, acompañados por unos cuantos
monos domésticos y perros flacos. Había algunos indios, varios cubiertos
con una camiseta o un pantalón corto, otros tan desnudos como los niños.
Al comienzo Alex, turbado, no se atrevía a mirar los senos de las mujeres,
pero rápidamente se le acostumbró la vista y a los cinco minutos dejaron
de llamarle la atención. Esos indios llevaban varios años en contacto con
la civilización y habían perdido muchas de sus tradiciones y costumbres,
como explicó César Santos. La hija del guía, Nadia, les hablaba en su
lengua y en respuesta ellos la trataban como si fuera de la misma tribu.
Si ésos eran los
feroces indígenas descritos por Leblanc, no resultaban muy impresionantes:
eran pequeños, los hombres median menos de un metro cincuenta y los niños
parecían miniaturas humanas. Por primera vez en su vida Alex se sintió
alto. Tenían la piel color bronce y pómulos altos; los hombres llevaban el
cabello cortado redondo como un plato a la altura de las orejas, lo cual
acentuaba su aspecto asiático. Descendían de habitantes del norte de
China, que llegaron por Alaska entre diez y veinte mil años atrás. Se
salvaron de ser esclavizados durante la conquista en el siglo XVI porque
permanecieron aislados. Los soldados españoles y portugueses no pudieron
vencer los pantanos, los mosquitos, la vegetación, los inmensos ríos y las
cataratas de la región amazónica.
Una vez instalados
en el hotel, César Santos procedió a organizar el equipaje de la
expedición y planear el resto del viaje con la escritora Kate Coid y los
fotógrafos, porque el profesor Leblanc decidió descansar hasta que
refrescara un poco el clima. No soportaba bien el calor. Entretanto Nadia,
la hija del guía, invitó a Alex a recorrer los alrededores.
—Después de la
puesta de sol no se aventuren fuera de los limites de la aldea, es
peligroso —les advirtió César Santos. Siguiendo los consejos de Leblanc,
quien hablaba como un experto en peligros de la selva, Alex se metió los
pantalones dentro de los calcetines y las botas, para evitar que las
voraces sanguijuelas le chuparan la sangre. Nadia, que andaba casi
descalza, se rió.
—Ya te
acostumbrarás a los bichos y el calor —le dijo. Hablaba muy buen inglés
porque su madre era canadiense—. Mi mamá se fue hace tres años —aclaró la
niña.
—¿Por qué se fue?
—No pudo habituarse
aquí, tenía mala salud y empeoró cuando la Bestia empezó a rondar. Sentía
su olor, quería irse lejos, no podía estar sola, gritaba... Al final la
doctora Torres se la llevó en un helicóptero. Ahora está en Canadá —dijo
Nadia.
—¿Tu padre no fue
con ella?
—¿Qué haría mi papá
en Canadá?
—¿Y por qué no te
llevó con ella? —insistió Alex, quien nunca había oído de una madre que
abandonara a los hijos.
—Porque está en un
sanatorio. Además no quiero separarme de mi papá.
—¿No tienes miedo
de la Bestia?
—Todo el mundo le
tiene miedo. Pero si viene, Borobá me advertiría a tiempo —replicó la
niña, acariciando al monito negro, que nunca se separaba de ella.
Nadia llevó a su
nuevo amigo a conocer el pueblo, lo cual les tomó apenas media hora, pues
no había mucho que ver. Súbitamente estalló una tormenta de relámpagos,
que cruzaban el cielo en todas direcciones, y empezó a llover a raudales.
Era una lluvia caliente como sopa, que convirtió las angostas callejuelas
en un humeante lodazal. La gente en general buscaba amparo bajo algún
techo, pero los niños y los indios continuaban en sus actividades,
indiferentes por completo al aguacero. Alex comprendió que su abuela tuvo
razón al sugerirle que reemplazara sus vaqueros por ropa ligera de
algodón, más fresca y fácil de secar. Para escapar de la lluvia, los dos
chicos se metieron en la iglesia, donde encontraron a un hombre alto y
fornido, con unas tremendas espaldas de leñador y el cabello blanco, a
quien Nadia presentó como el padre Valdomero. Carecía por completo de la
solemnidad que se espera de un sacerdote: estaba en calzoncillos, con el
torso desnudo, encaramado a una escalera pintando las paredes con cal.
Tenía una botella de ron en el suelo.
—El padre Valdomero
ha vivido aquí desde antes de la invasión de las hormigas —lo presentó
Nadia.
—Llegué cuando se
fundó este pueblo, hace casi cuarenta años, y estaba aquí cuando vinieron
las hormigas. Tuvimos que abandonar todo y salir escapando río abajo.
Llegaron como una enorme mancha oscura, avanzando implacables, destruyendo
todo a su paso —contó el sacerdote.
—¿Qué pasó
entonces? —preguntó Alex, quien no podía imaginar un pueblo víctima de
insectos.
—Prendimos fuego a
las casas antes de irnos. El incendio desvió a las hormigas y unos meses
más tarde pudimos regresar. Ninguna de las casas que ves aquí tiene más de
quince años —explicó.
El sacerdote tenía
una extraña mascota, un perro anfibio que, según dijo, era nativo del
Amazonas, pero su especie estaba casi extinta. Pasaba buena parte de su
vida en el río y podía permanecer varios minutos con la cabeza dentro de
un balde con agua. Recibió a los visitantes desde prudente distancia,
desconfiado. Su ladrido era como trino de pájaros y parecía que estaba
cantando.
—Al padre Valdomero
lo raptaron los indios. ¡Qué daría yo por tener esa suerte! —exclamó Nadia
admirada.
—No me raptaron,
niña. Me perdí en la selva y ellos me salvaron la vida. Viví con ellos
varios meses. Son gente buena y libre, para ellos la libertad es más
importante que la vida misma, no pueden vivir sin ella. Un indio preso es
un indio muerto: se mete hacia adentro, deja de comer y respirar y se
muere —contó el padre Valdomero.
—Unas versiones
dicen que son pacíficos y otras que son completamente salvajes y violentos
—dijo Alex.
—Los hombres más
peligrosos que he visto por estos lados no son indios, sino traficantes de
armas, drogas y diamantes, caucheros, buscadores de oro, soldados, y
madereros, que infectan y explotan esta región —rebatió el sacerdote y
agregó que los indios eran primitivos en lo material, pero muy avanzados
en el plano mental, que estaban conectados a la naturaleza, como un hijo a
su madre.
—Cuéntenos de la
Bestia. ¿Es cierto que usted la vio con sus propios ojos, padre? —preguntó
Nadia.
—Creo
que la vi, pero era de noche y mis ojos ya no son tan buenos como antes
—contestó el padre Valdomero, echándose un largo trago de ron al gaznate.
—¿Cuándo fue eso?
—preguntó Alex, pensando que su abuela agradecería esa información.
—Hace un par de
años...
—¿Qué vio
exactamente?
—Lo he contado
muchas veces: un gigante de más de tres metros de altura, que se movía muy
lentamente y despedía un olor terrible. Quedé paralizado de espanto.
—¿No lo atacó,
padre?
—No. Dijo algo,
después dio media vuelta y desapareció en el bosque.
—¿Dijo algo?
Supongo que quiere decir que emitió ruidos, como gruñidos, ¿verdad?
—insistió Alex.
—No, hijo.
Claramente la criatura habló. No entendí ni una palabra, pero sin duda era
un lenguaje articulado. Me desmayé... Cuando desperté no estaba seguro de
lo que había pasado, pero tenía ese olor penetrante pegado en la ropa, en
el pelo, en la piel. Así supe que no lo había soñado.
CAPITULO 5 - El chamán
La tormenta cesó tan
súbitamente como había comenzado, y la noche apareció clara. Alex y Nadia
regresaron al hotel, donde los miembros de la expedición estaban reunidos
en torno a César Santos y la doctora Omayra Torres estudiando un mapa de
la región y discutiendo los preparativos del viaje. El profesor Leblanc,
algo más repuesto de la fatiga, estaba con ellos. Se había pintado de
insecticida de pies a cabeza y había contratado a un indio llamado
Karakawe para que lo abanicara con una hoja de banano. Leblanc exigió que
la expedición se pusiera en marcha hacia el Alto Orinoco al día siguiente,
porque él no podía perder tiempo en esa aldea insignificante. Disponía
sólo de tres semanas para atrapar a la extraña criatura de la selva, dijo.
—Nadie lo ha logrado
en varios años, profesor... —apuntó César Santos.
—Tendrá que aparecer
pronto, porque yo debo dar una serie de conferencias en Europa —replicó
él.
—Espero que la
Bestia entienda sus razones —dijo el guía, pero el profesor no dio
muestras de captar la ironía.
Kate Coid le había
contado a su nieto que el Amazonas era un lugar peligroso para los
antropólogos, porque solían perder la razón. Inventaban teorías
contradictorias y se peleaban entre ellos a tiros y cuchilladas; otros
tiranizaban a las tribus y acababan creyéndose dioses. A uno de ellos,
enloquecido, debieron llevarlo amarrado de vuelta a su país.
—Supongo que está
enterado de que yo también formo parte de la expedición, profesor Leblanc
—dijo la doctora Omayra Torres, a quien el antropólogo miraba de reojo a
cada rato, impresionado por su opulenta belleza.
—Nada me gustaría
más, señorita, pero...
—Doctora Torres —lo
interrumpió la médica.
—Puede llamarme
Ludovic —aventuró Leblanc con coquetería.
—Llámeme doctora
Torres —replicó secamente ella.
—No podré llevarla,
mi estimada doctora. Apenas hay espacio para quienes hemos sido
contratados por el International Geographic. El presupuesto es generoso,
pero no ilimitado —replicó Leblanc.
—Entonces ustedes
tampoco irán, profesor. Pertenezco al Servicio Nacional de Salud. Estoy
aquí para proteger a los indios. Ningún forastero puede contactarlos sin
las medidas de prevención necesarias. Son muy vulnerables a las
enfermedades, sobre todo las de los blancos —dijo la doctora.
—Un resfrío común es
mortal para ellos. Una tribu completa murió de una infección respiratoria
hace tres años, cuando vinieron unos periodistas a filmar un documental.
Uno de ellos tenía tos, le dio una chupada de su cigarrillo a un indio y
así contagió a toda la tribu —agregó César Santos.
En ese momento
llegaron el capitán Ariosto, jefe del cuartel, y Mauro Carías, el
empresario más rico de los alrededores. En un susurro, Nadia le explicó a
Alex que Carías era muy poderoso, hacía negocios con los presidentes y
generales de varios países sudamericanos. Agregó que no tenía el corazón
en el cuerpo, sino que lo llevaba en una bolsa, y señaló el maletín de
cuero que Carías tenía en la mano. Por su parte Ludovic Leblanc estaba muy
impresionado con Mauro Carías, porque la expedición se había formado
gracias a los contactos internacionales de ese hombre. Fue él quien
interesó a la revista International Geographic en la leyenda de la Bestia.
—Esa extraña
criatura tiene atemorizados a las buenas gentes del Alto Orinoco. Nadie
quiere internarse en el triángulo donde se supone que habita —dijo Carías.
—Entiendo que esa
zona no ha sido explorada —dijo Kate Coid.
—Así es.
—Supongo que debe
ser muy rica en minerales y piedras preciosas —agregó la escritora.
—La riqueza del
Amazonas está sobre todo en la tierra y las maderas —respondió él.
—Y en las plantas
—intervino la doctora Omayra Torres—. No conocemos ni un diez por ciento
de las sustancias medicinales que hay aquí. A medida que desaparecen los
chamanes y curanderos indígenas, perdemos para siempre esos conocimientos.
—Imagino que la
Bestia también interfiere con sus negocios por esos lados, señor Carías,
tal como interfieren las tribus —continuó Kate Coid, quien cuando se
interesaba en algo no soltaba la presa.
—La Bestia es un
problema para todos. Hasta los soldados le tienen miedo —admitió Mauro
Carías.
—Si la Bestia
existe, la encontraré. Todavía no ha nacido el hombre y menos el animal
que pueda burlarse de Ludovic Leblanc —replicó el profesor, quien solía
referirse a sí mismo en tercera persona.
—Cuente con mis
soldados, profesor. Al contrario de lo que asegura mi buen amigo Carías,
son hombres valientes —ofreció el capitán Ariosto.
—Cuente también con
todos mis recursos, estimado profesor Leblanc. Dispongo de lanchas a motor
y un buen equipo de radio —agregó Mauro Carías.
—Y cuente conmigo
para los problemas de salud o los accidentes que puedan surgir —añadió
suavemente la doctora Omayra Torres, como si no recordara la negativa de
Leblanc de incluirla en la expedición.
—Tal como le dije,
señorita...
—Doctora —lo
corrigió ella de nuevo.
—Tal como le dije,
el presupuesto de esta expedición es limitado, no podemos llevar turistas
—dijo Leblanc, enfático.
—No soy turista. La
expedición no puede continuar sin un médico autorizado y sin las vacunas
necesarias.
—La doctora tiene
razón. El capitán Ariosto le explicará la ley —intervino César Santos,
quien conocía a la doctora y evidentemente se sentía atraído por ella.
—Ejem, bueno... es
cierto que... —farfulló el militar mirando a Mauro Carías, confundido.
—No habrá problema
en incluir a Omayra. Yo mismo financiaré sus gastos —sonrió el empresario
poniendo un brazo en torno a los hombros de la joven médica.
—Gracias, Mauro,
pero no será necesario, mis gastos los paga el Gobierno —dijo ella,
apartándose sin brusquedad.
—Bien. En ese caso
no hay más que hablar. Espero que encontremos a la Bestia, si no este
viaje será inútil —comentó Timothy Bruce, el fotógrafo.
—Confíe en mí,
joven. Tengo experiencia en este tipo de animales y yo mismo he diseñado
unas trampas infalibles. Puede ver los modelos de mis trampas en mi
tratado sobre el abominable hombre del Himalaya —aclaró el profesor con
una mueca de satisfacción, mientras indicaba a Karakawe que lo abanicara
con más bríos.
—¿Pudo atraparlo?
—preguntó Alex con fingida inocencia, pues conocía de sobra la respuesta.
—No existe, joven.
Esa supuesta criatura del Himalaya es una patraña. Tal vez esta famosa
Bestia también lo sea.
—Hay gente que la ha
visto —alegó Nadia.
—Gente ignorante,
sin duda, niña —determinó el profesor.
—El padre Valdomero
no es un ignorante —insistió Nadia.
—¿Quién es ése?
—Un misionero
católico, que fue raptado por los salvajes y desde entonces está loco
—intervino el capitán Ariosto. Hablaba inglés con un fuerte acento
venezolano y como mantenía siempre un cigarro entre los dientes, no era
mucho lo que se le entendía.
—¡No fue raptado y
tampoco está loco! —exclamó Nadia.
—Cálmate, bonita —sonrió
Mauro Carías acariciando el cabello de Nadia, quien de inmediato se puso
fuera de su alcance.
—En realidad el
padre Valdomero es un sabio. Habla varios idiomas de los indios, conoce la
flora y la fauna del Amazonas mejor que nadie; recompone fracturas de
huesos, saca muelas y en un par de ocasiones ha operado cataratas de los
ojos con un bisturí que él mismo fabricó —agregó César Santos.
—Si, pero no ha
tenido éxito en combatir los vicios en Santa María de la Lluvia o en
cristianizar a los indios, ya ven que todavía andan desnudos —se burló
Mauro Carías.
—Dudo que los indios
necesiten ser cristianizados —rebatió César Santos.
Explicó que eran muy
espirituales, creían que todo tenía alma: los árboles, los animales, los
ríos, las nubes. Para ellos el espíritu y la materia no estaban separados.
No entendían la simpleza de la religión de los forasteros, decían que era
una sola historia repetida, en cambio ellos tenían muchas historias de
dioses, demonios, espíritus del cielo y la tierra. El padre Valdomero
había renunciado a explicarles que Cristo murió en la cruz para salvar a
la humanidad del pecado, porque la idea de tal sacrificio dejaba a los
indios atónitos. No conocían la culpa. Tampoco comprendían la necesidad de
usar ropa en ese clima o de acumular bienes, si nada podían llevarse al
otro mundo cuando morían.
—Es una lástima que
estén condenados a desaparecer, son el sueño de cualquier antropólogo,
¿verdad, profesor Leblanc? —apuntó Mauro Carías, burlón.
—Así es. Por suerte
pude escribir sobre ellos antes que sucumban ante el progreso. Gracias a
Ludovic Leblanc figurarán en la historia —replicó el profesor,
completamente impermeable al sarcasmo del otro.
Esa tarde la cena
consistió en trozos de tapir asado, frijoles y tortillas de mandioca, nada
de lo cual Alex quiso probar, a pesar de que lo atormentaba un hambre de
lobo. Después de la cena, mientras su abuela bebía vodka y fumaba su pipa
en compañía de los hombres del grupo, Alex salió con Nadia al embarcadero.
La luna brillaba como una lámpara amarilla en el cielo. Los rodeaba el
ruido de la selva, como música de fondo: gritos de pájaros, chillidos de
monos, croar de sapos y grillos. Miles de luciérnagas pasaban fugaces por
su lado, rozándoles la cara. Nadia atrapó una con la mano y se la enredó
entre los rizos del cabello, donde quedó titilando como una lucecita. La
muchacha estaba sentada en el muelle con los pies en el agua oscura del
río. Alex le preguntó por las pirañas, que había visto disecadas en las
tiendas para turistas en Manaos, como tiburones en miniatura: medían un
palmo y estaban provistas de formidables mandíbulas y dientes afilados
como cuchillos.
—Las pirañas son muy
útiles, limpian el agua de cadáveres y basura. Mi papá dice que sólo
atacan si huelen sangre y cuando están hambrientas —explicó ella.
Le contó que en una
ocasión había visto cómo un caimán, mal herido por un jaguar, se arrastró
hasta el agua, donde las pirañas se introdujeron por la herida y lo
devoraron por dentro en cuestión de minutos, dejando la piel intacta.
En ese momento la
chica se puso alerta y le hizo un gesto con la mano de que guardara
silencio. Borobá, el monito, empezó a dar saltos y emitir chillidos, muy
agitado, pero Nadia lo calmó en un instante susurrándole al oído. Alex
tuvo la impresión de que el animal entendía perfectamente las palabras de
su ama. Sólo veía las sombras de la vegetación y el espejo negro del agua,
pero era evidente que algo había llamado la atención de Nadia, porque se
había puesto de pie. De lejos le llegaba el sonido apagado de alguien
pulsando las cuerdas de una guitarra en la aldea. Si se volvía, podía ver
algunas luces de las casas a su espalda, pero allí estaban solos.
Nadia lanzó un grito
largo y agudo, que a los oídos del muchacho sonó idéntico al de una
lechuza, y un instante después otro grito similar respondió desde la otra
orilla. Ella repitió el llamado dos veces y en ambas ocasiones tuvo la
misma respuesta. Entonces tomó a Alex de un brazo y le indicó que la
siguiera. El muchacho recordó la advertencia de César Santos, de
permanecer dentro de los límites del pueblo después del atardecer, así
como las historias que había oído sobre víboras, fieras, bandidos y
borrachos armados. Y mejor no pensar en los indios feroces descritos por
Leblanc o en la Bestia... Pero no quiso quedar como cobarde ante los ojos
de la chica y la Siguió sin decir palabra, empuñando su cortaplumas del
ejército suizo abierto.
Dejaron atrás las
últimas casuchas de la aldea y siguieron adelante con cuidado, sin más luz
que la luna. La selva resultó menos tupida de lo que Alex creía; la
vegetación era densa en las orillas del río, pero luego se raleaba y era
posible avanzar sin gran dificultad. No fueron muy lejos antes que el
llamado de la lechuza se repitiera. Estaban en un claro del bosque, donde
la luna podía verse brillando en el firmamento. Nadia se detuvo y esperó
inmóvil; hasta Borobá estaba quieto, como si supiera lo que aguardaban. De
pronto Alex dio un salto, sorprendido: a menos de tres metros de distancia
se materializó una figura salida de la noche, súbita y sigilosa, como un
fantasma. El muchacho enarboló su navaja dispuesto a defenderse, pero la
actitud serena de Nadia detuvo su gesto en el aire.
—Aía —murmuró la
chica en voz baja.
—Aía, ......
—replicó una voz que a Alex no le pareció humana, sonaba como soplido de
viento.
La figura se
aproximó un paso y quedó muy cerca de Nadia. Para entonces los ojos de
Alex se habían acostumbrado un poco a la penumbra y pudo ver a la luz de
la luna a un hombre increíblemente anciano. Parecía haber vivido siglos, a
pesar de su postura erguida y sus movimientos ágiles. Era muy pequeño,
Alex calculó que medía menos que su hermana Nicole, quien sólo tenía nueve
años. Usaba un breve delantal de fibra vegetal y una docena de collares de
conchas, semillas y dientes de jabalí cubriéndole el pecho. La piel,
arrugada como la de un milenario elefante, caía en pliegues sobre su
frágil esqueleto. Llevaba una corta lanza, un bastón del cual colgaban una
serie de bolsitas de piel y un cilindro de cuarzo que sonaba como un
cascabel de bebé. Nadia se llevó la mano al cabello, desprendió la
luciérnaga y se la ofreció; el anciano la aceptó, colocándola entre sus
collares. Ella se puso en cuclillas y señaló a Alex que hiciera otro
tanto, como signo de respeto. Enseguida el indio se agachó también y así
quedaron los tres a la misma altura.
Borobá dio un salto
y se encaramó a los hombros del viejo, tironeándole las orejas; su ama lo
separó de un manotazo y el anciano se echó a reír de buena gana. A Alex le
pareció que no tenía un solo diente en la boca, pero como no había mucha
luz, no podía estar seguro. El indio y Nadia se enfrascaron en una larga
conversación de gestos y sonidos en una lengua cuyas palabras sonaban
dulces, como brisa, agua y pájaros. Supuso que hablaban de él, porque lo
señalaban. En un momento el hombre se puso de pie y agitó su corta lanza
muy enojado, pero ella lo tranquilizó con largas explicaciones. Por último
el viejo se quitó un amuleto del cuello, un trozo de hueso tallado, y se
lo llevó a los labios para soplarlo. El sonido era el mismo canto de
lechuza escuchado antes, que Alex reconoció porque esas aves abundaban en
las cercanías de su casa en el norte de California. El singular anciano
colgó el amuleto en torno al cuello de Nadia, puso las manos en sus
hombros a modo de despedida y enseguida desapareció con el mismo sigilo de
su llegada. El muchacho podía jurar que no lo vio retroceder, simplemente
se esfumó.
—Ése era Walimaí —le
dijo Nadia al oído.
—¿Walimaí? —preguntó
él, impresionado por ese extraño encuentro.
—¡Chisss! ¡No lo
digas en voz alta! Jamás debes pronunciar el nombre verdadero de un indio
en su presencia, es tabú. Menos puedes nombrar a los muertos, eso es un
tabú mucho más fuerte, un terrible insulto —explicó Nadia.
—¿Quién es?
—Es un chamán, un
brujo muy poderoso. Habla a través de sueños y visiones. Puede viajar al
mundo de los espíritus cuando desea. Es el único que conoce el camino a El
Dorado.
—¿El Dorado? ¿La
ciudad de oro que inventaron los conquistadores? ¡Ésa es una leyenda
absurda! —replicó Alex.
—Walimaí ha estado
allí muchas veces con su mujer. Siempre anda con ella —rebatió la chica.
—A ella no la vi
—admitió Alex.
—Es un espíritu. No
todos pueden verla.
—¿Tú la viste?
—Sí. Es joven y muy
bonita.
—¿Qué te dio el
brujo? ¿Qué hablaron ustedes dos? —preguntó Alex.
—Me dio un talismán.
Con esto siempre estaré segura; nadie, ni las personas, ni los animales,
ni los fantasmas podrán hacerme daño. También sirve para llamarlo, basta
con soplarlo y él vendrá. Hasta ahora yo no podía llamarlo, debía esperar
que él viniera. Walimaí dice que voy a necesitarlo porque hay mucho
peligro, el Rahakanariwa, el temible espíritu del pájaro caníbal, anda
suelto. Cuando aparece hay muerte y destrucción, pero yo estaré protegida
por el talismán.
—Eres una niña
bastante rara... —suspiró Alex, sin creer ni la mitad de lo que ella
decía.
—Walimaí dice que
los extranjeros no deben ir a buscar a la Bestia. Dice que varios morirán.
Pero tú y yo debemos ir, porque hemos sido llamados, porque tenemos el
alma blanca.
—¿Quién nos llama?
—No sé, pero si
Walimaí lo dice, es cierto.
—¿De verdad tú crees
esas cosas, Nadia? ¿Crees en brujos, en pájaros caníbales, en El Dorado,
en esposas invisibles, en la Bestia?
Sin responder, la
chica dio media vuelta, echó a andar hacia la aldea y él la siguió de
cerca, para no perderse.
CAPITULO 6 - El plan
Esa noche Alexander
Coid durmió sobresaltado. Se sentía a la intemperie, como si las frágiles
paredes que lo separaban de la selva se hubieran disuelto y estuviera
expuesto a todos los peligros de aquel mundo desconocido. El hotel,
construido con tablas sobre pilotes, con techo de cinc y sin vidrios en
las ventanas, apenas servía para protegerse de la lluvia. El ruido
exterior de sapos y otros animales se sumaba a los ronquidos de sus
compañeros de habitación. Su hamaca se volteó un par de veces, lanzándolo
de bruces al suelo, antes que recordara la forma de usarla, colocándose en
diagonal para mantener el equilibrio. No hacía calor, pero él estaba
sudando. Permaneció desvelado en la oscuridad mucho rato, debajo de su
mosquitero empapado en insecticida, pensando en la Bestia, en tarántulas,
escorpiones, serpientes y otros peligros que acechaban en la oscuridad.
Repasó la extraña escena que había visto entre el indio y Nadia. El chamán
había profetizado que varios miembros de la expedición morirían.
A Alex le pareció
increíble que en pocos días su vida hubiera dado un vuelco tan
espectacular, que de repente se encontrara en un lugar fantástico donde,
tal como había anunciado su abuela, los espíritus se paseaban entre los
vivos. La realidad se había distorsionado, ya no sabía qué creer. Sintió
una gran nostalgia por su casa y su familia, incluso por su perro Poncho.
Estaba muy solo y muy lejos de todo lo conocido. ¡Si al menos pudiera
averiguar cómo seguía su madre! Pero llamar por teléfono desde esa aldea a
un hospital en Texas era como tratar de comunicarse con el planeta Marte.
Kate no era gran compañía ni consuelo. Como abuela dejaba mucho que
desear, ni siquiera se daba el trabajo de responder a sus preguntas,
porque opinaba que lo único que uno aprende es lo que uno averigua solo.
Sostenía que la experiencia es lo que se obtiene justo después que uno la
necesita.
Estaba dándose
vueltas en la hamaca, sin poder dormir, cuando le pareció escuchar un
murmullo de voces. Podía ser sólo el barullo de la selva, pero decidió
averiguarlo. Descalzo y en ropa interior, se acercó sigilosamente a la
hamaca donde dormía Nadia junto a su padre, en el otro extremo de la sala
común. Puso una mano en la boca de la chica y murmuró su nombre al oído,
procurando no despertar a los demás. Ella abrió los ojos asustada, pero al
reconocerlo se calmó y descendió de su hamaca ligera como un gato,
haciéndole un gesto perentorio a Borobá para que se quedara quieto. El
monito la obedeció de inmediato, enrollándose en la hamaca, y Alex lo
comparó con su perro Poncho, a quien él no había logrado jamás hacerle
comprender ni la orden más sencilla. Salieron sigilosos, deslizándose a lo
largo de la pared del hotel hacia la terraza, donde Alex había percibido
las voces. Se ocultaron en el ángulo de la puerta, aplastados contra la
pared, y desde allí vislumbraron al capitán Ariosto y a Mauro Carías
sentados en torno a una mesita, fumando, bebiendo y hablando en voz baja.
Sus rostros eran plenamente visibles a la luz de los cigarrillos y de una
espiral de insecticida que ardía sobre la mesa. Alex se felicitó por haber
llamado a Nadia, porque los hombres hablaban en español.
—Ya sabes lo que
debes hacer, Ariosto —dijo Carías.
—No será fácil.
—Si fuera fácil, no
te necesitaría y tampoco tendría que pagarte, hombre —anotó Mauro Carías.
—No me gustan los
fotógrafos, podemos meternos en un lío. Y en cuanto a la escritora, déjame
decirte que esa vieja me parece muy astuta —dijo el capitán.
—El antropólogo, la
escritora y los fotógrafos son indispensables para nuestro plan. Saldrán
de aquí contando exactamente el cuento que nos conviene, eso eliminará
cualquier sospecha contra nosotros. Así evitamos que el Congreso mande una
comisión para investigar los hechos, como ha ocurrido antes. Esta vez
habrá un grupo del International Geographic de testigo —replicó Carías.
—No entiendo por
qué el Gobierno protege a ese puñado de salvajes. Ocupan miles de
kilómetros cuadrados que debieran repartirse entre los colonos, así
llegaría el progreso a este infierno —comentó el capitán.
—Todo a su tiempo,
Ariosto. En ese territorio hay esmeraldas y diamantes. Antes que lleguen
los colonos a cortar árboles y criar vacas, tú y yo seremos ricos. No
quiero aventureros por estos lados todavía.
—Entonces no los habrá. Para eso está el ejército, amigo Carías, para
hacer valer la ley. ¿No hay que proteger a los indios acaso? —dijo el
capitán Ariosto y los dos se rieron de buena gana.
—Tengo todo
planeado, una persona de mi confianza irá con la expedición.
—¿Quién?
—Por el momento prefiero no difundir su nombre. La Bestia es el pretexto
para que el tonto de Leblanc y los periodistas vayan exactamente donde
nosotros queremos y cubran la noticia. Ellos contactarán a los indios, es
inevitable. No pueden internarse en el triángulo del Alto Orinoco a buscar
a la Bestia sin toparse con los indios —apuntó el empresario.
—Tu plan me parece
muy complicado. Tengo gente muy discreta, podemos hacer el trabajo sin que
nadie se entere —aseguró el capitán Ariosto, llevándose el vaso a los
labios.
—¡No, hombre! ¿No
te he explicado que debemos tener paciencia? —replicó Carías.
—Explícame de nuevo
el plan —exigió Ariosto.
—No te preocupes,
del plan me encargo yo. En menos de tres meses habremos desocupado la
zona.
En ese instante
Alex sintió algo sobre un pie y ahogó un grito: una serpiente se deslizaba
sobre su piel desnuda. Nadia se llevó un dedo a los labios, indicándole
que no se moviera. Carías y Ariosto se pusieron de pie, advertidos, y
ambos sacaron simultáneamente sus armas. El capitán encendió su linterna y
barrió los alrededores, pasando con el rayo de luz a pocos centímetros del
sitio donde se ocultaban los chicos. Era tanto el terror de Alex, que de
buena gana hubiera confrontado las pistolas con tal de sacudirse la
serpiente, que ahora se le enrollaba en el tobillo, pero la mano de Nadia
lo sujetaba por un brazo y comprendió que no podía arriesgar también la
vida de ella.
—¿Quién anda allí?
—murmuró el capitán, sin levantar la voz para no atraer a quienes dormían
dentro del hotel.
Silencio.
—Vámonos, Ariosto
—ordenó Carías. El militar volvió a barrer el sitio con su linterna, luego
ambos retrocedieron hasta las escaleras que iban a la calle, siempre con
las armas en las manos. Pasaron uno o dos minutos antes que los muchachos
sintieran que podían moverse sin llamar la atención. Para entonces la
culebra envolvía la pantorrilla, su cabeza estaba a la altura de la
rodilla y el sudor corría a raudales por el cuerpo del muchacho. Nadia se
quitó la camiseta, se envolvió la mano derecha y con mucho cuidado cogió
la serpiente cerca de la cabeza. De inmediato él sintió que el reptil lo
apretaba más, agitando la cola furiosamente, pero la chica lo sostuvo con
firmeza y luego lo fue separando sin brusquedad de la pierna de su nuevo
amigo, hasta que lo tuvo colgando de su mano. Movió el brazo como un
molinete, adquiriendo impulso, y luego lanzó la serpiente por encima de la
baranda de la terraza, hacia la oscuridad. Enseguida volvió a ponerse la
camiseta, con la mayor tranquilidad.
—¿Era venenosa?
—preguntó el tembloroso muchacho apenas pudo sacar la voz.
—Sí, creo que era
una surucucú, pero no era muy grande. Tenía la boca chica y no puede abrir
demasiado las mandíbulas, sólo podría morderte un dedo, no la pierna
—replicó Nadia. Luego procedió a traducirle la conversación de Carías y
Ariosto.
—¿Cuál es el plan
de esos malvados? ¿Qué podemos hacer? —preguntó Nadia.
—No lo sé. Lo único
que se me ocurre es contárselo a mi abuela, pero no sé si me creería; dice
que soy paranoico, que veo enemigos y peligros por todas partes —contestó
el muchacho.
—Por el momento
sólo podemos esperar y vigilar, —sugirió ella, Los muchachos volvieron a
sus hamacas. Alex se durmió al punto, extenuado, y despertó al amanecer
con los aullidos ensordecedores de los monos. Su hambre era tan voraz que
hubiera comido de buena gana los panqueques de su padre, pero no había
nada para echarse a la boca y tuvo que esperar dos horas hasta que sus
compañeros de viaje estuvieron listos para desayunar. Le ofrecieron café
negro, cerveza tibia y las sobras frías del tapir de la noche anterior.
Rechazó todo, asqueado. Nunca había visto un tapir, pero imaginaba que
sería algo así como una rata grande; se llevaría una sorpresa pocos días
más tarde al comprobar que se trataba de un animal de más de cien kilos,
parecido a un cerdo, cuya carne era muy apreciada. Echó mano de un
plátano, pero resultó amargo y le dejó la lengua áspera, después se enteró
que los de esa clase debían ser cocinados. Nadia, quien había salido
temprano a bañarse al río con otras chicas, regresó con una flor fresca en
una oreja y la misma pluma verde en la otra, trayendo a Borobá abrazado al
cuello y media piña en la mano. Alex había leído que la única fruta segura
en los climas tropicales es la que uno mismo pela, pero decidió que el
riesgo de contraer tifus era preferible a la desnutrición. Devoró la piña
que ella le ofrecía, agradecido.
César Santos, el
guía, apareció momentos después, tan bien lavado como su hija, invitando
al resto de los sudorosos miembros de la expedición a darse un chapuzón en
el río. Todos lo siguieron, menos el profesor Leblanc, quien mandó a
Karakawe a buscar varios baldes de agua para bañarse en la terraza, porque
la idea de nadar en compañía de una mantarraya no le atraía. Algunas eran
del tamaño de una alfombra grande y sus poderosas colas no sólo cortaban
como sierras, también inyectaban veneno. Alex consideró que, después de la
experiencia con la serpiente de la noche anterior, no pensaba retroceder
ante el riesgo de toparse con un pez, por mala fama que tuviera. Se tiró
al agua de cabeza.
—Si te ataca una
mantarraya, quiere decir que estas aguas no son para ti —fue el único
comentario de su abuela, quien partió con las mujeres a bañarse a otro
lado.
—Las mantarrayas
son tímidas y viven en el lecho del río. Por lo general escapan cuando
perciben movimiento en el agua, pero de todos modos conviene caminar
arrastrando los pies, para no pisarlas —lo instruyó César Santos. El baño
resultó delicioso y lo dejó fresco y limpio.
CAPITULO 7 - El jaguar negro
Antes de partir, los
miembros de la expedición fueron invitados al campamento de Mauro Carías.
La doctora Omayra Torres se disculpó, dijo que debía enviar a los jóvenes
mormones de vuelta a Manaos en un helicóptero del Ejército, porque habían
empeorado. El campamento se componía de varios remolques, transportados
mediante helicópteros y colocados en círculo en un claro del bosque, a un
par de kilómetros de Santa María de la Lluvia. Sus instalaciones eran
lujosas comparadas con las casuchas de techos de cinc de la aldea. Contaba
con un generador de electricidad, antena de radio y paneles de energía
solar.
Carías tenía
recintos similares en varios puntos estratégicos del Amazonas para
controlar sus múltiples negocios, desde la explotación de madera hasta las
minas de oro, pero vivía lejos de allí. Decían que en Caracas, Río de
Janeiro y Miami poseía mansiones dignas de un príncipe y en cada una
mantenía a una esposa. Se desplazaba en su jet y su avioneta, también
usaba los vehículos del Ejército, que algunos generales amigos suyos
ponían a su disposición. En Santa María de la Lluvia no había un
aeropuerto donde pudiera aterrizar su jet, de manera que utilizaba su
avioneta bimotor, que comparada con el avioncito de César Santos, un
decrépito pájaro de latas oxidadas, resultaba impresionante. A Kate Coid
le llamó la atención que el campamento estuviera rodeado de alambres
electrificados y custodiado por guardias.
—¿Qué puede tener
este hombre aquí que requiera tanta vigilancia? —le comentó a su nieto.
Mauro Carías era de
los pocos aventureros que se habían hecho ricos en el Amazonas. Miles y
miles de garimpeiros se internaban a pie o en canoa por la selva y los
ríos buscando minas de oro o yacimientos de diamantes, abriéndose paso a
machetazos en la vegetación, comidos de hormigas, sanguijuelas y
mosquitos. Muchos morían de malaria, otros a balazos, otros de hambre y
soledad; sus cuerpos se pudrían en tumbas anónimas o se los comían los
animales.
Decían que Carías
había comenzado su fortuna con gallinas: las soltaba en la selva y después
les abría el buche de un cuchillazo para cosechar las pepitas de oro que
las infelices tragaban. Pero ése, como tantos otros chismes sobre el
pasado de ese hombre, debía ser exagerado, porque en realidad el oro no
estaba sembrado como maíz en el suelo del Amazonas. En todo caso, Carías
nunca tuvo que arriesgar la salud como los míseros garimpeiros, porque
tenía buenas conexiones y ojo para los negocios, sabía mandar y hacerse
respetar; lo que no obtenía por las buenas, lo obtenía por la fuerza.
Muchos murmuraban a sus espaldas que era un criminal, pero nadie se
atrevía a decirlo en su cara; no se podía probar que tuviera sangre en las
manos. De apariencia nada tenía de amenazador o sospechoso, era hombre
simpático, apuesto, bronceado, con las manos cuidadas y los dientes
blanquísimos, vestido con fina ropa deportiva. Hablaba con una voz
melodiosa y miraba directo a los ojos, como si quisiera probar su
franqueza en cada frase.
El empresario
recibió a los miembros de la expedición del International Geographic en
uno de los remolques acondicionado como salón, con todas las comodidades
que no existían en el pueblo. Lo acompañaban dos mujeres jóvenes y
atractivas, quienes servían los tragos y encendían los cigarros, pero no
decían ni media palabra. Alex pensó que no hablaban inglés. Las comparó
con Morgana, la chica que le robó la mochila en Nueva York, porque tenían
la misma actitud insolente. Se sonrojó al pensar en Morgana y volvió a
preguntarse cómo pudo ser tan inocente y dejarse engañar de esa manera.
Ellas eran las únicas mujeres a la vista en el campamento, el resto eran
hombres armados hasta los dientes. El anfitrión les ofreció un delicioso
almuerzo de quesos, carnes frías, mariscos, frutas, helados y otros lujos
traídos de Caracas. Por primera vez desde que salió de su país, el
muchacho americano pudo comer a gusto.
—Parece que conoces
muy bien esta región, Santos. ¿Cuánto hace que vives aquí? —preguntó Mauro
Carías al guía.
—Toda la vida. No
podría vivir en otra parte —replicó éste.
—Me han dicho que
tu mujer se enfermó aquí. Lo lamento mucho... No me extraña, muy pocos
extranjeros sobreviven en este aislamiento y este clima. ¿Y esta niña, no
va a la escuela? —Y Carías estiró la mano para tocar a Nadia, pero Borobá
le mostró los dientes.
—No tengo que ir a
la escuela. Sé leer y escribir —dijo Nadia enfática.
—Con eso ya no
necesitas más, bonita —sonrió Carías.
—Nadia también
conoce la naturaleza, habla inglés, español, portugués y varias lenguas de
los indios —añadió el padre.
—¿Qué es eso que
llevas al cuello, bonita? —preguntó Carías con su entonación cariñosa.
—Soy Nadia —dijo
ella.
—Muéstrame tu
collar, Nadia —sonrió el empresario, luciendo su perfecta dentadura.
—Es mágico, no me
lo puedo quitar.
—¿Quieres venderlo?
Te lo compro —se burló Mauro Carías.
—¡No! —gritó ella
apartándose.
César Santos
interrumpió para disculpar los modales ariscos de su hija. Estaba
extrañado de que ese hombre tan importante perdiera el tiempo embromando a
una criatura. Antes nadie se fijaba en Nadia, pero en los últimos meses su
hija empezaba a llamar la atención y eso no le gustaba nada. Mauro Carías
comentó que si la chica había vivido siempre en el Amazonas, no estaba
preparada para la sociedad. ¿Qué futuro la esperaba? Parecía muy lista y
con una buena educación podría llegar lejos, dijo. Incluso se ofreció para
llevársela con él a la ciudad, donde podría mandarla a la escuela y
convertirla en una señorita, como era debido.
—No puedo separarme
de mi hija, pero se lo agradezco de todos modos —replicó Santos.
—Piénsalo, hombre.
Yo sería como su padrino... —agregó el empresario.
—También puedo
hablar con los animales —lo interrumpió Nadia.
Una
carcajada general recibió las palabras de Nadia. Los únicos que no se
rieron fueron su padre, Alex y Kate Coid.
—Si puedes hablar
con los animales, tal vez puedas servirme de intérprete con una de mis
mascotas. Vengan conmigo —los invitó el empresario con su suave
entonación. Siguieron a Mauro Carías hasta un patio formado por los
remolques colocados en círculo, en cuyo centro había una improvisada jaula
hecha con palos y alambrado de gallinero. Adentro se paseaba un gran
felino con la actitud enloquecida de las fieras en cautiverio. Era un
jaguar negro, uno de los más hermosos ejemplares que se había visto por
esos lados, con la piel lustrosa y ojos hipnóticos color topacio. Ante su
presencia, Borobá lanzó un chillido agudo, saltó del hombro de Nadia y
escapó a toda velocidad, seguido por la niña, quien lo llamaba en vano.
Alex se sorprendió, pues hasta entonces no había visto al mono separarse
voluntariamente de su ama. Los fotógrafos de inmediato enfocaron sus
lentes hacia la fiera y también Kate Coid sacó del bolso su pequeña cámara
automática. El profesor Leblanc se mantuvo a prudente distancia.
—Los jaguares
negros son los animales más temibles de Sudamérica. No retroceden ante
nada, son valientes —dijo Carías.
—Si lo admira, ¿por
qué no lo suelta? Este pobre gato estaría mejor muerto que prisionero
—apuntó César Santos.
—¿Soltarlo? ¡De ninguna manera, hombre! Tengo un pequeño zoológico en mi
casa de Río de Janeiro. Estoy esperando que llegue una jaula apropiada
para enviarlo allá.
Alex se había
aproximado como en trance, fascinado por la visión de ese enorme felino.
Su abuela le gritó una advertencia que él no oyó y avanzó hasta tocar con
ambas manos el alambrado que lo separaba del animal. El jaguar se detuvo,
lanzó un formidable gruñido y luego fijó su mirada amarilla en Alex;
estaba inmóvil, con los músculos tensos, la piel color azabache
palpitante. El muchacho se quitó los lentes, que había usado desde los
siete años, y los dejó caer al suelo. Se encontraban tan cerca, que pudo
distinguir cada manchita dorada en las pupilas de la fiera, mientras los
ojos de ambos se trababan en un silencioso diálogo. Todo desapareció: se
encontró solo frente al animal en una vasta planicie de oro, rodeado de
altísimas torres negras, bajo un cielo blanco donde flotaban seis lunas
transparentes, como medusas. Vio que el felino abría las fauces, donde
brillaban sus grandes dientes perlados, y con una voz humana, pero que
parecía provenir del fondo de una caverna, pronunciaba su nombre:
Alexander. Y él respondía con su propia voz, pero que también sonaba
cavernosa: Jaguar. El animal y el muchacho repitieron tres veces esas
palabras, Alexander, Jaguar, Alexander, Jaguar, Alexander, Jaguar, y
entonces la arena de la planicie se volvió fosforescente, el cielo se tomó
negro y las seis lunas empezaron a girar en sus órbitas y desplazarse como
lentos cometas.
Entretanto Mauro
Carías había impartido una orden y uno de sus empleados trajo un mono
arrastrándolo de una cuerda. Al ver al jaguar el mono tuvo una reacción
similar a la de Borobá, empezó a chillar y dar saltos y manotazos, pero no
pudo soltarse. Carías lo cogió por el cuello y antes que nadie alcanzara a
adivinar sus intenciones, abrió la jaula con un solo movimiento preciso y
lanzó el aterrorizado animalito adentro.
Los fotógrafos,
cogidos de sorpresa, debieron hacer un esfuerzo para recordar que tenían
una cámara en las manos. Leblanc seguía fascinado por cada movimiento del
infeliz simio, que trepaba por el alambrado buscando una salida, y de la
fiera, que lo seguía con los ojos, agazapado, preparándose para el salto.
Sin pensar lo que hacia, Alex se lanzó a la carrera, pisando y haciendo
añicos sus lentes, que estaban todavía en el suelo. Se abalanzó hacia la
puerta de la jaula dispuesto a rescatar a ambos animales, el mono de una
muerte segura y el jaguar de su prisión. Al ver a su nieto abriendo la
cerradura, Kate corrió también, pero antes que ella lo alcanzara dos de
los empleados de Carías ya habían cogido al muchacho por los brazos y
forcejeaban con él. Todo sucedió simultáneamente y tan rápido, que después
Alex no pudo recordar la secuencia de los hechos. De un zarpazo el jaguar
tumbó al mono y con un mordisco de sus temibles mandíbulas lo destrozó. La
sangre salpicó en todas direcciones. En el mismo momento César Santos sacó
su pistola del cinto y le disparó a la fiera un tiro preciso en la frente.
Alex sintió el impacto como si la bala le hubiera dado a él entre los ojos
y habría caído de espaldas si los guardias de Carías no lo hubieran tenido
por los brazos prácticamente en vilo.
—¡Qué hiciste,
desgraciado! —gritó el empresario, desenfundando también su arma y
volviéndose hacia César Santos.
Sus guardias
soltaron a Alex, quien perdió el equilibrio y cayó al suelo, para
enfrentar al guía, pero no se atrevieron a ponerle las manos encima porque
éste aún empuñaba la pistola humeante.
—Lo puse en
libertad —replicó César Santos con pasmosa tranquilidad.
Mauro Carías hizo
un esfuerzo por controlarse. Comprendió que no podía batirse a tiros con
él delante de los periodistas y de Leblanc.
—¡Calma! —ordenó
Mauro Carías a los guardias.
—¡Lo mató! ¡Lo
mató! —repetía Leblanc, rojo de excitación. La muerte del mono y luego la
del felino lo habían puesto frenético, actuaba como ebrio.
—No se preocupe,
profesor Leblanc, puedo obtener cuantos animales quiera. Disculpen, me
temo que éste fue un espectáculo poco apropiado para corazones blandos
—dijo Carías.
Kate Coid ayudó a
su nieto a ponerse en pie, luego tomó a César Santos por un brazo y lo
condujo a la salida, sin dar tiempo a que la situación se pusiera más
violenta. El guía se dejó llevar por la escritora y salieron, seguidos por
Alex. Fuera encontraron a Nadia con el espantado Borobá enrollado en su
cintura. Alex intentó explicar a Nadia lo que había ocurrido entre el
jaguar y él antes que Mauro Carías introdujera al mono en la jaula, pero
todo se confundía en su mente. Había sido una experiencia tan real, que el
muchacho podía jurar que por unos minutos estuvo en otro mundo, en un
mundo de arenas radiantes y seis lunas girando en el firmamento, un mundo
donde el jaguar y él se fundieron en una sola voz. Aunque le fallaban las
palabras para contar a su amiga lo que había sentido, ella pareció
comprenderlo sin necesidad de oír los detalles.
—El jaguar te
reconoció, porque es tu animal totémico —dijo—. Todos tenemos el espíritu
de un animal, que nos acompaña. Es como nuestra alma. No todos encuentran
su animal, sólo los grandes guerreros y los chamanes, pero tú lo
descubriste sin buscarlo. Tu nombre es Jaguar —dijo Nadia.
—¿Jaguar?
—Alexander es el
nombre que te dieron tus padres. Jaguar es tu nombre verdadero, pero para
usarlo debes tener la naturaleza del jaguar.
—¿Y cómo es su
naturaleza? ¿Cruel y sanguinaria? —preguntó Alex, pensando en las fauces
de la fiera destrozando al mono en la jaula de Carías.
—Los animales no
son crueles, como la gente, sólo matan para defenderse o cuando tienen
hambre.
—¿Tú también tienes
un animal totémico, Nadia?
—Si, pero no se me
ha revelado todavía. Encontrar su animal es menos importante para una
mujer, porque nosotras recibimos nuestra fuerza de la tierra. Nosotras
somos la naturaleza —dijo ella.
—¿Cómo sabes todo
esto? —preguntó Alex, quien ya dudaba menos de las palabras de su nueva
amiga.
—Me lo enseñó
Walimaí.
—¿El chamán es tu
amigo?
—Si, Jaguar, pero
no le he dicho a nadie que hablo con Walimaí, ni siquiera a mi papá.
—¿Por qué?
—Porque Walimaí
prefiere la soledad. La única compañía que soporta es la del espíritu de
su esposa. Sólo a veces se aparece en algún shabono para curar una
enfermedad o participar en una ceremonia de los muertos, pero nunca se
aparece ante los nahab.
—¿Nahab?
—Forasteros.
—Tú eres forastera,
Nadia.
—Dice Walimaí que
yo no pertenezco a ninguna parte, que no soy ni india ni extranjera, ni
mujer ni espíritu.
—¿Qué eres
entonces? —preguntó jaguar.
—Yo soy, no más
—replicó ella.
César
Santos explicó a los miembros de la expedición que remontarían el río en
lanchas de motor, internándose en las tierras indígenas hasta el pie de
las cataratas del Alto Orinoco. Allí armarían el campamento y, de ser
posible, despejarían una franja de bosque para improvisar una pequeña
cancha de aterrizaje. El volvería a Santa María de la Lluvia para buscar
su avioneta, que serviría de rápido enlace con la aldea. Dijo que para
entonces el nuevo motor habría llegado y simplemente sería cuestión de
instalarlo. Con el avioncito podrían ir a la inexpugnable zona de las
montañas, donde según testimonio de algunos indios y aventureros, podría
tener su guarida la mitológica Bestia.
—¿Cómo sube y baja
una criatura gigantesca por ese terreno que supuestamente nosotros no
podemos escalar? —preguntó Kate Coid.
—Lo averiguaremos
—replicó César Santos.
—¿Cómo se movilizan
los indios por allí sin una avioneta? —insistió ella.
—Conocen el
terreno. Los indios pueden trepar una altísima palmera con el tronco
erizado de espinas. También pueden escalar las paredes de roca de las
cataratas, que son lisas como espejos —dijo el guía.
Pasaron buena parte
de la mañana cargando los botes. El profesor Leblanc llevaba más bultos
que los fotógrafos, incluyendo una provisión de cajones de agua
embotellada, que usaba hasta para afeitarse, porque temía las aguas
infectadas de mercurio. Fue inútil que César Santos le repitiera que
acamparían aguas arriba, lejos de las minas de oro. Por sugerencia del
guía, Leblanc había empleado como su asistente personal a Karakawe, el
indio que la noche anterior lo abanicaba, para que lo atendiera durante el
resto de la travesía. Explicó que sufría de la espalda y no podía cargar
ni el menor peso.
Desde el comienzo
de esa aventura, Alexander tuvo la responsabilidad de cuidar las cosas de
su abuela. Ese era un aspecto de su trabajo, por el cual ella le daba una
remuneración mínima, que sería pagada al regreso, siempre que cumpliera
bien. Cada día Kate Coid anotaba en su cuaderno las horas trabajadas por
su nieto y lo hacía firmar la página, así llevaban la cuenta. En un
momento de sinceridad, el le había contado cómo rompió todo en su pieza
antes de empezar el viaje. A ella no le pareció grave, porque era de la
opinión que se necesita muy poco en este mundo, pero le ofreció un sueldo
por si pensaba reponer los destrozos. La abuela viajaba con tres mudas de
ropa de algodón, vodka, tabaco, champú, jabón, repelente de insectos,
mosquitero, manta, papel y una caja de lápices, todo dentro de una bolsa
de lona. También llevaba una cámara automática, de las más ordinarias, que
había provocado desdeñosas carcajadas en los fotógrafos profesionales
Timothy Bruce y Joel González. Kate los dejó que se rieran sin hacer
comentarios. Alex llevaba aún menos ropa que su abuela, más un mapa y un
par de libros. Del cinturón se había colgado su cortaplumas del Ejército
suizo, su flauta y una brújula. Al ver el instrumento, César Santos le
explicó que de nada le servida en la selva, donde no se podía avanzar en
línea recta.
—Olvídate de la
brújula, muchacho. Lo mejor es que me sigas sin perderme nunca de vista
—le aconsejó.
Pero a Alex le
gustaba la idea de poder ubicar el norte dondequiera que se encontrara. Su
reloj, en cambio, de nada servía, porque el tiempo del Amazonas no era
como el del resto del planeta, no se medía en horas, sino en amaneceres,
mareas, estaciones, lluvias.
Los cinco soldados
facilitados por el capitán Ariosto, y Matuwe, el guía indio empleado por
César Santos, iban bien armados. Matuwe y Karakawe habían adoptado esos
nombres para entenderse con los forasteros; sólo sus familiares y amigos
íntimos podían llamarlos por sus nombres verdaderos. Ambos habían dejado
sus tribus muy jóvenes, para educarse en las escuelas de los misioneros,
donde fueron cristianizados, pero se mantenían en contacto con los indios.
Nadie podía ubicarse en la región mejor que Matuwe, quien jamás había
recurrido a un mapa para saber dónde estaba. Karakawe era considerado
«hombre de ciudad», porque viajaba a menudo a Manaos y Caracas y porque
tenía, como tanta gente de la ciudad, un temperamento desconfiado.
César Santos
llevaba lo indispensable para montar el campamento: carpas, comida,
utensilios de cocina, luces y radio de pilas, herramientas, redes para
fabricar trampas, machetes, cuchillos y algunas chucherías de vidrio y
plástico para intercambiar regalos con los indios. A última hora apareció
su hija con su monito negro colgado de una cadera, el amuleto de Walimaí
al cuello y sin más equipaje que un chaleco de algodón atado al cuello,
anunciando que estaba lista para embarcarse. Le había advertido a su padre
que no pensaba quedarse en Santa María de la Lluvia con las monjas del
hospital, como otras veces, porque Mauro Carías andaba por allí y no le
gustaba la forma en que la miraba y trataba de tocarla. Tenía miedo del
hombre que «llevaba el corazón en una bolsa». El profesor Leblanc montó en
cólera. Antes había objetado severamente la presencia del nieto de Kate
Coid, pero como era imposible mandarlo de vuelta a los Estados Unidos
debió tolerarlo; ahora, sin embargo, no estaba dispuesto a permitir por
ningún motivo que la hija del guía viniera también.
—Esto no es un
jardín de infancia, es una expedición científica de alto riesgo, los ojos
del mundo están puestos en Ludovic Leblanc —alegó, furioso.
Como nadie le hizo
caso, se negó a embarcarse. Sin él no podían partir; sólo el inmenso
prestigio de su nombre servía de garantía ante el International Geographic
dijo. César Santos procuró convencerlo de que su hija siempre andaba con
él y que no molestaría para nada, todo lo contrario, podía ser de gran
ayuda porque hablaba varios dialectos de los indios. Leblanc se mantuvo
inflexible. Media hora más tarde el calor subía de los cuarenta grados, la
humedad goteaba de todas las superficies y los ánimos de los
expedicionarios estaban tan caldeados como el clima. Entonces intervino
Kate Coid.
—A mi también me
duele la espalda, profesor. Necesito una asistente personal. He empleado a
Nadia Santos para que cargue mis cuadernos y me abanique con una hoja de
banano —dijo.
Todos soltaron una
carcajada. La chica subió dignamente al bote y se sentó junto a la
escritora. El mono se instaló en su falda y desde allí sacaba la lengua y
hacia morisquetas al profesor Leblanc, quien se había embarcado también,
rojo de indignación.
CAPITULO 8 - La expedición
Nuevamente el grupo
se encontró navegando río arriba. Esta vez iban trece adultos y dos niños
en un par de lanchones de motor, ambos pertenecientes a Mauro Carías,
quien los había puesto a disposición de Leblanc.
Alex esperó la
oportunidad para contarle en privado a su abuela el extraño diálogo entre
Mauro Carías y el capitán Ariosto, que Nadia le había traducido. Kate
escuchó con atención y no dio muestras de incredulidad, como su nieto
había temido; por el contrario, pareció muy interesada.
—No me gusta Carías.
¿Cuál será su plan para exterminar a los indios? —preguntó.
—No lo sé.
—Lo único que
podemos hacer por el momento es esperar y vigilar —decidió la escritora.
—Lo mismo dijo
Nadia.
—Esa niña debiera
ser nieta mía, Alexander.
El viaje por el río
era similar al que habían hecho antes desde Manaos hasta Santa María de la
Lluvia, aunque el paisaje había cambiado. Para entonces el muchacho había
decidido hacer como Nadia y en vez de luchar contra los mosquitos
empapándose en insecticida, dejaba que lo atacaran, venciendo la tentación
de rascarse. También se quitó las botas cuando comprobó que estaban
siempre mojadas y que las sanguijuelas lo picaban igual que si no las
tuviera. La primera vez no se dio cuenta hasta que su abuela le señaló los
pies: tenía los calcetines ensangrentados. Se los quitó y vio a los
asquerosos bichos prendidos de su piel, hinchados de sangre.
—No duele porque
inyectan un anestésico antes de chupar la sangre —explicó César Santos.
Luego le enseñó a
soltar las sanguijuelas quemándolas con un cigarrillo, para evitar que los
dientes quedaran prendidos en la piel, con riesgo de provocar una
infección. Ese método resultaba algo complicado para Alex, porque no
fumaba, pero un poco del tabaco caliente de la pipa de su abuela tuvo el
mismo efecto. Era más fácil quitárselas de encima que vivir preocupado por
evitarlas.
Desde el comienzo
Alex tuvo la impresión de que había una palpable tensión entre los adultos
de la expedición: nadie confiaba en nadie. Tampoco podía sacudirse la
sensación de ser espiado, de que había miles de ojos observando cada
movimiento de las lanchas. A cada rato miraba por encima de su hombro,
pero nadie los seguía por el río.
Los cinco soldados eran
caboclos nacidos en la región; Matuwe, el guía empleado por César Santos,
era indígena y les serviría de intérprete con las tribus. El otro indio
puro era Karakawe, el asistente de Leblanc. Según la doctora Omayra
Torres, Karakawe no se comportaba como otros indios y posiblemente nunca
podría volver a vivir con su tribu.
Entre los indios
todo se compartía y las únicas posesiones eran las pocas armas o
primitivas herramientas que cada uno pudiera llevar consigo. Cada tribu
tenía un shabono, una gran choza común en forma circular, techada con paja
y abierta hacia un patio interior. Vivían todos juntos, compartiendo desde
la comida hasta la crianza de los niños. Sin embargo, el contacto con los
extranjeros estaba acabando con las tribus: no sólo les contagiaban
enfermedades del cuerpo, también otras del alma. Apenas los indios
probaban un machete, un cuchillo o cualquier otro artefacto metálico, sus
vidas cambiaban para siempre. Con un solo machete podían multiplicar por
mil la producción en los pequeños jardines, donde cultivaban mandioca y
maíz. Con un cuchillo cualquier guerrero se sentía como un dios. Los
indios sufrían la misma obsesión por el acero que los forasteros sentían
por el oro. Karakawe había superado la etapa del machete y estaba en la de
las armas de fuego: no se desprendía de su anticuada pistola. Alguien como
él, que pensaba más en sí mismo que en la comunidad, no tenía lugar en la
tribu. El individualismo se consideraba una forma de demencia, como ser
poseído por un demonio.
Karakawe era un
hombre hosco y lacónico, sólo contestaba con una o dos palabras cuando
alguien le hacía una pregunta ineludible; no se llevaba bien con los
extranjeros, con los caboclos ni con los indios. Servia a Ludovic Leblanc
de mala gana y en sus ojos brillaba el odio cuando debía dirigirse al
antropólogo. No comía con los demás, no bebía una gota de alcohol y se
separaba del grupo cuando acampaban por la noche. Nadia y Alex lo
sorprendieron una vez escarbando el equipaje de la doctora Omayra Torres.
—Tarántula —dijo a
modo de explicación.
Alexander y Nadia
se propusieron vigilarlo. A medida que avanzaban, la navegación se hacía
cada vez más dificultosa porque el río solía angostarse, precipitándose en
rápidos que amenazaban volcar los lanchones. En otras partes el agua
parecía estancada y flotaban cadáveres de animales, troncos podridos y
ramas que impedían avanzar. Debían apagar los motores y seguir a remo,
usando pértigas de bambú para apartar los escombros. Varias veces
resultaron ser grandes caimanes, que vistos desde arriba se confundían con
troncos. César Santos explicó que cuando el agua estaba baja aparecían los
jaguares y cuando estaba alta llegaban las serpientes. Vieron un par de
gigantescas tortugas y una anguila de metro y medio de largo que, según
César Santos, atacaba con una fuerte descarga eléctrica. La vegetación era
densa y desprendía un olor a materia orgánica en descomposición, pero a
veces al anochecer abrían unas grandes flores enredadas en los árboles y
entonces el aire se llenaba de un aroma dulce a vainilla y miel. Blancas
garzas los observaban inmóviles desde el pasto alto que crecía a orillas
del río y por todos lados había mariposas de brillantes colores.
César Santos solía
detener los botes ante árboles cuyas ramas se inclinaban sobre el agua y
bastaba estirar la mano para coger sus frutos. Alex nunca los había visto
y no quiso probarlos, pero los demás los saboreaban con placer. En una
oportunidad el guía desvió la embarcación para cosechar una planta que,
según dijo, era un estupendo cicatrizante. La doctora Omayra Torres estuvo
de acuerdo y recomendó al muchacho americano que frotara la cicatriz de su
mano con el jugo de la planta, aunque en realidad no era necesario, porque
había sanado bien. Apenas le quedaba una línea roja, que en nada le
molestaba.
Kate Coid contó que
muchos hombres buscaron en esa región la ciudad mítica de El Dorado, donde
según la leyenda las calles estaban pavimentadas de oro y los niños
jugaban con piedras preciosas. Muchos aventureros se internaron en la
selva y remontaron el Amazonas y el río Orinoco, sin alcanzar el corazón
de ese territorio encantado, donde el mundo permanecía inocente, como en
el despertar de la vida humana en el planeta. Murieron o retrocedieron,
derrotados por los indios, los mosquitos, las fieras, las enfermedades
tropicales, el clima y las dificultades del terreno.
Se encontraban ya
en territorio venezolano, pero allí las fronteras nada significaban, todo
era el mismo paraíso prehistórico. A diferencia del río Negro, las aguas
de esos ríos eran solitarias. No se cruzaron con otras embarcaciones, no
vieron canoas, ni casas en pilotes, ni un solo ser humano. En cambio la
flora y la fauna eran maravillosas, los fotógrafos estaban de fiesta,
nunca habían tenido al alcance de sus lentes tantas especies de árboles,
plantas, flores, insectos, aves y animales. Vieron loros verdes y rojos,
elegantes flamencos, tucanes con el pico tan grande y pesado, que apenas
podían sostenerlo en sus frágiles cráneos, centenares de canarios y
cotorras. Muchos de esos pájaros estaban amenazados con desaparecer,
porque los traficantes los cazaban sin piedad para venderlos de
contrabando en otros países. Los monos de diferentes clases, casi humanos
en sus expresiones y en sus juegos, parecían saludarlos desde los árboles.
Había venados, osos hormigueros, ardillas y otros pequeños mamíferos.
Varios espléndidos papagayos —o guacamayas, como las llamaban también— los
siguieron durante largos trechos. Esas grandes aves multicolores volaban
con increíble gracia sobre las lanchas, como si tuvieran curiosidad por
las extrañas criaturas que viajaban en ellas. Leblanc les disparó con su
pistola, pero César Santos alcanzó a darle un golpe seco en el brazo,
desviando el tiro. El balazo asustó a los monos y otros pájaros, el cielo
se llenó de alas, pero poco después los papagayos regresaron, impasibles.
—No se comen,
profesor, la carne es amarga. No hay razón para matarlos —reprochó César
Santos al antropólogo.
—Me gustan las
plumas —dijo Leblanc, molesto por la interferencia del guía.
—Cómprelas en
Manaos —dijo secamente César Santos.
—Las guacamayas se
pueden domesticar. Mi madre tiene una en nuestra casa de Boa Vista. La
acompaña a todas partes, volando siempre a dos metros por encima de su
cabeza. Cuando mi madre va al mercado, la guacamaya sigue al bus hasta que
ella se baja, la espera en un árbol mientras compra y luego vuelve con
ella, como un perrito faldero —contó la doctora Omayra Torres.
Alex comprobó una
vez más que la música de su flauta alborotaba a los monos y a los pájaros.
Borobá parecía particularmente atraído por la flauta. Cuando él tocaba, el
monito se quedaba inmóvil escuchando, con una expresión solemne y curiosa;
a veces le saltaba encima y tironeaba del instrumento, pidiendo música.
Alex lo complacía, encantado de contar por fin con una audiencia
interesada, después de haber peleado por años con sus hermanas para que lo
dejaran practicar la flauta en paz. Los miembros de la expedición se
sentían confortados por la música, que los acompañaba a medida que el
paisaje se volvía más hostil y misterioso. El muchacho tocaba sin
esfuerzo, las notas fluían solas, como si ese delicado instrumento tuviera
memoria y recordara la impecable maestría de su dueño anterior, el célebre
Joseph Coid. La sensación de que eran seguidos se había apoderado de
todos. Sin decirlo, porque lo que no se nombra es como si no existiera,
vigilaban la naturaleza. El profesor Leblanc pasaba el día con sus
binoculares en la mano examinando las orillas del río; la tensión lo había
vuelto aún más desagradable. Los únicos que no se habían contagiado por el
nerviosismo colectivo eran Kate Coid y el inglés Timothy Bruce. Ambos
habían trabajado juntos en muchas ocasiones, habían recorrido medio mundo
para sus artículos de viaje, habían estado en varias guerras y
revoluciones, trepado montañas y descendido al fondo del mar, de modo que
muy pocas cosas les quitaban el sueño. Además les gustaba alardear de
indiferencia.
—¿No te parece que
nos están vigilando, Kate? —le preguntó su nieto.
—Si.
—¿No te da miedo?
—Hay varias maneras
de superar el miedo, Alexander. Ninguna funciona —replicó ella.
Apenas había
pronunciado estas palabras cuando uno de los soldados que viajaba en su
embarcación cayó sin un grito a sus pies. Kate Coid se inclinó sobre él,
sin comprender al principio qué había sucedido, hasta que vio una especie
de espina larga clavada en el pecho del hombre. Comprobó que había muerto
instantáneamente: la espina había pasado limpiamente entre las costillas y
le había atravesado el corazón. Alex y Kate alertaron a los demás
tripulantes, que no se habían dado cuenta de lo ocurrido, tan silencioso
había sido el ataque. Un instante después media docena de armas de fuego
se descargaron contra la espesura. Cuando se disipó el fragor, la pólvora
y la estampida de los pájaros que cubrieron el cielo, vieron que nada más
se había movido en la selva. Quienes lanzaron el dardo mortal se
mantuvieron agazapados, inmóviles y silenciosos. De un tirón César Santos
lo arrancó del cadáver y vieron que medía aproximadamente un pie de largo
y era tan firme y flexible como el acero. El guía dio orden de continuar a
toda marcha, porque en esa parte el río era angosto y las embarcaciones
eran blanco fácil de las flechas de los atacantes. No se detuvieron hasta
dos horas más tarde, cuando consideró que estaban a salvo. Recién entonces
pudieron examinar el dardo, decorado con extrañas marcas de pintura roja y
negra, que nadie pudo descifrar. Karakawe y Matuwe aseguraron que nunca
las habían visto, no pertenecían a sus tribus ni a ninguna otra conocida,
pero aseguraron que todos los indios de la región usaban cerbatanas. La
doctora Omayra Torres explicó que si el dardo no hubiera dado en el
corazón con tal espectacular precisión, de todos modos habría matado al
hombre en pocos minutos, aunque en forma más dolorosa, porque la punta
estaba impregnada en curare, un veneno mortal, empleado por los indios
para cazar y para la guerra, contra el cual no se conocía antídoto.
—¡Esto es
inadmisible! ¡Esa flecha podría haberme dado a mí! —protestó Leblanc.
—Cierto —admitió
César Santos.
—¡Esto es culpa
suya! —agregó el profesor.
—¿Culpa mía?
—repitió César Santos, confundido por el giro inusitado que tomaba el
asunto.
—¡Usted es el guía!
¡Es responsable por nuestra seguridad, para eso le pagamos!
—No estamos
exactamente en un viaje de turismo, profesor —replicó César Santos.
—Daremos media
vuelta y regresaremos de inmediato. ¿Se da cuenta de la pérdida que sería
para el mundo científico si algo le sucediera a Ludovic Leblanc? —exclamó
el profesor.
Asombrados, los
miembros de la expedición guardaron silencio. Nadie supo qué decir, hasta
que intervino Kate Coid.
—Me contrataron
para escribir un artículo sobre la Bestia y pienso hacerlo, con flechas
envenenadas o sin ellas, profesor. Si desea regresar, puede hacerlo a pie
o nadando, como prefiera. Nosotros continuaremos de acuerdo a lo planeado
—dijo.
—¡Vieja insolente,
cómo se atreve a...! —empezó a chillar el profesor.
—No me falte el
respeto, hombrecito —lo interrumpió calmadamente la escritora, cogiéndolo
con firmeza por la camisa y paralizándolo con la expresión de sus temibles
pupilas azules.
Alex pensó que el
antropólogo le plantaría una bofetada a su abuela y avanzó dispuesto a
interceptarla, pero no fue necesario. La mirada de Kate Coid tuvo el poder
de calmar los ánimos del irritable Leblanc como por obra de magia.
—¿Qué haremos con
el cuerpo de este pobre hombre? —preguntó la doctora, señalando el
cadáver.
—No podemos
llevarlo, en este clima, Omayra, ya sabes que la descomposición es muy
rápida. Supongo que debemos lanzarlo al río... —sugirió César Santos.
—Su espíritu se
enojaría y nos perseguiría para matarnos —intervino Matuwe, el guía indio,
aterrado.
—Entonces haremos
como los indios cuando deben postergar una cremación; lo dejaremos
expuesto para que los pájaros y los animales aprovechen sus restos
—decidió César Santos.
—¿No habrá
ceremonia, como debe ser? —insistió Matuwe.
—No tenemos tiempo.
Un funeral apropiado demoraría varios días. Además este hombre era
cristiano —explicó César Santos.
Finalmente
acordaron envolverlo en una lona y colocarlo sobre una pequeña plataforma
de cortezas que instalaron en la copa de un árbol. Kate Coid, quien no era
una mujer religiosa, pero tenía buena memoria y recordaba las oraciones de
su infancia, improvisó un breve rito cristiano. Timothy Bruce y Joel
González filmaron y fotografiaron el cuerpo y el funeral, como prueba de
lo ocurrido. César Santos talló cruces en los árboles de la orilla y marcó
el sitio lo mejor que pudo en el mapa para reconocerlo cuando volvieran
más tarde a buscar los huesos, que serían entregados a la familia del
difunto en Santa María de la Lluvia. A partir de ese momento el viaje fue
de mal en peor. La vegetación se hizo más densa y la luz del sol sólo los
alcanzaba cuando navegaban por el centro del río. Iban tan apretados e
incómodos, que no podían dormir en las embarcaciones; a pesar del peligro
que representaban los indios y los animales salvajes, era necesario
acampar en la orilla. César Santos repartía los alimentos, organizaba las
partidas de caza y pesca, y distribuía los turnos entre los hombres para
montar guardia por la noche. Excluyó al profesor Leblanc, porque era
evidente que al menor ruido le fallaban los nervios. Kate Coid y la
doctora Omayra Torres exigieron participar en la vigilancia, les pareció
un insulto que las eximieran por ser mujeres. Entonces los dos chicos
insistieron en ser aceptados también, en parte porque deseaban espiar a
Karakawe. Lo habían visto echarse puñados de balas en los bolsillos y
rondar el equipo de radio, con el cual de vez en cuando César Santos
lograba comunicarse con gran dificultad para indicar su posición en el
mapa al operador de Santa María de la Lluvia. La cúpula vegetal de la
selva actuaba como un paraguas, impidiendo el paso de las ondas de radio.
—¿Qué será peor,
los indios o la Bestia? —preguntó Alex en broma a Ludovic Leblanc.
—Los indios, joven.
Son caníbales, no sólo se comen a sus enemigos, también a los muertos de
su propia tribu —replicó enfático el profesor.
—¿Cierto? Nunca
había oído eso —anotó irónica la doctora Omayra Torres.
—Lea mi libro,
señorita.
—Doctora —lo
corrigió ella por milésima vez.
—Estos indios matan
para conseguir mujeres —aseguró Leblanc.
—Tal vez por eso
mataría usted, profesor, pero no los indios, porque no les faltan mujeres,
más bien les sobran —replicó la doctora.
—Lo he comprobado con mis
propios ojos: asaltan otros shabonos para robar a las muchachas.
—Que yo sepa, no
pueden obligar a las muchachas a quedarse con ellos contra su voluntad. Si
quieren, ellas se van. Cuando hay guerra entre dos shabonos es porque uno
ha empleado magia para hacer daño al otro, por venganza, o a veces son
guerras ceremoniales en las cuales se dan garrotazos, pero sin intención
de matar a nadie —interrumpió César Santos.
—Se equívoca,
Santos. Vea el documental de Ludovic Leblanc y entenderá mi teoría
—aseguró Leblanc.
—Entiendo que usted
repartió machetes y cuchillos en un shabono y prometió a los indios que
les daría más regalos si actuaban para las cámaras de acuerdo a sus
instrucciones... —sugirió el guía.
—¡Esa es una
calumnia! Según mi teoría...
—También otros
antropólogos y periodistas han venido al Amazonas con sus propias ideas
sobre los indios. Hubo uno que filmó un documental en que los muchachos
andaban vestidos de mujer, se maquillaban y usaban desodorante —añadió
César Santos.
—¡Ah! Ese colega
siempre tuvo ideas algo raras... —admitió el profesor.
El guía enseñó a
Alex y Nadia a cargar y usar las pistolas. La chica no demostró gran
habilidad ni interés; parecía incapaz de dar en el blanco a tres pasos de
distancia, Alex, en cambio, estaba fascinado. El peso de la pistola en la
mano le daba una sensación de invencible poder; por primera vez comprendía
la obsesión de tanta gente por las armas.
—Mis padres no
toleran las armas de fuego. Si me vieran con esto, creo que se desmayarían
—comentó.
—No te verán
—aseguró su abuela, mientras le tomaba una fotografía.
Alex se agachó e hizo
ademán de disparar, como hacia cuando jugaba de niño.
—La técnica segura
para errar el tiro es apuntar y disparar apurado —dijo Kate Coid—. Si nos
atacan, eso es exactamente lo que harás, Alexander, pero no te preocupes,
porque nadie estará mirándote. Lo más probable es que para entonces ya
estemos todos muertos.
—No confías en que
yo pueda defenderte, ¿verdad?
—No. Pero prefiero
morir asesinada por los indios en el Amazonas, que de vejez en Nueva York
—replicó su abuela.
—¡Eres única, Kate!
—sonrió el chico.
—Todos somos
únicos, Alexander —lo cortó ella.
Al tercer día de navegación vislumbraron una familia de venados en un
pequeño claro de la orilla. Los animales, acostumbrados a la seguridad del
bosque, no parecieron perturbados por la presencia de los botes. César
Santos ordenó detenerse y mató a uno con su rifle, mientras los demás
huían despavoridos. Esa noche los expedicionarios cenarían muy bien, la
carne de venado era muy apreciada, a pesar de su textura fibrosa, y sería
una fiesta después de tantos días con la misma dieta de pescado. Matuwe
llevaba un veneno que los indios de su tribu echaban en el río. Cuando el
veneno caía al agua, los peces se paralizaban y era posible ensartarlos
fácilmente con una lanza o una flecha atada a una liana. El veneno no
dejaba rastro en la carne del pescado ni en el agua, el resto de los peces
se recuperaba a los pocos instantes.
Se encontraban en
un lugar apacible donde el río formaba una pequeña laguna, perfecto para
detenerse por un par de horas a comer y reponer las fuerzas. César Santos
les advirtió que tuvieran cuidado porque el agua era turbia y habían visto
caimanes unas horas antes, pero todos estaban acalorados y sedientos. Con
las pértigas los guardias movieron el agua y como no vieron huellas de
caimanes, todos decidieron bañarse, menos el profesor Ludovic Leblanc,
quien no se metía al río por ningún motivo. Borobá, el mono, era enemigo
del baño, pero Nadia lo obligaba a remojarse de vez en cuando para
quitarle las pulgas. Montado en la cabeza de su ama, el animalito lanzaba
exclamaciones del más puro espanto cada vez que lo salpicaba una gota. Los
miembros de la expedición chapotearon por un rato, mientras César Santos y
dos de sus hombres destazaban el venado y encendían fuego para asarlo.
Alex vio a su
abuela quitarse los pantalones y la camisa para nadar en ropa interior,
sin muestra de pudor, a pesar de que al mojarse aparecía casi desnuda.
Trató de no mirarla, pero pronto comprendió que allí, en medio de la
naturaleza y tan lejos del mundo conocido, la vergüenza por el cuerpo no
tenía cabida. Se había criado en estrecho contacto con su madre y sus
hermanas y en la escuela se había acostumbrado a la compañía del sexo
opuesto, pero en los últimos tiempos todo lo femenino le atraía como un
misterio remoto y prohibido. Conocía la causa: sus hormonas, que andaban
muy alborotadas y no lo dejaban pensar en paz. La adolescencia era un lío,
lo peor de lo peor, decidió. Deberían inventar un aparato con rayos láser,
donde uno se metiera por un minuto y, ¡plaf!, saliera convertido en
adulto. Llevaba un huracán por dentro, a veces andaba eufórico, rey del
mundo, dispuesto a luchar a brazo partido con un león; otras era
simplemente un renacuajo. Desde que empezó ese viaje, sin embargo, no se
había acordado de las hormonas, tampoco le había alcanzado el tiempo para
preguntarse si valía la pena seguir viviendo, una duda que antes lo
asaltaba por lo menos una vez al día. Ahora comparaba el cuerpo de su
abuela —enjuto, lleno de nudos, la piel cuarteada— con las suaves curvas
doradas de la doctora Omayra Torres, quien usaba un discreto traje de baño
negro, y con la gracia todavía infantil de Nadia. Consideró cómo cambia el
cuerpo en las diferentes edades y decidió que las tres mujeres, a su
manera, eran igualmente hermosas. Se sonrojó ante esa idea. Jamás hubiera
pensado dos semanas antes que podía considerar atractiva a su propia
abuela. ¿Estarían las hormonas cocinándole el cerebro?
Un alarido
escalofriante sacó a Alex de tan importantes cavilaciones. El grito
provenía de Joel González, uno de los fotógrafos, quien se debatía
desesperadamente en el lodo de la orilla. Al principio nadie supo lo que
sucedía, sólo vieron los brazos del hombre agitándose en el aire y la
cabeza que se hundía y volvía a emerger. Alex, quien participaba en el
equipo de natación de su colegio, fue el primero en alcanzarlo de dos o
tres brazadas. Al acercarse vio con absoluto horror que una serpiente
gruesa como una hinchada manguera de bombero envolvía el cuerpo del
fotógrafo. Alex cogió a González por un brazo y trató de arrastrarlo hacia
tierra firme, pero el peso del hombre y el reptil era demasiado para él.
Con ambas manos intentó separar al animal, tirando con todas sus fuerzas,
pero los anillos del reptil apretaron más a su víctima. Recordó la
escalofriante experiencia de la surucucú que unas noches antes se le había
enrollado en una pierna. Esto era mil veces peor. El fotógrafo ya no se
debatía ni gritaba, estaba inconsciente.
—¡Papá, papá! ¡Una
anaconda! —llamó Nadia, sumándose a los gritos de Alex.
Para entonces Kate
Coid, Timothy Bruce y dos de los soldados se habían aproximado y entre
todos luchaban con la poderosa culebra para desprenderla del cuerpo del
infeliz González. El alboroto movió el barro del fondo de la laguna,
tornando el agua oscura y espesa como chocolate. En la confusión no se
veía lo que pasaba, cada uno halaba y gritaba instrucciones sin resultado
alguno. El esfuerzo parecía inútil hasta que llegó César Santos con el
cuchillo con que estaba destazando el venado. El guía no se atrevió a
usarlo a ciegas por temor a herir a Joel González o a cualquiera de los
otros que forcejeaban con el reptil; debió esperar el momento en que la
cabeza de la anaconda surgió brevemente del lodo para decapitarla de un
tajo certero. El agua se llenó de sangre, volviéndose color de óxido.
Necesitaron cinco minutos más para liberar al fotógrafo, porque los
anillos constrictores seguían oprimiéndolo por reflejo.
Arrastraron a Joel
González hasta la orilla, donde quedó tendido como muerto. El profesor
Leblanc se había puesto tan nervioso, que desde un lugar seguro disparaba
tiros al aire, contribuyendo a la confusión y el trastorno general, hasta
que Kate Coid le quitó la pistola y lo conminó a callarse. Mientras los
demás habían estado luchando en el agua con la anaconda, la doctora Omayra
Torres había trepado de vuelta a la lancha a buscar su maletín y ahora se
encontraba de rodillas junto al hombre inconsciente con una jeringa en la
mano. Actuaba en silencio y con calma, como si el ataque de una anaconda
fuera un acontecimiento perfectamente normal en su vida. Inyectó
adrenalina a González y una vez que estuvo segura de que respiraba,
procedió a examinarlo.
—Tiene varias
costillas rotas y está choqueado —dijo—. Esperemos que no tenga los
pulmones agujereados por un hueso o el cuello fracturado. Hay que
inmovilizarlo.
—¿Cómo lo haremos?
—preguntó César Santos.
—Los indios usan
cortezas de árbol, barro y lianas —dijo Nadia, todavía temblando por lo
que acababa de presenciar.
—Muy bien, Nadia
—aprobó la doctora.
El guía impartió
las instrucciones necesarias y muy pronto la doctora, ayudada por Kate y
Nadia, había envuelto al herido desde las caderas hasta el cuello en
trapos empapados en barro fresco, encima había puesto lonjas largas de
corteza y luego lo había amarrado. Al secarse el barro, ese paquete
primitivo tendría el mismo efecto de un moderno corsé ortopédico. Joel
González, atontado y adolorido, no sospechaba aún lo ocurrido, pero había
recuperado el conocimiento y podía articular algunas palabras.
—Debemos conducir a Joel de
inmediato a Santa María de la Lluvia. Allí podrán llevarlo en el avión de
Mauro Carías a un hospital —determinó la doctora.
—¡Éste es un
terrible inconveniente! Tenemos solamente dos botes. No podemos mandar uno
de vuelta —replicó el profesor Leblanc.
—¿Cómo? ¿Ayer usted
quería disponer de un bote para escapar y ahora no quiere enviar uno con
mi amigo mal herido? —preguntó Timothy Bruce haciendo un esfuerzo por
mantener la calma.
—Sin atención
adecuada, Joel puede morir —explicó la doctora.
—No exagere, mi
buena mujer. Este hombre no está grave, sólo asustado. Con un poco de
descanso se repondrá en un par de días —dijo Leblanc.
—Muy considerado de
su parte, profesor —masculló Timothy Bruce, cerrando los puños.
—¡Basta, señores!
Mañana tomaremos una decisión. Ya es demasiado tarde para navegar, pronto
oscurecerá. Debemos acampar aquí —determinó César Santos. La doctora
Omayra Torres ordenó que hicieran una fogata cerca del herido para
mantenerlo seco y caliente durante la noche, que siempre era fría. Para
ayudarlo a soportar el dolor le dio morfina y para prevenir infecciones
comenzó a administrarle antibióticos. Mezcló unas cucharadas de agua y un
poco de sal en una botella de agua y dio instrucciones a Timothy Bruce de
administrar el líquido a cucharaditas a su amigo, para evitar que se
deshidratara, puesto que resultaba evidente que no podría tragar alimento
sólido en los próximos días. El fotógrafo inglés, quien rara vez cambiaba
su expresión de caballo abúlico, estaba francamente preocupado y obedeció
las órdenes con solicitud de madre. Hasta el malhumorado profesor Leblanc
debió admitir para sus adentros que la presencia de la doctora era
indispensable en una aventura como ésa.
Entretanto tres de
los soldados y Karakawe habían arrastrado el cuerpo de la anaconda hasta
la orilla. Al medirla vieron que tenía casi seis metros de largo. El
profesor Leblanc insistió en ser fotografiado con la anaconda enrollada en
torno a su cuerpo de tal modo que no se viera que le faltaba la cabeza.
Después los soldados arrancaron la piel del reptil, que clavaron sobre un
tronco para secarla; con ese método podían aumentar el largo en un veinte
por ciento y los turistas pagarían buen precio por ella. No tendrían que
llevarla a la ciudad, sin embargo, porque el profesor Leblanc ofreció
comprarla allí mismo, una vez que estuvo seguro de que no se la darían
gratis. Kate Coid cuchicheó burlona al oído de su nieto que seguramente
dentro de algunas semanas, el antropólogo exhibiría la anaconda como un
trofeo en sus conferencias, contando cómo la cazó con sus propias manos.
Así había ganado su fama de héroe entre estudiantes de antropología en el
mundo entero, fascinados con la idea de que los homicidas tenían el doble
de mujeres y tres veces más hijos que los hombres pacíficos. La teoría de
Leblanc sobre la ventaja del macho dominante, capaz de cometer cualquier
brutalidad para transmitir sus genes, atraía mucho a esos aburridos
estudiantes condenados a vivir domesticados en plena civilización.
Los soldados
buscaron en la laguna la cabeza de la anaconda, pero no pudieron hallarla,
se había hundido en el lodo del fondo o la había arrastrado la corriente.
No se atrevieron a escarbar demasiado, porque se decía que esos reptiles
siempre andan en pareja y ninguno estaba dispuesto a toparse con otro de
aquellos ejemplares. La doctora Omayra Torres explicó que indios y
caboclos por igual atribuían a las serpientes poderes curativos y
proféticos. Las disecaban, las molían y usaban el polvo para tratar
tuberculosis, calvicie y enfermedades de los huesos, también como ayuda
para interpretar sueños. La cabeza de una de ese tamaño sería muy
apreciada, aseguró, era una lástima que se hubiera perdido.
Los hombres
cortaron la carne del reptil, la salaron y procedieron a asarla ensartada
en palos. Alex, quien hasta entonces se había negado a probar pirarucú,
oso hormiguero, tucán, mono o tapir, sintió una súbita curiosidad por
saber cómo era la carne de aquella enorme serpiente de agua. Tuvo en
consideración, sobre todo, cuánto aumentaría su prestigio ante Cecilia
Burns y sus amigos en California cuando supieran que había cenado anaconda
en medio de la selva amazónica. Posó frente a la piel de la serpiente, con
un pedazo de su carne en la mano, exigiendo que su abuela dejara
testimonio fotográfico. El animal, bastante carbonizado porque ninguno de
los expedicionarios era buen cocinero, resultó tener la textura del atún y
un vago sabor de pollo. Comparado con el venado, era desabrido, pero Alex
decidió que en todo caso era preferible a los gomosos panqueques que
preparaba su padre. El súbito recuerdo de su familia lo golpeó como una
bofetada. Se quedó con el trozo de anaconda ensartado en el palillo
mirando la noche, pensativo.
—¿Qué ves? —le
preguntó Nadia en un susurro.
—Veo a mi mamá
—respondió el chico y un sollozo se le escapó de los labios.
—¿Cómo está?
—Enferma, muy enferma —respondió él.
—La tuya está enferma del cuerpo, la mía está enferma del
alma.
—¿Puedes verla? —inquirió Alex.
—A veces —dijo
ella.
—Esta es la primera vez que puedo ver a alguien de esta manera —explicó
Alex—. Tuve una sensación muy extraña, como si viera a mi mamá con toda
claridad en una pantalla, sin poder tocarla o hablarle.
—Todo es cuestión
de práctica, Jaguar. Se puede aprender a ver con el corazón. Los chamanes
como Walimaí también pueden tocar y hablar desde lejos, con el corazón
—dijo Nadia.
CAPITULO 9 -
La gente de la neblina
Esa noche colgaron las
hamacas entre los árboles y César Santos asignó los turnos, de dos horas
cada uno, para montar guardia y mantener el fuego encendido. Después de la
muerte del hombre víctima de la flecha y del accidente de Joel González,
quedaban diez adultos y los dos chicos, porque Leblanc no contaba, para
cubrir las ocho horas de oscuridad. Ludovic Leblanc se consideraba jefe de
la expedición y como tal debía «mantenerse fresco»; sin una buena noche de
sueño no se sentiría lúcido para tomar decisiones, argumentó. Los demás se
alegraron, porque en realidad ninguno quería montar guardia con un hombre
que se ponía nervioso a la vista de una ardilla. El primer turno, que
normalmente era el más fácil, porque la gente aún estaba alerta y todavía
no hacía mucho frío, fue asignado a la doctora Omayra Torres, un caboclo y
Timothy Bruce, quien no se consolaba por lo ocurrido a su colega. Bruce y
González habían trabajado juntos durante varios años y se estimaban como
hermanos. El segundo turno correspondía a otro soldado, Alex y Kate Coid;
el tercero a Matuwe, César Santos y su hija Nadia. El turno del amanecer
fue entregado a dos soldados y Karakawe. Para todos fue difícil conciliar
el sueño, porque a los gemidos del infortunado Joel González se sumaba un
extraño y persistente olor, que parecía impregnar el bosque. Habían oído
hablar de la fetidez que, según se aseguraba, era característica de la
Bestia. César Santos explicó que probablemente estaban acampando cerca de
una familia de iracas, una especie de comadreja de rostro muy dulce, pero
con un olor parecido al de los zorrillos. Esa interpretación no
tranquilizó a nadie.
—Estoy mareado y con
náuseas —comentó Alex, pálido.
—Si el olor no te
mata, te hará fuerte —dijo Kate, que era la única impasible ante la
hediondez.
—¡Es espantoso!
—Digamos que es
diferente. Los sentidos son subjetivos, Alexander. Lo que a ti te repugna,
para otro puede ser atractivo. Tal vez la Bestia emite este olor como un
canto de amor, para llamar a su pareja —dijo sonriendo su abuela.
—¡Puaj! Huele a
cadáver de rata mezclado con orina de elefante, comida podrida y...
—Es decir, huele
como tus calcetines —lo cortó su abuela.
Persistía en los
expedicionarios la sensación de ser observados por cientos de ojos desde
la espesura. Se sentían expuestos, iluminados como estaban por la
tembleque claridad de la fogata y un par de lámparas de petróleo. La
primera parte de la noche transcurrió sin mayores sobresaltos, hasta el
turno de Alex, Kate y uno de los soldados. El chico pasó la primera hora
mirando la noche y el reflejo del agua, cuidando el sueño de los demás.
Pensaba en cuánto había cambiado en pocos días. Ahora podía pasar mucho
tiempo quieto y en silencio, entretenido con sus propias ideas, sin
necesidad de sus juegos de video, su bicicleta o la televisión, como
antes. Descubrió que podía trasladarse a ese lugar íntimo de quietud y
silencio que debía alcanzar cuando escalaba montañas. La primera lección
de montañismo de su padre había sido que mientras estuviera tenso, ansioso
o apurado, la mitad de su fuerza se dispersaba. Se requería calma para
vencer a la montaña. Podía aplicar esa lección cuando escalaba, pero hasta
ese momento de poco le había servido en otros aspectos de su vida. Se dio
cuenta de que tenía muchas cosas en las cuales meditar, pero la imagen más
recurrente era siempre su madre. Si ella moría... Siempre se detenía allí.
Había decidido no ponerse en ese caso, porque era como llamar a la
desgracia. Se concentraba, en cambio, en enviarle energía positiva; era su
forma de ayudarla.
De súbito un ruido
interrumpió sus pensamientos. Oyó con toda nitidez unos pasos de gigante
aplastando los arbustos cercanos. Sintió un espasmo en el pecho, como si
se ahogara. Por primera vez desde que perdiera los lentes en el recinto de
Mauro Carías, los echó de menos, porque su visión era mucho peor de noche.
Sosteniendo la pistola con ambas manos para dominar su temblor, tal como
había visto en las películas, esperó sin saber qué hacer. Cuando percibió
que la vegetación se movía muy cerca, como si hubiera un contingente de
enemigos agazapados, lanzó un largo grito estremecedor, que sonó como
sirena de naufragio y despertó a todo el mundo. En un instante su abuela
estaba a su lado empuñando su rifle. Los dos se encontraron frente a
frente con la cabezota de un animal que al principio no pudieron
identificar. Era un cerdo salvaje, un gran jabalí. No se movieron,
paralizados por la sorpresa, y eso los salvó, porque el animal, como Alex,
tampoco veía bien en la oscuridad. Por suerte la brisa corría en dirección
contraria, así es que no pudo olerlos. César Santos fue el primero en
deslizarse con cautela de su hamaca y evaluar la situación, a pesar de la
pésima visibilidad.
—Nadie se mueva...
—ordenó casi en un susurro, para no atraer al jabalí.
Su carne es muy
sabrosa y habría alcanzado para festejar durante varios días, pero no
había luz para disparar y nadie se atrevió a empuñar un machete y
arremeter contra tan peligroso animal. El cerdo se paseó tranquilo entre
las hamacas, olisqueó las provisiones que colgaban de cordeles para
salvarlas de ratas y hormigas y finalmente asomó la nariz en la carpa del
profesor Ludovic Leblanc, quien estuvo a punto de sufrir un infarto del
susto. No quedó más remedio que aguardar a que el pesado visitante se
aburriera de recorrer el campamento y se fuera, pasando tan cerca de Alex,
que éste hubiera podido estirar la mano y tocar su erizado pelaje. Después
que se disipó la tensión y pudieron bromear, el muchacho se sintió como un
histérico por haber gritado de esa manera, pero César Santos le aseguró
que había hecho lo correcto. El guía repitió sus instrucciones en caso de
alerta: agacharse y gritar primero, disparar después. No había terminado
de decirlo cuando sonó un tiro: era Ludovic Leblanc disparando al aire
diez minutos después que había pasado el peligro. Definitivamente el
profesor era de gatillo ligero, como dijo Kate Coid.
En el tercer turno,
cuando la noche estaba más fría y oscura, correspondió la vigilancia a
César Santos, Nadia y uno de los soldados. El guía vaciló en despertar a
su hija, quien dormía profundamente, abrazada a Borobá, pero adivinó que
ella no le perdonaría si dejaba de hacerlo. La niña se despabiló el sueño
con dos tragos de café negro bien azucarado y se abrigó lo mejor que pudo
con un par de camisetas, su chaleco y la chaqueta de su padre. Alex había
alcanzado a dormir sólo dos horas y estaba muy cansado, pero cuando
vislumbró en la tenue luz de la fogata que Nadia se aprontaba para hacer
su guardia, se levantó también, dispuesto a acompañarla.
—Yo estoy segura, no
te preocupes. Tengo el talismán que me protege —susurró ella para
tranquilizarlo.
—Vuelve a tu hamaca
—le ordenó César Santos—. Todos necesitamos dormir, para eso se establecen
los turnos.
Alex obedeció de
mala gana, decidido a mantenerse despierto, pero a los pocos minutos lo
venció el sueño. No pudo calcular cuánto había dormido, pero debió haber
sido más de dos horas, porque cuando despertó, sobresaltado por el ruido a
su alrededor, el turno de Nadia había terminado hacía rato. Apenas
empezaba a aclarar, la bruma era lechosa y el frío intenso, pero ya todos
estaban en pie. Flotaba en el aire un olor tan denso, que podía cortarse
con cuchillo.
—¿Qué pasó?
—preguntó rodando fuera de su hamaca, todavía aturdido de sueño.
—¡Nadie salga del
campamento por ningún motivo! ¡Echen más palos en el fuego! —ordenó César
Santos, quien se había atado un pañuelo en la cara y se encontraba con un
rifle en una mano y una linterna en otra, examinando la temblorosa niebla
gris que invadía el bosque al despuntar del alba. Kate, Nadia y Alex se
apresuraron a alimentar la fogata con más leña, y aumentó un poco la
claridad. Karakawe había dado la voz de alarma: uno de los caboclos que
vigilaba con él había desaparecido. César Santos disparó dos veces al
aire, llamándolo, pero como no hubo respuesta decidió ir con Timothy Bruce
y dos soldados a recorrer los alrededores, dejando a los demás armados de
pistolas en torno a la fogata. Todos debieron seguir el ejemplo del guía y
amordazarse con pañuelos para poder respirar.
Pasaron unos minutos
que se hicieron eternos, sin que nadie pronunciara ni una palabra. A esa
hora normalmente comenzaban a despertar los monos en las copas de los
árboles y sus gritos, que sonaban como ladridos de perros, anunciaban el
día, sin embargo esa madrugada reinaba un silencio espeluznante. Los
animales y hasta los pájaros habían escapado. De pronto sonó un balazo,
seguido por la voz de César Santos y luego las exclamaciones de los otros
hombres. Un minuto después llegó Timothy Bruce sin aliento: habían
encontrado al caboclo.
El hombre estaba
tirado de bruces entre unos helechos. La cabeza, sin embargo, estaba de
frente, como si una mano poderosa la hubiera girado en noventa grados
hacia la espalda, partiendo los huesos del cuello. Tenía los ojos abiertos
y una expresión de absoluto terror deformaba su rostro. Al volverlo vieron
que el torso y el vientre habían sido destrozados con tajos profundos.
Había centenares de extraños insectos, garrapatas y pequeños escarabajos
sobre el cuerpo. La doctora Omayra Torres confirmó lo evidente: estaba
muerto. Timothy Bruce corrió a buscar su cámara para dejar testimonio de
lo ocurrido, mientras César Santos recogió algunos de los insectos y los
puso en una bolsita de plástico para llevárselos al padre Valdomero en
Santa María de la Lluvia, quien sabía de entomología y coleccionaba
especies de la región. En ese lugar la fetidez era mucho peor y
necesitaron un gran esfuerzo de voluntad para no salir escapando.
César Santos dio
instrucciones a uno de los soldados para que regresara a vigilar a Joel
González, quien había quedado solo en el campamento, y a Karakawe y otro
soldado para que revisaran las cercanías. Matuwe, el guía indio, observaba
el cadáver profundamente alterado; se había vuelto gris, como si estuviera
en presencia de un fantasma. Nadia se abrazó a su padre y ocultó la cara
en su pecho para no ver el siniestro espectáculo.
—¡La Bestia!
—exclamó Matuwe.
—Nada de Bestia,
hombre, esto lo hicieron los indios —le refutó el profesor Leblanc, pálido
de la impresión, con un pañuelo impregnado en agua de colonia en una mano
tembleque y una pistola en la otra.
En ese instante
Leblanc retrocedió, tropezó y cayó sentado en el barro. Lanzó una
maldición y quiso ponerse de pie, pero cada movimiento que hacia resbalaba
más y más, revolcándose en una materia oscura, blanda y con grumos. Por el
espantoso olor supieron que no era lodo, sino un charco enorme de
excremento: el célebre antropólogo quedó literalmente cubierto de caca de
pies a cabeza. César Santos y Timothy Bruce le pasaron una rama para
jalarlo y ayudarlo a salir, luego lo acompañaron al río a prudente
distancia para no tocarlo. Leblanc no tuvo más remedio que remojarse por
un buen rato, tiritando de humillación, de frío, de miedo y de ira.
Karakawe, su ayudante personal, se negó rotundamente a jabonarlo o a
lavarle la ropa y, a pesar de las trágicas circunstancias, los demás
debieron contenerse para no estallar en carcajadas de puros nervios. En la
mente de todos había el mismo pensamiento: el ser que produjo esa
deposición debía ser del tamaño de un elefante.
—Estoy casi segura
que la criatura que hizo esto tiene una dieta mixta; vegetales, frutas y
algo de carne cruda —dijo la doctora, quien se había atado un pañuelo en
torno a la nariz y la boca, mientras observaba un poco de aquella materia
bajo su lupa.
Entretanto Kate Coid
estaba a gatas examinando el suelo y la vegetación, imitada por su nieto.
—Mira, abuela, hay
ramas rotas y en algunas partes los arbustos están aplastados, como por
patas enormes. Encontré unos pelos negros y duros... —señaló el muchacho.
—Puede haber sido el
jabalí —dijo Kate.
—También hay muchos
insectos, los mismos que hay sobre el cadáver. No los había visto antes.
Apenas aclaró el día César Santos y Karakawe procedieron a colgar de un
árbol, lo más alto que pudieron, el cuerpo del infortunado soldado
envuelto en una hamaca. El profesor, tan nervioso que había desarrollado
un tic en el ojo derecho y temblor en las rodillas, se dispuso a tomar una
decisión. Dijo que corrían grave riesgo de morir todos y él, Ludovic
Leblanc, como responsable del grupo, debía dar las órdenes. El asesinato
del primer soldado confirmaba su teoría de que los indios eran unos
asesinos naturales, solapados y traicioneros. La muerte del segundo, en
tan raras circunstancias, podía atribuirse también a los indios, pero
admitió que no se podía descartar a la Bestia. Lo mejor sería colocar sus
trampas, a ver si con suerte caía la criatura que buscaban antes que
volviera a matar a alguien, y enseguida regresar a Santa María de la
Lluvia, donde podrían conseguir helicópteros. Los demás concluyeron que
algo había aprendido el hombrecito con su revolcón en el charco de
excremento.
—El capitán Ariosto
no se atreverá a negar ayuda a Ludovic Leblanc —dijo el profesor. A medida
que se internaban en territorio desconocido y la Bestia daba señales de
vida, se había acentuado la tendencia del antropólogo a referirse a si
mismo en tercera persona. Varios miembros del grupo estuvieron de acuerdo.
Kate Coid, sin embargo, se manifestó decidida a seguir adelante y exigió
que Timothy Bruce se quedara con ella, puesto que de nada serviría
encontrar a la criatura si no tenían fotografías para probarlo. El
profesor sugirió que se separaran y los que así lo desearan volvieran a la
aldea en una de las lanchas. Los soldados y Matuwe, el guía indio, querían
irse lo antes posible, estaban aterrorizados. La doctora Omayra Torres, en
cambio, dijo que había llegado hasta allí con la intención de vacunar
indios, que tal vez no tendría otra oportunidad de hacerlo en un futuro
próximo y no pensaba echarse atrás al primer inconveniente.
—Eres una mujer muy
valiente, Omayra —comentó César Santos, admirado—. Yo me quedo. Soy el
guía, no puedo dejarlos aquí —agregó.
Alex y Nadia se
dieron una mirada de complicidad: habían notado cómo César Santos seguía
con la vista a la doctora y no perdía oportunidad de estar cerca de ella.
Ambos habían adivinado, antes que lo dijera, que si ella se quedaba él lo
haría también.
—¿Y cómo
regresaremos los demás sin usted? —quiso saber Leblanc, bastante inquieto.
—Karakawe puede
conducirlos —dijo César Santos.
—Me quedo —se negó
éste, lacónico, como siempre.
—Yo también, no
pienso dejar sola a mi abuela —dijo Alex.
—No te necesito y no
quiero andar con mocosos, Alexander —gruñó su abuela, pero todos pudieron
ver el brillo de orgullo en sus ojos de ave de rapiña ante la decisión de
su nieto.
—Yo me voy a traer
refuerzos —dijo Leblanc.
—¿No está usted a
cargo de esta expedición, profesor? —preguntó Kate Coid fríamente.
—Soy más útil allá
que aquí... —farfulló el antropólogo.
—Haga lo que quiera,
pero si usted se va, yo me encargaré de publicarlo en el International
Geographic y que todo el mundo sepa lo valiente que es el profesor Leblanc
—lo amenazó ella.
Finalmente acordaron
que uno de los soldados y Matuwe conducirían a Joel González de vuelta a
Santa María de la Lluvia. El viaje sería más corto, porque iban con la
corriente. Los demás, incluyendo a Ludovic Leblanc, que no se atrevió a
desafiar a Kate Coid, se quedarían donde estaban hasta que llegaran
refuerzos. A media mañana todo estuvo listo, los expedicionarios se
despidieron y la lancha con el herido emprendió el regreso. Pasaron el
resto de ese día y buena parte del siguiente instalando una trampa para la
Bestia según las instrucciones del profesor Leblanc. Era de una sencillez
infantil: un gran hoyo en el suelo, cubierto por una red disimulada con
hojas y ramas. Se suponía que, al pisarla, el cuerpo caería al hueco,
arrastrando la red. Al fondo del pozo había una alarma de pilas, que
sonaría de inmediato para alertar a la expedición. El plan consistía en
aproximarse, antes que la criatura lograra desenredarse de la red y salir
del hueco, y dispararle varias cápsulas de un poderoso anestésico capaz de
dormir a un rinoceronte.
Lo más arduo fue
cavar un hoyo tan profundo como para contener a una criatura de la altura
de la Bestia. Todos se turnaron con la pala, menos Nadia y Leblanc, la
primera porque se oponía a la idea de hacer daño a un animal y el segundo
porque estaba con dolor de espalda. El terreno resultó muy diferente de lo
que el profesor creía cuando diseñó su trampa cómodamente instalado en un
escritorio en su casa, a miles de millas de distancia. Había una costra
delgada de humus, más abajo una dura maraña de raíces, luego arcilla
resbaladiza como jabón, y a medida que cavaban, el pozo iba llenándose de
un agua rojiza donde nadaban toda suerte de animalejos. Por último
desistieron, vencidos por los obstáculos. Alex sugirió utilizar las redes
para colgarlas de los árboles mediante un sistema de cuerdas, y de poner
una carnada debajo; al aproximarse la presa para apoderarse del cebo,
sonaba la alarma y de inmediato le caía la red encima. Todos, menos
Leblanc, consideraron que en teoría podía funcionar, pero estaban
demasiado cansados para probarlo y decidieron postergar el proyecto hasta
la mañana siguiente.
—Espero que tu idea
no sirva, Jaguar —dijo Nadia.
—La Bestia es
peligrosa —replicó el muchacho.
—¿Qué harán con ella
si la atrapan? ¿Matarla? ¿Cortarla en pedacitos para estudiarla? ¿Meterla
en una jaula por el resto de su vida?
—¿Qué solución
tienes tú, Nadia?
—Hablar con ella y
preguntarle qué quiere.
—¡Qué idea tan
genial! Podríamos convidarla a tomar el té... —se burló él.
—Todos los animales
se comunican —aseguró Nadia.
—Eso dice mi hermana
Nicole, pero ella tiene nueve años.
—Veo que a los nueve
sabe más que tú a los quince —replicó Nadia.
Se encontraban en un
lugar muy hermoso. La densa y enmarañada vegetación de la orilla se
despejaba hacia el interior, donde el bosque alcanzaba una gran majestad.
Los troncos de los árboles, altos y rectos, eran pilares de una magnífica
catedral verde. Orquídeas y otras flores aparecían suspendidas de las
ramas y brillantes helechos cubrían el suelo. Era tan variada la fauna,
que nunca había silencio, desde el amanecer hasta muy entrada la noche se
escuchaba el canto de los tucanes y loros; por la noche empezaba la
algarabía de sapos y monos aulladores. Sin embargo, aquel jardín del Edén
ocultaba muchos peligros: las distancias eran enormes, la soledad absoluta
y sin conocer el terreno era imposible ubicarse. Según Leblanc —y en eso
César Santos estaba de acuerdo— la única manera de moverse en esa región
era con la ayuda de los indios. Debían atraerlos. La doctora Omayra Torres
era la más interesada en hacerlo, porque debía cumplir su misión de
vacunarlos y establecer un sistema de control de salud, según explicó.
—No creo que los
indios presenten voluntariamente los brazos para que los pinches, Omayra.
No han visto una aguja en sus vidas —sonrió César Santos. Entre ambos
había una corriente de simpatía y para entonces se trataban con
familiaridad.
—Les diremos que es
una magia muy poderosa de los blancos —dijo ella, guiñándole un ojo.
—Lo cual es
totalmente cierto —aprobó César Santos.
Según el guía, había
varias tribus en los alrededores que seguro habían tenido algún contacto,
aunque breve, con el mundo exterior. Desde su avioneta había vislumbrado
algunos shabonos, pero como no había dónde aterrizar por esos lados, se
había limitado a señalarlos en su mapa. Las chozas comunitarias que había
visto eran más bien pequeñas, lo cual significaba que cada tribu se
componía de muy pocas familias. Según aseguraba el profesor Leblanc, quien
se decía experto en la materia, el número mínimo de habitantes por shabono
era de alrededor de cincuenta personas —menos no podrían defenderse de
ataques enemigos— y rara vez sobrepasaba los doscientos cincuenta. César
Santos sospechaba también la existencia de tribus aisladas, que no habían
sido vistas aún, como esperaba la doctora Torres, y la única forma de
llegar hasta ellas sería por el aire. Deberían ascender a la selva del
altiplano, a la región encantada de las cataratas, donde nunca pudieron
llegar los forasteros antes de la invención de aviones y helicópteros.
Con la idea de
atraer a los indios, el guía amarró una cuerda entre dos árboles y de ella
colgó algunos regalos: collares de cuentas, trapos de colores, espejos y
chucherías de plástico. Reservó los machetes, cuchillos y utensilios de
acero para más tarde, cuando comenzaran las verdaderas negociaciones y el
trueque de regalos.
Esa tarde César
Santos intentó comunicarse por radio con el capitán Ariosto y con Mauro
Carías en Santa María de la Lluvia, pero el aparato no funcionaba. El
profesor Leblanc se paseaba por el campamento, furioso ante esa nueva
contrariedad, mientras los demás se turnaban tratando en vano de enviar o
recibir un mensaje. Nadia se llevó a Alex aparte para contarle que la
noche anterior, antes que el soldado fuera asesinado durante el turno de
Karakawe, ella vio al indio manipulando la radio. Dijo que ella se acostó
cuando terminó su vigilancia, pero no se durmió de inmediato y desde su
hamaca pudo ver a Karakawe cerca del aparato.
—¿Lo viste bien,
Nadia?
—No, porque estaba
oscuro, pero los únicos que estaban en pie en ese turno eran los dos
soldados y él. Estoy casi segura de que no era ninguno de los soldados
—replicó ella—. Creo que Karakawe es la persona que mencionó Mauro Carías.
Tal vez parte del plan es que no podamos pedir socorro en caso de
necesidad.
—Debemos advertir a
tu papá —determinó Alex.
César Santos no
recibió la noticia con interés, se limitó a advertirles que antes de
acusar a alguien debían estar bien seguros. Había muchas razones por las
cuales un equipo de radio tan anticuado como ése podía fallar. Además,
¿qué razón tendría Karakawe para descomponerlo? Tampoco a él le convenía
encontrarse incomunicado. Los tranquilizó diciendo que dentro de tres o
cuatro días vendrían refuerzos.
—No estamos
perdidos, sólo aislados —concluyó.
—¿Y la Bestia, papá?
—preguntó Nadia, inquieta.
—No sabemos si
existe, hija. De los indios, en cambio, podemos estar seguros. Tarde o
temprano se aproximarán y esperemos que lo hagan en son de paz. En todo
caso estamos bien armados.
—El soldado que
murió tenía un fusil, pero no le sirvió de nada —refutó Alex.
—Se distrajo. De
ahora en adelante tendremos que ser mucho más cuidadosos. Desgraciadamente
somos sólo seis adultos para montar guardia.
—Yo cuento como un
adulto —aseguró Alex.
—Está bien, pero
Nadia no. Ella sólo podrá acompañarme en mi turno —decidió César Santos.
Ese día Nadia
descubrió cerca del campamento un árbol de urucupo, arrancó varios de sus
frutos, que parecían almendras peludas, los abrió y extrajo unas
semillitas rojas del interior. Al apretarlas entre los dedos, mezcladas
con un poco de saliva, formó una pasta roja con la consistencia del jabón,
la misma que usaban los indios, junto con otras tinturas vegetales, para
decorarse el cuerpo. Nadia y Alex se pintaron rayas, círculos y puntos en
la cara, luego se ataron plumas y semillas en los brazos. Al verlos,
Timothy Bruce y Kate Coid insistieron en tomarles fotos y Omayra Torres en
peinar el cabello rizado de la chica y adornarlo con minúsculas orquídeas.
César Santos, en cambio, no los celebró: la visión de su hija decorada
como una doncella indígena pareció llenarlo de tristeza.
Cuando disminuyó la
luz, calcularon que en alguna parte el sol se aprestaba para desaparecer
en el horizonte, dando paso a la noche; bajo la cúpula de los árboles rara
vez aparecía, su resplandor era difuso, filtrado por el encaje verde de la
naturaleza. Sólo a veces, donde había caído un árbol, se veía claramente
el ojo azul del cielo. A esa hora las sombras de la vegetación comenzaban
a envolverlos como un cerco, en menos de una hora el bosque se tornaría
negro y pesado. Nadia pidió a Alex que tocara la flauta para distraerlos y
durante un rato la música, delicada y cristalina, invadió la selva. Borobá,
el monito, seguía la melodía, moviendo la cabeza al compás de las notas.
César Santos y la doctora Omayra Torres, en cuclillas junto a la fogata,
estaban asando unos pescados para la cena. Kate Coid, Timothy Bruce y uno
de los soldados se dedicaban a afirmar las carpas y proteger las
provisiones de los monos y las hormigas. Karakawe y el otro soldado,
armados y alertas, vigilaban. El profesor Leblanc dictaba las ideas que
pasaban por su mente en una grabadora de bolsillo, que siempre llevaba a
mano para cuando se le ocurría un pensamiento trascendental que la
humanidad no debía perder, lo cual ocurría con tal frecuencia que los
muchachos, fastidiados, esperaban la oportunidad de robarle las pilas.
Como a los quince minutos del concierto de flauta, la atención de Borobá
cambió súbitamente de foco; el mono comenzó a dar saltos, tironeando la
ropa de su ama, inquieto. Al principio Nadia pretendió ignorarlo, pero el
animal no la dejó en paz hasta que ella se puso de pie. Después de atisbar
hacia la espesura, ella llamó a Alex con un gesto, guiándolo lejos del
círculo de luz de la fogata, sin llamar la atención de los otros.
—Chisss —dijo,
llevándose un dedo a los labios.
Todavía quedaba algo
de claridad diurna, pero casi no se distinguían colores, el mundo aparecía
en tonos de gris y negro. Alex se había sentido constantemente observado
desde que saliera de Santa María de la Lluvia, pero justo esa tarde la
impresión de ser espiado había desaparecido. Lo invadía una sensación de
calma y seguridad que no había tenido en muchos días. También se había
esfumado el penetrante olor que acompañó el asesinato del soldado la noche
anterior. Los dos muchachos y Borobá se internaron unos metros en la
vegetación y allí aguardaron, con más curiosidad que inquietud. Sin
haberlo dicho, suponían que si había indios por los alrededores y tuvieran
intención de hacerles daño, ya lo habrían hecho, porque los miembros de la
expedición, bien iluminados por la hoguera del campamento, estaban
expuestos a sus flechas y dardos envenenados.
Esperaron quietos,
sintiendo que se hundían en una algodonosa niebla, como si al caer la
noche se perdieran las dimensiones habituales de la realidad. Entonces,
poco a poco, Alex comenzó a ver a los seres que los rodeaban, uno a uno.
Estaban desnudos, pintados de rayas y manchas, con plumas y tiras de cuero
atadas en los brazos, silenciosos, ligeros, inmóviles. A pesar de
encontrarse a su lado, era difícil verlos; se mimetizaban tan
perfectamente con la naturaleza, que resultaban invisibles, como tenues
fantasmas. Cuando pudo distinguirlos, Alex calculó que había por lo menos
veinte de ellos, todos hombres y con sus primitivas armas en las manos.
—Aía —susurró Nadia muy
quedamente.
Nadie contestó, pero
un movimiento apenas perceptible entre las hojas indicó que los indios se
aproximaban. En la penumbra y sin anteojos, Alex no estaba seguro de lo
que veía, pero su corazón se disparó en loca carrera y sintió que la
sangre se le agolpaba en las sienes. Lo envolvió la misma alucinante
sensación de estar viviendo un sueño, que tuvo en presencia del jaguar
negro en el patio de Mauro Carías. Había una tensión similar, como si los
acontecimientos transcurrieran en una burbuja de vidrio que en cualquier
instante podía hacerse añicos. El peligro estaba en el aire, tal como lo
había estado con el jaguar, pero el chico no tuvo miedo. No se creyó
amenazado por aquellos seres transparentes que flotaban entre los árboles.
La idea de sacar su navaja o de llamar pidiendo socorro no se le ocurrió.
En cambio pasó por su mente, como un relámpago, una escena que había visto
años antes en una película: el encuentro de un niño con un extraterrestre.
La situación que vivía en ese momento era similar. Pensó, maravillado, que
no cambiaría esa experiencia por nada en el mundo.
—Aía —repitió Nadia.
—Aía —murmuró él
también.
No hubo respuesta.
Los muchachos
esperaron, sin soltarse las manos, quietos como estatuas, y también Borobá
se mantuvo inmóvil, expectante, como si supiera que participaba en un
instante precioso. Pasaron minutos interminables y la noche se dejó caer
con gran rapidez, arropándolos por completo. Finalmente se dieron cuenta
de que estaban solos; los indios se habían esfumado con la misma ligereza
con que habían surgido de la nada.
—¿Quiénes eran?
—preguntó Alex cuando volvieron al campamento.
—Deben ser la «gente
de la neblina», los invisibles, los habitantes más remotos y misteriosos
del Amazonas. Se sabe que existen, pero nadie en verdad ha hablado con
ellos.
—¿Qué quieren de
nosotros? —preguntó Alex.
—Ver cómo somos, tal
vez... —sugirió ella.
—Lo mismo quiero yo
—dijo él.
—No le digamos a
nadie que los hemos visto, Jaguar.
—Es raro que no nos
hayan atacado y que tampoco se acerquen atraídos por los regalos que colgó
tu papá —comentó el muchacho.
—¿Crees que fueron
ellos los que mataron al soldado en la lancha? —preguntó Nadia.
—No lo sé, pero si
son los mismos ¿por qué no nos atacaron hoy? Esa noche Alex hizo su
guardia junto a su abuela sin temor, porque no percibió el olor de la
Bestia y no le preocupaban los indios. Después del extraño encuentro con
ellos, estaba convencido de que unas pistolas servirían de muy poco en
caso que quisieran atacarlos. ¿Cómo apuntar a esos seres casi invisibles?
Los indios se disolvían como sombras en la noche, eran mudos fantasmas que
podían caerles encima y asesinarlos en cuestión de un instante sin que
ellos alcanzaran a darse cuenta. En el fondo, sin embargo, él tenía la
certeza de que las intenciones de la gente de la neblina no eran ésas.
El día siguiente
transcurrió lento y fastidioso con tanta lluvia que no alcanzaban a secar
la ropa antes que cayera otro chapuzón. Esa misma noche desaparecieron los
dos soldados durante su turno y pronto vieron que tampoco estaba la
lancha. Los hombres, que desde la muerte de sus compañeros estaban
aterrorizados, huyeron por el río. Estuvieron a punto de amotinarse cuando
no les permitieron regresar a Santa María de la Lluvia con la primera
lancha; nadie les pagaba por arriesgar la vida, dijeron. César Santos les
respondió que justamente para eso les pagaban: ¿no eran soldados, acaso?
La decisión de huir podría costarles muy cara, pero prefirieron enfrentar
una corte marcial antes que morir en manos de los indios o de la Bestia.
Para el resto de los expedicionarios, esa lancha representaba la única
posibilidad de regresar a la civilización; sin ella y sin la radio se
encontraban definitivamente aislados.
—Los indios saben
que estamos aquí. ¡No podemos quedarnos! —exclamó el profesor Leblanc.
—¿Adónde pretende
ir, profesor? Si nos movemos, cuando lleguen los helicópteros no nos
encontrarán. Desde el aire sólo se ve una masa verde, jamás darían con
nosotros —explicó César Santos.
—¿No podemos seguir
el cauce del río y tratar de volver a Santa María de la Lluvia por
nuestros propios medios? —sugirió Kate Coid.
—Es imposible
hacerlo a pie. Hay demasiados obstáculos y desvíos —replicó el guía.
—¡Esto es culpa
suya, Coid! Deberíamos haber regresado todos a Santa María de la Lluvia,
como yo propuse —alegó el profesor.
—Muy bien, es culpa
mía. ¿Qué hará al respecto? —preguntó la escritora.
—¡La denunciaré!
¡Voy a arruinar su carrera!
—Tal vez sea yo
quien arruine la suya, profesor —replicó ella sin inmutarse.
César Santos los
interrumpió diciendo que, en vez de discutir, debían unir las fuerzas y
evaluar la situación: los indios desconfiaban y no habían demostrado
interés por los regalos, se limitaban a observarlos, pero no los habían
atacado.
—¿Le parece poco lo
que le hicieron a ese pobre soldado? —preguntó, sarcástico, Leblanc.
—No creo que fueran
los indios, no es ésa su manera de pelear. Si tenemos suerte, ésta puede
ser una tribu pacífica —replicó el guía.
—Pero si no tenemos
suerte, nos comerán —gruñó el antropólogo.
—Sería perfecto,
profesor. Así usted podría probar su teoría sobre la ferocidad de los
indios —dijo Kate.
—Bueno, basta de
tonterías. Hay que tomar una decisión. Nos quedamos o nos vamos... —los
cortó el fotógrafo Timothy Bruce.
—Han pasado casi
tres días desde que se fue la primera lancha. Como iba con la corriente y
Matuwe conoce el camino, ya deben estar en Santa María de la Lluvia.
Mañana, o a lo más dentro de dos días, llegarán los helicópteros del
capitán Ariosto. Volarán de día, así es que mantendremos una hoguera
siempre encendida, para que vean el humo. La situación es difícil, como
dije, pero no es grave, hay mucha gente que sabe dónde estamos, vendrán a
buscarnos —aseguró César Santos.
Nadia estaba
tranquila, abrazada a su monito, como si no comprendiera la magnitud de lo
que les sucedía. Alex, en cambio, concluyó que nunca se había encontrado
en tanto peligro, ni siquiera cuando quedó colgando en El Capitán, una
roca escarpada que sólo los más expertos se atrevían a escalar. Si no
hubiera ido atado por una cuerda a la cintura de su padre, se habría
matado. César Santos había advertido a los expedicionarios contra diversos
insectos y animales de la selva, desde tarántulas hasta serpientes, pero
olvidó mencionar las hormigas. Alex había renunciado a usar sus botas, no
sólo porque estaban siempre húmedas y con mal olor, sino porque le
apretaban; suponía que con el agua se habían encogido. A pesar de que los
primeros días no se sacaba las chancletas que le dio César Santos, los
pies se le llenaron de costras y durezas.
—Éste no es lugar
para pies delicados —fue el único comentario de su abuela cuando le mostró
las cortaduras sangrantes en los pies.
Su indiferencia se
tornó en inquietud cuando a su nieto lo picó una hormiga de fuego. El
muchacho no pudo evitar un alarido: sintió que lo quemaban con un cigarro
en el tobillo. La hormiga le dejó una pequeña marca blanca que a los pocos
minutos se volvió roja e hinchada como una cereza. El dolor ascendió en
llamaradas por la pierna y no pudo dar ni un paso más. La doctora Omayra
Torres le advirtió que el veneno haría su efecto durante varias horas y
habría que soportarlo sin más alivio que compresas de agua caliente.
—Espero que no seas
alérgico, porque en ese caso las consecuencias serán más graves —observó
la doctora.
Alex no lo era, pero de todos modos la picadura le arruinó buena parte del
día. Por la tarde, apenas pudo apoyar el pie y dar unos pasos, Nadia le
contó que mientras los demás estaban pendientes de sus quehaceres, ella
había visto a Karakawe rondando las cajas de las vacunas. Cuando el indio
se dio cuenta que ella lo había descubierto, la cogió por los brazos con
tal brutalidad que le dejó los dedos marcados en la piel y le advirtió que
si decía una palabra al respecto lo pagaría muy caro. Estaba segura que
ese hombre cumpliría sus amenazas, pero Alex consideró que no podían
callarse, había que advertir a la doctora. Nadia, quien estaba tan
prendada de la doctora como lo estaba su padre y empezaba a acariciar la
fantasía de verla convertida en su madrastra, deseaba contarle también el
diálogo entre Mauro Carías y el capitán Ariosto, que ellos habían
escuchado en Santa María de la Lluvia. Seguía convencida de que Karakawe
era la persona designada para cumplir los siniestros planes de Carías.
—No diremos nada de
eso todavía —le exigió Alex.
Aguardaron el
momento adecuado, cuando Karakawe se había alejado para pescar en el río,
y plantearon la situación a Omayra Torres. Ella los escuchó con gran
atención, dando muestras de inquietud por primera vez desde que la
conocían. Aun en los momentos más dramáticos de esa aventura, la
encantadora mujer no había perdido la calma; tenía los nervios bien
templados de un samurai. Esta vez tampoco se alteró, pero quiso conocer
los detalles. Al saber que Karakawe había abierto las cajas, pero no había
violado los sellos de los frascos, respiró aliviada.
—Esas vacunas son
la única esperanza de vida para los indios. Debemos cuidarlas como un
tesoro —dijo.
—Alex y yo hemos
estado vigilando a Karakawe; creemos que él descompuso la radio, pero mi
papá dice que sin pruebas no podemos acusarlo —dijo Nadia.
—No preocupemos a
tu papá con estas sospechas, Nadia, él ya tiene bastantes problemas. Entre
ustedes dos y yo podemos neutralizar a Karakawe. No le quiten el ojo de
encima, muchachos —les pidió Omayra Torres y ellos se lo prometieron.
El día transcurrió
sin novedades. César Santos siguió en su empeño de hacer funcionar la
radio transmisora, pero sin resultados. Timothy Bruce poseía una radio que
les había servido para escuchar noticias de Manaos durante la primera
parte del viaje, pero la onda no llegaba tan lejos. Se aburrían, porque
una vez que tuvieron unas aves y dos pescados para el día, no había más
que hacer; era inútil cazar o pescar de más, porque la carne se llenaba de
hormigas o se descomponía en cuestión de horas. Por fin Alex pudo
comprender la mentalidad de los indios, que nada acumulaban. Se turnaron
para mantener humeando la hoguera, como señal en caso que anduvieran
buscándolos, aunque según César Santos todavía era demasiado pronto para
eso. Timothy Bruce sacó un gastado mazo de naipes y jugaron al póquer, al
blackjack y al gin rummy hasta que empezó a irse la luz. No volvieron a
sentir el penetrante olor de la Bestia. Nadia, Kate Coid y la doctora
fueron al río a lavarse y hacer sus necesidades; habían acordado que nadie
debía aventurarse solo fuera del campamento. Para las actividades más
íntimas, las tres mujeres iban juntas; para el resto todos se turnaban en
parejas. César Santos se las arreglaba para estar siempre con Omayra
Torres, lo cual tenía a Timothy Bruce bastante molesto, porque también el
inglés se sentía cautivado por la doctora. Durante el viaje la había
fotografiado hasta que ella se negó a seguir posando, a pesar de que Kate
Coid le había advertido que guardara el film para la Bestia y los indios.
La escritora y Karakawe eran los únicos que no parecían impresionados por
la joven mujer. Kate masculló que ya estaba muy vieja para fijarse en una
cara bonita, comentario que a Alex le sonó como una demostración de celos,
indigna de alguien tan lista como su abuela. El profesor Leblanc, quien no
podía competir en prestancia con César Santos o juventud con Timothy
Bruce, procuraba impresionar a la mujer con el peso de su celebridad y no
perdía ocasión de leerle en voz alta párrafos de su libro, donde narraba
en detalle los peligros escalofriantes que había enfrentado entre los
indios. A ella le costaba imaginar al timorato Leblanc vestido sólo con un
taparrabos, combatiendo mano a mano con indios y fieras, cazando con
flechas y sobreviviendo sin ayuda en medio de toda suerte de catástrofes
naturales, como contaba. En todo caso, la rivalidad entre los hombres del
grupo por las atenciones de Omayra Torres había creado una cierta tensión,
que aumentaba a medida que pasaban las horas en angustiosa espera de los
helicópteros.
Alex se miró el
tobillo: todavía le dolía y estaba algo hinchado, pero la dura cereza roja
donde lo picó la hormiga había disminuido; las compresas de agua caliente
habían dado buenos resultados. Para distraerse, cogió su flauta y empezó a
tocar el concierto preferido de su madre, una música dulce y romántica de
un compositor europeo muerto hacia más de un siglo, pero que sonaba a tono
con la selva circundante. Su abuelo Joseph Coid tenía razón: la música es
un lenguaje universal. A las primeras notas llegó Borobá dando saltos y se
sentó a sus pies con la seriedad de un crítico y a los pocos instantes
volvió Nadia con la doctora y Kate Coid. La chica esperó que los demás
estuvieran ocupados preparando el campamento para la noche y le hizo señas
a Alex que la siguiera disimuladamente.
—Están aquí otra
vez, Jaguar —murmuró a su oído.
—¿Los indios...?
—Sí, la gente de la
neblina. Creo que vienen por la música. No hagas ruido y sígueme.
Se internaron
algunos metros en la espesura y, tal como habían hecho antes, aguardaron
quietos. Por mucho que Alex aguzara la vista, no distinguía a nadie entre
los árboles: los indios se disolvían en su entorno. De pronto sintió manos
que lo tomaban con firmeza por los brazos y al volverse vio que Nadia y él
estaban rodeados. Los indios no se mantuvieron a cierta distancia, como la
vez anterior; ahora Alex podía percibir el olor dulzón de sus cuerpos.
Nuevamente notó que eran de baja estatura y delgados, pero ahora pudo
comprobar que también eran muy fuertes y había algo feroz en su actitud.
¿Tendría razón Leblanc cuando aseguraba que eran violentos y crueles?
—Aía —saludó
tentativamente.
Una mano le tapó la
boca y antes que alcanzara a darse cuenta de lo que sucedía, se sintió
alzado en vilo por los tobillos y las axilas. Empezó a retorcerse y
patalear, pero las manos no lo soltaron. Sintió que lo golpeaban en la
cabeza, no supo si con los puños o con una piedra, pero comprendió que más
valía dejarse llevar o acabarían aturdiéndolo o matándolo. Pensó en Nadia
y si acaso a ella también estarían arrastrándola a la fuerza. Le pareció
oír de lejos la voz de su abuela llamándolo, mientras los indios se lo
llevaban, internándose en la oscuridad como espíritus de la noche.
Alexander Coid sentía punzadas ardientes en el tobillo donde lo había
picado la hormiga de fuego, que ahora aprisionaba la mano de uno de los
cuatro indios que lo llevaban en vilo. Sus captores iban trotando y con
cada paso el cuerpo del muchacho se balanceaba brutalmente; el dolor en
los hombros era como si lo estuvieran descoyuntando. Le habían quitado la
camiseta y se la habían amarrado en la cabeza, cegándolo y ahogando su
voz. Apenas podía respirar y le latía el cráneo donde lo habían golpeado,
pero le reconfortó no haber perdido el conocimiento, eso significaba que
los guerreros no le habían pegado fuerte y no pretendían matarlo. Al menos
no por el momento... Le pareció que marchaban un trecho muy largo hasta
que por fin se detuvieron y lo dejaron caer como un saco de papas. El
alivio en sus músculos y huesos fue casi inmediato, aunque el tobillo le
ardía terriblemente. No se atrevió a quitarse la camiseta que le cubría la
cabeza para no provocar a sus agresores, pero como al rato de espera nada
acontecía, optó por arrancársela de encima. Nadie lo detuvo. Cuando se
habituaron sus ojos a la leve claridad de la luna, se vio en medio del
bosque, tirado sobre el colchón de humus que cubría el suelo. A su
alrededor, en estrecho circulo, sintió la presencia de los indios, aunque
no podía verlos en tan poca luz y sin sus anteojos. Se acordó de su navaja
del ejército suizo y se llevó disimuladamente la mano a la cintura
buscándola, pero no pudo terminar el gesto: un puño firme lo sujetó por la
muñeca. Entonces oyó la voz de Nadia y sintió las manitas delgadas de
Borobá en su cabello. Lanzó una exclamación, porque el mono puso los dedos
en un chichón provocado por el golpe.
—Quieto, Jaguar.
Nos harán daño —dijo la muchacha.
—¿Qué pasó?
—Se asustaron,
creyeron que ibas a gritar, por eso tuvieron que llevarte a la fuerza.
Sólo quieren que vayamos con ellos.
—¿Adónde? ¿Por qué?
—farfulló el muchacho tratando de sentarse. Sentía su cabeza retumbando
como un tambor.
Nadia lo ayudó a
incorporarse y le dio a beber agua de una calabaza. Ya sus ojos se habían
acostumbrado y vio que los indios lo observaban de cerca y hacían
comentarios en voz alta, sin temor alguno de ser oídos o alcanzados. Alex
supuso que el resto de la expedición estaría buscándolos, aunque nadie se
atrevería a aventurarse demasiado lejos en plena noche. Pensó que por una
vez su abuela estaría preocupada: ¿cómo explicaría a su hijo John que
había perdido al nieto en la selva? Por lo visto los indios habían tratado
a Nadia con más suavidad, porque la chica se movía entre ellos con
confianza. Al incorporarse sintió algo tibio que resbalaba por la sien
derecha y goteaba sobre su hombro. Le pasó el dedo y se lo llevó a los
labios.
—Me partieron la
cabeza —murmuró, asustado.
—Finge que no te
duele, Jaguar, como hacen los verdaderos guerreros —le advirtió Nadia.
El muchacho
concluyó que debía hacer una demostración de valor: se puso de pie
procurando que no se notara el temblor de sus rodillas, se irguió lo más
derecho que pudo y se golpeó el pecho como había visto en las películas de
Tarzán, a tiempo que lanzaba un interminable rugido de King Kong. Los
indios retrocedieron un par de pasos y esgrimieron sus armas, atónitos.
Repitió los golpes de pecho y los gruñidos, seguro de haber producido
alarma en las filas enemigas, pero en vez de echar a correr asustados, los
guerreros empezaron a reírse. Nadia sonreía también y Borobá daba saltos y
mostraba los dientes, histérico de risa. Las risotadas aumentaron de
volumen, algunos indios caían sentados, otros se tiraban de espaldas al
suelo y levantaban las piernas de puro gozo, otros imitaban al muchacho
aullando como Tarzán. Las carcajadas duraron un buen rato, hasta que Alex,
sintiéndose absolutamente ridículo, se contagió también de risa. Por fin
se calmaron y, secándose las lágrimas, intercambiaron palmadas amistosas.
Uno de los indios,
que en la penumbra parecía más pequeño, más viejo y se distinguía por una
corona redonda de plumas, único adorno en su cuerpo desnudo, inició un
largo discurso. Nadia captó el sentido, porque conocía varias lenguas de
los indios y, aunque la gente de la neblina tenía su propio idioma, muchas
palabras eran similares. Estaba segura de que podría comunicarse con
ellos. De la diatriba del hombre con la corona de plumas entendió que se
refería a Rahakanariwa, el espíritu del pájaro caníbal mencionado por
Walimaí, a los nahab, como llamaban a los forasteros, y a un poderoso
chamán. Aunque no lo nombró, porque habría sido muy descortés de su parte
hacerlo, ella dedujo que se trataba de Walimaí. Valiéndose de las palabras
que conocía y de gestos, la chica indicó el hueso tallado que llevaba
colgado al cuello, regalo del brujo. El hombre que actuaba como jefe
examinó el talismán durante largos minutos, dando muestras de admiración y
respeto, luego siguió con su discurso, pero esta vez dirigiéndose a los
guerreros, quienes se aproximaron uno por uno para tocar el amuleto.
Después los indios
se sentaron en círculo y continuaron las conversaciones, mientras
distribuían trozos de una masa cocida, como pan sin levadura. Alex se dio
cuenta que no había comido en muchas horas y estaba muy hambriento;
recibió su porción de cena sin fijarse en la mugre y sin preguntar de qué
estaba hecha; sus remilgos respecto a la comida habían pasado a la
historia. Enseguida los guerreros hicieron circular una vejiga de animal
con un jugo viscoso de olor acre y sabor a vinagre, mientras salmodiaban
un canto para desafiar a los fantasmas que causan pesadillas por la noche.
No le ofrecieron el brebaje a Nadia, pero tuvieron la amabilidad de
compartirlo con Alex, a quien no le tentó el olor y menos la idea de
compartir el mismo recipiente con los demás. Recordaba la historia contada
por César Santos de una tribu entera contagiada por la chupada del
cigarrillo de un periodista. Lo último que deseaba era pasar sus gérmenes
a esos indios, cuyo sistema de inmunidad no los resistiría, pero Nadia le
advirtió que no aceptarlo sería considerado un insulto. Le informó que era
masato, una bebida fermentada hecha con mandioca masticada y saliva, que
sólo bebían los hombres. Alex creyó que iba a vomitar con la explicación,
pero no se atrevió a rechazarla.
Con el golpe
recibido en el cráneo y el masato, el muchacho se trasladó sin esfuerzo al
planeta de las arenas de oro y las seis lunas en el cielo fosforescente,
que había visto en el patio de Mauro Carías. Estaba tan confundido e
intoxicado que no habría podido dar ni un paso, pero por suerte no tuvo
que hacerlo, porque los guerreros también sentían la influencia del licor
y pronto yacían por el suelo roncando. Alex supuso que no continuarían la
marcha hasta que hubiera algo de luz y se consoló con la vaga esperanza de
que su abuela lo alcanzaría al amanecer. Ovillado en el suelo, sin
acordarse de los fantasmas de las pesadillas, las hormigas de fuego, las
tarántulas o las serpientes, se abandonó al sueño. Tampoco se alarmó
cuando el tremendo olor de la Bestia invadió el aire. Los únicos que
estaban sobrios y despiertos cuando apareció la Bestia eran Nadia y Borobá.
El mono se inmovilizó por completo, como convertido en piedra, y ella
alcanzó a vislumbrar una gigantesca figura en la luz de la luna antes que
el olor la hiciera perder los sentidos. Más tarde contaría a su amigo lo
mismo que había dicho el padre Valdomero: era una criatura de forma
humana, erecta, de unos tres metros de altura, con brazos poderosos
terminados en garras curvas como cimitarras y una cabeza pequeña,
desproporcionada para el tamaño del cuerpo. A Nadia le pareció que se
movía con gran lentitud, pero de haberlo querido la Bestia habría podido
destriparlos a todos. La fetidez que emanaba —o tal vez el terror absoluto
que producía en sus víctimas— paralizaba como una droga. Antes de
desmayarse ella quiso gritar o escapar, pero no pudo mover ni un músculo;
en un relámpago de conciencia vio el cuerpo del soldado abierto en canal
como una res y pudo imaginar el horror del hombre, su impotencia y su
espantosa muerte.
Alex despertó
confundido tratando de recordar lo que había pasado, con el cuerpo
tembleque por el extraño licor de la noche anterior y la fetidez, que
todavía flotaba en el aire. Vio a Nadia con Borobá arropado en su regazo,
sentada con las piernas cruzadas y la mirada perdida en la nada. El
muchacho gateó hasta ella conteniendo a duras penas los sobresaltos de sus
tripas.
—La vi, Jaguar
—dijo Nadia con una voz remota, como si estuviera en trance.
—¿Qué viste?
—La Bestia. Estuvo
aquí. Es enorme, un gigante...
Alex se fue detrás
de un helecho a vaciar el estómago, con lo cual se sintió algo más
aliviado, a pesar de que el hedor del aire le devolvía las náuseas. A su
regreso los guerreros estaban listos para emprender la marcha. En la luz
del amanecer pudo verlos bien por primera vez. Su temible aspecto
correspondía exactamente a las descripciones de Leblanc: estaban desnudos,
con el cuerpo pintado en colores rojo, negro y verde, brazaletes de plumas
y el cabello cortado redondo, con la parte superior del cráneo afeitada,
como una tonsura de sacerdote. Llevaban arcos y flechas atados a la
espalda y una pequeña calabaza cubierta con un trozo de piel que, según
dijo Nadia, contenía el mortal curare para flechas y dardos. Varios de
ellos llevaban gruesos palos y todos lucían cicatrices en la cabeza, que
equivalían a orgullosas condecoraciones de guerra: el valor y la fortaleza
se medía por las huellas de los garrotazos soportados.
Alex debió sacudir
a Nadia para despabilaría, porque el espanto de haber visto a la Bestia la
noche anterior la había dejado atontada. La muchacha logró explicar lo que
había visto y los guerreros escucharon con atención, pero no dieron
muestras de sorpresa, tal como no hicieron comentarios sobre el olor.
El grupo se puso en
marcha de inmediato, trotando en fila a la zaga del jefe, a quien Nadia
decidió llamar Mokarita, pues no podía preguntarle su nombre verdadero. A
juzgar por el estado de su piel, sus dientes y sus pies deformes, Mokarita
era mucho más viejo de lo que Alex supuso cuando lo vio en la penumbra,
pero tenía la misma agilidad y resistencia de los otros guerreros. Uno de
los hombres jóvenes se distinguía entre los demás, era más alto y fornido
y, a diferencia de los otros, iba enteramente pintado de negro, excepto
una especie de antifaz rojo en torno a los ojos y la frente. Caminaba
siempre al lado del jefe, como si fuera su lugarteniente, y se refería a
si mismo como Tahama; Nadia y Alexander se enteraron después que ése era
su título honorífico por ser el mejor cazador de la tribu.
Aunque el paisaje
parecía inmutable y no había puntos de referencia, los indios sabían
exactamente adónde se dirigían. Ni una sola vez se volvieron a ver si los
muchachos extranjeros los seguían: sabían que no les quedaba más remedio
que hacerlo, de otro modo se perderían. A veces a Alex y Nadia les parecía
estar solos, porque la gente de la neblina desaparecía en la vegetación,
pero esa impresión no duraba mucho; tal como se esfumaban, los indios
reaparecían en cualquier momento, como si estuvieran ejercitándose en el
arte de tornarse invisibles. Alex concluyó que ese talento para
desaparecer no se podía atribuir solamente a la pintura con que se
camuflaban, era sobre todo una actitud mental. ¿Cómo lo hacían? Calculó
cuán útil podía ser en la vida el truco de la invisibilidad y se propuso
aprenderlo. En los días siguientes comprendería que no se trataba de
ilusionismo, sino de un talento que se alcanzaba con mucha práctica y
concentración, como tocar la flauta. El paso rápido no cambió en varias
horas; sólo se detenían de vez en cuando en los arroyos para beber agua.
Alex sentía hambre, pero estaba agradecido de que al menos el tobillo
donde lo había picado la hormiga ya no le dolía. César Santos le había
contado que los indios comen cuando pueden —no siempre cada día— y su
organismo está acostumbrado a almacenar energía; él, en cambio, había
tenido siempre el refrigerador de su casa atiborrado de alimentos, al
menos mientras su madre estuvo sana, y si alguna vez debía saltarse una
comida le daba fatiga. No pudo menos que sonreír ante el trastorno
completo de sus hábitos. Entre otras cosas, no se había cepillado los
dientes ni cambiado la ropa en varios días. Decidió ignorar el vacío en el
estómago, matar el hambre con indiferencia. En un par de ocasiones le dio
una mirada a su compás y descubrió que marchaban en dirección al noreste.
¿Vendría alguien a su rescate? ¿Cómo podría dejar señales en el camino?
¿Los verían desde un helicóptero? No se sentía optimista, en verdad su
situación era desesperada. Le sorprendió que Nadia no diera señas de
fatiga, su amiga parecía completamente entregada a la aventura.
Cuatro o cinco
horas más tarde —imposible medir el tiempo en ese lugar— llegaron a un río
claro y profundo. Siguieron por la orilla un par de millas y de pronto
ante los ojos maravillados de Alex surgió una montaña muy alta y una
magnífica catarata que caía con un clamor de guerra, formando abajo una
inmensa nube de espuma y agua pulverizada.
—Es el río que baja
del cielo —dijo Tahama.
CAPITULO 11 - La aldea invisible
Mokarita, el jefe de las
plumas amarillas, autorizó al grupo para descansar un rato antes de
emprender el ascenso de la montaña. Tenía un rostro de madera, con la piel
cuarteada como corteza de árbol, sereno y bondadoso.
—Yo no puedo subir
—dijo Nadia al ver la roca negra, lisa y húmeda.
Era la primera vez
que Alex la veía derrotada ante un obstáculo y simpatizó con ella porque
también él estaba asustado, aunque durante años había trepado montañas y
rocas con su padre. John Coid era uno de los escaladores más
experimentados y audaces de los Estados Unidos, había participado en
célebres expediciones a lugares casi inaccesibles, incluso había sido
llamado un par de veces para rescatar gente accidentada en los picos más
altos de Austria y Chile. Sabía que él no poseía la habilidad ni el valor
de su padre, mucho menos su experiencia; tampoco había visto una roca tan
escarpada como la que ahora tenía por delante. Escalar por los costados de
la catarata, sin cuerdas y sin ayuda, era prácticamente imposible.
Nadia se aproximó a
Mokarita y trató de explicarle mediante señas y las palabras que
compartían que ella no era capaz de subir. El jefe pareció muy enojado,
daba gritos, blandía sus armas y gesticulaba. Los otros indios lo
imitaron, rodeando a Nadia amenazadores. Alex se colocó junto a su amiga y
procuró calmar a los guerreros con gestos, pero lo único que consiguió fue
que Tahama cogiera a Nadia por el cabello y empezara a darle tirones,
arrastrándola hacia la catarata, mientras Borobá daba manotazos y
chillaba. En un rapto de inspiración —o desesperación— el muchacho
desprendió la flauta de su cinturón y comenzó a tocar. Al instante los
indios se detuvieron, como hipnotizados; Tahama soltó a Nadia y todos
rodearon a Alex.
Una vez que se
hubieron apaciguado un poco los ánimos, Alex convenció a Nadia que con una
cuerda él podía ayudarla a subir. Le repitió lo que tantas veces oyera
decir a su padre: «antes de vencer la montaña hay que aprender a usar el
temor».
—Me espanta la altura,
Jaguar, me da vértigo. Cada vez que subo a la avioneta de mi padre me
enfermo... —gimió Nadia.
—Mi papá dice que
el temor es bueno, es el sistema de alarma del cuerpo, nos avisa del
peligro; pero a veces el peligro es inevitable y entonces hay que dominar
el miedo.
—¡No puedo!
—Nadia, escúchame
—dijo Alex sujetándola por los brazos y obligándola a mirarlo a los ojos—.
Respira hondo, cálmate. Te enseñaré a usar el miedo. Confía en ti misma y
en mí. Te ayudaré a subir, lo haremos juntos, te lo prometo.
Por toda respuesta
Nadia se echó a llorar con la cabeza en el hombro de Alex. El muchacho no
supo qué hacer, jamás había estado tan cerca de una chica. En sus
fantasías había abrazado mil veces a Cecilia Burns, su amor de toda la
vida, pero en la práctica habría salido corriendo si ella lo hubiera
tocado. Cecilia Burns estaba tan lejos, que era como si no existiera: no
podía recordar su cara. Sus brazos rodearon a Nadia en un gesto
automático. Sintió que el corazón latía en su pecho como una estampida de
búfalos, pero le alcanzó la lucidez para darse cuenta de lo absurdo de su
situación. Estaba en el medio de la selva, rodeado de extraños guerreros
pintarrajeados, con una pobre chica aterrada en sus brazos y ¿en qué
estaba pensando? ¡En el amor! Logró reaccionar, separando a Nadia para
enfrentarla con determinación.
—Deja de llorar y
dile a estos señores que necesitamos una cuerda —le ordenó, señalando a
los indios—. Y acuérdate que tienes la protección del talismán.
—Walimaí dijo que
me protegería de hombres, animales y fantasmas, pero no mencionó el
peligro de caerme y partirme la nuca —explicó Nadia.
—Como dice mi
abuela, de algo hay que morirse —la consoló su amigo tratando de sonreír.
Y agregó—: ¿No me dijiste que hay que ver con el corazón? Esta es una
buena oportunidad para hacerlo.
Nadia se las
arregló para comunicar a los indios la petición del muchacho. Cuando
finalmente entendieron, varios de ellos se pusieron en acción y muy pronto
confeccionaron una cuerda con lianas trenzadas. Cuando vieron que Alex
ataba un extremo de la cuerda a la cintura de la chica y enrollaba el
resto en torno a su propio pecho, dieron muestras de gran curiosidad. No
podían imaginar por qué los forasteros hacían algo tan absurdo: si uno
resbalaba arrastraría al otro. El grupo se acercó a la catarata, que caía
libremente desde una altura de más de cincuenta metros y se estrellaba
abajo en una impresionante nube de agua, coronada por un magnífico arco
iris. Centenares de pájaros negros cruzaban la cascada en todas
direcciones. Los indios saludaron al río que bajaba del cielo esgrimiendo
sus armas y dando gritos: ya estaban muy cerca de su país. Al subir a las
tierras altas se sentían a salvo de cualquier peligro. Tres de ellos se
alejaron en el bosque por un rato y regresaron con unas bolas, que, al ser
inspeccionadas por los chicos, resultaron ser de una resma blanca, espesa
y muy pegajosa. Imitando a los otros, se frotaron las palmas de las manos
y los pies con esa pasta. En contacto con el suelo, el humus se pegaba en
la resma, creando una suela irregular. Los primeros pasos fueron
dificultosos, pero apenas se metieron bajo la llovizna de la catarata,
comprendieron su utilidad: era como llevar botas y guantes de goma
adhesiva.
Bordearon la laguna
que se formaba abajo y pronto alcanzaron, empapados, la cascada, una
cortina sólida de agua, separada de la montaña por varios metros. El
rugido del agua era tal que resultaba imposible comunicarse y tampoco
podían hacerlo por señas, puesto que la visibilidad era casi nula, el
vapor de agua convertía el aire en espuma blanca. Tenían la impresión de
avanzar a tientas en medio de una nube. Por orden de Nadia, Borobá se
había pegado al cuerpo de Alex como un gran parche peludo y caliente,
mientras ella avanzaba detrás porque iba sujeta de una cuerda, de otro
modo habría retrocedido. Los guerreros conocían bien el terreno y
proseguían lento, pero sin vacilar, calculando dónde ponían cada pie. Los
muchachos los siguieron lo más cerca posible, porque bastaba separarse un
par de pasos para perderlos de vista por completo. Alex imaginó que el
nombre de esa tribu —gente de la neblina— provenía de la densa bruma que
se formaba al reventar el agua.
Esa y otras
cataratas del Alto Orinoco habían derrotado siempre a los forasteros, pero
los indios las habían convertido en sus aliadas. Sabían exactamente dónde
pisar, había muescas naturales o talladas por ellos que seguramente habían
usado por cientos de años. Esos cortes en la montaña formaban una escalera
detrás de la cascada, que subía hasta el tope. Sin conocer su existencia y
su ubicación exacta, era imposible ascender por esas paredes lisas,
mojadas y resbalosas, con la atronadora presencia de la cascada a la
espalda. Un tropezón y la caída terminaba en muerte segura en medio del
fragor de la espuma.
Antes de verse
aislados por el ruido, Alex alcanzó a instruir a Nadia de no mirar hacia
abajo, debía concentrarse en copiar sus movimientos, aferrándose donde él
lo hacia, tal como él imitaba a Tahama, quien iba delante. También le
explicó que la primera parte era más difícil por la niebla producida al
estrellarse el agua contra el suelo, pero a medida que subieran
seguramente sería menos resbaloso y podrían ver mejor. A Nadia eso no le
dio ánimo, porque su peor problema no era la visibilidad, sino el vértigo.
Trató de ignorar la altura y el rugido ensordecedor de la cascada,
pensando que la resina en las manos y los pies ayudaba a adherirse a la
roca mojada. La cuerda que la unía a Alex le daba algo de seguridad,
aunque era fácil adivinar que un paso en falso de cualquiera de ellos
lanzaría a ambos al vacío. Procuró seguir las instrucciones de Alex:
concentrar la mente en el próximo movimiento, en el lugar preciso donde
debía colocar el pie o la mano, uno a la vez, sin apuro y sin perder el
ritmo. Apenas lograba estabilizarse, se movía con cuidado buscando una
hendidura o saliente superior, enseguida tanteaba con un pie hasta dar con
otra y así podía impulsar el cuerpo unos centímetros más arriba. Las
fisuras en la montaña eran suficientemente profundas para apoyarse, el
peligro mayor consistía en separar el cuerpo, debía moverse pegada a la
roca. En un chispazo pasó por su mente Borobá: si ella iba tan aterrada,
cómo estaría el infortunado mono colgando de Alex.
A medida que subían la visibilidad aumentaba, pero la distancia entre la
catarata y la montaña se reducía. Los niños sentían el agua cada vez más
cerca de sus espaldas. Justo cuando Alex y Nadia se preguntaban cómo
harían para continuar el ascenso a la parte superior de la catarata, las
muescas en la roca se desviaron hacia la derecha. El muchacho tanteó con
los dedos y dio con una superficie plana; entonces sintió que lo cogían
por la muñeca y tiraban hacia arriba. Se impulsó con todas sus fuerzas y
aterrizó en una cueva de la montaña, donde ya estaban reunidos los
guerreros. Tirando de la cuerda alzó a Nadia, que cayó de bruces encima de
él, atontada por el esfuerzo y el terror. El infortunado Borobá no se
movió, estaba pegado como una lapa a su espalda y congelado de terror.
Frente a la boca de la cueva caía una cortina compacta de agua, que los
pájaros negros atravesaban dispuestos a defender sus nidos de los
invasores. Alex se admiró ante el increíble valor de los primeros indios
que, tal vez en la prehistoria, se aventuraron detrás de la cascada,
encontraron algunas hendiduras y tallaron otras, descubrieron la cueva y
abrieron el camino para sus descendientes.
La gruta, larga y
estrecha, no permitía ponerse de pie, debían gatear o arrastrarse. La
claridad del sol se filtraba blanca y lechosa a través de la cascada, pero
apenas alumbraba la entrada, más adentro estaba oscuro. Alex, sosteniendo
a Nadia y Borobá contra su pecho, vio a Tahama llegar hasta su lado,
gesticulando y señalando la caída de agua. No podía oírle, pero entendió
que alguien se había resbalado o se había quedado atrás. Tahama le
mostraba la cuerda y por fin comprendió que éste pretendía usarla para
bajar en busca del ausente. El indio era más pesado que él y, por muy ágil
que fuera, no tenía experiencia en rescate de alta montaña. Tampoco él era
un experto, pero al menos había acompañado a su padre un par de veces en
misiones arriesgadas, sabía usar una cuerda y había leído mucho al
respecto. Escalar era su pasión, sólo comparable a su amor por la flauta.
Hizo señas a los indios de que él iría hasta donde dieran las lianas.
Desató a Nadia e indicó a Tahama y a los otros que lo bajaran por el
precipicio.
El descenso,
suspendido de una frágil cuerda en el abismo, con un mar de agua rugiendo
a su alrededor, a Alex le pareció peor que la subida. Veía muy poco y ni
siquiera sabia quién había resbalado ni dónde buscarlo. La maniobra era de
una temeridad prácticamente inútil, puesto que cualquiera que hubiera
pisado en falso durante el ascenso ya estaría hecho polvo abajo. ¿Qué
haría su padre en esas circunstancias? John Coid pensaría primero en la
víctima, después en sí mismo. John Coid no se daría por vencido sin
intentar todos los recursos posibles. Mientras lo descendían hizo un
esfuerzo por ver más allá de sus narices y respirar, pero apenas podía
abrir los ojos y sentía los pulmones llenos de agua. Se balanceaba en el
vacío, rogando para que la cuerda de lianas no cediera.
De pronto uno de
sus pies dio con algo blando y un instante más tarde palpaba con los dedos
la forma de un hombre que colgaba aparentemente de la nada. Con un
sobresalto de angustia, comprendió que era el jefe Mokarita. Lo reconoció
por el sombrero de plumas amarillas, que aún permanecía firme en su
cabeza, a pesar de que el infeliz anciano estaba enganchado como una res
en una gruesa raíz que emergía de la montaña y, milagrosamente, había
detenido su caída. Alex no tenía dónde sostenerse y temía que si se
apoyaba en la raíz, ésta se partiría, precipitando a Mokarita al abismo.
Calculó que sólo tendría una oportunidad de agarrarlo y más valía hacerlo
con precisión, si no el hombre, empapado como estaba, se le resbalaría
entre los dedos como un pez.
Alexander se dio
impulso, columpiándose casi a ciegas y se enroscó con piernas y brazos a
la figura postrada. En la cueva los guerreros sintieron el tirón y el peso
en la cuerda y comenzaron a halar con cuidado, muy lento, para evitar que
el roce rompiera las lianas y el bamboleo azotara a Alex y Mokarita contra
las rocas. El joven no supo cuánto demoró la operación, tal vez sólo unos
minutos, pero le parecieron horas. Por último se sintió cogido por varias
manos, que lo izaron a la cueva. Los indios debieron forcejear con él para
que soltara a Mokarita: lo tenía abrazado con la determinación de una
piraña. El jefe se acomodó las plumas y esbozó una débil sonrisa. Hilos de
sangre le brotaban por la nariz y la boca, pero por lo demás parecía
intacto. Los indios se manifestaban muy impresionados por el rescate y
pasaban la cuerda de mano en mano con admiración, pero a ninguno se le
ocurrió atribuir el salvamento del jefe al joven forastero, más bien
felicitaban a Tahama por haber tenido la idea. Agotado y adolorido, Alex
echó de menos que alguien le diera las gracias, pero hasta Nadia lo
ignoró. Acurrucada con Borobá en un rincón, ni cuenta se dio ella del
heroísmo de su amigo, porque estaba todavía tratando de recuperarse del
ascenso a la montaña.
El resto del viaje
fue más fácil, porque el túnel se abría a cierta distancia del agua, en un
sitio donde era posible subir con menos riesgo. Sirviéndose de la cuerda,
los indios izaron a Mokarita, porque le flaqueaban las piernas, y a Nadia,
porque le flaqueaba el ánimo, pero finalmente todos se encontraron en la
cima.
—¿No te dije que el
talismán también servía para peligros de altura? —se burló Alex.
—¡Cierto! —admitió Nadia,
convencida. Ante ellos apareció el Ojo del Mundo, como llamaba la gente de
la neblina a su país. Era un paraíso de montañas y cascadas espléndidas,
un bosque infinito poblado de animales, pájaros y mariposas, con un clima
benigno y sin las nubes de mosquitos que atormentaban en las tierras
bajas. A lo lejos se alzaban extrañas formaciones como altísimos cilindros
de granito negro y tierra roja. Postrado en el suelo sin poder moverse,
Mokarita los señaló con reverencia: —Son tepuis, las residencias de los
dioses —dijo con un hilo de voz. Alex los reconoció al punto: esas
impresionantes mesetas eran idénticas a las torres magnificas que había
visto cuando enfrentó al jaguar negro en el patio de Mauro Carías.
—Son las montañas
más antiguas y misteriosas de la tierra —dijo.
—¿Cómo lo sabes?
¿Las habías visto antes? —preguntó Nadia.
—Las vi en un sueño
—contestó Alex.
El jefe indio no
daba muestras de dolor, como correspondía a un guerrero de su categoría,
pero le quedaban muy pocas fuerzas, a ratos cerraba los ojos y parecía
desmayado. Alex no supo si tenía huesos rotos o incontables magulladuras
internas, pero era claro que no podía ponerse de pie. Valiéndose de Nadia
como intérprete, consiguió que los indios improvisaran una parihuela con
dos palos largos, unas cuantas lianas atravesadas y un trozo de corteza de
árbol encima. Los guerreros, desconcertados ante la debilidad del anciano
que había guiado a la tribu por varias décadas, siguieron las
instrucciones de Alex sin discutir. Dos de ellos cogieron los extremos de
la camilla y así continuaron la marcha durante una media hora por la
orilla del río, guiados por Tahama, hasta que Mokarita indicó que se
detuvieran para descansar un rato. El ascenso por las laderas de la
catarata había durado varias horas y para entonces todos estaban agotados
y hambrientos. Tahama y otros dos hombres se internaron en el bosque y
regresaron al poco rato con unos cuantos pájaros, una armadillo y un mono,
que habían cazado con sus flechas. El mono, todavía vivo, pero paralizado
por el curare, fue despachado de un piedrazo en la cabeza, ante el horror
de Borobá, quien corrió a refugiarse bajo la camiseta de Nadia. Hicieron
fuego frotando un par de piedras —algo que Alex había intentado
inútilmente cuando era boy scout— y asaron las presas ensartadas en palos.
El cazador no probaba la carne de su víctima, era mala educación y mala
suerte, debía esperar que otro cazador le ofreciera de la suya. Tahama
había cazado todo menos el armadillo, de modo que la cena demoró un buen
rato, mientras cumplían el riguroso protocolo de intercambio de comida.
Cuando por fin tuvo su porción en la mano, Alex la devoró sin fijarse en
las plumas y los pelos que aún había adheridos a la carne, y le pareció
deliciosa.
Todavía faltaba un
par de horas para la puesta del sol y en el altiplano, donde la cúpula
vegetal era menos densa, la luz del día duraba más que en el valle.
Después de largas consultas con Tahama y Mokarita, el grupo se puso
nuevamente en marcha. Tapirawa-teri, la aldea de la gente de la neblina
apareció de pronto en medio del bosque, como si tuviera la misma propiedad
de sus habitantes para hacerse visible o invisible a voluntad. Estaba
protegida por un grupo de castaños gigantes, los árboles más altos de la
selva, algunos de cuyos troncos median más de diez metros de
circunferencia. Sus cúpulas cubrían la aldea como inmensos paraguas.
Tapirawa-teri era diferente al típico shabono, lo cual confirmó la
sospecha de Alex que la gente de la neblina no era como los demás indios y
seguramente tenía muy poco contacto con otras tribus del Amazonas. La
aldea no consistía en una sola choza circular con un patio al centro,
donde vivía toda la tribu, sino de habitaciones pequeñas, hechas con
barro, piedras, palos y paja, cubiertas por ramas y arbustos, de modo que
se confundían perfectamente con la naturaleza. Se podía estar a pocos
metros de distancia sin tener idea que allí existía una construcción
humana. Alex comprendió que si era tan difícil distinguir el villorrio
cuando uno se encontraba en medio de él, sería imposible verlo desde el
aire, como sin duda se vería el gran techo circular y el patio despejado
de vegetación de un shabono. Esa debía ser la razón por la cual la gente
de la neblina había logrado mantenerse completamente aislada. Su esperanza
de ser rescatado por los helicópteros del Ejército o la avioneta de César
Santos se esfumó.
La aldea era tan
irreal como los indios. Tal como las chozas eran invisibles, también lo
demás parecía difuso o transparente. Allí los objetos, como las personas,
perdían sus contornos precisos y existían en el plano de la ilusión.
Surgiendo del aire, como fantasmas, llegaron las mujeres y los niños a
recibir a los guerreros. Eran de baja estatura, de piel más clara que los
indios del valle, con ojos color ámbar; se movían con extraordinaria
ligereza, flotando, casi sin consistencia material. Por todo vestido
llevaban dibujos pintados en el cuerpo y algunas plumas o flores atadas en
los brazos o ensartadas en las orejas. Asustados por el aspecto de los dos
forasteros, los niños pequeños se echaron a llorar y las mujeres se
mantuvieron distantes y temerosas, a pesar de la presencia de sus hombres
armados.
—Quítate la ropa, Jaguar
—le indicó Nadia, mientras se desprendía de sus pantalones cortos, su
camiseta y hasta sus prendas interiores.
Alex la imitó sin
pensar siquiera en lo que hacia. La idea de desnudarse en público lo
hubiera horrorizado hacia un par de semanas, pero en ese lugar era
natural. Andar vestido resultaba indecente cuando todos los demás estaban
desnudos. Tampoco le pareció extraño ver el cuerpo de su amiga, aunque
antes se habría sonrojado si cualquiera de sus hermanas se presentaba sin
ropa ante él. De inmediato las mujeres y los niños perdieron el miedo y se
fueron acercando poco a poco. Nunca habían visto personas de aspecto tan
singular, sobre todo el muchacho americano, tan blanco en algunas partes.
Alex sintió que examinaban con especial curiosidad la diferencia de color
entre lo que habitualmente cubría su traje de baño y el resto del cuerpo,
bronceado por el sol. Lo frotaban con los dedos para ver si era pintura y
se reían a carcajadas.
Los guerreros
depositaron en el suelo la camilla de Mokarita, que al punto fue rodeada
por los habitantes de la aldea. Se comunicaban en susurros y en un tono
melódico, imitando los sonidos del bosque, la lluvia, el agua sobre las
piedras de los ríos, tal como hablaba Walimaí. Maravillado, Alex se dio
cuenta que podía comprender bastante bien, siempre que no hiciera un
esfuerzo, debía «oír con el corazón». Según Nadia, quien tenía una
facilidad asombrosa para las lenguas, las palabras no son tan importantes
cuando se entienden las intenciones.
Iyomi, la esposa de
Mokarita, aún más anciana que él, se aproximó. Los demás le abrieron paso
con respeto y ella se arrodilló junto a su marido, sin una lágrima,
murmurando palabras de consuelo en su oreja, mientras las demás mujeres
formaban un coro a su alrededor, serias y en silencio, sosteniendo a la
pareja con su cercanía, pero sin intervenir.
Muy pronto cayó la
noche y el aire se tornó frío. Normalmente en un shabono había siempre
bajo el gran techo común un collar de fogatas encendidas para cocinar y
proveer calor, pero en Tapirawa—teri el fuego estaba disimulado, como todo
lo demás. Las pequeñas hogueras se encendían sólo de noche y dentro de las
chozas, sobre un altar de piedra, para no llamar la atención de los
posibles enemigos o los malos espíritus. El humo escapaba por las ranuras
del techo, dispersándose en el aire. Al principio Alex tuvo la impresión
de que las viviendas estaban distribuidas al azar entre los árboles, pero
pronto comprendió que estaban colocadas en forma vagamente circular, como
un shabono, y conectadas por túneles o techos de ramas, dando unidad a la
aldea. Sus habitantes podían trasladarse mediante esa red de senderos
ocultos, protegidos en caso de ataque y resguardados de la lluvia y el
sol.
Los indios se
agrupaban por familias, pero los muchachos adolescentes y hombres solteros
vivían separados en una habitación común, donde había hamacas colgadas de
palos y esterillas en el suelo. Allí instalaron a Alex, mientras Nadia fue
llevada a la morada de Mokarita. El jefe indio se había casado en la
pubertad con Iyomi, su compañera de toda la vida, pero tenía además dos
esposas jóvenes y un gran número de hijos y nietos. No llevaba la cuenta
de la descendencia, porque en realidad tampoco importaba quiénes eran los
padres: los niños se criaban todos juntos, protegidos y cuidados por los
miembros de la aldea.
Nadia averiguó que
entre la gente de la neblina era común tener varias esposas o varios
maridos; nadie se quedaba solo. Si un hombre moría, sus hijos y esposas
eran de inmediato adoptados por otro que pudiera protegerlos y proveer
para ellos. Ese era el caso de Tahama, quien debía ser buen cazador,
porque tenía la responsabilidad de varias mujeres y una docena de
criaturas. A su vez una madre, cuyo esposo era un mal cazador, podía
conseguir otros maridos para que la ayudaran a alimentar a sus hijos. Los
padres solían prometer en matrimonio a las niñas cuando nacían, pero
ninguna muchacha era obligada a casarse o a permanecer junto a un hombre
contra su voluntad. El abuso contra mujeres y niños era tabú y quien lo
violaba perdía a su familia y quedaba condenado a dormir solo, porque
tampoco era aceptado en la choza de los solteros. El único castigo entre
la gente de la neblina era el aislamiento: nada temían tanto como ser
excluidos de la comunidad. Por lo demás, la idea de premio y castigo no
existía entre ellos; los niños aprendían imitando a los adultos, porque si
no lo hacían estaban destinados a perecer. Debían aprender a cazar,
pescar, plantar y cosechar, respetar a la naturaleza y a los demás,
ayudar, mantener su puesto en la aldea. Cada uno aprendía con su propio
ritmo y de acuerdo a su capacidad.
A veces no nacían suficientes niñas en una generación, entonces los
hombres partían en largas excursiones en busca de esposas. Por su parte,
las muchachas de la aldea podían encontrar marido durante las raras
ocasiones en que visitaban otras regiones. También se mezclaban adoptando
familias de otras tribus, abandonadas después de una batalla, porque un
grupo muy pequeño no podía sobrevivir en la selva. De vez en cuando había
que declarar la guerra a otro shabono, así se hacían fuertes los guerreros
y se intercambiaban parejas. Era muy triste cuando los jóvenes se
despedían para ir a vivir en otra tribu, porque muy raramente volvían a
ver a su familia. La gente de la neblina guardaba celosamente el secreto
de su aldea, para defenderse de ser atacados y de las costumbres de los
forasteros. Habían vivido igual durante miles de años y no deseaban
cambiar. En el interior de las chozas había muy poco: hamacas, calabazas,
hachas de piedra, cuchillos de dientes o garras, varios animales
domésticos, que pertenecían a la comunidad y entraban y salían a gusto. En
el dormitorio de los solteros se guardaban arcos, flechas, cerbatanas y
dardos. No había nada superfluo, tampoco objetos de arte, sólo lo esencial
para la estricta supervivencia y el resto lo proveía la naturaleza.
Alexander Coid no vio ni un solo objeto de metal que indicara contacto con
el mundo exterior y recordó cómo la gente de la neblina no había tocado
los regalos colgados por César Santos para atraerlos. En eso también se
diferenciaba de las otras tribus de la región, que sucumbían una a una a
la codicia por el acero y otros bienes de los forasteros.
Cuando bajó la
temperatura, Alex se puso su ropa, pero igual tiritaba. Por la noche vio
que sus compañeros de vivienda dormían de a dos en las hamacas o
amontonados en el suelo para infundirse calor, pero él venía de una
cultura donde el contacto físico entre varones no se tolera; los hombres
sólo se tocan en arranques de violencia o en los deportes más rudos. Se
acostó solo en un rincón sintiéndose insignificante, menos que una pulga.
Ese pequeño grupo humano en una diminuta aldea de la selva era invisible
en la inmensidad del espacio sideral. Su tiempo de vida era menos que una
fracción de segundo en el infinito. O tal vez ni siquiera existían, tal
vez los seres humanos, los planetas y el resto de la Creación eran sueños,
ilusiones. Sonrió con humildad al recordar que pocos días antes él todavía
se creía el centro del universo. Tenía frío y hambre, supuso que ésa sería
una noche muy larga, pero en menos de cinco minutos estaba durmiendo como
si lo hubieran anestesiado.
Despertó acurrucado
en el suelo sobre una esterilla de paja, apretado entre dos fornidos
guerreros, que roncaban y resoplaban en su oreja como solía hacer su perro
Poncho. Se desprendió con dificultad de los brazos de los indios y se
levantó discretamente, pero no llegó muy lejos, porque atravesada en el
umbral había una culebra gorda de más de dos metros de largo. Se quedó
petrificado, sin atreverse a dar un paso, a pesar de que el reptil no daba
muestras de vida: estaba muerto o dormido. Pronto los indios se sacudieron
el sueño y comenzaron sus actividades con la mayor calma, pasando por
encima de la culebra sin prestarle atención. Era una boa constrictor
domesticada, cuya misión consistía en eliminar ratas, murciélagos,
escorpiones y espantar a las serpientes venenosas. Entre la gente de la
neblina había muchas mascotas: monos que se criaban con los niños,
perritos que las mujeres amamantaban igual que a sus hijos, tucanes,
loros, iguanas y hasta un decrépito jaguar amarillo, inofensivo, con una
pata coja. Las boas, bien alimentadas y por lo general letárgicas, se
prestaban para que los niños jugaran con ellas. Alex pensó en lo feliz que
estaría su hermana Nicole en medio de aquella exótica fauna amaestrada.
Buena parte del día se fue en preparar la fiesta para celebrar el regreso
de los guerreros y la visita de las dos «almas blancas», como llamaron a
Nadia y Alex. Todos participaron, menos un hombre, que permaneció sentado
en un extremo de la aldea, separado de los demás. El indio cumplía el rito
de purificación —unokaimú— obligatorio cuando se ha matado a otro ser
humano. Alex se enteró que unokaimú consistía en ayuno total, silencio e
inmovilidad durante varios días, de esa manera el espíritu del muerto, que
había escapado por las narices del cadáver para pegarse en el esternón del
asesino, iría poco a poco desprendiéndose. Si el homicida consumía
cualquier alimento, el fantasma de su víctima engordaba y su peso acababa
por aplastarlo. Frente al guerrero inmóvil en unokaimú había una larga
cerbatana de bambú decorada con extraños símbolos, idénticos a los del
dardo envenenado que atravesó el corazón de uno de los soldados de la
expedición durante el viaje por el río.
Algunos hombres
partieron a cazar y pescar, guiados por Tahama, mientras varias mujeres
fueron a buscar maíz y plátanos a los pequeños huertos disimulados en el
bosque y otras se dedicaron a moler mandioca. Los niños más pequeños
juntaban hormigas y otros insectos para cocinarlos; los mayores
recolectaron nueces y frutas, otros subieron con increíble agilidad a uno
de los árboles para sacar miel de un panal; única fuente de azúcar en la
selva. Desde que podían tenerse en pie, los muchachos aprendían a trepar,
eran capaces de correr sobre las ramas más altas de un árbol sin perder el
equilibrio. De sólo verlos suspendidos a gran altura, como simios, Nadia
sentía vértigo.
Entregaron a Alex
un canasto, le enseñaron a atárselo colgado de la cabeza y le indicaron
que siguiera a otros jóvenes de su edad. Caminaron un buen rato bosque
adentro, cruzaron el río sujetándose con pértigas y lianas, y llegaron
frente a unas esbeltas palmeras cuyos troncos estaban erizados de afiladas
espinas. Bajo las copas, a más de quince metros de altura, brillaban
racimos de un fruto amarillo parecido al durazno. Los jóvenes amarraron
unos palos para hacer dos firmes cruces, rodearon el tronco con una y
pusieron la otra más arriba. Uno de ellos trepó en la primera, empujó la
otra hacia arriba, se subió en ésa, estiró la mano para elevar la cruz de
más abajo y así fue ascendiendo con la agilidad de un trapecista hasta la
cumbre. Alex había oído hablar de esa hazaña, pero hasta que no la vio no
entendió cómo se podía subir sin herirse con las espinas. Desde arriba el
indio lanzó los frutos, que los demás recogieron en los canastos. Más
tarde las mujeres de la aldea los molieron, mezclados con plátano, para
hacer una sopa, muy apreciada entre la gente de la neblina.
A pesar de que
todos estaban atareados con los preparativos, había un ambiente relajado y
festivo. Nadie se apuraba y sobró tiempo para remojarse alegremente
durante horas en el río. Mientras chapoteaba con otros jóvenes, Alexander
Coid pensó que nunca el mundo le había parecido tan hermoso y nunca
volvería a ser tan libre. Después del largo baño las muchachas de Tapirawa—teri
prepararon pinturas vegetales de diferentes colores y decoraron a todos
los miembros de la tribu, incluso los bebés, con intrincados dibujos.
Entretanto los hombres de más edad molían y mezclaban hojas y cortezas de
diversos árboles para obtener yopo, el polvo mágico de las ceremonias.
CAPITULO 12 - Rito de iniciación
La fiesta comenzó por la
tarde y duró toda la noche. Los indios, pintados de pies a cabeza,
cantaron, bailaron y comieron hasta hartarse. Era una descortesía que un
invitado rechazara el ofrecimiento de comida o bebida, de manera que Alex
y Nadia, imitando a los demás, se llenaron la panza hasta sufrir arcadas,
lo cual se consideraba una muestra de muy buenos modales. Los niños
corrían con grandes mariposas y escarabajos fosforescentes atados con
largos cabellos. Las mujeres, adornadas con luciérnagas, orquídeas y
plumas en las orejas y palillos atravesados en los labios, comenzaron la
fiesta dividiéndose en dos bandos, que se enfrentaban cantando en una
amistosa competencia. Luego invitaron a los hombres a danzar inspiradas en
los movimientos de los animales cuando se emparejan en la estación de las
lluvias. Finalmente los hombres se lucieron solos, primero girando en una
rueda imitando monos, jaguares y caimanes, enseguida hicieron una
demostración de fuerza y destreza blandiendo sus armas y dando saltos
ornamentales. A Nadia y Alex les daba vueltas la cabeza, estaban mareados
por el espectáculo, el tam tam de los tambores, los cánticos, los gritos,
los ruidos de la selva a su alrededor. Mokarita había sido colocado en el
centro de la aldea, donde recibía los saludos ceremoniosos de todos.
Aunque bebía pequeños sorbos de masato, no pudo probar la comida. Otro
anciano, con reputación de curandero, se presentó ante él cubierto con una
costra de barro seco y una resma a la cual le habían pegado plumitas
blancas, dándole el aspecto de un extraño pájaro recién nacido. El
curandero estuvo largo rato dando saltos y alaridos para espantar a los
demonios que habían entrado en el cuerpo del jefe. Luego le chupó varias
partes del vientre y el pecho, haciendo la mímica de aspirar los malos
humores y escupirlos lejos. Además frotó al moribundo con una pasta de
paranary, una planta empleada en el Amazonas para curar heridas; sin
embargo, las heridas de Mokarita no eran visibles y el remedio no tuvo
efecto alguno. Alex supuso que la caída había reventado algún órgano
interior del jefe, tal vez el hígado, pues a medida que pasaban las horas
el anciano iba poniéndose más y más débil, mientras un hilo de sangre
escapaba por la comisura de sus labios.
Al amanecer
Mokarita llamó a su lado a Nadia y Alex y con las pocas fuerzas que le
quedaban les explicó que ellos eran los únicos forasteros que habían
pisado Tapirawa—teri desde la fundación de la aldea.
—Las almas de la
gente de la neblina y de nuestros antepasados habitan aquí. Los nahab
hablan con mentiras y no conocen la justicia, pueden ensuciar nuestras
almas —dijo.
Habían sido
invitados, agregó, por instrucciones del gran chamán, quien les había
advertido que Nadia estaba destinada a ayudarlos. No sabía qué papel
jugaba Alex en los acontecimientos que vendrían, pero como compañero de la
niña también era bienvenido en Tapirawa—teri. Alexander y Nadia
entendieron que se refería a Walimaí y a su profecía sobre el Rahakanariwa.
—¿Qué forma adopta
el Rahakanariwa? —preguntó Alex.
—Muchas formas. Es un pájaro chupasangre. No es humano, actúa como un
demente, nunca se sabe lo que hará, siempre está sediento de sangre, se
enoja y castiga —explicó Mokarita.
—¿Han visto unos
grandes pájaros? —preguntó Alex.
—Hemos visto a los
pájaros que hacen ruido y viento, pero ellos no nos han visto a nosotros.
Sabemos que no son el Rahakanariwa, aunque se parecen mucho, ésos son los
pájaros de los nahab. Vuelan sólo de día, nunca de noche, por eso tenemos
cuidado al encender fuego, para que el pájaro no vea el humo. Por eso
vivimos escondidos. Por eso somos el pueblo invisible —replicó Mokarita.
—Los nahab vendrán
tarde o temprano, es inevitable. ¿Qué hará la gente de la neblina
entonces?
—Mi tiempo en el
Ojo del Mundo se está terminando. El jefe que venga después de mí deberá
decidir —replicó Mokarita débilmente. Mokarita murió al amanecer. Un coro
de lamentos sacudió a Tapirawa—teri durante horas: nadie pocha recordar el
tiempo anterior a ese jefe, que había guiado a la tribu durante muchas
décadas. La corona de plumas amarillas, símbolo de su autoridad, fue
colocada sobre un poste hasta que el sucesor fuera desaguado, entretanto
la gente de la neblina se despojó de sus adornos y se cubrió de barro,
carbón y ceniza, en signo de duelo. Reinaba gran inquietud, porque creían
que la muerte rara vez se presenta por razones naturales, en general la
causa es un enemigo que ha empleado magia para hacer daño. La forma de
apaciguar al espíritu del muerto es encontrar el enemigo y eliminarlo, de
otro modo el fantasma se queda en el mundo molestando a los vivos. Si el
enemigo era de otra tribu, eso podía conducir a una batalla, pero si era
de la misma aldea, se podía «matar» simbólicamente mediante una ceremonia
apropiada. Los guerreros, que habían pasado la noche bebiendo masato,
estaban muy excitados ante la idea de vencer al enemigo causante de la
muerte de Mokarita. Descubrirlo y derrotarlo era una cuestión de honor.
Ninguno aspiraba a reemplazarlo, porque entre ellos no existían las
jerarquías, nadie era más importante que los demás, el jefe sólo tenía más
obligaciones. Mokarita no era respetado por su posición de mando, sino
porque era muy anciano, eso significaba más experiencia y conocimiento.
Los hombres, embriagados y enardecidos, podían ponerse violentos de un
momento a otro.
—Creo que ha
llegado el momento de llamar a Walimaí —susurró Nadia a Alex.
Se retiró a un
extremo de la aldea, se quitó el amuleto del cuello y comenzó a soplarlo.
El agudo graznido de lechuza que emitía el hueso tallado sonó extraño en
ese lugar. Nadia imaginaba que bastaba con usar el talismán para ver
aparecer a Walimaí por arte de magia, pero por mucho que sopló, el chamán
no se presentó.
En las horas
siguientes la tensión en la aldea fue aumentando. Uno de los guerreros
agredió a Tahama y éste le devolvió el gesto con un garrotazo en la
cabeza, que lo dejó tirado en el suelo y sangrando; debieron intervenir
varios hombres para separar y calmar a los exaltados. Finalmente
decidieron resolver el conflicto mediante el yopo, un polvo verde que,
como el masato, sólo usaban los varones. Se distribuyeron de a dos, cada
pareja provista de una larga caña hueca y tallada en la punta, a través de
la cual se soplaban el polvo unos a otros directamente en la nariz. El
yopo se introducía hasta el cerebro con la fuerza de un mazazo y el hombre
caía hacia atrás gritando de dolor, enseguida empezaba a vomitar, dar
saltos, gruñir y ver visiones, mientras una mucosidad verde le salía por
las fosas nasales y la boca. No era un espectáculo muy agradable, pero lo
usaban para transportarse al mundo de los espíritus. Unos hombres se
convirtieron en demonios, otros asumieron el alma de diversos animales,
otros profetizaron el futuro, pero a ninguno se le apareció el fantasma de
Mokarita para designar su sucesor.
Alex y Nadia
sospechaban que ese pandemónium iba a terminar con violencia y prefirieron
mantenerse apartados y mudos, con la esperanza de que nadie se acordara de
ellos. No tuvieron suerte, porque de pronto uno de los guerreros tuvo la
visión de que el enemigo de Mokarita, el causante de su fallecimiento, era
el muchacho forastero. En un instante los demás se juntaron para castigar
al supuesto asesino del jefe y, enarbolando garrotes, salieron tras de
Alex. Ese no era el momento de pensar en la flauta como medio para calmar
los ánimos; el chico echó a correr como una gacela. Sus únicas ventajas
eran la desesperación, que le daba alas, y el hecho de que sus
perseguidores no estaban en las mejores condiciones. Los indios
intoxicados tropezaban, se empujaban y en la confusión se daban palos unos
a otros, mientras las mujeres y los niños corrían a su alrededor
animándolos. Alex creyó que había llegado la hora de su muerte y la imagen
de su madre pasó como un relámpago por su mente, mientras corría y corría
en el bosque.
El muchacho
americano no podía competir en velocidad ni destreza con esos guerreros
indígenas, pero éstos estaban drogados y fueron cayendo por el camino, uno
a uno. Por fin pudo refugiarse bajo un árbol, acezando, extenuado. Cuando
creía que estaba a salvo, se sintió rodeado y antes que pudiera echar a
correr de nuevo, las mujeres de la tribu le cayeron encima. Se reían, como
si haberlo cazado fuera sólo una broma pesada, pero lo sujetaron
firmemente y, a pesar de sus manotazos y patadas, entre todas lo
arrastraron de vuelta a Tapirawa—teri, donde lo ataron a un árbol. Más de
alguna muchacha le hizo cosquillas y otras le metieron trozos de fruta en
la boca, pero a pesar de esas atenciones, dejaron las ligaduras bien
anudadas. Para entonces el efecto del yopo comenzaba a ceder y poco a poco
los hombres iban abandonando sus visiones para regresar a la realidad
agotados. Pasarían varias horas antes que recuperaran la lucidez y las
fuerzas.
Alex, adolorido por
haber sido arrastrado por el suelo, y humillado por las burlas de las
mujeres, recordó las escalofriantes historias del profesor Ludovic Leblanc.
Si su teoría era acertada, se lo comerían. ¿Y qué pasaría con Nadia? Se
sentía responsable por ella. Pensó que en las películas y en las novelas
ése sería el momento en que llegan los helicópteros a rescatarlo y miró el
cielo sin esperanza, porque en la vida real los helicópteros nunca llegan
a tiempo. Entretanto Nadia se había acercado al árbol sin que nadie la
detuviera, porque ninguno de los guerreros podía imaginar que una muchacha
se atreviera a desafiarlos. Alex y Nadia se habían puesto su ropa al caer
el frío de la primera noche y como ya la gente de la neblina se había
acostumbrado a verlos vestidos, no sintieron la necesidad de quitársela.
Alex llevaba el cinturón donde colgaba su flauta, su brújula y su navaja,
que Nadia usó para soltarlo. En las películas también basta un movimiento
para cortar una cuerda, pero ella debió aserrar un buen rato las tiras de
cuero que lo sujetaban al poste, mientras él sudaba de impaciencia. Los
niños y algunas mujeres de la tribu se aproximaron a ver lo que hacía,
asombrados de su atrevimiento, pero ella actuó con tal seguridad,
blandiendo la navaja ante las narices de los curiosos, que nadie intervino
y a los diez minutos Alex estaba libre. Los dos amigos empezaron a
retroceder disimuladamente, sin atreverse a echar a correr para no atraer
la atención de los guerreros. Ese era el momento en que el arte de la
invisibilidad les hubiera servido mucho. Los jóvenes forasteros no
alcanzaron a llegar muy lejos, porque Walimaí hizo su entrada a la aldea.
El anciano brujo apareció con su colección de bolsitas colgadas del
bastón, su corta lanza y el cilindro de cuarzo que sonaba como un
cascabel. Contenía piedrecillas recogidas en el sitio donde había caído un
rayo, era el símbolo de los curanderos y chamanes y representaba el poder
del Sol Padre. Venía acompañado por una muchacha joven, con el cabello
como un manto negro colgando hasta la cintura, las cejas depiladas,
collares de cuentas y unos palillos pulidos atravesados en las mejillas y
la nariz. Era muy bella y parecía alegre, aunque no decía ni una palabra,
siempre estaba sonriendo. Alex comprendió que era la esposa ángel del
chamán y celebró que ahora podía verla, eso significaba que algo se había
abierto en su entendimiento o en su intuición. Tal como le había enseñado
Nadia: había que «ver con el corazón». Ella le había contado que muchos
años atrás, cuando Walimaí era aún joven, se vio obligado a matar a la
muchacha, hiriéndola con su cuchillo envenenado, para librarla de la
esclavitud. No fue un crimen, sino un favor que él le hizo, pero de todos
modos el alma de ella se le pegó en el pecho. Walimaí huyó a lo más
profundo de la selva, llevándose el alma de la joven donde nadie pudiera
encontrarla jamás. Allí cumplió con los ritos de purificación
obligatorios, el ayuno y la inmovilidad. Sin embargo, durante el viaje él
y la mujer se habían enamorado y, una vez terminado el rito del unokaimú,
el espíritu de ella no quiso despedirse y prefirió quedarse en este mundo
junto al hombre que amaba. Eso había sucedido hacía casi un siglo y desde
entonces acompañaba a Walimaí siempre, esperando el momento en que él
pudiera volar con ella convertido también en espíritu.
La presencia de
Walimaí alivió la tensión en Tapirawa—teri y los mismos guerreros que poco
antes estaban dispuestos a masacrar a Alex ahora lo trataban con
amabilidad. La tribu respetaba y temía al gran chamán porque poseía la
habilidad sobrenatural de interpretar signos. Todos soñaban y tenían
visiones, pero sólo aquellos elegidos, como Walimaí, viajaban al mundo de
los espíritus superiores, donde aprendían el significado de las visiones y
podían guiar a los demás y cambiar el rumbo de los desastres naturales.
El anciano anunció
que el muchacho tenía el alma del jaguar negro, animal sagrado, y había
venido de muy lejos a ayudar a la gente de la neblina. Explicó que ésos
eran tiempos muy extraños, tiempos en que la frontera entre el mundo de
aquí y el mundo de allá era difusa, tiempos en que el Rahakanariwa podía
devorarlos a todos. Les recordó la existencia de los nahab, que la mayoría
de ellos sólo conocía por los cuentos que contaban sus hermanos de otras
tribus de las tierras bajas. Los guerreros de Tapirawa—teri habían espiado
durante días a la expedición del International Geographic, pero ninguno
comprendía las acciones ni los hábitos de esos extraños forasteros.
Walimaí, quien en su siglo de vida había visto mucho, les contó lo que
sabía.
—Los nahab están
como muertos, se les ha escapado el alma del pecho —dijo—. Los nahab no
saben nada de nada, no pueden clavar un pez con una lanza, ni acertar con
un dardo a un mono, ni trepar a un árbol. No andan vestidos de aire y luz,
como nosotros, sino que usan ropas hediondas. No se bañan en el río, no
conocen las reglas de la decencia o la cortesía, no comparten su casa, su
comida, sus hijos o sus mujeres. Tienen los huesos blandos y basta un
pequeño garrotazo para partirles el cráneo. Matan animales y no se los
comen, los dejan tirados para que se pudran. Por donde pasan dejan un
rastro de basura y veneno, incluso en el agua. Los nahab son tan locos que
pretenden llevarse las piedras del suelo, la arena de los ríos y los
árboles del bosque. Algunos quieren la tierra. Les decimos que la selva no
se puede cargar a la espalda como un tapir muerto, pero no escuchan. Nos
hablan de sus dioses y no quieren escuchar de los nuestros. Son
insaciables, como los caimanes. Esas cosas terribles he visto con mis
propios ojos y he escuchado con mis propias orejas y he tocado con mis
propias manos.
—Jamás permitiremos
que esos demonios lleguen hasta el Ojo del Mundo, los mataremos con
nuestros dardos y flechas cuando suban por la catarata, como hemos hecho
con todos los forasteros que lo han intentado antes, desde los tiempos de
los abuelos de nuestros abuelos —anunció Tahama.
—Pero vendrán de
todos modos. Los nahab tienen pájaros de viento, pueden volar por encima
de las montañas. Vendrán porque quieren las piedras y los árboles y la
tierra —interrumpió Alex.
—Cierto —admitió
Walimaí.
—Los nahab también
pueden matar con enfermedades. Muchas tribus han muerto así, pero la gente
de la neblina puede salvarse —dijo Nadia.
—Esta niña color de
miel sabe lo que dice, debemos oírla. El Rahakanariwa suele adoptar la
forma de enfermedades mortales —aseguró Walimaí.
—¿Ella es más
poderosa que el Rahakanariwa? —preguntó Tahama incrédulo.
—Yo no, pero hay
otra mujer que es muy poderosa. Ella tiene las vacunas que pueden evitar
las epidemias —dijo la chica.
Nadia y Alex
pasaron la hora siguiente tratando de convencer a los indios que no todos
los nahab eran demonios nefastos, había algunos que eran amigos, como la
doctora Omayra Torres. A las limitaciones del lenguaje se sumaban las
diferencias culturales. ¿Cómo explicarles en qué consistía una vacuna?
Ellos mismos no lo entendían del todo, así es que optaron por decir que
era una magia muy fuerte.
—La única salvación
es que venga esa mujer a vacunar a toda la gente de la neblina —argumentó
Nadia. «De ese modo, aunque vengan los nahab o el Rahakanariwa sedientos
de sangre, no podrán hacerles daño con enfermedades.»
—Pueden amenazarnos
de otras maneras. Entonces iremos a la guerra —afirmó Tahama.
—La guerra contra
los nahab es mala idea... —aventuró Nadia.
—El próximo jefe
tendrá que decidir —concluyó Tahama. Walimaí se encargó de dirigir los
ritos funerarios de Mokarita de acuerdo a las más antiguas tradiciones. A
pesar del peligro de ser vistos desde el aire, los indios encendieron una
gran fogata para cremar el cuerpo y durante horas se consumieron los
restos del jefe, mientras los habitantes de la aldea lamentaban su
partida. Walimaí preparó una poción mágica, la poderosa ayahuasca, para
ayudar a los hombres de la tribu a ver el fondo de sus corazones. Los
jóvenes forasteros fueron invitados porque debían cumplir una misión
heroica más importante que sus vidas, para la cual no sólo necesitarían la
ayuda de los dioses, también debían conocer sus propias fuerzas. Ellos no
se atrevieron a negarse, aunque el sabor de aquella poción era asqueroso y
debieron hacer un gran esfuerzo por tragarla y retenerla en el estómago.
No sintieron los efectos hasta un buen rato más tarde, cuando de súbito el
suelo se deshizo bajo sus pies y el cielo se llenó de figuras
geométricas.al haber alcanzado la muerte, se sintieron impulsados a
vertiginosa velocidad a través de innumerables cámaras de luz y de pronto
las puertas del reino de los dioses totémicos se abrieron, conminándolos a
entrar.
Alex sintió que se
alargaban sus extremidades y un calor ardiente lo invadía por dentro. Se
miró las manos y vio que eran dos patas terminadas en garras afiladas.
Abrió la boca para llamar y un rugido temible brotó de su vientre. Se vio
transformado en un felino grande, negro y lustroso: el magnífico jaguar
macho que había visto en el patio de Mauro Carías. El animal no estaba en
él, ni él en el animal, sino que los dos se fundían en un solo ser; ambos
eran el muchacho y la fiera simultáneamente. Alex dio unos pasos
estirándose, probando sus músculos, y comprendió que poseía la ligereza,
la velocidad y la fuerza del jaguar. Corrió a grandes brincos de gato por
el bosque, poseído de una energía sobrenatural. De un salto trepó a la
rama de un árbol y desde allí observó el paisaje con sus ojos de oro,
mientras movía lentamente su cola negra en el aire. Se supo poderoso,
temido, solitario, invencible, el rey de la selva sudamericana. No había
otro animal tan fiero como él.
Nadia se elevó al
cielo y por unos instantes perdió el miedo a la altura, que la había
agobiado siempre. Sus poderosas alas de águila hembra apenas se movían; el
aire frío la sostenía y bastaba el más leve movimiento para cambiar el
rumbo o la velocidad del viaje. Volaba a gran altura, tranquila,
indiferente, desprendida, observando sin curiosidad la tierra muy abajo.
Desde arriba veía la selva y las cumbres planas de los tepuis, muchos
cubiertos de nubes como si estuvieran coronados de espuma; veía también la
débil columna de humo de la hoguera donde ardían los restos del jefe
Mokarita. Suspendida en el viento, el águila era tan invencible como el
jaguar lo era en tierra: nada podía alcanzarla. La niña pájaro dio varias
vueltas olímpicas sobrevolando el Ojo del Mundo, examinando desde arriba
las vidas de los indios. Las plumas de su cabeza se erizaron como cientos
de antenas, captando el calor del sol, la vastedad de viento, la dramática
emoción de la altura. Supo que ella era la protectora de esos indios, la
madre águila de la gente de la neblina. Voló sobre la aldea de Tapirawa—teri
y la sombra de sus magníficas alas cubrieron como un manto los techos casi
invisibles de las pequeñas viviendas ocultas en el bosque. Finalmente el
gran pájaro se dirigió a la cima de un tepui, la montaña más alta, donde
en su nido, expuesto a todos los vientos, brillaban tres huevos de
cristal.
A la mañana del día
siguiente, cuando los muchachos regresaron del mundo de los animales
totémicos, cada uno contó su experiencia.
—¿qué significan
esos tres huevos? —preguntó Alex.
—No sé, pero son
muy importantes. Esos huevos no son míos, Jaguar, pero tengo que
conseguirlos para salvar a la gente de la neblina.
—No entiendo. ¿Qué
tienen que ver esos huevos con los indios?
—Creo que tienen
todo que ver... —replicó Nadia, tan confundida como él.
Cuando entibiaron
las brasas de la pira funeraria, Iyomi, la esposa de Mokarita, separó los
huesos calcinados, los molió con una piedra hasta convertirlos en polvo
fino y los mezcló con agua y plátano para hacer una sopa. La calabaza con
ese líquido gris pasó de mano en mano y todos, hasta los niños, bebieron
un sorbo. Luego enterraron la calabaza y el nombre del jefe fue olvidado,
para que nadie volviera a pronunciarlo jamás. La memoria del hombre, así
como las partículas de su valor y su sabiduría que habían quedado en las
cenizas, pasaron a sus descendientes y amigos. De ese modo, una parte suya
permanecería siempre entre los vivos. A Nadia y Alex también les dieron a
beber la sopa de huesos, como una forma de bautizo: ahora pertenecían a la
tribu. Al llevársela a los labios, el muchacho recordó que había leído
sobre una enfermedad causada por «comer el cerebro de los antepasados».
Cerró los ojos y bebió con respeto.
Una vez concluida
la ceremonia del funeral, Walimaí conminó a la tribu a elegir el nuevo
jefe. De acuerdo a la tradición, sólo los hombres podían aspirar a esa
posición, pero Walimaí explicó que esta vez se debía escoger con extrema
prudencia, porque vivían tiempos muy extraños y se requería un jefe capaz
de comprender los misterios de otros mundos, comunicarse con los dioses y
mantener a raya al Rahakanariwa. Dijo que eran tiempos de seis lunas en el
firmamento, tiempos en que los dioses se habían visto obligados a
abandonar su morada. A la mención de los dioses los indios se llevaron las
manos a la cabeza y comenzaron a balancearse hacia delante y hacia atrás,
salmodiando algo que a los oídos de Nadia y Alex sonaba como una oración.
—Todos en Tapirawa—teri,
incluso los niños, deben participar en la elección del nuevo jefe
—instruyó Walimaí a la tribu.
El día entero
estuvo la tribu proponiendo candidatos y negociando. Al atardecer Nadia y
Alex se durmieron, agotados, hambrientos y aburridos. El muchacho
americano había tratado en vano de explicar la forma de escoger mediante
votos, como en una democracia, pero los indios no sabían contar y el
concepto de una votación les resultó tan incomprensible como el de las
vacunas. Ellos elegían por «visiones».
Los jóvenes fueron
despertados por Walimaí bien entrada la noche, con la noticia de que la
visión más fuerte había sido Iyomi, de modo que la viuda de Mokarita era
ahora el jefe en Tapirawa—teri. Era la primera vez desde que podían
recordar que una mujer ocupaba ese cargo. La primera orden que dio la
anciana Iyomi cuando se colocó el sombrero de plumas amarillas, que por
tantos años usara su marido, fue preparar comida. La orden fue acatada de
inmediato, porque la gente de la neblina llevaba dos días sin comer más
que un sorbo de sopa de huesos. Tahama y otros cazadores partieron con sus
armas a la selva y unas horas más tarde regresaron con un oso hormiguero y
un venado, que destazaron y asaron sobre las brasas. Entretanto las
mujeres habían hecho pan de mandioca y cocido de plátano. Cuando todos los
estómagos estuvieron saciados, Iyomi invitó a su pueblo a sentarse en un
círculo y promulgó su segundo edicto.
—Voy a nombrar
otros jefes. Un jefe para la guerra y la caza: Tahama. Un jefe para
aplacar al Rahakanariwa: la niña color de miel llamada Águila. Un jefe
para negociar con los nahab y sus pájaros de ruido y viento: el forastero
llamado Jaguar. Un jefe para visitar a los dioses: Walimaí. Un jefe para
los jefes: Iyomi.
De ese modo la
sabia mujer distribuyó el poder y organizó a la gente de la neblina para
enfrentar los tiempos terribles que se avecinaban. Y de ese modo Nadia y
Alex se vieron investidos de una responsabilidad para la cual ninguno de
los dos se sentía capacitado.
Iyomi dio su
tercera orden allí mismo. Dijo que la niña Aguila debía mantener su «alma
blanca» para enfrentar al Rahakanariwa, única forma de evitar que fuera
devorada por el pájaro caníbal, pero que el joven forastero, Jaguar, debía
convertirse en hombre y recibir sus armas de guerrero. Todo varón, antes
de empuñar sus armas o pensar en casarse, debía morir como niño y nacer
como hombre. No había tiempo para la ceremonia tradicional, que duraba
tres días y normalmente incluía a todos los muchachos de la tribu que
habían alcanzado la pubertad. En el caso de Jaguar deberían improvisar
algo más breve, dijo Iyomi, porque el joven acompañaría a Águila en el
viaje a la montaña de los dioses. La gente de la neblina peligraba, sólo
esos dos forasteros podrían traer la salvación y estaban obligados a
partir pronto.
A Walimaí y Tahama
les tocó organizar el rito de iniciación de Alex, en el cual sólo
participaban los hombres adultos. Después el muchacho contó a Nadia que si
él hubiera sabido en qué consistía la ceremonia, tal vez la experiencia
hubiera sido menos terrorífica. Bajo la dirección de Iyomi, las mujeres le
afeitaron la coronilla con una piedra afilada, método bastante doloroso,
porque tenía un corte que aún no cicatrizaba, donde le habían dado un
golpe al raptarlo. Al pasar la piedra de afeitar se abrió la herida, pero
le aplicaron un poco de barro y al poco rato dejó de sangrar. Luego las
mujeres lo pintaron de negro de pies a cabeza con una pasta de cera y
carbón. Enseguida debió despedirse de su amiga y de Iyomi, porque las
mujeres no podían estar presentes durante la ceremonia y se fueron a pasar
el día al bosque con los niños. No regresarían a la aldea hasta la noche,
cuando los guerreros se lo hubieran llevado para la prueba parte de su
iniciación.
Tahama y sus
hombres desenterraron del lodo del río los instrumentos musicales
sagrados, que sólo se usaban en las ceremonias viriles. Eran unos gruesos
tubos de metro y medio de largo, que al soplarse producían un sonido ronco
y pesado, como bufidos de toro. Las mujeres y los muchachos que aún no
habían sido iniciados no podían verlos, bajo pena de enfermarse y morir
por medios mágicos. Esos instrumentos representaban el poder masculino en
la tribu, el nexo entre los padres y los hijos varones. Sin esas
trompetas, todo el poder estaría en las mujeres, quienes poseían la
facultad divina de tener hijos o «hacer gente», como decían.
El rito comenzó en
la mañana y habría de durar todo el día y toda la noche. Le dieron de
comer unas moras amargas y lo dejaron ovillado en el suelo, en posición
fetal; luego, dirigidos por Walimaí, pintados y decorados con los
atributos de los demonios, se distribuyeron a su alrededor en apretado
círculo, golpeando la tierra con los pies y fumando cigarros de hojas.
Entre las moras amargas, el susto y el humo, Alex pronto se sintió
bastante enfermo.
Por largo rato los
guerreros bailaron y salmodiaron cánticos en torno a él, soplando las
pesadas trompetas sagradas, cuyos extremos tocaban el suelo. El sonido
retumbaba dentro del cerebro confundido del muchacho. Durante horas
escuchó los cantos repitiendo la historia del Sol Padre, que estaba más
allá del sol cotidiano que alumbra el cielo, era un fuego invisible de
donde provenía la Creación; escuchó de la gota de sangre que se desprendió
de la Luna para dar origen al primer hombre; cantaron sobre el Río de
Leche, que contenía todas las semillas de la vida, pero también
putrefacción y muerte; ese río conducía al reino donde los chamanes, como
Walimaí, se encontraban con los espíritus y otros seres sobrenaturales
para recibir sabiduría y poder de curar. Dijeron que todo lo que existe es
soñado por la Tierra Madre, que cada estrella sueña a sus habitantes y
todo lo que ocurre en el universo es una ilusión, puros sueños dentro de
otros sueños. En medio de su aturdimiento, Alexander Coid sintió que esas
palabras se referían a conceptos que él mismo había presentido, entonces
dejó de razonar y se abandonó a la extraña experiencia de «pensar con el
corazón». Pasaron las horas y el muchacho fue perdiendo el sentido del
tiempo, del espacio, de su propia realidad y hundiéndose en un estado de
terror y profunda fatiga. En algún momento sintió que lo levantaban y lo
obligaban a marchar, recién entonces se dio cuenta que había caído la
noche. Se dirigieron en procesión hacia el río, tocando sus instrumentos y
blandiendo sus armas, allí lo hundieron en el agua varias veces, hasta que
creyó morir ahogado. Lo frotaron con hojas abrasivas para desprender la
pintura negra y luego le pusieron pimienta sobre la piel ardiente. En
medio de un griterío ensordecedor lo golpearon con varillas en las
piernas, los brazos, el pecho y el vientre, pero sin ánimo de hacerle
daño; lo amenazaron con sus lanzas, tocándolo a veces con las puntas, pero
sin herirlo. Intentaban asustarlo por todos los medios posibles y lo
lograron, porque el muchacho americano no entendía lo que estaba
sucediendo y temía que en cualquier momento a sus atacantes se les fuera
la mano y lo asesinaran de verdad. Procuraba defenderse de los manotazos y
empujones de los guerreros de Tapirawa—teri, pero el instinto le indicó
que no intentara escapar, porque sería inútil, no había adónde ir en ese
territorio desconocido y hostil. Fue una decisión acertada, porque de
haberlo hecho habría quedado como un cobarde, el más imperdonable defecto
de un guerrero.
Cuando Alex estaba
a punto de perder el control y ponerse histérico, recordó de pronto su
animal totémico. No tuvo que hacer un esfuerzo extraordinario para entrar
en el cuerpo del jaguar negro, la transformación ocurrió con rapidez y
facilidad: el rugido que salió de su garganta fue el mismo que había
experimentado antes, los zarpazos de sus garras ya los conocía, el salto
sobre las cabezas de sus enemigos fue un acto natural. Los indios
celebraron la llegada del jaguar con una algarabía ensordecedora y
enseguida lo condujeron en solemne procesión hasta el árbol sagrado, donde
aguardaba Tahama con la prueba final.
Amanecía en la
selva. Las hormigas de fuego estaban atrapadas en un tubo o manga de paja
trenzada, como las que se usaban para exprimir el ácido prúsico de la
mandioca, que Tahama sostenía mediante dos varillas, para evitar el
contacto con los insectos. Alex, agotado después de aquella larga y
aterradora noche, demoró un momento en entender lo que se esperaba de él.
Entonces aspiró una bocanada profunda, llenándose de aire frío los
pulmones, convocó en su ayuda el valor de su padre, escalador de montañas,
y la resistencia de su madre, que jamás se daba por vencida, y la fuerza
de su animal totémico y enseguida introdujo el brazo izquierdo hasta el
codo en el tubo.
Las hormigas de
fuego se pasearon por su piel durante unos segundos antes de picarlo.
Cuando lo hicieron, sintió como si lo quemaran con ácido hasta el hueso.
El espantoso dolor lo aturdió por unos instantes, pero mediante un
esfuerzo brutal de la voluntad no retiró el brazo de la manga. Se acordó
de las palabras de Nadia cuando trataba de enseñarle a convivir con los
mosquitos: no te defiendas, ignóralos. Era imposible ignorar a las
hormigas de fuego, pero después de unos cuantos minutos de absoluta
desesperación, en los cuales estuvo a punto de echar a correr para
lanzarse al río, se dio cuenta de que era posible controlar el impulso de
huida, atajar el alarido en el pecho, abrirse al sufrimiento sin oponerle
resistencia, permitiendo que lo penetrara por completo hasta la última
fibra de su ser y de su conciencia. Y entonces el quemante dolor lo
traspasó como una espada, le salió por la espalda y, milagrosamente, pudo
soportarlo. Alex nunca podría explicar la impresión de poder que lo
invadió durante ese suplicio. Se sintió tan fuerte e invencible como lo
había estado en la forma del jaguar negro, al beber la poción mágica de
Walimaí. Esa fue su recompensa por haber sobrevivido a la prueba. Supo que
en verdad su infancia había quedado atrás y que a partir de esa noche
podría valerse solo.
—Bienvenido entre
los hombres —dijo Tahama, retirando la manga del brazo de Alex.
Los guerreros
condujeron al joven semi-inconsciente de vuelta a la aldea.
CAPITULO 13 - La montaña sagrada
Bañado en
transpiración, adolorido y ardiendo de fiebre, Alexander Coid, Jaguar,
recorrió un largo pasillo verde, cruzó un umbral de aluminio y vio a su
madre. Lisa Coid estaba reclinada entre almohadas en un sillón, cubierta
por una sábana, en una pieza donde la luz era blanca, como claridad de
luna. Llevaba un gorro de lana azul sobre su cabeza calva y audífonos en
las orejas, estaba muy pálida y demacrada, con sombras oscuras en torno a
los ojos. Tenía una delgada sonda conectada a una vena bajo la clavícula,
por donde goteaba un líquido amarillo de una bolsa de plástico. Cada gota
penetraba como el fuego de las hormigas directo al corazón de su madre.
A miles de millas
de distancia, en un hospital en Texas, Lisa Coid recibía su quimioterapia.
Procuraba no pensar en la droga que, como un veneno, entraba en sus venas
para combatir el veneno peor de su enfermedad. Para distraerse se
concentraba en cada nota del concierto de flauta que estaba escuchando, el
mismo que tantas veces le oyó ensayar a su hijo. En el mismo momento en
que Alex, delirante, soñaba con ella en plena selva, Lisa Coid vio a su
hijo con toda nitidez. Lo vio de pie en el umbral de la puerta de su
pieza, más alto y fornido, más maduro y más guapo de lo que recordaba.
Lisa lo había llamado tanto con el pensamiento, que no le extrañó verlo
llegar. No se preguntó cómo ni por qué venía, simplemente se abandonó a la
felicidad de tenerlo a su lado. Alexander... Alexander... murmuró. Estiró
las manos y él avanzó hasta tocarla, se arrodilló junto al sillón y puso
la cabeza sobre sus rodillas. Mientras Lisa Coid repetía el nombre de su
hijo y le acariciaba la nuca, oyó por los audífonos, entre las notas
diáfanas de la flauta, la voz de él pidiéndole que luchara, que no se
rindiera ante la muerte, diciéndole una y otra vez, te quiero mamá.
El encuentro de
Alexander Coid con su madre puede haber durado un instante o varias horas,
ninguno de los dos lo supo con certeza. Cuando por fin se despidieron, los
dos regresaron al mundo material fortalecidos. Poco después John Coid
entró a la habitación de su mujer y se sorprendió al verla sonriendo y con
color en las mejillas.
—¿Cómo te sientes,
Lisa? —preguntó, solícito.
—Contenta, John,
porque vino Alex a verme —contestó ella.
—Lisa, qué dices...
Alexander está en el Amazonas con mi madre, ¿no te acuerdas? —murmuró su
marido, aterrado ante el efecto que los medicamentos podían tener en su
esposa.
—Si lo recuerdo,
pero eso no quita que estuvo aquí hace un momento.
—No puede ser...
—la rebatió su marido.
—Ha crecido, se ve
más alto y fuerte, pero tiene el brazo izquierdo muy hinchado... —le contó
ella, cerrando los ojos para descansar.
En el centro del
continente sudamericano, en el Ojo del Mundo, Alexander Coid despertó de
la fiebre. Tardó unos minutos en reconocer a la muchacha dorada que se
inclinaba a su lado para darle agua.
—Ya eres un hombre,
Jaguar —dijo Nadia, sonriendo aliviada al verlo de vuelta entre los vivos.
Walimaí preparó una pasta de plantas medicinales y la aplicó sobre el
brazo de Alex, con la cual en pocas horas cedieron la fiebre y la
hinchazón. El chamán le explicó que, tal como en la selva hay venenos que
matan sin dejar huella, existen miles y miles de remedios naturales. El
muchacho le describió la enfermedad de su madre y le preguntó si conocía
alguna planta capaz de aliviarla.
—Hay una planta sagrada,
que debe mezclarse con el agua de la salud —replicó el chaman.
—¿Puedo conseguir
esa agua y esa planta?
—Puede ser y puede
no ser. Hay que pasar por muchos trabajos.
—¡Haré todo lo que
sea necesario! —exclamó Alex.
Al día siguiente el
joven estaba magullado y en cada picadura de hormiga lucía una pepa roja,
pero estaba en pie y con apetito. Cuando le contó su experiencia a Nadia,
ella le dijo que las niñas de la tribu no pasaban por una ceremonia de
iniciación, porque no la necesitaban; las mujeres saben cuándo han dejado
atrás la niñez porque su cuerpo sangra y así les avisa.
Ese era uno de
aquellos días en que Tahama y sus compañeros no habían tenido suerte con
la caza y la tribu sólo dispuso de maíz y unos cuantos peces. Alex decidió
que si antes fue capaz de comer anaconda asada, bien podía probar ese
pescado, aunque estuviera lleno de escamas y espinas. Sorprendido,
descubrió que le gustaba mucho. ¡Y pensar que me he privado de este plato
delicioso por más de quince años!, exclamó al segundo bocado. Nadia le
indicó que comiera bastante, porque al día siguiente partían con Walimaí
en un viaje al mundo de los espíritus, donde tal vez no habría alimento
para el cuerpo.
—Dice Walimaí que
iremos a la montaña sagrada, donde viven los dioses —dijo Nadia.
—¿Qué haremos allí?
—Buscaremos los
tres huevos de cristal que aparecieron en mi visión. Walimaí cree que los
huevos salvarán a la gente de la neblina.
El viaje comenzó al
amanecer, apenas salió el primer rayo de luz en el firmamento. Walimaí
marchaba delante, acompañado por su bella esposa ángel, quien a ratos iba
de la mano del chamán y a ratos volaba como una mariposa por encima de su
cabeza, siempre silenciosa y sonriente. Alexander Coid lucía orgulloso un
arco y flechas, las nuevas armas entregadas por Tahama al término del rito
de iniciación. Nadia llevaba una calabaza con sopa de plátano y unas
tortas de mandioca, que Iyomi les había dado para el camino. El brujo no
necesitaba provisiones, porque a su edad se comía muy poco, según dijo. No
parecía humano: se alimentaba con sorbos de agua y unas cuantas nueces que
chupaba largamente con sus encías desdentadas, dormía apenas y le sobraban
fuerzas para seguir caminando cuando los jóvenes se caían de cansancio.
Echaron a andar por
las llanuras boscosas del altiplano en dirección al más alto de los tepuis,
una torre negra y brillante, como una escultura de obsidiana. Alex
consultó su brújula y vio que siempre se dirigían hacia el este. No
existía un sendero visible, pero Walimaí se internaba en la vegetación con
pasmosa seguridad, ubicándose entre los árboles, valles, colinas, ríos y
cascadas como si llevara un mapa en la mano.
A medida que
avanzaban la naturaleza cambiaba. Walimaí señaló el paisaje diciendo que
ése era el reino de la Madre de las Aguas y en verdad había una increíble
profusión de cataratas y caídas de agua. Hasta allí todavía no habían
llegado aún los garimpeiros buscando oro y piedras preciosas, pero todo
era cuestión de tiempo. Los mineros actuaban en grupos de cuatro o cinco y
eran demasiado pobres para disponer de transporte aéreo, se movían a pie
por un terreno lleno de obstáculos o en canoa por los ríos. Sin embargo,
había hombres como Mauro Carías, que conocían las inmensas riquezas de la
zona y contaban con recursos modernos. Lo único que los atajaba de
explotar las minas con chorros de agua a presión capaces de pulverizar el
bosque y transformar el paisaje en un lodazal eran las nuevas leyes de
protección del medio ambiente y de los indígenas. Las primeras se violaban
constantemente, pero ya no era tan fácil hacer lo mismo con las segundas,
porque los ojos del mundo estaban puestos en esos indios del Amazonas,
últimos sobrevivientes de la Edad de Piedra. Ya no podían exterminarlos a
bala y fuego, como habían hecho hasta hacía muy pocos años, sin provocar
una reacción internacional.
Alex calculó una
vez más la importancia de las vacunas de la doctora Omayra Torres y del
reportaje para el International Geographic de su abuela, que alertaría a
otros países sobre la situación de los indios. ¿Qué significaban los tres
huevos de cristal que Nadia había visto en su sueño? ¿Por qué debían
emprender ese viaje con el chamán? Le parecía más útil tratar de reunirse
con la expedición, recuperar las vacunas y que su abuela publicara su
articulo. Él había sido designado por Iyomi «jefe para negociar con los
nahab y sus pájaros de ruido y viento», pero en vez de cumplir su
cometido, estaba alejándose más y más de la civilización. No había lógica
alguna en lo que estaban haciendo, pensó con un suspiro. Ante él se
alzaban los misteriosos y solitarios tepuis como construcciones de otro
planeta. Los tres viajeros caminaron de sol a sol a buen paso,
deteniéndose para refrescar los pies y beber agua en los ríos. Alex
intentó cazar un tucán que descansaba a pocos metros sobre una rama, pero
su flecha no dio en el blanco. Luego apuntó a un mono que estaba tan cerca
que podía ver su dentadura amarilla, y tampoco logró cazarlo. El mono le
devolvió el gesto con morisquetas, que le parecieron francamente
sarcásticas. Pensó cuán poco le servían sus flamantes armas de guerrero;
si sus compañeros dependían de él para alimentarse, morirían de hambre.
Walimaí señaló unas nueces, que resultaron sabrosas, y los frutos de un
árbol que el chico no logró alcanzar.
Los indios tenían
los dedos de los pies muy separados, fuertes y flexibles, podían subir con
agilidad increíble por palos lisos. Esos pies, aunque callosos como cuero
de cocodrilo, eran también muy sensibles: los utilizaban incluso para
tejer canastos o cuerdas. En la aldea los niños comenzaban a ejercitarse
en trepar apenas podían ponerse de pie; en cambio Alexander, con toda su
experiencia en escalar montañas, no fue capaz de encaramarse al árbol para
sacar la fruta. Walimaí, Nadia y Borobá lloraban de risa con sus fallidos
esfuerzos y ninguno demostró ni un ápice de simpatía cuando aterrizó
sentado desde una buena altura, machucándose las asentaderas y el orgullo.
Se sentía pesado y torpe como un paquidermo.
Al atardecer,
después de muchas horas de marcha, Walimaí indicó que podían descansar. Se
introdujo al río con el agua hasta las rodillas, inmóvil y silencioso,
hasta que los peces olvidaron su presencia y empezaron a rondarlo. Cuando
tuvo una presa al alcance de su arma, la ensartó con su corta lanza y
entregó a Nadia un hermoso pez plateado, todavía coleando.
—¿Cómo lo hace con
tanta facilidad? —quiso saber Alex, humillado por sus fracasos anteriores.
—Le pide permiso al
pez, le explica que debe matarlo por necesidad; después le da las gracias
por ofrecer su vida para que nosotros vivamos —aclaró la chica.
Alexander pensó que
al principio del viaje se hubiera reído de la idea, pero ahora escuchaba
con atención lo que decía su amiga.
—El pez entiende
porque antes se comió a otros; ahora es su turno de ser comido. Así son
las cosas —añadió ella.
El chamán preparó
una pequeña fogata para asar la cena, que les devolvió las fuerzas, pero
él no probó sino agua. Los muchachos durmieron acurrucados entre las
fuertes raíces de un árbol para defenderse del frío, pues no hubo tiempo
de preparar hamacas con cortezas, como habían visto en la aldea; estaban
cansados y debían seguir viaje muy temprano. Cada vez que uno se movía el
otro se acomodaba para estar lo más pegados posible, así se infundieron
calor durante la noche. Entretanto el viejo Walimaí, en cuclillas e
inmóvil, pasó esas horas observando el firmamento, mientras a su lado
velaba su esposa como un hada transparente, vestida sólo con sus cabellos
oscuros. Cuando los jóvenes despertaron, el indio estaba exactamente en la
misma posición en que lo habían visto la noche anterior: invulnerable al
frío y la fatiga. Alex le preguntó cuánto había vivido, de dónde sacaba su
energía y su formidable salud. El anciano explicó que había visto nacer a
muchos niños que luego se convertían en abuelos, también había visto morir
a esos abuelos y nacer a sus nietos. ¿Cuántos años? Se encogió de hombros:
no importaba o no sabía. Dijo que era el mensajero de los dioses, solía ir
al mundo de los inmortales donde no existían las enfermedades que matan a
los hombres. Alex recordó la leyenda de El Dorado, que no sólo contenía
fabulosas riquezas, sino también la fuente de la eterna juventud.
—Mi madre está muy
enferma... —murmuró Alex, conmovido por el recuerdo. La experiencia de
haberse trasladado mentalmente al hospital en Texas para estar con ella
había sido tan real, que no podía olvidar los detalles, desde el olor a
medicamento de la habitación hasta las delgadas piernas de Lisa Coid bajo
la sábana, donde él había apoyado la frente.
—Todos morimos
—dijo el chamán.
—Sí, pero ella es
joven.
—Unos se van
jóvenes, otros ancianos. Yo he vivido demasiado, me gustaría que mis
huesos descansaran en la memoria de otros —dijo Walimaí.
Al mediodía siguiente llegaron a la base del más alto tepui del Ojo del
Mundo, un gigante cuya cima se perdía en una corona espesa de nubes
blancas. Walimaí explicó que la cumbre jamás se despejaba y nadie, ni
siquiera el poderoso Rahakanariwa había visitado ese lugar sin ser
invitado por los dioses. Agregó que desde hacía miles de años, desde el
comienzo de la vida, cuando los seres humanos fueron fabricados con el
calor del Sol Padre, la sangre de la Luna y el barro de la Tierra Madre,
la gente de la neblina conocía la existencia de la morada de los dioses en
la montaña. En cada generación había una persona, siempre un chamán que
había pasado por muchos trabajos de expiación, quien era designado para
visitar el tepui y servir de mensajero. Ese papel le había tocado a él,
había estado allí muchas veces, había vivido con los dioses y conocía sus
costumbres. Estaba preocupado, les contó, porque aún no había entrenado a
su sucesor. Si él moría, ¿quién sería el mensajero? En cada uno de sus
viajes espirituales lo había buscado, pero ninguna visión había venido en
su ayuda. Cualquier persona no podía ser entrenada, debía ser alguien
nacido con alma de chamán, alguien que tuviera el poder de curar, dar
consejo e interpretar los sueños. Esa persona demostraba desde joven su
talento; debía ser muy disciplinado para vencer tentaciones y controlar su
cuerpo: un buen chamán carecía de deseos y necesidades. Esto es en breve
lo que los jóvenes comprendieron del largo discurso del brujo, quien
hablaba en círculos, repitiendo, como si recitara un interminable poema.
Les quedó claro, sin embargo, que nadie más que él estaba autorizado para
cruzar el umbral del mundo de los dioses, aunque en un par de ocasiones
extraordinarias otros indios entraron también. Ésta sería la primera vez
que se admitían visitantes forasteros desde el comienzo de los tiempos.
—¿Cómo es el
recinto de los dioses? —preguntó Alex.
—Más grande que el
más grande de los shabonos, brillante y amarillo como el sol.
—¡El Dorado! ¿Será
ésa la legendaria ciudad de oro que buscaron los conquistadores? —preguntó
ansioso el muchacho.
—Puede ser y puede
no ser —contestó Walimaí, quien carecía de referencias para saber lo que
era una ciudad, reconocer el oro o imaginar a los conquistadores.
—¿Cómo son los
dioses? ¿Son como la criatura que nosotros llamamos la Bestia?
—Pueden ser y
pueden no ser.
—¿Por qué nos ha
traído hasta aquí?
—Por las visiones.
La gente de la neblina puede ser salvada por un águila y un jaguar, por
eso ustedes han sido invitados a la morada secreta de los dioses.
—Seremos dignos de
esa confianza. Nunca revelaremos la entrada... —prometió Alex.
—No podrán. Si
salen vivos, lo olvidarán —replicó simplemente el indio.
Si salgo vivo...
Alexander nunca se había puesto en el caso de morir joven. En el fondo
consideraba la muerte como algo más bien desagradable que les ocurría a
los demás. A pesar de los peligros enfrentados en las últimas semanas, no
dudó que volvería a reunirse con su familia. Incluso preparaba las
palabras para contar sus aventuras, aunque tenía pocas esperanzas de ser
creído. ¿Cuál de sus amigos podría imaginar que él estaba entre seres de
la Edad de Piedra y que incluso podría encontrar El Dorado?
Al pie del tepui,
se dio cuenta de que la vida estaba llena de sorpresas. Antes no creía en
el destino, le parecía un concepto fatalista, creía que cada uno es libre
de hacer su vida como se le antoja y él estaba decidido a hacer algo muy
bueno de la suya, a triunfar y ser feliz. Ahora todo eso le parecía
absurdo. Ya no podía confiar sólo en la razón, había entrado al territorio
incierto de los sueños, la intuición y la magia. Existía el destino y a
veces había que lanzarse a la aventura y salir a flote improvisando de
cualquier manera, tal como hizo cuando su abuela lo empujó al agua a los
cuatro años y tuvo que aprender a nadar. No quedaba más remedio que
zambullirse en los misterios que lo rodeaban. Una vez más tuvo conciencia
de los riesgos. Se encontraba solo en medio de la región más remota del
planeta, donde no funcionaban las leyes conocidas. Debía admitirlo: su
abuela le había hecho un inmenso favor al arrancarlo de la seguridad de
California y lanzarlo a ese extraño mundo. No sólo Tahama y sus hormigas
de fuego lo habían iniciado como adulto, también lo había hecho la
inefable Kate Coid.
Walimaí dejó a sus
dos compañeros de viaje descansando junto a un arroyo, con instrucciones
de esperarlo, y partió solo. En esa zona del altiplano la vegetación era
menos densa y el sol del mediodía caía como plomo sobre sus cabezas. Nadia
y Alex se tiraron al agua, espantando a las anguilas eléctricas y las
tortugas que reposaban en el fondo, mientras Borobá cazaba moscas y se
rascaba las pulgas en la orilla. El muchacho se sentía absolutamente
cómodo con esa chica, se divertía con ella y le tenía confianza, porque en
ese ambiente era mucho más sabia que él. Le parecía raro sentir tanta
admiración por alguien de la edad de su hermana. A veces caía en la
tentación de compararla con Cecilia Burns, pero no había por dónde empezar
a hacerlo: eran totalmente distintas.
Cecilia Burns estaría tan
perdida en la selva como Nadia Santos lo estaría en una ciudad. Cecilia se
había desarrollado temprano y a los quince años ya era una joven mujer; él
no era su único enamorado, todos los chicos de la escuela tenían las
mismas fantasías. Nadia, en cambio, todavía era larga y angosta como un
junco, sin formas femeninas, puro hueso y piel bronceada, un ser andrógino
con olor a bosque. A pesar de su aspecto infantil, inspiraba respeto:
poseía aplomo y dignidad. Tal vez porque carecía de hermanas o amigas de
su edad, actuaba como un adulto; era seria, silenciosa, concentrada, no
tenía la actitud chinchosa que a Alex tanto le molestaba de otras niñas.
Detestaba cuando las chicas cuchicheaban y se reían entre ellas, se sentía
inseguro, pensaba que se burlaban de él. «No hablamos siempre de ti,
Alexander Coid, hay otros temas más interesantes», le había dicho una vez
Cecilia Burns delante de toda la clase. Pensó que Nadia nunca lo
humillaría de ese modo. El viejo chamán regresó unas horas más tarde,
fresco y sereno como siempre, con dos palos untados en una resma similar a
la que emplearon los indios para subir por los costados de la cascada.
Anunció que había hallado la entrada a la montaña de los dioses y, después
de ocultar el arco y las flechas, que no podrían usar, los invitó a
seguirlo.
A los pies del
tepui la vegetación consistía en inmensos helechos, que crecían
enmarañados como estopa. Debían avanzar con mucho cuidado y lentitud,
separando las hojas y abriéndose camino con dificultad. Una vez que se
internaron bajo esas gigantescas plantas, el cielo desapareció, se
hundieron en un universo vegetal, el tiempo se detuvo y la realidad perdió
sus formas conocidas. Entraron a un dédalo de hojas palpitantes, de rocío
perfumado de almizcle, de insectos fosforescentes y flores suculentas que
goteaban una miel azul y espesa. El aire se tornó pesado como aliento de
fiera, había un zumbido constante, las piedras ardían como brasas y la
tierra tenía color de sangre. Alexander se agarró con una mano del hombro
de Walimaí y con la otra sujetó a Nadia, consciente de que, si se
separaban unos centímetros, los helechos se los tragarían y no volverían a
encontrarse más. Borobá iba aferrado al cuerpo de su ama, silencioso y
atento. Debían apartar de sus ojos las delicadas telarañas bordadas de
mosquitos y gotas de rocío que se extendían como encaje entre las hojas.
Apenas alcanzaban a verse los pies, así es que dejaron de preguntarse qué
era esa materia colorada, viscosa y tibia donde se hundían hasta el
tobillo.
El muchacho no
imaginaba cómo el chamán reconocía el camino, tal vez lo guiaba su esposa
espíritu; a ratos estaba seguro de que daban vueltas en el mismo sitio,
sin avanzar ni un paso. No había puntos de referencia, sólo la voraz
vegetación envolviéndolos en su reluciente abrazo. Quiso consultar su
brújula, pero la aguja vibraba enloquecida, acentuando la impresión de que
andaban en círculos. De pronto Walimaí se detuvo, apartó un helecho que en
nada se diferenciaba de los otros y se encontraron ante una apertura en la
ladera del cerro, como una guarida de zorros.
El brujo entró
gateando y ellos lo siguieron. Era un pasaje angosto de unos tres o cuatro
metros de largo, que se abría a una cueva espaciosa, alumbrada apenas por
un rayo de luz que provenía del exterior, donde pudieron ponerse de pie.
Walimaí procedió a frotar sus piedras para hacer fuego con paciencia,
mientras Alex pensaba que nunca más saldría de su casa sin fósforos. Por
fin la chispa de las piedras prendió una paja, que Walimaí usó para
encender la resma de una de las antorchas.
En la luz vacilante
vieron elevarse una nube oscura y compacta de miles y miles de
murciélagos. Estaban en una caverna de roca, rodeados de agua que
chorreaba por las paredes y cubría el suelo como una laguna oscura. Varios
túneles naturales salían en diferentes direcciones, unos más amplios que
otros, formando un intrincado laberinto subterráneo. Sin vacilar, el indio
se dirigió a uno de los pasadizos, con los muchachos pisándole los
talones.
Alex recordó la
historia del hilo de Ariadna, que, según la mitología griega, permitió a
Teseo regresar de las profundidades del laberinto, después de matar al
feroz minotauro. El no contaba con un rollo de hilo para señalar el camino
y se preguntó cómo saldrían de allí en caso que fallara Walimaí. Como la
aguja de su brújula vibraba sin rumbo, dedujo que se hallaban en un campo
magnético. Quiso dejar marcas con su navaja en las paredes, pero la roca
era dura como granito y habría necesitado horas para tallar una muesca.
Avanzaban de un túnel a otro, siempre ascendiendo por el interior del
tepui con la improvisada antorcha como única defensa contra las tinieblas
absolutas que los rodeaban. En las entrañas de la tierra no reinaba un
silencio de tumba, como él hubiera imaginado, sino que oían aleteo de
murciélagos, chillidos de ratas, carreras de pequeños animales, goteo de
agua y un sordo golpe rítmico, el latido de un corazón, como si se
encontraran dentro de un organismo vivo, un enorme animal en reposo.
Ninguno habló, pero a veces Borobá lanzaba un grito asustado y entonces el
eco del laberinto les devolvía el sonido multiplicado. El muchacho se
preguntó qué clase de criaturas albergarían esas profundidades, tal vez
serpientes o escorpiones venenosos, pero decidió no pensar en ninguna de
esas posibilidades y mantener la cabeza fría, como parecía tenerla Nadia,
quien marchaba tras Walimaí muda y confiada. Poco a poco vislumbraron el
fin del largo pasadizo. Vieron una tenue claridad verde y al asomarse se
encontraron en una gran caverna cuya hermosura era casi imposible
describir. Por alguna parte entraba suficiente luz para alumbrar un vasto
espacio, tan grande como una iglesia, donde se alzaban maravillosas
formaciones de roca y minerales, como esculturas. El laberinto que habían
dejado atrás era de piedra oscura, pero ahora estaban en una sala
circular, iluminada, bajo una bóveda de catedral, rodeados de cristales y
piedras preciosas. Alex sabía muy poco de minerales, pero pudo reconocer
ópalos, topacios, ágatas, trozos de cuarzo y alabastro, jade y turmalina.
Vio cristales como diamantes, otros lechosos, unos que parecían iluminados
por dentro, otros veteados de verde, morado y rojo, como si estuvieran
incrustados de esmeraldas, amatistas y rubíes. Estalactitas transparentes
pendían del techo como puñales de hielo, goteando agua calcárea. Olía a
humedad y, sorprendentemente, a flores. La mezcla era un aroma rancio,
intenso y penetrante, un poco nauseabundo, mezcla de perfume y tumba. El
aire era frío y crujiente, como suele serlo en invierno, después de nevar.
De pronto vieron
que algo se movía en el otro extremo de la gruta y un instante después se
desprendió de una roca de cristal azul algo que parecía un extraño pájaro,
algo así como un reptil alado. El animal estiró las alas, disponiéndose a
volar, y entonces Alex lo vio claramente: era similar a los dibujos que
había visto de los legendarios dragones, sólo que del tamaño de un gran
pelícano y muy bello. Los terribles dragones de las leyendas europeas, que
siempre guardaban un tesoro o una doncella prisionera, eran
definitivamente repelentes. El que tenía ante los ojos, sin embargo, era
como los dragones que había visto en las festividades del barrio chino en
San Francisco: pura alegría y vitalidad. De todos modos abrió su navaja
del Ejército suizo y se dispuso a defenderse, pero Walimaí lo tranquilizó
con un gesto.
La mujer espíritu
del chamán, liviana como una libélula, cruzó volando la gruta y fue a
posarse entre las alas del animal, cabalgándolo. Borobá chilló aterrado y
mostró los dientes, pero Nadia lo hizo callar, embobada ante el dragón.
Cuando logró reponerse lo suficiente empezó a llamar en el lenguaje de las
aves y de los reptiles con la esperanza de atraerlo, pero el fabuloso
animal examinó de lejos a los visitantes con sus pupilas coloradas e
ignoró el llamado de Nadia. Luego levantó el vuelo, elegante y ligero,
para dar una vuelta olímpica por la bóveda de la gruta, con la esposa de
Walimaí en el lomo, como si quisiera simplemente mostrar la belleza de sus
líneas y de sus escamas fosforescentes. Por último regresó a posarse sobre
la roca de cristal azul, dobló sus alas y aguardó con la actitud impasible
de un gato.
El espíritu de la
mujer volvió donde su marido y allí quedó flotando, suspendida en el aire.
Alex pensó cómo podría describir después lo que ahora veían sus ojos;
habría dado cualquier cosa por tener la cámara de su abuela para dejar
prueba de que ese lugar y esos seres existían de verdad, que él no había
naufragado en la tempestad de sus propias alucinaciones. Dejaron la
caverna encantada y el dragón alado con cierta lástima, sin saber si acaso
volverían a verlos. Alex todavía procuraba encontrar explicaciones
racionales para lo que sucedía, en cambio Nadia aceptaba lo maravilloso
sin hacer preguntas. El muchacho supuso que esos tepuis, tan aislados del
resto del planeta, eran los últimos enclaves de la era paleolítica, donde
se habían preservado intactas la flora y la fauna de miles y miles de años
atrás. Posiblemente se encontraban en una especie de isla de las
Galápagos, donde las especies más antiguas habían escapado de las
mutaciones o de la extinción. Ese dragón debía ser sólo un pájaro
desconocido. En los cuentos folklóricos y la mitología de lugares muy
diversos aparecían esos seres. Los había en la China, donde eran símbolo
de buena suerte, tanto como en Inglaterra, donde servían para probar el
valor de los caballeros como San Jorge. Posiblemente, concluyó, fueron
animales que convivieron con los primeros seres humanos del planeta, a
quienes la superstición popular recordaba como gigantescos reptiles que
echaban fuego por las narices. El dragón de la gruta no emanaba
llamaradas, sino un perfume penetrante de cortesana. Sin embargo no se le
ocurría una explicación para la esposa de Walimaí, esa hada de aspecto
humano que los acompañaba en su extraño viaje. Bueno, tal vez encontraría
una después...
Siguieron a Walimaí
por nuevos túneles, mientras la luz de la antorcha iba haciéndose cada vez
más débil. Pasaron por otras grutas, pero ninguna tan espectacular como la
primera, y vieron otras extrañas criaturas: aves de plumaje rojo con
cuatro alas, que gruñían como perros, y unos gatos blancos de ojos ciegos,
que estuvieron a punto de atacarlos, pero retrocedieron cuando Nadia los
calmó en la lengua de los felinos. Al pasar por una cueva inundada
debieron caminar con el agua al cuello, llevando a Borobá montado sobre la
cabeza de su ama, y vieron unos peces dorados con alas, que nadaban entre
sus piernas y de repente emprendían el vuelo, perdiéndose en la oscuridad
de los túneles.
En otra cueva, que
exhalaba una densa niebla púrpura, como la de ciertos crepúsculos, crecían
inexplicables flores sobre la roca viva. Walimaí rozó una de ellas con su
lanza y de inmediato salieron de entre los pétalos unos carnosos
tentáculos, que se extendieron buscando a su presa. En un recodo de uno de
los pasadizos vieron, a la luz anaranjada y vacilante de la antorcha, un
nicho en la pared, donde había algo parecido a un niño petrificado en
resina, como esos insectos que quedan atrapados en un trozo de ámbar. Alex
imaginó que esa criatura había permanecido en su hermética tumba desde los
albores de la humanidad y seguiría intacta en el mismo lugar dentro de
miles y miles de años. ¿Cómo había llegado allí? ¿Cómo había muerto?
Finalmente el grupo alcanzó al último pasaje de aquel inmenso laberinto.
Asomaron a un espacio abierto, donde un chorro de luz blanca los cegó por
unos instantes. Entonces vieron que estaban en una especie de balcón, un
saliente de roca asomado en el interior de una montaña hueca, como el
cráter de un volcán. El laberinto que habían recorrido penetraba en las
profundidades del tepui, uniendo el exterior con el fabuloso mundo
encerrado en su interior. Comprendieron que habían ascendido muchos metros
por los túneles. Hacia arriba se extendían las laderas verticales del
cerro, cubiertas de vegetación, perdiéndose entre las nubes. No se veía el
cielo, sólo un techo espeso y blanco como algodón, por donde se filtraba
la luz del sol creando un extraño fenómeno óptico: seis lunas
transparentes flotando en un firmamento de leche. Eran las lunas que Alex
había visto en sus visiones. En el aire volaban pájaros nunca vistos,
algunos traslúcidos y livianos como medusas, otros pesados como negros
cóndores, algunos como el dragón que habían visto en la gruta.
Varios metros más
abajo había un gran valle redondo, que desde la altura donde se
encontraban aparecía como un jardín verdeazul envuelto en vapor. Cascadas,
hilos de agua y riachuelos se deslizaban por las laderas alimentando las
lagunas del valle, tan simétricas y perfectas, que no parecían naturales.
Y en el centro, centelleante como una corona, se alzaba orgulloso El
Dorado. Nadia y Alex ahogaron una exclamación, cegados por el resplandor
increíble de la ciudad de oro, la morada de los dioses. Walimaí dio tiempo
a los muchachos de reponerse de la sorpresa y luego les señaló las
escalinatas talladas en la montaña, que descendían culebreando desde el
saliente donde se encontraban hasta el valle. A medida que bajaban se
dieron cuenta de que la flora era tan extraordinaria como la fauna que
habían vislumbrado; las plantas, flores y arbustos de las laderas eran
únicos. Al descender aumentaba el calor y la humedad, la vegetación se
volvía más densa y exuberante, los árboles más altos y frondosos, las
flores más perfumadas, los frutos más suculentos. La impresión, aunque de
gran belleza, no resultaba apacible, sino vagamente amenazante, como un
misterioso paisaje de Venus. La naturaleza latía, jadeaba, crecía ante sus
ojos, acechaba. Vieron moscas amarillas y transparentes como topacios,
escarabajos azules provistos de cuernos, grandes caracoles tan coloridos
que de lejos parecían flores, exóticos lagartos rayados, roedores con
afilados colmillos curvos, ardillas sin pelo saltando como gnomos desnudos
entre las ramas.
Al llegar al valle
y acercarse a El Dorado, los viajeros comprendieron que no era una ciudad
y tampoco era de oro. Se trataba de una serie de formaciones geométricas
naturales, como los cristales que habían visto en las grutas. El color
dorado provenía de mica, un mineral sin valor, y pirita, bien llamada «oro
de tontos». Alex esbozó una sonrisa, pensando que si los conquistadores y
tantos otros aventureros hubieran logrado vencer los increíbles obstáculos
del camino para alcanzar El Dorado habrían salido más pobres de lo que
llegaron.
CAPITULO 14 - Las bestias
Minutos después Alex
y Nadia vieron a la Bestia. Estaba a media cuadra de distancia,
dirigiéndose hacia la ciudad. Parecía un gigantesco hombre mono, de más de
tres metros de altura, erguido sobre dos patas, con poderosos brazos que
colgaban hasta el suelo y una cabecita de rostro melancólico, demasiado
chica para el porte del cuerpo. Estaba cubierto de pelo hirsuto como
alambre y tenía tres largas garras afiladas como cuchillos curvos en cada
mano. Se movía con tan increíble lentitud, que era como si no se moviera
en absoluto. Nadia reconoció a la Bestia de inmediato, porque la había
visto antes. Paralizados de terror y sorpresa, permanecieron inmóviles
estudiando a la criatura. Les recordaba un animal conocido, pero no podían
ubicarlo en la memoria.
—Parece una pereza
—dijo Nadia finalmente en un susurro.
Y entonces Alex se
acordó que había visto en el zoológico de San Francisco un animal parecido
a un mono o un oso, que vivía en los árboles y se movía con la misma
lentitud de la Bestia, de allí provenía su nombre de pereza o perezoso.
Era un ser indefenso, porque le faltaba velocidad para atacar, escapar o
protegerse, pero tenía pocos predadores: su piel gruesa y su carne agria
no era plato apetecible ni para el más hambriento de los carnívoros.
—¿Y el olor? La
Bestia que yo vi tenía un olor espantoso —dijo Nadia sin levantar la voz.
—Ésta no es
hedionda, al menos no podemos olerla desde aquí... —comentó Alex—. Debe
tener una glándula, como los zorrillos, y expele el olor a voluntad, para
defenderse o inmovilizar a su presa.
Los susurros de los
muchachos llegaron a oídos de la Bestia, que se volvió muy despacio para
ver de qué se trataba. Alex y Nadia retrocedieron, pero Walimaí se
adelantó pausadamente, como si imitara la pasmosa apatía de la criatura,
seguido a un paso de distancia por su esposa espíritu. El chamán era un
hombre pequeño, llegaba a la altura de la cadera de la Bestia, que se
elevaba como una torre frente al anciano. Su esposa y él cayeron de
rodillas al suelo, postrados ante ese ser extraordinario, y entonces los
chicos oyeron claramente una voz profunda y cavernosa que pronunciaba unas
palabras en la lengua de la gente de la neblina.
—¡Habla como un ser
humano! —murmuró Alex, convencido de que soñaba.
—El padre Valdomero
tenía razón, Jaguar.
—Eso significa que
posee inteligencia humana. ¿Crees que puedes comunicarte con ella?
—Si Walimaí puede,
yo también, pero no me atrevo a acercarme —susurró Nadia.
Esperaron un buen
rato, porque las palabras salían de la boca de la criatura una a una, con
la misma cachaza con que ésta se movía.
—Pregunta quiénes
somos —tradujo Nadia.
—Eso lo entendí.
Entiendo casi todo... —murmuró Alex adelantándose un paso. Walimaí lo
detuvo con un gesto.
El diálogo entre el
chamán y la Bestia continuó con la misma angustiosa parsimonia, sin que
nadie se moviera, mientras la luz cambiaba en el cielo blanco, tomándose
color naranja. Los muchachos supusieron que afuera de ese cráter el sol
debía comenzar su descenso en el horizonte. Por fin Walimaí se puso de pie
y regresó donde ellos.
—Habrá un consejo
de los dioses —anunció.
—¿Cómo? ¿Hay más de
estas criaturas? ¿Cuántas hay? —preguntó Alex, pero Walimaí no pudo
aclarar sus dudas, porque no sabía confiar.
El brujo los guió
bordeando el valle por el interior del tepui hasta una pequeña caverna
natural en la roca, donde se acomodaron lo mejor posible, luego partió en
busca de comida. Regresó con unas frutas muy aromáticas, que ninguno de
los chicos había visto antes, pero estaban tan hambrientos que las
devoraron sin hacer preguntas. La noche se dejó caer de súbito y se vieron
rodeados de la más profunda oscuridad; la ciudad de oro falso, que antes
resplandecía encandilándolos, desapareció en las sombras. Walimaí no
intentó encender su segunda antorcha, que seguramente guardaba para el
regreso por el laberinto, y no había luz por parte alguna. Alex dedujo que
esas criaturas, aunque humanas en su lenguaje y tal vez en ciertas
conductas, eran más primitivas que los hombres de las cavernas, pues aún
no habían descubierto el fuego. Comparados con las Bestias, los indios
resultaban muy sofisticados. ¿Por qué la gente de la neblina las
consideraba dioses, si ellos eran mucho más evolucionados? El calor y la
humedad no habían disminuido, porque emanaban de la montaña misma, como si
en realidad estuvieran en el cráter apagado de un volcán. La idea de
hallarse sobre una delgada costra de tierra y roca, mientras más abajo
ardían las llamas del infierno, no era tranquilizadora, pero Alex dedujo
que si el volcán había estado inactivo por miles de años, como probaba la
lujuriosa vegetación de su interior, sería muy mala suerte que explotara
justo la noche en que él estaba de visita. Las horas siguientes
transcurrieron muy lentas. Los jóvenes apenas lograron dormir en ese lugar
desconocido. Recordaban muy bien el aspecto del soldado muerto. La Bestia
debió usar sus enormes garras para destriparlo de esa manera horrenda.
¿Por qué el hombre no escapó o disparó su arma? La tremenda lentitud de la
criatura le habría dado tiempo sobrado. La explicación sólo podía estar en
la fetidez paralizante que emanaba. No había forma de protegerse si las
criaturas decidían usar sus glándulas odoríficas contra ellos. No bastaba
taparse la nariz, el hedor penetraba por cada poro del cuerpo,
apoderándose del cerebro y la voluntad; era un veneno tan mortal como el
curare.
—¿Son humanos o
animales? —preguntó Alex, pero Walimaí tampoco pudo contestar porque para
él no había diferencia.
—¿De dónde vienen?
—Siempre han estado
aquí, son dioses.
Alex imaginó que el
interior del tepui era un archivo ecológico donde sobrevivían especies
desaparecidas en el resto de la tierra. Le dijo a Nadia que seguro se
trataba de antepasados de las perezas que ellos conocían.
—No parecen
humanos, Águila. No hemos visto viviendas, herramientas o armas, nada que
sugiera una sociedad —añadió.
—Pero hablan como
personas, Jaguar —dijo ella.
—Deben ser animales
con el metabolismo muy lento, seguramente viven cientos de años. Si tienen
memoria, en esa larga vida pueden aprender muchas cosas, incluso a hablar,
¿no crees? —aventuró Alex.
—Hablan la lengua
de la gente de la neblina. ¿Quién la inventó? ¿Los indios se la enseñaron
a las Bestias? ¿O las Bestias se la enseñaron a los indios?
—De cualquier
forma, se me ocurre que los indios y las perezas han tenido por siglos una
relación simbiótica —dijo Alex.
—¿Qué? —preguntó
ella, quien nunca había oído esa palabra.
—Es decir, se
necesitan mutuamente para sobrevivir.
—¿Por qué?
—No lo sé, pero voy
a averiguarlo. Una vez leí que los dioses necesitan a la humanidad tanto
como la humanidad necesita a sus dioses —dijo Alex.
—El consejo de las
Bestias seguro será muy largo y muy fastidioso. Mejor tratamos de
descansar un poco ahora, así estaremos frescos mañana —sugirió Nadia,
disponiéndose a dormir. Tuvo que desprender a Borobá de su lado y
obligarlo a echarse más lejos, porque no aguantaba su calor. El mono era
como una extensión de su ser; estaban ambos tan acostumbrados al contacto
de sus cuerpos, que una separación, por breve que fuera, la sentían como
una premonición de muerte. Con el amanecer despertó la vida en la ciudad
de oro y se iluminó el valle de los dioses en todos los tonos de rojo,
naranja y rosado. Las Bestias, sin embargo, demoraron muchas horas en
espabilar el sueño y surgir una a una de sus guaridas entre las
formaciones de roca y cristal. Alex y Nadia contaron once criaturas, tres
machos y ocho hembras, unas más altas que otras, pero todas adultas. No
vieron ejemplares jóvenes de aquella singular especie y se preguntaron
cómo se reproducían. Walimaí dijo que rara vez nacía uno de ellos, en los
años de su vida nunca había sucedido, y agregó que tampoco los había visto
morir, aunque sabía de una gruta en el laberinto donde yacían sus
esqueletos. Alex concluyó que eso calzaba con su teoría de que vivían por
siglos, e imaginó que esos mamíferos prehistóricos debían tener una o dos
crías en sus vidas; por lo mismo, asistir al nacimiento de una debía ser
un acontecimiento muy raro. Al observar a las criaturas de cerca,
comprendió que dada su limitación para moverse, no podían cazar y debían
ser vegetarianas. Las tremendas garras no estaban hechas para matar, sino
para trepar. Así se explicó que pudieran bajar y subir por el camino
vertical que ellos habían escalado en la catarata. Las perezas utilizaban
las mismas muescas, salientes y grietas en la roca que servían a los
indios para escalar. ¿Cuántas de ellas habría afuera? ¿Una sola o varias?
¡Cómo le gustaría llevar de vuelta pruebas de lo que veía!
Muchas horas
después comenzó el consejo. Las Bestias se reunieron en semicírculo en el
centro de la ciudad de oro, y Walimaí y los muchachos se colocaron al
frente. Se veían minúsculos entre aquellos gigantes. Tuvieron la impresión
de que los cuerpos de las criaturas vibraban y sus contornos eran difusos,
luego comprendieron que en su piel centenaria anidaban pueblos enteros de
insectos de diversas clases, algunos de los cuales volaban a su alrededor
como moscas de la fruta. El vapor del aire creaba la ilusión de que una
nube envolvía a las Bestias. Estaban a pocos metros de ellas, a suficiente
distancia para verlas en detalle, pero también para escapar en caso de
necesidad, aunque ambos sabían que, si cualquiera de esos once gigantes
decidía expeler su olor, no habría poder en el mundo capaz de salvarlos.
Walimaí actuaba con gran solemnidad y reverencia, pero no parecía
asustado.
—Estos son Águila y
Jaguar, forasteros amigos de la gente de la neblina. Vienen a recibir
instrucciones —dijo el anciano.
Un silencio eterno
acogió esta introducción, como si las palabras tardaran mucho en hacer
impacto en los cerebros de esos seres. Luego Walimaí recitó un largo poema
dando las noticias de la tribu, desde los últimos nacimientos hasta la
muerte del jefe Mokarita, incluyendo las visiones en que aparecía el
Rahakanariwa, la visita a las tierras bajas, la llegada de los forasteros
y la elección de Iyomi como jefe de los jefes. Empezó un diálogo lentísimo
entre el brujo y las criaturas, que Nadia y Alex entendieron sin
dificultad, porque había tiempo para meditar y consultarse después de cada
palabra. Así se enteraron de que por siglos y siglos la gente de la
neblina conocía la ubicación de la ciudad de oro y había guardado
celosamente el secreto, protegiendo a los dioses del mundo exterior,
mientras a su vez esos seres extraordinarios cuidaban cada palabra de la
historia de la tribu. Hubo momentos de grandes cataclismos, en los cuales
la burbuja ecológica del tepui sufrió graves trastornos y la vegetación no
alcanzó para satisfacer las necesidades de las especies que habitaban en
su interior. En esas épocas los indios traían «sacrificios»: maíz, papas,
mandioca, frutas, nueces. Colocaban sus ofrecimientos en las cercanías del
tepui, sin internarse a través del laberinto secreto, y enviaban al
mensajero a avisar a los dioses. Los ofrecimientos incluían huevos, peces
y animales cazados por los indios; con el transcurso del tiempo cambió la
dieta vegetariana de las Bestias.
Alexander Coid
pensó que si esas antiguas criaturas de lenta inteligencia tuvieran
necesidad de lo divino, seguramente sus dioses serían los indios
invisibles de Tapirawa—teri, los únicos seres humanos que conocían. Para
ellas los indios eran mágicos: se movían deprisa, podían reproducirse con
facilidad, poseían armas y herramientas, eran dueños del fuego y del vasto
universo externo, eran todopoderosos. Pero las gigantescas perezas no
habían alcanzado aún la etapa de evolución en la cual se contempla la
propia muerte y no necesitaban dioses. Sus larguísimas vidas transcurrían
en el plano puramente material.
La memoria de las
Bestias contenía toda la información que los mensajeros de los hombres les
habían entregado: eran archivos vivientes. Los indios no conocían la
escritura, pero su historia no se perdía, porque las perezas nada
olvidaban. Interrogándolas con paciencia y tiempo, se podría obtener de
ellas el pasado de la tribu desde la primera época, veinte mil años atrás.
Los chamanes como Walimaí las visitaban para mantenerlas al día mediante
los poemas épicos que recitaban con la historia pasada y reciente de la
tribu. Los mensajeros morían y eran reemplazados por otros, pero cada
palabra de esos poemas quedaba almacenada en los cerebros de las Bestias.
Sólo dos veces
había penetrado la tribu al interior del tepui desde los comienzos de la
historia y en ambas ocasiones lo había hecho para huir de un enemigo
poderoso. La primera vez fue cuatrocientos años antes, cuando la gente de
la neblina debió ocultarse durante varias semanas de una partida de
soldados españoles, que lograron llegar hasta el Ojo del Mundo. Cuando los
guerreros vieron que los extranjeros mataban de lejos con unos palos de
humo y ruido, sin ningún esfuerzo, comprendieron que sus armas eran
inútiles contra las de ellos. Entonces desarmaron sus chozas, enterraron
sus escasas pertenencias, cubrieron los restos de la aldea con tierra y
ramas, borraron sus huellas y se retiraron con las mujeres y los niños al
tepui sagrado. Allí fueron amparados por los dioses hasta que los
extranjeros murieron uno a uno. Los soldados buscaban El Dorado, estaban
ciegos de codicia y acabaron asesinándose unos a otros. Los que quedaron
fueron exterminados por las Bestias y los guerreros indígenas. Sólo uno
salió vivo de allí y de alguna manera logró volver a reunirse con sus
compatriotas. Pasó el resto de su vida loco, atado a un poste en un asilo
de Navarra, perorando sobre gigantes mitológicos y una ciudad de oro puro.
La leyenda perduró en las páginas de los cronistas del imperio español,
alimentando la fantasía de aventureros hasta el día de hoy. La segunda vez
había sido tres años antes, cuando los grandes pájaros de ruido y viento
de los nahab aterrizaron en el Ojo del Mundo. Nuevamente se ocultó la
gente de la neblina hasta que los extranjeros partieron, desilusionados,
porque no encontraron las minas que buscaban. Sin embargo, los indios,
advertidos por las visiones de Walimaí, se preparaban para su regreso.
Esta vez no pasarían cuatrocientos años antes que los nahab se aventuraran
de nuevo al altiplano, porque ahora podían volar. Entonces las Bestias
decidieron salir a matarlos, sin sospechar que había millones y millones
de ellos. Acostumbrados al número reducido de su especie, creían poder
exterminar a los enemigos uno a uno.
Alex y Nadia
escucharon a las Bestias contar su historia y fueron sacando muchas
conclusiones.
—Por eso no ha
habido indios muertos, sólo forasteros —apuntó Alex, maravillado.
—¿Y el padre
Valdomero? —le recordó Nadia.
—El padre Valdomero
vivió con los indios. Seguramente la Bestia identificó el olor y por eso
no lo atacó.
—¿Y yo? Tampoco me
atacó aquella noche... —agregó ella.
—Ibamos con los
indios. Si la Bestia nos hubiera visto cuando estábamos con la expedición,
habríamos muerto como el soldado.
—Si entiendo bien,
las Bestias han salido a castigar a los forasteros —concluyó Nadia.
—Exacto, pero han
obtenido el resultado opuesto. Ya ves lo que ha pasado: han atraído
atención sobre los indios y sobre el Ojo del Mundo. Yo no estaría aquí si
mi abuela no hubiera sido contratada por una revista para descubrir a la
Bestia —dijo Alex.
Cayó la tarde y luego la noche sin que los participantes del consejo
alcanzaran algún acuerdo. Alex preguntó cuántos dioses habían salido de la
montaña y Walimaí dijo que dos, lo cual no era un dato fiable, igual
podían ser media docena. El chico logró explicar a las Bestias que la
única esperanza de salvación para ellas era permanecer dentro del tepui y
para los indios era establecer contacto con la civilización en forma
controlada. El contacto era inevitable, dijo, tarde o temprano los
helicópteros aterrizarían de nuevo en el Ojo del Mundo y esta vez los
nahab vendrían a quedarse. Había unos nahab que deseaban destruir a la
gente de la neblina y apoderarse del Ojo del Mundo. Fue muy difícil
aclarar este punto, porque ni las Bestias ni Walimaí comprendían cómo
alguien podía apropiarse de la tierra. Alex dijo que había otros nahab que
deseaban salvar a los indios y que seguramente harían cualquier cosa por
preservar a los dioses también, porque eran los últimos de su especie en
el planeta. Recordó al chamán que él había sido nombrado por Iyomi jefe
para negociar con los nahab y pidió permiso y ayuda para cumplir su
misión.
—No creemos que los
nahab sean más poderosos que los dioses —dijo Walimaí.
—A veces lo son.
Los dioses no podrán defenderse de ellos y la gente de la neblina tampoco.
Pero los nahab pueden detener a otros nahab —replicó Alex.
—En mis visiones el
Rahakanariwa anda sediento de sangre —dijo Walimaí.
—Yo he sido
nombrada jefe para aplacar al Rahakanariwa —dijo Nadia.
—No debe haber más
guerra. Los dioses deben volver a la montaña. Nadia y yo conseguiremos que
la gente de la neblina y la morada de los dioses sean respetados por los
nahab —prometió Alex, procurando sonar convincente.
En realidad no
sospechaba cómo podría vencer a Mauro Carías, el capitán Ariosto y tantos
otros aventureros que codiciaban las riquezas de la región. Ni siquiera
conocía el plan de Mauro Carías ni el papel que les tocaría jugar a los
miembros de la expedición del International Geographic en el exterminio de
los indios. El empresario había dicho claramente que ellos serían
testigos, pero no lograba imaginar de qué lo serían.
Para sus adentros,
el muchacho pensó que habría una conmoción mundial cuando su abuela
informara sobre la existencia de las Bestias y el paraíso ecológico que
contenía el tepui. Con suerte y manejando la prensa con habilidad, Kate
Coid podría obtener que el Ojo del Mundo fuera declarado reserva natural y
protegido por los gobiernos. Sin embargo, esa solución podría llegar muy
tarde. Si Mauro Carías salía con la suya, «en tres meses los indios serían
exterminados», como había dicho en su conversación con el capitán Ariosto.
La única esperanza era que la protección internacional llegara antes.
Aunque no podría evitarse la curiosidad de los científicos ni las cámaras
de televisión, al menos se podría detener la invasión de aventureros y
colonos dispuestos a domar la selva y exterminar a sus habitantes. También
pasó por su mente la terrible premonición del empresario de Hollywood
convirtiendo el tepui en una especie de Disneyworld o Jurassic Park.
Esperaba que la presión creada por los reportajes de su abuela pudiera
postergar o evitar esa pesadilla. Las Bestias ocupaban diferentes salas en
la fabulosa ciudad. Eran seres solitarios, que no compartían su espacio. A
pesar de su enorme tamaño, comían poco, masticando durante horas,
vegetales, frutas, raíces y de vez en cuando un animal pequeño que caía
muerto o herido a sus pies. Nadia pudo comunicarse con ellas mejor que
Walimaí. Un par de las criaturas hembras demostraron cierto interés en
ella y le permitieron acercarse, porque lo que más deseaba la chica era
tocarlas. Al poner la mano sobre el duro pelaje, un centenar de insectos
de diversas clases subió por su brazo, cubriéndola entera. Se sacudió
desesperada, pero no pudo desprenderse de muchos de ellos, que quedaron
adheridos a su ropa y su pelo. Walimaí le señaló una de las lagunas de la
ciudad y ella se zambulló en el agua, que resultó ser tibia y gaseosa. Al
hundirse sentía en la piel el cosquilleo de las burbujas de aire. Invitó a
Alex, y los dos se remojaron largo rato, limpios al fin, después de tantos
días arrastrándose por el suelo y sudando.
Entretanto Walimaí
había aplastado en una calabaza la pulpa de una fruta con grandes pepas
negras, que enseguida mezcló con el jugo de unas uvas azules y brillantes.
El resultado fue una pasta morada con la consistencia de la sopa de huesos
que habían bebido durante el funeral de Mokarita, pero con un sabor
delicioso y un aroma persistente de miel y néctar de flores. El chamán la
ofreció a las Bestias, luego bebió él y les dio a los muchachos y a Borobá.
Aquel alimento concentrado les aplacó el hambre de inmediato y se
sintieron un poco mareados, como si hubieran bebido alcohol.
Esa noche fueron
instalados en una de las cámaras de la ciudad de oro, donde el calor era
menos oprimente que en la cueva de la noche anterior. Entre las
formaciones minerales crecían orquídeas desconocidas afuera, algunas tan
fragantes que apenas se podía respirar en su proximidad. Por largo rato
cayó la lluvia, caliente y densa como una ducha, empapando todo, corría
como río entre las grietas de cristal, con un sonido persistente de
tambores. Cuando finalmente cesó, el aire refrescó de súbito y los
rendidos muchachos se abandonaron por fin al sueño en el duro suelo de El
Dorado, con la sensación de tener la barriga llena de flores perfumadas.
El brebaje
preparado por Walimaí tuvo la virtud mágica de conducirlos al reino de los
mitos y del sueño colectivo, donde todos, dioses y humanos, podían
compartir las mismas visiones. Así se ahorraron muchas palabras, muchas
explicaciones. Soñaron que el Rahakanariwa estaba preso en una caja de
madera sellada, desesperado, tratando de librarse con su pico formidable y
sus terribles garras, mientras dioses y humanos, atados a los árboles,
aguardaban su suerte. Soñaron con los nahab matándose unos a otros, todos
con los rostros cubiertos por máscaras. Vieron al pájaro caníbal destruir
la caja y salir dispuesto a devorar todo a su paso, pero entonces un
águila blanca y un jaguar negro le salían al paso, desafiándolo en lucha
mortal. No había resolución en ese duelo, como rara vez la hay en los
sueños. Alexander Coid reconoció al Rahakanariwa, porque lo había visto
antes en una pesadilla en que aparecía como un buitre, rompía una ventana
de su casa y se llevaba a su madre en sus monstruosas garras.
Al despertar por la
mañana no tuvieron que contar lo que habían visto, porque todos estuvieron
presentes en el mismo sueño, hasta el pequeño Borobá. Cuando se reunió el
consejo de los dioses para continuar con sus deliberaciones, no fue
necesario pasar horas repitiendo las mismas ideas, como el día anterior.
Sabían lo que debían hacer, cada uno conocía su papel en los
acontecimientos que vendrían.
—Jaguar y Águila
combatirán con el Rahakanariwa. Si vencen, ¿cuál será su recompensa?
—logró formular una de las perezas, después de largas vacilaciones.
—Los tres huevos
del nido —dijo Nadia sin vacilar.
—Y el agua de la
salud —agregó Alex, pensando en su madre.
Espantado, Walimaí
indicó a los chicos que habían violado la elemental norma de reciprocidad:
no se puede recibir sin dar. Era la ley natural. Se habían atrevido a
solicitar algo de los dioses sin ofrecer algo a cambio... La pregunta de
la Bestia había sido meramente formal y lo correcto era responder que no
deseaban recompensa alguna, lo hacían como un acto de reverencia hacia los
dioses y compasión hacia los humanos. En efecto, las Bestias parecían
desconcertadas y molestas ante las peticiones de los forasteros. Algunas
se pusieron lentamente de pie, amenazantes, gruñendo y levantando sus
brazos, gruesos como ramas de roble. Walimaí se tiró de bruces delante del
consejo farfullando explicaciones y disculpas, pero no logró aplacar los
ánimos. Temiendo que alguna de las Bestias decidiera fulminarlos con su
fragancia corporal, Alex echó mano del único recurso de salvación que se
le ocurrió: la flauta de su abuelo.
—Tengo un
ofrecimiento para los dioses —dijo, temblando.
Las dulces notas
del instrumento irrumpieron tentativamente en el aire caliente del tepui.
Las Bestias, pilladas de sorpresa, tardaron unos minutos en reaccionar y
cuando lo hicieron ya Alex había agarrado vuelo y se abandonaba al placer
de crear música. Su flauta parecía haber adquirido los poderes
sobrenaturales de Walimaí. Las notas se multiplicaban en el extraño teatro
de la ciudad de oro, rebotaban transformadas en interminables arpegios,
hacían vibrar las orquídeas entre las altas formaciones de cristal. Nunca
el muchacho había tocado de esa manera, nunca se había sentido tan
poderoso: podía amansar a las fieras con la magia de su flauta. Sentía
como si estuviera conectado a un poderoso sintonizador, que acompañaba la
melodía con toda una orquesta de cuerdas, vientos y percusión. Las
Bestias, inmóviles al principio, comenzaron a oscilar como grandes árboles
movidos por el viento; sus patas milenarias golpearon el suelo y el fértil
hueco del tepui resonó como una gran campana. Entonces Nadia, en un
impulso, saltó al centro del semicírculo del consejo, mientras Borobá,
como si comprendiera que ése era un instante crucial, se mantuvo quieto a
los pies de Alex.
Nadia empezó a
danzar con la energía de la tierra, que traspasaba sus delgados huesos
como una luz. No había visto jamás un ballet, pero había almacenado los
ritmos que escuchara muchas veces: la samba del Brasil, la salsa y el
joropo de Venezuela, la música americana que llegaba por la radio. Había
visto a negros, mulatos, caboclos y blancos bailar hasta caer extenuados
durante el carnaval en Manaos, a los indios danzar solemnes durante sus
ceremonias. Sin saber lo que hacía, por puro instinto, improvisó su regalo
para los dioses. Volaba. Su cuerpo se movía solo, en trance, sin ninguna
conciencia o premeditación de su parte. Oscilaba como las más esbeltas
palmeras, se elevaba como la espuma de las cataratas, giraba como el
viento. Nadia imitaba el vuelo de las guacamayas, la carrera de los
jaguares, la navegación de los delfines, el zumbido de los insectos, la
ondulación de las serpientes.
Por miles y miles
de años había existido vida en el cilíndrico hueco del tepui, pero hasta
ese momento jamás se había oído música, ni siquiera el tam tam de un
tambor. Las dos veces que la gente de la neblina fue acogida bajo la
protección de la ciudad legendaria, lo hizo de manera de no irritar a los
dioses, en completo silencio, haciendo uso de su talento para tornarse
invisible. Las Bestias no sospechaban la habilidad humana para crear
música, tampoco habían visto un cuerpo moverse con la ligereza, pasión,
velocidad y gracia con que danzaba Nadia. En verdad, esos pesados seres
nunca habían recibido un ofrecimiento tan grandioso. Sus lentos cerebros
recogieron cada nota y cada movimiento y los guardaron para los siglos
futuros. El regalo de esos dos visitantes se quedaría con ellos, como
parte de su leyenda.
CAPITULO 15 - Los huevos de
cristal
A cambio de la música y la
danza que habían recibido, las Bestias otorgaron a los chicos lo que
solicitaban. Les indicaron que ella debía subir al tope del tepui, a las
cumbres más altas, donde estaba el nido con los tres huevos prodigiosos de
su visión. Por su parte él debía descender a las profundidades de la
tierra, donde se encontraba el agua de la salud.
—¿Podemos ir
juntos, primero a la cima del tepui y luego al fondo del cráter? —preguntó
Alex, pensando que las tareas serían más fáciles si las compartían.
Las perezas negaron
lentamente con la cabeza y Walimaí explicó que todo viaje al reino de los
espíritus es solitario. Añadió que sólo disponían del día siguiente para
cumplir cada uno su misión, porque sin falta al anochecer él debía volver
al mundo exterior; ése era su acuerdo con los dioses. Si ellos no estaban
de regreso, quedarían atrapados en el tepui sagrado, porque jamás
encontrarían por sí mismos la salida del laberinto.
El resto del día
los jóvenes lo gastaron recorriendo El Dorado y contándose sus cortas
vidas; ambos deseaban saber lo más posible del otro antes de separarse.
Para Nadia era difícil imaginar a su amigo en California con su familia;
nunca había visto una computadora, ni había ido a la escuela ni sabía lo
que es un invierno. Por su parte, el muchacho americano sentía envidia por
la existencia libre y silenciosa de la muchacha, en contacto estrecho con
la naturaleza. Nadia Santos poseía un sentido común y una sabiduría que a
él le parecían inalcanzables.
Nadia y Alexander
se deleitaron ante las magníficas formaciones de mica y otros minerales de
la ciudad, ante la flora inverosímil que brotaba por todas partes y los
singulares animales e insectos que albergaba ese lugar. Se dieron cuenta
que los dragones como el de la caverna, que a veces cruzaban el aire, eran
mansos como loros amaestrados. Llamaron a uno, aterrizó con gracia a sus
pies, y pudieron tocarlo. Su piel era suave y fría, como la de un pez;
tenía la mirada de un halcón y el aliento perfumado a flores. Se bañaron
en las calientes lagunas y se hartaron de fruta, pero sólo de aquella
autorizada por Walimaí. Había frutas y hongos mortales, otros inducían
visiones de pesadilla o destruían la voluntad, otros borraban la memoria
para siempre, según les explicó el chamán. Durante sus paseos se topaban
por aquí y por allá con las Bestias, que pasaban la mayor parte de su
existencia aletargadas. Una vez que consumían las hojas y frutas
necesarias para alimentarse, pasaban el resto del día contemplando el
tórrido paisaje circundante y el tapón de nubes que cerraba la boca del
tepui. «Creen que el cielo es blanco y del tamaño de ese círculo», comentó
Nadia y Alex respondió que también ellos tenían una visión parcial del
cielo, que los astronautas sabían que no era azul, sino infinitamente
profundo y oscuro. Esa noche se acostaron tarde y cansados; durmieron lado
a lado, sin tocarse, porque hacía mucho calor, pero compartiendo el mismo
sueño, como habían aprendido a hacer con los frutos mágicos de Walimaí. Al
amanecer del día siguiente el viejo chamán entregó a Alexander Coid una
calabaza vacía y a Nadia Santos una calabaza con agua y una cesta, que
ella se amarró a la espalda. Les advirtió que una vez iniciado el viaje,
hacia las alturas tanto como hacia las profundidades, no habría vuelta
atrás. Deberían vencer los obstáculos o perecer en la empresa, porque
regresar con las manos vacías era imposible.
—¿Están seguros de
que esto es lo que desean hacer? —preguntó el chamán.
—Yo si —decidió
Nadia.
No tenía idea para
qué servían los huevos ni por qué debía ir a buscarlos, pero no dudó de su
visión. Debían ser muy valiosos o muy mágicos; por ellos estaba dispuesta
a vencer su miedo más enraizado: el vértigo de la altura.
—Yo también —agregó
Alex, pensando que iría hasta el mismo infierno con tal de salvar a su
madre.
—Puede ser que
vuelvan y puede ser que no vuelvan —se despidió el brujo, indiferente,
porque para él la frontera entre la vida y la muerte era apenas una línea
de humo que la menor brisa podía borrar.
Nadia desprendió a
Borobá de su cintura y le explicó que no podría llevarlo donde ella iba.
El mono se aferró a una pierna de Walimaí gimiendo y amenazando con el
puño, pero no intentó desobedecerle. Los dos amigos se abrazaron
estrechamente, atemorizados y conmovidos. Luego cada uno partió en la
dirección señalada por Walimaí. Nadia Santos subió por la misma escalera
tallada en la roca por donde había descendido con Walimaí y Alex desde el
laberinto hasta la base del tepui. El ascenso hasta ese balcón no fue
difícil, a pesar de que las gradas eran muy empinadas, carecían de un
pasamano para sujetarse y los peldaños eran angostos, irregulares y
gastados. Luchando contra el vértigo, echó una mirada rápida hacia abajo y
vio el extraordinario paisaje verdeazul del valle, envuelto en tenue
bruma, con la magnífica ciudad de oro al centro. Luego miró hacia arriba y
sus ojos se perdieron en las nubes. La boca del tepui parecía más angosta
que su base. ¿Cómo subiría por las laderas inclinadas? Necesitaría patas
de escarabajo. ¿Cuán alto era en realidad el tepui cuánto tapaban las
nubes? ¿Dónde exactamente estaba el nido? Decidió no pensar en los
problemas sino en las soluciones: enfrentaría los obstáculos uno a uno, a
medida que se presentaran. Si había podido subir por la cascada, bien
podía hacer esto, pensó, aunque ya no iba atada a Jaguar por una cuerda y
estaba sola.
Al llegar al balcón
comprendió que allí terminaba la escalera, de allí para adelante debía
subir colgando de lo que pudiera agarrar. Se acomodó el canasto a la
espalda, cerró los ojos y buscó calma en su interior. Jaguar le había
explicado que allí, en el centro de su ser, se concentran la energía vital
y el valor. Respiró con todo su ánimo para que el aire limpio le llenara
el pecho y recorriera los caminos de su cuerpo, hasta alcanzar las puntas
de los dedos de los pies y las manos. Repitió la misma respiración
profunda tres veces y, siempre con los ojos cerrados, visualizó el águila,
su animal totémico. Imaginó que sus brazos se extendían, se alargaban, se
transformaban en alas emplumadas, que sus piernas se convertían en patas
terminadas en garras como garfios, que en su cara crecía un pico feroz y
sus ojos se separaban hasta quedar a los lados de la cabeza. Sintió que su
cabello, suave y crespo, se convertía en plumas duras pegadas al cráneo,
que ella podía erizar a voluntad, plumas que contenían los conocimientos
de las águilas: eran antenas para captar lo que estaba en el aire, incluso
lo invisible. Su cuerpo perdió la flexibilidad y adquirió, en cambio, una
ligereza tan absoluta, que podía desprenderse de la tierra y flotar con
las estrellas. Experimentó un poder tremendo, toda la fuerza del águila en
la sangre. Sintió que esa fuerza llegaba hasta la última fibra de su
cuerpo y su conciencia. Soy Águila, pronunció en voz alta y enseguida
abrió los ojos.
Nadia se aferró a
una pequeña hendidura en la roca que había sobre su cabeza y colocó el pie
en otra que había a la altura de su cintura. Izó el cuerpo y se detuvo
hasta encontrar el equilibrio. Levantó la otra mano y buscó más arriba,
hasta que pudo pescarse de una raíz mientras con el pie contrario tanteaba
hasta dar con una grieta. Repitió el movimiento con la otra mano, buscando
un saliente y cuando lo halló se elevó un poco más. La vegetación que
crecía en las laderas la ayudaba, había raíces, arbustos y lianas. También
vio arañazos profundos en las piedras y en algunos troncos; pensó que eran
marcas de garras. Las Bestias debían haber subido también en busca de
alimento, o bien no conocían el mapa del laberinto y cada vez que entraban
o salían del tepui debían ascender hasta la cima y descender por el otro
lado. Calculó que eso debía demorar días, tal vez semanas, dada la
portentosa lentitud de esas gigantescas perezas.
Una parte de su
mente, aún activa, comprendió que el hueco del tepui no era un cono
invertido, como había supuesto por el efecto óptico de mirarlo desde
abajo, sino que más bien se abría ligeramente. La boca del cráter era en
realidad más ancha que la base. No necesitaría patas de escarabajo,
después de todo, sólo concentración y coraje. Así escaló metro a metro,
durante horas, con admirable determinación y una destreza recién
adquirida. Esa destreza provenía del más recóndito y misterioso lugar, un
lugar de calma dentro de su corazón, donde se hallaban los atributos
nobles de su animal totémico. Ella era Águila, el pájaro de más alto
vuelo, la reina del cielo, la que hace su nido donde sólo los ángeles
alcanzan. El águila/niña siguió ascendiendo paso a paso. El aire caliente
y húmedo del valle inferior se transformó en una brisa fresca, que la
impulsó hacia arriba. Se detuvo a menudo, muy cansada, luchando contra la
tentación de mirar hacia abajo o calcular la distancia hacia arriba,
concentrada sólo en el próximo movimiento. Una sed terrible la abrasaba;
sentía la boca llena de arena, con un sabor amargo, pero no podía soltarse
para desprender de su espalda la calabaza de agua que le había dado
Walimaí. Beberé cuando llegue arriba, murmuraba, pensando en el agua fría
y limpia bañándola por dentro. Si al menos lloviera, pensó, pero ni una
gota caía de las nubes. Cuando creía que ya no podría dar un paso más,
sentía el talismán mágico de Walimaí colgado a su cuello y eso le daba
valor. Era su protección. La había ayudado a ascender las rocas negras y
lisas de la cascada, la había hecho amiga de los indios, la había amparado
de las Bestias; mientras lo tuviera estaba a salvo.
Mucho después su
cabeza alcanzó las primeras nubes, densas como merengue, y entonces una
blancura de leche la envolvió. Siguió trepando a tientas, aferrándose a
las rocas y la vegetación, cada vez más escasa a medida que subía. No
tenía conciencia de que le sangraban las manos, las rodillas y los pies,
sólo pensaba en el mágico poder que la sostenía, hasta que de pronto una
de sus manos palpó una hendidura ancha. Pronto logró izar todo el cuerpo y
se encontró en la cima del tepui, siempre oculta por la acumulación de
nubes. Una potente exclamación de triunfo, un alarido ancestral y salvaje
como el tremendo grito de cien águilas al unísono, brotó del pecho de
Nadia Santos y fue a estrellarse contra las rocas de otras cimas,
rebotando y ampliándose, hasta perderse en el horizonte.
La chica esperó
inmóvil en la altura hasta que su grito se perdió en las últimas grietas
de la gran meseta. Entonces se calmó el tambor de su corazón y pudo
respirar a fondo. Apenas se sintió firme sobre las rocas, echó mano de la
calabaza de agua y bebió todo el contenido. Nunca había deseado algo
tanto. El líquido fresco entró por su garganta, limpiando la arena y la
amargura de su boca, humedeciendo su lengua y sus labios resecos,
penetrando por todo su cuerpo como un bálsamo prodigioso, capaz de curar
la angustia y borrar el dolor. Comprendió que la felicidad consiste en
alcanzar aquello que hemos esperado por mucho tiempo.
La altura y el
brutal esfuerzo de llegar hasta allí y de superar sus terrores actuaron
como una droga más poderosa que la de los indios en Tapirawa—teri o la
poción de los sueños colectivos de Walimaí. Volvió a sentir que volaba,
pero ya no tenía el cuerpo del águila, se había desprendido de todo lo
material, era puro espíritu. Estaba suspendida en un espacio glorioso. El
mundo había quedado muy lejos, abajo, en el plano de las ilusiones. Flotó
allí por un rato incalculable y de pronto vio un agujero en el cielo
radiante. Sin vacilar se lanzó como una flecha a través de esa apertura y
entró en un espacio vacío y oscuro, como el infinito firmamento en una
noche sin luna. Ese era el espacio absoluto de todo lo divino y de la
muerte, el espacio donde el espíritu mismo se disuelve. Ella era el vacío,
sin deseos, ni recuerdos. No había nada que temer. Allí permaneció fuera
del tiempo. Pero en la cima del tepui el cuerpo de Nadia poco a poco la
llamaba, reclamándola. El oxígeno devolvió a su mente el sentido de la
realidad material, el agua le dio la energía necesaria para moverse.
Finalmente el espíritu de Nadia hizo el viaje inverso, volvió a cruzar
como una flecha la apertura en el vacío, llegó a la bóveda gloriosa donde
flotó unos instantes en la inmensa blancura, y de allí pasó a la forma del
águila. Debió resistir la tentación de volar para siempre sostenida por el
viento y, con un último esfuerzo, regresar a su cuerpo de niña. Se
encontró sentada en la cima del mundo y miró a su alrededor.
Estaba en el punto
más alto de una meseta, rodeada del vasto silencio de las nubes. Aunque no
podía ver la altura o la extensión del sitio donde se encontraba, calculó
que el hoyo en el centro del tepui era pequeño, en comparación con la
inmensidad de la montaña que lo contenía. El terreno se veía quebrado en
hondas grietas, en parte rocoso y en otras cubierto de vegetación tupida.
Supuso que pasaría mucho tiempo antes que los pájaros de acero de los
nahab exploraran ese lugar, porque era absurdo tratar de aterrizar allí,
ni siquiera con un helicóptero, y para una persona moverse en la rugosidad
de esa superficie resultaba casi imposible. Se sintió desfallecer, porque
podría buscar el nido por el resto de sus días sin encontrarlo en esas
grietas, pero luego recordó que Walimaí le había indicado exactamente por
dónde subir. Descansó un momento y se puso en marcha, subiendo y bajando
de roca en roca, impulsada por una fuerza desconocida, una especie de
instintiva certeza.
No tuvo que ir
lejos. A poca distancia, en una hendidura formada por grandes rocas se
encontraba el nido y en su centro vio los tres huevos de cristal. Eran más
pequeños y más brillantes que los de su visión, maravillosos. Con mil
precauciones, para no resbalar en una de las profundas fisuras, donde se
habría partido todos los huesos, Nadia Santos se arrastró hasta el nido.
Sus dedos se cerraron sobre la reluciente perfección del cristal, pero su
brazo no pudo moverlo. Extrañada, cogió otro huevo. No logró levantarlo y
tampoco el tercero. Era imposible que esos objetos, del tamaño de un huevo
de tucán, pesaran de esa manera. ¿Qué sucedía? Los examinó, empujándolos
por todos lados, hasta comprobar que no estaban pegados ni atornillados,
al contrario, parecían descansar casi flotando en el mullido colchón de
palitos y plumas. La muchacha se sentó sobre una de las rocas sin entender
lo que ocurría y sin poder creer que toda esa aventura y el esfuerzo de
llegar hasta allí hubieran sido inútiles. Tuvo fuerza sobrehumana para
subir como una lagartija por las paredes internas del tepui y ahora,
cuando finalmente estaba en la cima, las fuerzas le fallaban para mover ni
un milímetro el tesoro que había ido a buscar.
Nadia Santos
vaciló, trastornada, sin imaginar la solución de ese enigma, por largos
minutos. De súbito se le ocurrió que esos huevos pertenecían a alguien.
Tal vez las Bestias los habían puesto allí, pero también podían ser de
alguna criatura fabulosa, un ave o un reptil, como los dragones. En ese
caso la madre podría aparecer en cualquier momento y, al encontrar una
intrusa cerca de su nido, lanzarse al ataque con justificada furia. No
debía quedarse allí, decidió, pero tampoco pensaba renunciar a los huevos.
Walimaí había dicho que no podría regresar con las manos vacías... ¿Qué
más le dijo el chamán? Que debía volver antes de la noche. Y entonces
recordó lo que ese brujo sabio le había enseñado el día anterior: la ley
de reciprocidad. Por cada cosa que uno toma, se debe dar otra a cambio.
Se miró
desconsolada. Nada tenía para dar. Sólo llevaba puestos una camiseta, unos
pantalones cortos y un canasto atado a la espalda. Al revisar su cuerpo se
dio cuenta por primera vez de arañazos, magulladuras y heridas abiertas
que le habían producido las rocas al ascender la montaña. Su sangre, donde
se concentraba la energía vital que le había permitido llegar hasta allí,
era tal vez su única posesión valiosa. Se aproximó, presentando su cuerpo
adolorido para que la sangre goteara sobre el nido. Unas manchitas rojas
salpicaron las suaves plumas. Al inclinarse sintió el talismán contra su
pecho y comprendió de inmediato que ése era el precio que debía pagar por
los huevos. Dudó por largos minutos. Entregarlo significaba renunciar a
los poderes mágicos de protección, que ella atribuía al hueso tallado,
regalo del chamán. Nunca tendría nada tan mágico como ese amuleto, era
mucho más importante para ella que los huevos, cuya utilidad no podía
siquiera imaginar. No, no podía desprenderse de eso, decidió.
Nadia cerró los
ojos, agotada, mientras el sol que se filtraba por las nubes iba cambiando
de color. Por unos instantes regresó al sueño alucinante de la ayahuasca,
que tuvo en el funeral de Mokarita y volvió a ser el águila volando por un
cielo blanco, suspendida por el viento, ligera y poderosa. Vio los huevos
desde arriba, brillando en el nido, como en esa visión, y tuvo la misma
certeza de entonces: esos huevos contenían la salvación para la gente de
la neblina. Por último, abrió los ojos con un suspiro, se quitó el
talismán del cuello y lo colocó sobre el nido. Enseguida estiró la mano y
tocó uno de los huevos, que al punto cedió y pudo levantarlo sin esfuerzo.
Los otros dos fueron igualmente fáciles de tomar. Colocó los tres con
cuidado en su canasto y se dispuso a descender por donde había subido. Aún
se filtraba luz de sol a través de las nubes; calculó que el descenso
debía ser más rápido y que llegaría abajo antes del anochecer, como le
había advertido Walimaí.
CAPITULO 16 - El agua de la salud
Mientras Nadia
Santos ascendía a la cima del tepui, Alexander Coid bajaba por un pasaje
angosto hacia el vientre de la tierra, un mundo cerrado, caliente, oscuro
y palpitante, como sus peores pesadillas. Si al menos tuviera una
linterna... Debía avanzar a tientas, gateando a veces y arrastrándose
otras, en completa oscuridad. Sus ojos no se acostumbraron, porque las
tinieblas eran absolutas. Extendía una mano palpando la roca para calcular
la dirección y el ancho del túnel, luego movía el cuerpo, culebreando
hacia adentro, centímetro a centímetro. A medida que avanzaba el túnel
parecía angostarse y pensó que no podría dar la vuelta para salir. El poco
aire que había era sofocante y fétido; era como estar enterrado en una
tumba. Allí de nada le servían los atributos del jaguar negro; necesitaba
otro animal totémico, algo así como un topo, una rata o un gusano. Se
detuvo muchas veces con intención de retroceder antes de que fuera
demasiado tarde, pero cada vez siguió adelante impulsado por el recuerdo
de su madre. Con cada minuto transcurrido aumentaba la opresión en su
pecho y el terror se hacia más y más insondable. Volvió a oír el sordo
golpeteo de un corazón, que había escuchado en el laberinto con Walimaí.
Su mente, enloquecida, barajaba los innumerables peligros que lo
acechaban; el peor de todos era quedar sepultado vivo en las entrañas de
esa montaña. ¿Cuán largo era ese pasaje? ¿Llegaría hasta el final o caería
vencido por el camino? ¿Le alcanzaría el oxigeno o moriría asfixiado?
En un momento
Alexander cayó tendido de bruces, agotado, gimiendo. Tenía los músculos
tensos, la sangre agolpada en las sienes, cada nervio de su cuerpo
adolorido; no podía razonar, sentía que su cabeza iba a explotar por falta
de aire. Nunca había tenido tanto miedo, ni siquiera durante la larga
noche de su iniciación entre los indios. Trató de recordar las emociones
que lo sacudían cuando quedó colgando de una cuerda en El Capitán, pero no
era comparable. Entonces estaba en el pico de una montaña, ahora estaba en
su interior. Allí estaba con su padre, aquí estaba absolutamente solo. Se
abandonó a la desesperación, temblando, extenuado. Por un tiempo eterno
las tinieblas penetraron en su mente y perdió el rumbo, llamando sin voz a
la muerte, derrotado. Y entonces, cuando su espíritu se alejaba en la
oscuridad, la voz de su padre se abrió camino por las brumas de su cerebro
y le llegó, primero como un susurro casi imperceptible, luego con más
claridad. ¿Qué le había dicho su padre muchas veces cuando le enseñaba a
escalar rocas? «Quieto, Alexander, busca el centro de ti mismo, donde está
tu fuerza. Respira. Al inhalar te cargas de energía, al exhalar te
desprendes de la tensión. No pienses, obedece tu instinto.» Era lo que él
mismo le había aconsejado a Nadia cuando subieron al Ojo del Mundo. ¿Cómo
lo había olvidado?
Se concentró en
respirar: inhalar energía, sin pensar en la falta de oxigeno, exhalar su
terror, relajarse, rechazar los pensamientos negativos que lo paralizaban.
Puedo hacerlo, puedo hacerlo..., repitió. Poco a poco regresó a su cuerpo.
Visualizó los dedos de sus pies y los fue relajando uno a uno, luego las
piernas, las rodillas, las caderas, la espalda, los brazos hasta las
puntas de los dedos, la nuca, la mandíbula, los párpados. Ya podía
respirar mejor, dejó de sollozar. Ubicó el centro de sí mismo, un lugar
rojo y vibrante a la altura del ombligo. Escuchó los latidos de su
corazón. Sintió un cosquilleo en la piel, luego un calor por las venas,
finalmente la fuerza regresó a su cuerpo, sus sentidos y su mente.
Alexander Coid
lanzó una exclamación de alivio. El sonido tardó unos instantes en rebotar
contra algo y volver a sus oídos. Se dio cuenta que así actuaba el sonar
de los murciélagos, permitiéndoles desplazarse en la oscuridad. Repitió la
exclamación, esperó que volviera indicándole la distancia y la dirección,
así pudo «oír con el corazón», como le había dicho tantas veces Nadia.
Había descubierto la forma de avanzar en las tinieblas. El resto del viaje
por el túnel transcurrió en un estado de semiinconsciencia, en el cual su
cuerpo se movía solo, como si conociera el camino. De vez en cuando Alex
se conectaba brevemente con su pensamiento lógico y en un chispazo deducía
que ese aire cargado de gases desconocidos debía afectarle la mente. Más
tarde pensaría que vivió un sueño.
Cuando parecía que
el angosto pasaje no terminaría nunca, el muchacho oyó un rumor de agua,
como un río, y una bocanada de aire caliente alcanzó sus agotados
pulmones. Eso renovó sus fuerzas. Se impulsó hacia delante y en un recodo
del subterráneo percibió que sus ojos alcanzaban a distinguir algo en la
negrura. Una claridad, muy tenue al principio, fue surgiendo poco a poco.
Siguió arrastrándose, esperanzado, y vio que la luz y el aire aumentaban.
Pronto se encontró en una cueva que debía estar conectada al exterior de
alguna manera, porque aparecía débilmente iluminada. Un extraño olor le
dio en las narices, persistente, un poco nauseabundo, como de vinagre y
flores podridas. La cueva tenía las mismas formaciones de relucientes
minerales que viera en el laberinto. Las facetas labradas de esas
estructuras actuaban como espejos, reflejando y multiplicando la escasa
luz que penetraba hasta allí. Se encontró a la orilla de una pequeña
laguna, alimentada por un riachuelo de aguas blancas, como leche magra.
Viniendo de la tumba donde había estado, esa laguna y ese río blancos le
parecieron lo más hermoso que había visto en su vida. ¿Sería ésa la fuente
de la eterna juventud? El olor lo mareaba, pensó que debía ser un gas que
se desprendía de las profundidades, tal vez un gas tóxico que le embotaba
el cerebro.
Una voz susurrante
y acariciadora llamó su atención. Sorprendido, percibió algo en la otra
orilla de la pequeña laguna, a pocos metros de distancia, y cuando logró
ajustar sus pupilas a la poca luz de la cueva, distinguió una figura
humana. No podía verla bien, pero la forma y la voz eran de una muchacha.
Imposible, dijo, las sirenas no existen, me estoy volviendo loco, es el
gas, el olor; pero la muchacha parecía real, su largo cabello se movía, su
piel irradiaba luz, sus gestos eran humanos, su voz seductora. Quiso
lanzarse al agua blanca para beber hasta saciarse y para lavarse la tierra
que lo cubría, así como la sangre de las magulladuras en sus codos y
rodillas. La tentación de acercarse a la bella criatura que lo llamaba y
abandonarse al placer era insoportable. Iba a hacerlo cuando notó que la
aparición era igual a Cecilia Burns, su mismo cabello castaño, sus mismos
ojos azules, sus mismos gestos lánguidos. Una parte aún consciente de su
cerebro le advirtió que esa sirena era una creación de su mente, tal como
lo eran esas medusas de mar, gelatinosas y transparentes, que flotaban en
el aire pálido de la caverna. Recordó lo que había oído de la mitología de
los indios, las historias que había contado Walimaí sobre los orígenes del
universo, donde figuraba el Río de Leche que contenía todas las semillas
de la vida, pero también putrefacción y muerte. No, ésa no era el agua
milagrosa que devolvería la salud a su madre, decidió; era una jugarreta
de su mente para distraerlo de su misión. No había tiempo para perder,
cada minuto era precioso. Se tapó la nariz con la camiseta, luchando
contra la penetrante fragancia que lo aturdía. Vio que a lo largo de la
orilla donde estaba se extendía un angosto pasaje, que se perdía siguiendo
el curso del riachuelo, y por allí escapó. Alexander Coid siguió el
sendero, dejando atrás la laguna y la prodigiosa aparición de la muchacha.
Le sorprendió que la tenue claridad persistía, al menos ya no debía ir
arrastrándose y a tientas. El aroma fue haciéndose más tenue, hasta
desaparecer del todo. Avanzó lo más deprisa que pudo, agachado, procurando
no golpear la cabeza contra el techo y manteniendo el equilibrio en la
estrecha cornisa, pensando que si caía al río más abajo tal vez sería
arrastrado. Lamentó no disponer de tiempo para averiguar qué era ese
liquido blanco parecido a la leche y con olor a aliño para ensalada. El
largo sendero estaba cubierto de un moho resbaloso donde hervía un millar
de criaturas minúsculas, larvas, insectos, gusanos y grandes sapos
azulados, con la piel tan transparente que se podían ver los órganos
internos palpitando. Sus largas lenguas, como de serpiente, intentaban
alcanzar sus piernas. Alex echaba de menos sus botas, porque debía
patearlos descalzo y sus cuerpos blandos y fríos como gelatina le daban un
asco incontrolable. Doscientos metros más allá la capa de moho y los sapos
desaparecieron y el sendero se volvió más ancho. Aliviado, pudo echar una
mirada a su alrededor y entonces notó por primera vez que las paredes
estaban salpicadas de hermosos colores. Al examinarlas de cerca comprendió
que eran piedras preciosas y vetas de ricos metales. Abrió su navaja del
Ejército suizo y escarbó en la roca, comprobando que las piedras se
desprendían con cierta facilidad. ¿Qué eran? Reconoció algunos colores,
como el verde intenso de las esmeraldas y el rojo puro de los rubíes.
Estaba rodeado de un fabuloso tesoro: ése era el verdadero El Dorado,
codiciado por aventureros durante siglos.
Bastaba tallar las
paredes con su cuchillo para cosechar una fortuna. Si llenaba la calabaza
que le había dado Walimaí con esas piedras preciosas, regresaría a
California convertido en millonario, podría pagar los mejores tratamientos
para la enfermedad de su madre, comprar una casa nueva para sus padres,
educar a sus hermanas. ¿Y para él? Se compraría un coche de carrera para
matar de envidia a sus amigos y dejar a Cecilia Burns con la boca abierta.
Esas joyas eran la solución de su vida: podría dedicarse a la música, a
escalar montañas o a lo que quisiera, sin tener que preocuparse de ganar
un sueldo... ¡No! ¿Qué estaba pensando? Esas piedras preciosas no eran
sólo suyas, debían servir para ayudar a los indios. Con esa increíble
riqueza obtendría poder para cumplir con la misión que le había asignado
Iyomi: negociar con los nahab. Se convertiría en el protector de la tribu
y de sus bosques y cascadas; con la pluma de su abuela y su dinero
transformarían el Ojo del Mundo en la reserva natural más extensa del
mundo. En unas pocas horas podría llenar la calabaza y cambiar el destino
de la gente de la neblina y de su propia familia.
El muchacho empezó
a hurgar con la punta de su cuchillo en torno a una piedra verde, haciendo
saltar pedacitos de la roca. Minutos más tarde logró soltarla y cuando la
tuvo entre los dedos pudo verla bien. No tenía el brillo de una esmeralda
pulida, como las de los anillos, pero sin duda era del mismo color. Iba a
ponerla en la calabaza, cuando recordó el propósito de esa misión al fondo
de la tierra: llenar la calabaza con el agua de la salud. No. No serían
joyas las que comprarían la salud de su madre; se requería algo milagroso.
Con un suspiro guardó la piedra verde en el bolsillo del pantalón y siguió
adelante, preocupado porque había perdido minutos preciosos y no sabía
cuánto más debería andar hasta llegar a la fuente maravillosa.
De súbito el
sendero terminó ante un cúmulo de piedras. Alex tanteó seguro que debía
haber una forma de seguir adelante, no podía ser que su viaje terminara de
esa manera tan abrupta. Si Walimaí lo había enviado a ese infernal viaje a
las profundidades de la montaña era porque la fuente existía, todo era
cuestión de encontrarla; pero podría ser que hubiera tomado el camino
equivocado, que en alguna bifurcación del túnel se hubiera desviado. Tal
vez debió cruzar la laguna de leche, porque la muchacha no era una
tentación para distraerlo, sino su guía para encontrar el agua de la
salud... Las dudas empezaron a retumbar como gritos a todo volumen en su
cerebro. Se llevó las manos a las sienes, procurando calmarse, repitió la
respiración profunda que había practicado en el túnel, y prestó oídos a la
voz remota de su padre, que lo guiaba. Debo situarme en el centro de mí
mismo, donde hay calma y fuerza, murmuró. Decidió no perder energía
contemplando los posibles errores cometidos, sino en el obstáculo que
tenía por delante. Durante el invierno del año anterior, su madre le había
pedido que trasladara una gran pila de leña del patio al fondo del garaje.
Cuando él alegó que ni Hércules podía hacerlo, su madre le mostró la
forma: un palo a la vez. El joven fue quitando piedras, primero los
guijarros, luego las rocas medianas, que se soltaban con facilidad,
finalmente los peñascos grandes. Fue un trabajo lento y pesado, pero al
cabo de un tiempo había abierto un boquete. Una bocanada de vapor caliente
le dio en el rostro, como si hubiera abierto la puerta de un horno,
obligándolo a retroceder. Esperó, sin saber cuál era el paso siguiente,
mientras salía el chorro de aire. Nada sabía de minería, pero había leído
que en el interior de las minas suele haber escapes de gas y supuso que,
si de eso se trataba, estaba condenado. Se dio cuenta que a los pocos
minutos el chorro disminuía, como si hubiera estado a presión, y
finalmente desaparecía. Aguardó un rato y luego asomó la cabeza por el
hueco.
Al otro lado había
una caverna con un pozo profundo en el centro, de donde surgían humaredas
y una luz rojiza. Se oían pequeñas explosiones, como si abajo hirviera
algo espeso, que reventaba en burbujas. No tuvo que acercarse para
adivinar que debía ser lava ardiente, tal vez los últimos residuos de
actividad de un antiquísimo volcán. Estaba en el corazón del cráter.
Contempló la posibilidad de que los vapores fueran tóxicos, pero como no
olían mal decidió que podía adentrarse en la caverna. Pasó el resto del
cuerpo por la apertura y se encontró sobre un suelo de piedra caliente.
Aventuró un paso, luego otro más, decidido a explorar el recinto. El calor
era peor que una sauna y pronto estuvo completamente bañado en sudor, pero
había suficiente aire para respirar. Se quitó la camiseta y se la amarró
en torno a la boca y la nariz. Le lloraban los ojos. Comprendió que debía
avanzar con extrema prudencia para no resbalar al pozo.
La caverna era
amplia y de forma irregular, alumbrada por la luz rojiza y titilante del
fuego que crepitaba abajo. Hacia su derecha se abría otra sala, que
exploró tentativamente, descubriendo que era más oscura, porque apenas
llegaba la luz que alumbraba la primera. En ella la temperatura resultaba
más soportable, tal vez por alguna fisura entraba aire fresco. El muchacho
estaba en el limite de su resistencia, empapado de sudor y sediento,
convencido de que las fuerzas no le alcanzarían para regresar por el largo
camino que ya había recorrido. ¿Dónde estaba la fuente que buscaba?
En ese momento
sintió una fuerte brisa y de inmediato una vibración espantosa que resonó
en sus nervios, como si estuviera dentro de un gran tambor metálico. Se
tapó los oídos en forma instintiva, pero no era ruido, sino una
insoportable energía y no había forma de defenderse de ella. Se volvió
buscando la causa. Y entonces lo vio. Era un murciélago gigantesco, cuyas
alas extendidas debían medir unos cinco metros de punta a punta. Su cuerpo
de rata era dos veces más grande que su perro Poncho y en su cabezota se
abría un hocico provisto de largos colmillos de fiera. No era negro, sino
totalmente blanco, un murciélago albino.
Aterrado, Alex
comprendió que ese animal, como las Bestias, era el último sobreviviente
de una edad muy antigua, cuando los primeros seres humanos levantaron la
frente del suelo para mirar asombrados a las estrellas, miles y miles de
años atrás. La ceguera del animal no era una ventaja para él, porque esa
vibración era su sistema de sonar: el vampiro sabía exactamente cómo era y
dónde se encontraba el intruso. La ventolera se repitió: eran las alas
agitándose, listas para el ataque. ¿Era ése el Rahakanariwa de los indios,
el terrible pájaro chupasangre?
Su mente echó a
volar. Sabía que sus posibilidades de escapar eran casi nulas, porque no
podía retroceder a la otra sala y echar a correr en ese terreno
traicionero sin riesgo de caer al pozo de lava. En forma instintiva se
llevó la mano a la navaja del Ejército suizo que tenía en la cintura,
aunque sabía que era un arma ridícula comparada con el tamaño de su
enemigo. Sus dedos tropezaron con la flauta colgada de su cinturón, y sin
pensarlo dos veces la desató y se la llevó a los labios. Alcanzó a
murmurar el nombre de su abuelo Joseph Coid, pidiéndole ayuda en ese
instante de peligro mortal, y luego comenzó a tocar.
Las primeras notas
resonaron cristalinas, frescas, puras, en aquel recinto maléfico. El
enorme vampiro, extremadamente sensible a los sonidos, recogió las alas y
pareció encogerse de tamaño. Había vivido tal vez varios siglos en la
soledad y el silencio de ese mundo subterráneo, aquellos sonidos tuvieron
el efecto de una explosión en su cerebro, se sintió acribillado por
millones de punzantes dardos. Lanzó otro grito en su onda inaudible para
oídos humanos, aunque claramente dolorosa, pero la vibración se confundió
con la música y el vampiro, desconcertado, no pudo interpretarla en su
sonar.
Mientras Alex
tocaba su flauta, el gran murciélago blanco se movió hacia atrás,
retrocediendo poco a poco, hasta quedar inmóvil en un rincón, como un oso
blanco alado, los colmillos y las garras a la vista, pero paralizado. Una
vez más el muchacho se maravilló del poder de esa flauta, que lo había
acompañado en cada momento crucial de su aventura. Al moverse el animal,
vio un tenue hilo de agua que chorreaba por la pared de la caverna y
entonces supo que había llegado al fin de su camino: estaba frente a la
fuente de la eterna juventud. No era el abundante manantial en medio de un
jardín, que describía la leyenda. Eran apenas unas gotas humildes
deslizándose por la roca viva. Alexander Coid avanzó con cautela, un paso
a la vez, sin dejar de tocar la flauta, acercándose al monstruoso vampiro,
procurando pensar con el corazón y no con la cabeza. Era ésa una
experiencia tan extraordinaria, que no podía confiar sólo en la razón o la
lógica, había llegado el momento de utilizar el mismo recurso que le
servía para escalar montañas y crear música: la intuición. Trató de
imaginar cómo sentía el animal y concluyó que debía estar tan aterrado
como él mismo lo estaba. Se encontraba por primera vez ante un ser humano,
nunca había escuchado sonidos como el de la flauta y el ruido debía ser
atronador en su sonar, por eso estaba como hipnotizado. Recordó que debía
recoger el agua en la calabaza y regresar antes del anochecer. Resultaba
imposible calcular cuántas horas había estado en el mundo subterráneo,
pero lo único que deseaba era salir de allí lo antes posible.
Mientras producía
una sola nota con la flauta, valiéndose de una mano, extendió la otra
hacia la fuente, casi rozando al vampiro, pero apenas cayeron las primeras
gotas adentro de la calabaza, el agua del chorrito disminuyó hasta
desaparecer del todo. La frustración de Alex fue tan enorme, que estuvo a
punto de arremeter a puñetazos contra la roca. Lo único que lo detuvo fue
el horrendo animal que se erguía como un centinela a su lado.
Y entonces, cuando
iba a dar media vuelta, se acordó de las palabras de Walimaí sobre la ley
inevitable de la naturaleza: dar tanto como se recibe. Pasó revista a sus
escasos bienes: la brújula, la navaja del ejército suizo y su flauta.
Podía dejar los dos primeros, que de todos modos no le servirían de mucho,
pero no podía desprenderse de su flauta mágica, la herencia de su famoso
abuelo, su instrumento de poder. Sin ella estaba perdido. Depositó la
brújula y la navaja en el suelo y esperó. Nada. Ni una sola gota más cayó
de la roca.
Entonces comprendió
que esa agua de la salud era el tesoro más valioso de este mundo para él,
lo único que podría salvar la vida de su madre. A cambio debía entregar su
más preciosa posesión. Colocó la flauta en el suelo mientras las últimas
notas reverberaban entre las paredes de la caverna. De inmediato el débil
chorrito de agua volvió a fluir. Esperó eternos minutos que se llenara la
calabaza, sin perder de vista al vampiro, que acechaba a su lado. Estaba
tan cerca, que podía oler su fetidez de tumba y contar sus dientes y
sentir una compasión infinita por la profunda soledad que lo envolvía,
pero no permitió que eso lo distrajera de su tarea. Una vez que la
calabaza estuvo rebosando, retrocedió con lentitud, para no provocar al
monstruo. Salió de la caverna, entró a la otra, donde se oía el gorgoriteo
de la lava ardiendo en las entrañas de la tierra, y luego se deslizó por
el boquete. Pensó poner las piedras de vuelta para taparlo, pero no
disponía de tiempo y supuso que el vampiro era demasiado grande para
escapar por ese hueco y no lo seguiría.
Hizo el camino de
vuelta más rápido, porque ya lo conocía. No tuvo la tentación de recoger
piedras preciosas y cuando pasó por la laguna de leche donde aguardaba el
espejismo de Cecilia Burns, se tapó la nariz para defenderse del gas
fragante que perturbaba el entendimiento y no se detuvo. Lo más difícil
fue volver a introducirse en el angosto túnel por donde había entrado,
sosteniendo la calabaza verticalmente para no vaciar el agua. Tenía un
tapón: un trozo de piel amarrado con una cuerda, pero no era hermético y
no deseaba perder ni una gota del maravilloso líquido de la salud. Esta
vez el pasadizo, aunque oprimente y tenebroso, no le resultó tan horrible,
porque sabía que al final alcanzaría la luz y el aire.
El colchón de nubes en la boca del tepui, que recibía los últimos rayos
del sol, había adquirido tonos rojizos, desde el óxido hasta el dorado.
Las seis lunas de luz comenzaban a desaparecer en el extraño firmamento
del tepui, cuando Nadia Santos y Alexander Coid regresaron. Walimaí
esperaba en el anfiteatro de la ciudad de oro, frente al consejo de las
Bestias acompañado por Borobá. Apenas el mono vio a su ama corrió,
aliviado, a colgarse de su cuello. Los jóvenes estaban extenuados, con el
cuerpo cubierto de arañazos y magulladuras, pero cada uno traía el tesoro
que habían ido a buscar. El anciano brujo no dio muestras de sorpresa, los
recibió con la misma serenidad con que cumplía cada acto de su existencia
y les indicó que había llegado el momento de partir. No había tiempo para
descansar, durante la noche deberían cruzar el interior de la montaña y
salir afuera, al Ojo del Mundo.
—Tuve que dejar mi
talismán —contó Nadia, desalentada a su amigo.
—Y yo mi flauta
—replicó él.
—Puedes conseguir
otra. La música la haces tú, no la flauta —dijo Nadia.
—También los
poderes del talismán están dentro de ti —la consoló él.
Walimaí observó los
tres huevos cuidadosamente y olisqueó el agua de la calabaza. Aprobó con
gran seriedad. Luego desató una de las bolsitas de piel que pendían de su
bastón de curandero y se la entregó a Alex con instrucciones de moler las
hojas y mezclarlas con esa agua para curar a su madre. El muchacho se
colgó la bolsita al cuello, con lágrimas en los ojos. Walimaí agitó el
cilindro de cuarzo sobre la cabeza de Alex durante un buen rato, lo sopló
en el pecho, las sienes y la espalda, lo tocó en los brazos y las piernas
con su bastón.
—Si no fueras nahab,
serías mi sucesor, naciste con alma de chamán. Tienes el poder de sanar,
úsalo bien —le dijo.
—¿Significa eso que
puedo curar a mi madre con esta agua y estas hojas?
—Puede ser y puede
no ser...
Alex se daba cuenta
de que sus ilusiones no tenían una base lógica, debía confiar en los
modernos tratamientos del hospital de Texas y no en una calabaza con agua
y unas hojas secas obtenidas de un anciano desnudo en el medio del
Amazonas, pero en ese viaje había aprendido a abrir su mente a los
misterios. Existían poderes sobrenaturales y otras dimensiones de la
realidad, como este tepui poblado de criaturas de épocas prehistóricas.
Cierto, casi todo podía explicarse racionalmente, incluso las Bestias,
pero Alex prefirió no hacerlo y se entregó simplemente a la esperanza de
un milagro.
El consejo de los
dioses había aceptado las advertencias de los niños forasteros y del sabio
Walimaí. No saldrían a matar a los nahab, era una tarea inútil, puesto que
eran tan numerosos como las hormigas y siempre vendrían otros. Las Bestias
permanecerían en su montaña sagrada, donde estaban seguras, al menos por
el momento. Nadia y Alex se despidieron con pesar de las grandes perezas.
En el mejor de los casos, si todo salía bien, la entrada laberíntica al
tepui no sería descubierta y tampoco descenderían los helicópteros desde
el aire. Con suerte pasaría otro siglo antes que la curiosidad humana
alcanzara el último refugio de los tiempos prehistóricos. De no ser así,
al menos esperaban que la comunidad científica defendiera a esas
extraordinarias criaturas antes que la codicia de los aventureros las
destruyera. En todo caso, no volverían a ver a las Bestias.
Ascendieron las
gradas que conducían al laberinto cuando caía la noche, alumbrado por la
antorcha de resina de Walimaí. Recorrieron sin vacilar el intrincado
sistema de túneles, que el chamán conocía a la perfección. En ningún
momento dieron con un callejón sin salida, nunca debieron retroceder o
desandar el camino, porque el brujo llevaba el mapa grabado en la mente.
Alex renunció a la idea de memorizar las vueltas, porque aunque hubiera
podido recordarlas o incluso dibujarlas en un papel, de todos modos
carecía de puntos de referencia y sería imposible ubicarse.
Llegaron a la
maravillosa caverna donde vieron al primer dragón y se extasiaron una vez
más ante los colores de las piedras preciosas, los cristales y los metales
que relucían en su interior. Era una verdadera cueva de Alí Babá, con
todos los fabulosos tesoros que la mente más ambiciosa podía imaginar.
Alex se acordó de la piedra verde que se había echado al bolsillo y la
sacó para compararla. En el resplandor pálido de la caverna la piedra ya
no era verde, sino amarillenta y entonces comprendió que el color de esas
gemas era producto de la luz y posiblemente tenían tan poco valor como la
mica de El Dorado. Había hecho bien al rechazar la tentación de llenar su
calabaza con ellas, en vez de hacerlo con el agua de la salud. Guardó la
falsa esmeralda como recuerdo: se la llevaría de regalo a su madre.
El dragón alado
estaba en su rincón, tal como lo vieran la primera vez, pero con otro más
pequeño y de colores rojizos, tal vez su compañera. No se movieron ante la
presencia de los tres seres humanos, tampoco cuando la esposa espíritu de
Walimaí voló a saludarlos, revoloteando en torno a ellos como un hada sin
alas.
En esta ocasión,
tal como le había ocurrido en su peregrinaje al fondo de la tierra, a Alex
le pareció que el regreso era más corto y fácil, porque conocía el camino
y no esperaba sorpresas. No las hubo y después de recorrer el último
pasaje se encontraron en la cueva a pocos metros de la salida. Allí
Walimaí les indicó que se sentaran, abrió una de sus misteriosas bolsitas
y sacó unas hojas que parecían de tabaco. Les explicó brevemente que
debían ser «limpiados» para borrar el recuerdo de lo que habían visto.
Alex no quería olvidar a las Bestias ni su viaje al fondo de la tierra,
tampoco Nadia deseaba renunciar a lo aprendido, pero Walimaí les aseguró
que recordarían todo eso, sólo borraría de sus mentes el camino, para que
no pudieran volver a la montaña sagrada.
El hechicero
enrolló las hojas, pegándolas con saliva, las encendió como un cigarro y
procedió a fumarlo. Inhalaba y luego soplaba el humo con fuerza en la boca
de los chicos, primero de Alex y luego de Nadia. No era un tratamiento
agradable, el humo, fétido, caliente y picante, se iba derecho a la frente
y el efecto era como aspirar pimienta. Sintieron un pinchazo agudo en la
cabeza, deseos incontrolables de estornudar y pronto estaban mareados.
Volvió a la mente de Alex su primera experiencia con tabaco, cuando su
abuela Kate se encerró con él a fumar en el coche hasta que lo dejó
enfermo. Esta vez los síntomas eran parecidos y además todo giraba a su
alrededor.
Entonces Walimaí
apagó la antorcha. La cueva no recibía el débil rayo de luz que la
alumbraba días antes, cuando entraron y la oscuridad era total. Los
jóvenes se tomaron de la mano, mientras Borobá gemía asustado, sin
soltarse de la cintura de su ama. Los dos jóvenes, sumergidos en las
tinieblas, percibieron monstruos acechando y oyeron espeluznantes
alaridos, pero no tuvieron miedo. Con la escasa lucidez que les quedaba,
dedujeron que esas visiones terroríficas eran efecto del humo inhalado y
que, en todo caso, mientras el brujo amigo estuviera con ellos, se
encontraban a salvo... Se acomodaron en el suelo abrazados y a los pocos
minutos habían perdido la conciencia.
No pudieron
calcular cuánto rato estuvieron dormidos. Despertaron poco a poco y pronto
sintieron la voz de Walimaí nombrándolos y sus manos tanteando para
encontrarlos. La cueva ya no estaba totalmente oscura, una suave penumbra
permitía vislumbrar sus contornos. El chamán les señaló el estrecho pasaje
por donde debían salir al exterior y ellos, todavía algo mareados, lo
siguieron. Salieron al bosque de helechos. Ya había amanecido en el Ojo
del Mundo.
CAPITULO 17 - El pájaro caníbal
Al día siguiente los
viajeros emprendieron la marcha de vuelta a Tapirawa—teri. Al aproximarse
vieron el brillo de los helicópteros entre los árboles y supieron que la
civilización de los nahab había finalmente alcanzado a la aldea. Walimaí
decidió quedarse en el bosque; toda su vida se había mantenido alejado de
los forasteros y no era ése el momento de cambiar sus hábitos. El chamán,
como toda la gente de la neblina, poseía el talento de volverse casi
invisible y durante años había rondado a los nahab, acercándose a sus
campamentos y pueblos para observarlos, sin que nadie sospechara su
existencia. Sólo lo conocían Nadia Santos y el padre Valdomero, su amigo
desde los tiempos en que el sacerdote vivió con los indios. El brujo había
encontrado a la «niña color de miel» en varias de sus visiones y estaba
convencido de que era una enviada de los espíritus. La consideraba de su
familia, por eso le dio permiso para llamarlo por su nombre cuando estaban
solos, le contó los mitos y leyendas de los indios, le regaló su talismán
y la condujo a la ciudad sagrada de los dioses.
Alex tuvo un
sobresalto de alegría al ver de lejos a los helicópteros: no estaba
perdido para siempre en el planeta de las Bestias, podría regresar al
mundo conocido. Supuso que los helicópteros habían recorrido el Ojo del
Mundo durante varios días buscándolos. Su abuela debió haber armado un lío
monumental cuando él desapareció, obligando al capitán Ariosto a peinar la
inmensa región desde el aire. Posiblemente vieron el humo de la pira
funeraria de Mokarita y así descubrieron la aldea.
Walimaí explicó a
los muchachos que esperaría oculto entre los árboles para ver qué pasaba
en la aldea. Alex quiso darle un recuerdo, a cambio del remedio milagroso
para devolver la salud a su madre, y le entregó su navaja del ejército
suizo. El indio tomó ese objeto metálico pintado de rojo, sintió su peso y
su extraña forma, sin imaginar para qué servía. Alex abrió uno a uno los
cuchillos, las pinzas, las tijeras, el sacacorchos, el destornillador,
hasta que el objeto se transformó en un reluciente erizo. Le enseñó al
chamán el uso de cada parte y cómo abrirlas y cerrarlas.
Walimaí agradeció
el obsequio, pero había vivido más de un siglo sin conocer los metales y,
francamente, se sentía un poco viejo para aprender los trucos de los nahab;
pero no quiso ser descortés y se colgó la navaja suiza al cuello, junto a
sus collares de dientes y sus otros amuletos. Luego recordó a Nadia el
grito de la lechuza, que les servia para llamarse, así estarían en
contacto. La muchacha le entregó la cesta con los tres huevos de cristal,
porque supuso que estarían más seguros en manos del anciano. No quería
aparecer con ellos ante los forasteros, pertenecían a la gente de la
neblina. Se despidieron y en menos de un segundo Walimaí se esfumó en la
naturaleza, como una ilusión.
Nadia y Alex se
acercaron cautelosamente al sitio donde habían aterrizado los «pájaros de
ruido y viento», como los llamaban los indios. Se ocultaron entre los
árboles, donde podían observar sin ser vistos, aunque estaban demasiado
lejos para oír con claridad. En medio de Tapirawa—teri estaban los pájaros
de ruido y viento, además había tres carpas, un gran toldo y hasta una
cocina a petróleo. Habían tendido un alambre del cual colgaban regalos
para atraer a los indios: cuchillos, ollas, hachas y otros artículos de
acero y aluminio, que refulgían al sol. Vieron varios soldados armados en
actitud de alerta, pero ni rastro de los indios. La gente de la neblina
había desaparecido, tal como hacia siempre ante el peligro. Esa estrategia
había servido mucho a la tribu, en cambio otros indios que se enfrentaron
con los nahab fueron exterminados o asimilados. Los que fueron
incorporados a la civilización estaban convertidos en mendigos, habían
perdido su dignidad de guerreros y sus tierras, vivían como ratones. Por
eso el jefe Mokarita nunca permitió que su pueblo se acercara a los nahab
ni tomara sus regalos, sostenía que, a cambio de un machete o un sombrero,
la tribu olvidaba para siempre sus orígenes, su lengua y sus dioses.
Los dos jóvenes se
preguntaron qué pretendían esos soldados. Si eran parte del plan para
eliminar a los indios del Ojo del Mundo, era mejor no acercarse.
Recordaban cada palabra de la conversación que habían escuchado en Santa
María de la Lluvia entre el capitán Ariosto y Mauro Carías y comprendieron
que sus vidas estaban en peligro si osaban intervenir. Empezó a llover,
como ocurría dos o tres veces al día, unos chaparrones imprevistos, breves
y violentos, que empapaban todo por un rato y cesaban de pronto, dejando
el mundo fresco y limpio. Los dos amigos llevaban casi una hora observando
el campamento desde su refugio entre los árboles, cuando vieron llegar a
la aldea una partida de tres personas, que evidentemente habían salido a
explorar los alrededores y ahora volvían corriendo, mojados hasta los
huesos. A pesar de la distancia, las reconocieron al punto: eran Kate Coid,
César Santos y el fotógrafo Timothy Bruce. Nadia y Alex no pudieron evitar
una exclamación de alivio: eso significaba que el profesor Leblanc y la
doctora Omayra Torres también andaban cerca. Con la presencia de ellos en
la aldea, el capitán Ariosto y Mauro Carías no podrían recurrir a las
balas para quitar a los indios —o a ellos— del medio.
Los jóvenes dejaron
su escondite y se aproximaron con cautela a Tapariwa—teri, pero al poco de
andar fueron vistos por los centinelas y de inmediato se vieron rodeados.
El grito de alegría de Kate Coid cuando vio a su nieto fue sólo comparable
al que dio César Santos al ver a su hija. Los dos corrieron al encuentro
de los chicos, que venían cubiertos de arañazos y magulladuras, inmundos,
con la ropa en harapos y extenuados. Además Alexander se veía diferente
con un corte de pelo de indio, que dejaba expuesta la coronilla, donde
tenía una larga cortadura cubierta por una costra seca. Santos levantó a
Nadia en sus fornidos brazos y la estrechó con tanta fuerza, que estuvo a
punto de romperle las costillas a Borobá, que también cayó en el abrazo.
Kate Coid, en cambio, logró controlar la oleada de afecto y alivio que
sentía; apenas tuvo a su nieto al alcance de la mano le plantó una
bofetada en la cara.
—Esto es por el
susto que nos has hecho pasar, Alexander. La próxima vez que desaparezcas
de mi vista, te mato —dijo la abuela. Por toda respuesta Alex la abrazó.
Llegaron de
inmediato los demás: Mauro Carías, el capitán Ariosto, la doctora Omayra
Torres y el inefable profesor Leblanc, quien estaba picado de abejas por
todas partes. El indio Karakawe, huraño como siempre, no dio muestras de
sorpresa al ver a los muchachos.
—¿Cómo llegaron
ustedes hasta aquí? El acceso a este sitio es imposible sin un helicóptero
—preguntó el capitán Ariosto.
Alex contó
brevemente su aventura con la gente de la neblina, sin dar detalles ni
explicar por dónde habían subido. Tampoco mencionó su viaje con Nadia al
tepui sagrado. Supuso que no traicionaba un secreto, puesto que los nahab
ya sabían de la existencia de la tribu. Había señas evidentes de que la
aldea había sido desocupada por los indios apenas unas horas antes: la
mandioca estilaba en los canastos, las brasas aún estaban tibias en los
pequeños fogones, la carne de la última cacería se llenaba de moscas en la
choza de los solteros, algunas mascotas domésticas todavía rondaban. Los
soldados habían matado a machetazos a las apacibles boas y sus cuerpos
mutilados se pudrían al sol.
—¿Dónde están los
indios? —preguntó Mauro Carías.
—Se han ido lejos
—replicó Nadia.
—No creo que anden
muy lejos con las mujeres, los niños y los abuelos. No pueden desaparecer
sin dejar rastro.
—Son invisibles.
—¡Hablemos en
serio, niña! —exclamó él.
—Yo siempre hablo
en serio.
—¿Vas a decirme que
esa gente también vuela como las brujas?
—No vuelan, pero
corren rápido —aclaró ella.
—¿Tú puedes hablar
la lengua de esos indios, bonita?
—Mi nombre es Nadia
Santos.
—Bueno, Nadia
Santos, ¿puedes hablar con ellos o no? —insistió Carías, impaciente.
—Si.
La doctora Omayra
Torres intervino para explicar la necesidad imperiosa de vacunar a la
tribu. La aldea había sido descubierta, era Inevitable que dentro de un
plazo muy breve hubiera contacto con los forasteros.
—Como sabes, Nadia,
sin quererlo podemos contagiarles enfermedades mortales para ellos. Hay
tribus completas que han perecido en cuestión de dos o tres meses por
culpa de un resfrío. Lo más grave es el sarampión. Tengo las vacunas,
puedo inmunizar a estos pobres indios. Así estarán protegidos. ¿Puedes
ayudarme? —suplicó la bella mujer.
—Trataré —prometió
la muchacha.
—¿Cómo puedes
comunicarte con la tribu?
—No sé todavía,
tengo que pensarlo. Alexander Coid trasladó el agua de la salud a una
botella con una tapa hermética y la puso cuidadosamente en su bolso. Su
abuela lo vio y quiso saber qué hacía.
—Es el agua para
curar a mi mamá —dijo él—. Encontré la fuente de la eterna juventud, la
que otros buscaron durante siglos, Kate. Mi mamá se pondrá bien.
Por primera vez
desde que el muchacho podía recordar, su abuela tomó la iniciativa de
hacerle un cariño. Sintió sus brazos delgados y musculosos envolviéndolo,
su olor a tabaco de pipa, sus pelos gruesos cortados a tijeretazos, su
piel seca y áspera como cuero de zapato; oyó su voz ronca nombrándolo y
sospechó que tal vez su abuela lo quería un poco, después de todo. Apenas
Kate Coid se dio cuenta de lo que hacía, se separó con brusquedad,
empujándolo hacia la mesa, donde lo aguardaba Nadia. Los dos chicos,
hambrientos y fatigados, atacaron los frijoles, el arroz, el pan de
mandioca y unos pescados medio carbonizados y erizados de espinas. Alex
devoró con un apetito feroz, ante los ojos sorprendidos de Kate Coid,
quien sabía cuán fastidioso era su nieto para la comida.
Después de comer
los amigos se bañaron largamente en el río. Se sabían rodeados por los
indios invisibles, que seguían desde la espesura cada movimiento de los
nahab. Mientras ellos chapoteaban en el agua, sentían sus ojos encima
igual que si los tocaran con las manos. Concluyeron que no se acercaban
por la presencia de los desconocidos y los helicópteros, que habían
vislumbrado en el cielo, pero jamás habían visto de cerca. Trataron de
alejarse un poco, pensando que si estaban solos la gente de la neblina se
mostraría, pero había mucho movimiento en la aldea y les fue imposible
retirarse al bosque sin llamar la atención. Por suerte los soldados no se
atrevían a apartarse ni un paso del campamento, porque las historias sobre
la Bestia y la forma en que destripó a uno de sus compañeros los tenían
aterrorizados. Nadie había explorado antes el Ojo del Mundo y habían oído
de los espíritus y demonios que rondaban esa región. Temían menos a los
indios, porque contaban con sus armas de fuego y ellos mismos tenían
sangre indígena en las venas.
Al anochecer todos menos los centinelas de turno se sentaron en grupos en
torno a una fogata a fumar y beber. El ambiente era lúgubre y alguien
solicitó un poco de música para levantar los ánimos. Alex debió admitir
que había perdido la célebre flauta de Joseph Coid, pero no podía decir
dónde sin mencionar su aventura en el interior del tepui. Su abuela le
lanzó una mirada asesina, pero nada dijo, adivinando que su nieto le
ocultaba muchas cosas. Un soldado sacó una armónica y tocó un par de
melodías populares, pero sus buenos propósitos cayeron en el vacío. El
miedo se había apoderado de todos.
Kate Coid se llevó
aparte a los chicos para contarles lo ocurrido en su ausencia, desde que
se los llevaron los indios. Cuando se dieron cuenta que se habían
evaporado, iniciaron al punto la búsqueda y, provistos de linternas,
salieron por el bosque llamándolos durante casi toda la noche. Leblanc
contribuyó a la angustia general con otro de sus atinados pronósticos:
habían sido arrastrados por los indios y en ese momento seguro se los
estaban comiendo asados al palo. El profesor aprovechó para ilustrarlos
sobre la forma en que los indios caribes cortaban pedazos de los
prisioneros vivos para devorarlos. Cierto, admitió, no estaban entre
caribes, quienes habían sido civilizados o exterminados hacía más de cien
años, pero nunca se sabe cuán lejos llegan las influencias culturales.
César Santos había estado a punto de arremeter a puñetazos contra el
antropólogo.
Por la tarde del
día siguiente apareció finalmente un helicóptero a rescatarlos. El bote
con el infortunado Joel González había llegado sin novedad a Santa María
de la Lluvia, donde las monjas del hospital se encargaron de atenderlo.
Matuwe, el guía indio, consiguió ayuda y él mismo acompañó al helicóptero,
donde viajaba el capitán Ariosto. Su sentido de orientación era tan
extraordinario, que sin haber volado nunca pudo ubicarse en la
interminable extensión verde de la selva y señalar con exactitud el sitio
donde aguardaba la expedición del International Geographic. Apenas
descendieron, Kate Coid obligó al militar a pedir por radio más refuerzos
para organizar la búsqueda sistemática de los chicos desaparecidos.
César Santos
interrumpió a la escritora para agregar que ella había amenazado al
capitán Ariosto con la prensa, la embajada americana y hasta la CIA si no
cooperaba; así obtuvo el segundo helicóptero, donde llegaron más soldados
y también Mauro Carías. No pensaba salir de allí sin su nieto, había
asegurado, aunque tuviera que recorrer todo el Amazonas a pie.
—¿Cierto que
dijiste eso, Kate? —preguntó Alex, divertido.
—No por ti,
Alexander. Por una cuestión de principio —gruñó ella.
Esa noche Nadia Santos, Kate Coid y Omayra Torres ocuparon una tienda,
Ludovic Leblanc y Timothy Bruce otra, Mauro Carías la suya, y el resto de
los hombres se acomodaron en hamacas entre los árboles. Pusieron guardias
en los cuatro costados del campamento y mantuvieron luces de petróleo
encendidas. Aunque nadie lo mencionó en voz alta, supusieron que así
mantendrían alejada a la Bestia. Las luces los convertían en blanco fácil
para los indios, pero hasta entonces nunca las tribus atacaban en la
oscuridad, porque temían a los demonios nocturnos que escapan de las
pesadillas humanas.
Nadia, quien tenía
el sueño liviano, durmió unas horas y despertó pasada la medianoche con
los ronquidos de Kate Coid. Después de comprobar que la doctora tampoco se
movía, ordenó a Borobá que permaneciera en su sitio y se deslizó
silenciosa fuera de la tienda. Había observado con suma atención a la
gente de la neblina, decidida a imitar su facultad de pasar inadvertida,
así descubrió que no consistía sólo en camuflar el cuerpo, sino también en
una firme voluntad de volverse inmaterial y desaparecer. Requería
concentración para alcanzar el estado mental de invisibilidad, en el cual
era posible colocarse a un metro de otra persona sin ser visto. Sabía
cuándo había alcanzado ese estado porque sentía su cuerpo muy ligero,
luego parecía disolverse, borrarse del todo. Necesitaba mantener su
propósito sin distraerse, sin permitir que los nervios la traicionaran,
único modo de permanecer oculta ante los demás. Al salir de su carpa debió
deslizarse a corta distancia de los guardias que rondaban el campamento,
pero lo hizo sin ningún temor, protegida por ese extraordinario campo
mental que había creado a su alrededor.
Apenas se sintió
segura en el bosque, vagamente iluminado por la luna, imitó el canto de la
lechuza dos veces y esperó. Un rato después percibió a su lado la
silenciosa presencia de Walimaí. Pidió al brujo que hablara con la gente
de la neblina para convencerla de acercarse al campamento y vacunarse. No
podrían ocultarse indefinidamente en las sombras de los árboles, dijo, y
si intentaban construir una nueva aldea, serían descubiertos por los
«pájaros de ruido y viento». Le prometió que ella mantendría a raya al
Rahakanariwa y que jaguar negociaría con los nahab. Le contó que su amigo
tenía una abuela poderosa, pero no trató de explicarle el valor de
escribir y publicar en la prensa, supuso que el chamán no entendería a qué
se refería, porque desconocía la escritura y nunca había visto una página
impresa. Se limitó a decir que esa abuela tenía mucha magia en el mundo de
los nahab, aunque su magia de poco servía en el Ojo del Mundo.
Por su parte,
Alexander Coid se acostó en una hamaca al aire libre, un poco separado de
los demás. Tenía la esperanza de que durante la noche los indios se
comunicaran con él, pero cayó dormido como una piedra. Soñó con el jaguar
negro. El encuentro con su animal totémico fue tan claro y preciso, que al
día siguiente no estaba seguro de si lo había soñado o si sucedió en
realidad. En el sueño se levantaba de su hamaca y se alejaba
cautelosamente del campamento, sin ser visto por los centinelas. Al entrar
al bosque, fuera del alcance de la luz de la hoguera y las lámparas de
petróleo, veía al felino negro echado sobre la gruesa rama de un inmenso
castaño, su cola moviéndose en el aire, sus ojos brillando en la noche
como deslumbrantes topacios, tal como apareció en su visión, cuando bebió
la poción mágica de Walimaí. Con sus dientes y garras podía destripar a un
caimán, con sus poderosos músculos corría como el viento, con su fuerza y
valor podía enfrentar a cualquier enemigo. Era un animal magnífico, rey de
las fieras, hijo del Sol Padre, príncipe de la mitología de América. En el
sueño el muchacho se detenía a pocos pasos del jaguar y, tal como en su
primer encuentro en el patio de Mauro Carías, escuchaba la voz cavernosa
saludándolo por su nombre: Alexander... Alexander... La voz sonaba en su
cerebro como un gigantesco gong de bronce, repitiendo una y otra vez su
nombre. ¿Qué significaba el sueño? ¿Cuál era el mensaje que el jaguar
negro deseaba transmitirle?
Despertó cuando ya
todo el mundo en el campamento estaba en pie. El vívido sueño de la noche
anterior lo angustiaba, estaba seguro de que contenía un mensaje, pero no
podía descifrarlo. La única palabra que el jaguar había dicho en sus
apariciones era su nombre, Alexander. Nada más. Su abuela se acercó con un
tazón de café con leche condensada, algo que antes él no hubiera probado,
pero ahora le parecía un desayuno delicioso. En un impulso, le contó su
sueño.
—Defensor de
hombres —dijo su abuela.
—¿Qué?
—Eso significa tu
nombre. Alexander es un nombre griego y quiere decir defensor.
—¿Por qué me
pusieron ese nombre, Kate?
—Por mí. Tus padres
querían ponerte Joseph, como tu abuelo, pero yo insistí en llamarte
Alexander, como Alejandro Magno, el gran guerrero de la antigüedad.
Tiramos una moneda al aire y yo gané. Por eso te llamas como te llamas
—explicó Kate.
—¿Cómo se te
ocurrió que yo debía tener ese nombre?
—Hay muchas
víctimas y causas nobles que defender en este mundo, Alexander. Un buen
nombre de guerrero ayuda a pelear por la justicia.
—Te vas a llevar un
chasco conmigo, Kate. No soy un héroe.
—Veremos —replicó
ella, pasándole el tazón. La sensación de ser observados por cientos de
ojos tenía a todos nerviosos en el campamento. En años recientes varios
empleados del Gobierno, enviados para ayudar a los indios, habían sido
asesinados por las mismas tribus que pretendían proteger. A veces el
primer contacto era cordial, intercambiaban regalos y comida, pero de
súbito los indios empuñaban sus armas y atacaban por sorpresa. Los indios
eran impredecibles y violentos, dijo el capitán Ariosto, quien estaba
totalmente de acuerdo con las teorías de Leblanc, por lo mismo no se podía
bajar la guardia, debían permanecer siempre alertas. Nadia intervino para
decir que la gente de la neblina era diferente, pero nadie le hizo caso.
La doctora Omayra
Torres explicó que durante los últimos diez años su trabajo de médico
había sido principalmente entre tribus pacificadas; nada sabía de esos
indios que Nadia llamaba gente de la neblina. En todo caso, esperaba tener
más suerte que en el pasado y alcanzar a vacunarlos antes que se
contagiaran. Admitió que en varias ocasiones anteriores sus vacunas
llegaron demasiado tarde. Los inyectaba y de todos modos se enfermaban a
los pocos días y morían por centenares.
Para entonces
Ludovic Leblanc había perdido por completo la paciencia. Su misión había
sido inútil, tendría que volver con las manos vacías, sin noticias de la
famosa Bestia del Amazonas. ¿Qué les diría a los editores del
International Geographic? Que un soldado había muerto destrozado en
misteriosas circunstancias, que habían sido expuestos a un olor bastante
desagradable y él se había dado un involuntario revolcón en el excremento
de un animal desconocido. Francamente no eran pruebas muy convincentes de
la existencia de la Bestia. Tampoco tenía nada que agregar sobre los
indios de la región, porque ni siquiera los había vislumbrado. Había
perdido su tiempo miserablemente. No veía las horas de regresar a su
universidad, donde lo trataban como héroe y estaba a salvo de picaduras de
abejas y otras incomodidades. Su relación con el grupo dejaba mucho que
desear y con Karakawe era un desastre. El indio contratado como su
asistente personal dejó de abanicarlo con la hoja de banano apenas
salieron de Santa María de la Lluvia y, en vez de servirlo, se dedicó a
hacerle la vida más difícil. Leblanc lo acusó de poner un escorpión vivo
en su bolso y un gusano muerto en su café, también de haberlo llevado de
mala fe al sitio donde lo picaron las abejas. Los otros miembros de la
expedición toleraban al profesor porque era muy pintoresco y podían
burlarse en sus narices sin que se diera por aludido. Leblanc se tomaba
tan en serio, que no podía imaginar que otros no lo hicieran.
Mauro Carías envió
partidas de soldados a explorar en varias direcciones. Los hombres
partieron de mala gana y regresaron muy pronto, sin noticias de la tribu.
También sobrevolaron la zona con helicópteros, a pesar de que Kate Coid
les hizo ver que el ruido espantaría a los indios. La escritora aconsejó
esperar con paciencia: tarde o temprano llegarían de vuelta a su aldea.
Como Leblanc, ella estaba más interesada en la Bestia que en los
indígenas, porque debía escribir su artículo.
—¿Sabes algo de la
Bestia, que no me has dicho, Alexander? —preguntó a su nieto.
—Puede ser y puede
no ser... —replicó el muchacho, sin atreverse a mirarla a la cara.
—¿Qué clase de
respuesta es ésa?
A eso del mediodía
el campamento se alertó: una figura había salido del bosque y se acercaba
tímidamente. Mauro Cañas le hizo señas amistosas llamándola, después de
ordenar a los soldados que retrocedieran, para no asustarla. El fotógrafo
Timothy Bruce le pasó su cámara a Kate Coid y él tomó una filmadora: el
primer contacto con una tribu era una ocasión única. Nadia y Alex
reconocieron al punto al visitante, era Iyomi, jefe de los jefes de
Tapirawa—teri. Venía sola, desnuda, increíblemente anciana, toda arrugada
y sin dientes, apoyada en un palo torcido que le servía de bastón y con el
sombrero redondo de plumas amarillas metido hasta las orejas. Paso a paso
se aproximó, ante el estupor de los nahab. Mauro Carías llamó a Karakawe y
Matuwe para preguntarles si conocían la tribu a la cual pertenecía esa
mujer, pero ninguno lo sabía. Nadia salió adelante.
—Yo puedo hablar
con ella —dijo.
—Dile que no le
haremos daño, somos amigos de su pueblo, que vengan a vernos sin sus
armas, porque tenemos muchos regalos para ella y los demás —dijo Mauro
Carías.
Nadia tradujo
libremente, sin mencionar la parte sobre las armas, que no le pareció muy
buena idea, considerando la cantidad de armas de los soldados.
—No queremos
regalos de los nahab, queremos que se vayan del Ojo del Mundo —replicó
Iyomi con firmeza.
—Es inútil, no se
irán —explicó Nadia a la anciana.
—Entonces mis
guerreros los matarán.
—Vendrán más,
muchos más, y morirán todos tus guerreros.
—Mis guerreros son
fuertes, estos nahab no tienen arcos ni flechas, son pesados, torpes y de
cabeza blanda, además se asustan como los niños.
—La guerra no es la
solución, jefe de los jefes. Debemos negociar —suplicó Nadia.
—¿Qué diablos dice
esta vieja? —preguntó Carías impaciente porque hacía un buen rato que la
chica no traducía.
—Dice que su pueblo
no ha comido en varios días y tiene mucha hambre —inventó Nadia al vuelo.
—Dile que les
daremos toda la comida que quieran.
—Tienen miedo de
las armas —agregó ella, aunque en realidad los indios no habían visto
nunca una pistola o un fusil y no sospechaban su mortífero poder.
Mauro Carías dio
una orden a los hombres para que depusieran las armas como signo de buena
voluntad, pero Leblanc, espantado, intervino para recordarles que los
indios solían atacar a traición. En vista de eso, soltaron las
metralletas, pero mantuvieron las pistolas al cinto. Iyomi recibió una
escudilla de carne con maíz de manos de la doctora Omayra Torres y se
alejó por donde había llegado. El capitán Ariosto pretendió seguirla, pero
en menos de un minuto se había hecho humo en la vegetación. Aguardaron el
resto del día oteando la espesura sin ver a nadie, mientras soportaban las
advertencias de Leblanc, quien esperaba un contingente de caníbales
dispuestos a caerles encima. El profesor, armado hasta los dientes y
rodeado de soldados, había quedado tembloroso después de la visita de una
bisabuela desnuda con un sombrero de plumas amarillas. Las horas
transcurrieron sin incidentes, salvo por un momento de tensión que se
produjo cuando la doctora Omayra Torres sorprendió a Karakawe metiendo las
manos en sus cajas de vacunas. No era la primera vez que sucedía. Mauro
Carías intervino para advertir al indio que si volvía a verlo cerca de los
medicamentos, el capitán Ariosto lo pondría preso de inmediato.
Por la tarde,
cuando ya sospechaban que la anciana no regresaría, se materializó frente
al campamento la tribu completa de la gente de la neblina. Primero vieron
a las mujeres y a los niños, impalpables, tenues y misteriosos. Tardaron
unos segundos en percibir a los hombres, que en realidad habían llegado
antes y se habían colocado en un semicírculo. Surgieron de la nada, mudos
y soberbios, encabezados por Tahama, pintados para la guerra con el rojo
del onoto, el negro del carbón, el blanco de la cal y el verde de las
plantas, decorados con plumas, dientes, garras y semillas, con todas sus
armas en las manos. Estaban en medio del campamento, pero se mimetizaban
tan bien con el entorno que era necesario ajustar los ojos para verlos con
nitidez. Eran livianos, etéreos, parecían apenas dibujados en el paisaje,
pero no había duda de que también eran fieros.
Por largos minutos
los dos bandos se observaron mutuamente en silencio, a un lado los indios
transparentes y al otro los desconcertados forasteros. Por fin Mauro Cañas
despertó del trance y se puso en acción, dando instrucciones a los
soldados de que sirvieran comida y repartieran regalos. Con pesar, Alex y
Nadia vieron a las mujeres y los niños recibir las chucherías con que
pretendían atraerlos. Sabían que así, con esos inocentes regalos,
comenzaba el fin de las tribus. Tahama y sus guerreros se mantuvieron de
pie, alertas, sin soltar las armas. Lo más peligroso eran sus gruesos
garrotes, con los cuales podían arremeter en un segundo; en cambio apuntar
una flecha demoraba más, dando tiempo a los soldados de disparar.
—Explícales lo de
las vacunas, bonita —le ordenó Mauro Cañas a la chica.
—Nadia, me llamo
Nadia Santos —repitió ella.
—Es por el bien de
ellos, Nadia, para protegerlos —añadió la doctora Omayra Torres—. Tendrán
miedo de las agujas, pero en realidad duele menos que una picada de
mosquito. Tal vez los hombres quieran ser los primeros, para dar el
ejemplo a las mujeres y a los niños...
—¿Por qué no da el
ejemplo usted? —preguntó Nadia a Mauro Carías.
La perfecta
sonrisa, siempre presente en el rostro bronceado del empresario, se borró
ante el desafío de la chica y una expresión de absoluto terror cruzó
brevemente por sus ojos. Alex, quien observaba la escena, pensó que era
una reacción exagerada. Sabía de gente que teme las inyecciones, pero la
cara de Carías era como si hubiera visto a Drácula.
Nadia tradujo y
después de largas discusiones, en las que el nombre del Rahakanariwa
surgió muchas veces, Iyomi aceptó pensarlo y consultar con la tribu. En
eso estaban en medio de las conversaciones sobre las vacunas, cuando de
pronto Iyomi murmuró una orden imperceptible para los forasteros y de
inmediato la gente de la neblina se esfumó tan deprisa como había
aparecido. Se retiraron al bosque como sombras, sin que se oyera ni un
solo paso, ni una sola palabra, ni un solo llanto de bebé. El resto de la
noche los soldados de Ariosto montaron guardia, esperando un ataque en
cualquier momento. Nadia desperto a medianoche al sentir que la doctora
Omayra Torres dejaba la tienda. Supuso que iría a hacer sus necesidades
entre los arbustos, pero tuvo una corazonada y decidió seguirla. Kate Coid
roncaba con el sueño profundo que la caracterizaba y no se enteró de los
trajines de sus compañeras. Silenciosa como un gato, haciendo uso del
talento recién aprendido para ser invisible, avanzó. Escondida tras unos
helechos vio la silueta de la doctora en la tenue luz de la luna. Un
minuto más tarde se aproximó una segunda figura y, ante la sorpresa de
Nadia, tomó a la doctora por la cintura y la besó.
—Tengo miedo —dijo
ella.
—No temas, mi amor.
Todo saldrá bien. En un par de días habremos terminado aquí y podremos
regresar a la civilización. Ya sabes que te necesito...
—¿En verdad me
quieres?
—Claro que si. Te
adoro, te haré muy feliz, tendrás todo lo que desees.
Nadia regresó
furtiva a la tienda, se acostó en su esterilla y se hizo la dormida.
El hombre que
estaba con la doctora Omayra Torres era Mauro Carías. Por la mañana la
gente de la neblina regresó. Las mujeres traían cestas con fruta y un gran
tapir muerto para devolver los regalos recibidos el día anterior. La
actitud de los guerreros parecía más relajada y aunque no soltaban sus
garrotes, demostraron la misma curiosidad de las mujeres y los niños.
Miraban de lejos y sin acercarse a los extraordinarios pájaros de ruido y
viento, tocaban la ropa y las armas de los nahab, hurgaban en sus
pertenencias, se metían a las tiendas, posaban para las cámaras, se
colgaban los collares de plástico y probaban los machetes y cuchillos,
maravillados.
La doctora Omayra
Torres consideró que el clima era adecuado para iniciar su trabajo. Pidió
a Nadia que explicara una vez más a los indios la imperiosa necesidad de
protegerlos contra las epidemias, pero éstos no estaban convencidos. La
única razón por la cual el capitán Ariosto no los obligó a punta de balas
fue la presencia de Kate Coid y Timothy Bruce; no podía recurrir a la
fuerza bruta delante de la prensa, debía guardar las apariencias. No tuvo
más remedio que esperar con paciencia las eternas discusiones entre Nadia
Santos y la tribu. La incongruencia de matarlos a tiros para impedir que
murieran de sarampión no cruzó por la mente del militar.
Nadia recordó a los
indios que ella había sido nombrada por Iyomi jefe para aplacar al
Rahakanariwa, quien solía castigar a los humanos con terribles epidemias,
así es que debían obedecerle. Se ofreció para ser la primera en someterse
al pinchazo de la vacuna, pero eso resultó ofensivo para Tahama y sus
guerreros. Ellos serían los primeros, dijeron, finalmente. Con un suspiro
de satisfacción ella tradujo la decisión de la gente de la neblina.
La doctora Omayra
Torres hizo colocar una mesa a la sombra y desplegó sus jeringas y sus
frascos, mientras Mauro Carías procuraba organizar a la tribu en una fila,
así se aseguraba que nadie quedara sin vacunarse.
Entretanto Nadia se
llevó aparte a Alex para contarle lo que había presenciado la noche
anterior. Ninguno de los dos supo interpretar aquella escena, pero se
sintieron vagamente traicionados. ¿Cómo era posible que la dulce Omayra
Torres mantuviera una relación con Mauro Carías, el hombre que llevaba su
corazón en un maletín? Dedujeron que sin duda Mauro Carías había seducido
a la buena doctora, ¿no decían que tenía mucho éxito con las mujeres?
Nadia y Alex no veían el menor atractivo en ese hombre, pero supusieron
que sus modales y su dinero podían engañar a otros. La noticia caería como
una bomba entre los admiradores de la doctora: César Santos, Timothy Bruce
y hasta el profesor Ludovic Leblanc.
—Esto no me gusta
nada —dijo Alex.
—¿Tú también estás
celoso? —se burló Nadia.
—¡No! —exclamó él,
indignado—. Pero siento algo aquí en el pecho, algo como un tremendo peso.
—Es por la visión
que compartimos en la ciudad de oro, ¿recuerdas? Cuando bebimos la poción
de los sueños colectivos de Walimaí todos soñamos lo mismo, incluso las
Bestias.
—Cierto. Ese sueño
se parecía a uno que tuve antes de comenzar este viaje: un buitre inmenso
raptaba a mi madre y se la llevaba volando. Entonces lo interpreté como la
enfermedad que amenaza su vida, pensé que el buitre representaba a la
muerte. En el tepui soñamos que el Rahakanariwa rompía la caja donde
estaba prisionero y que los indios estaban atados a los árboles, ¿te
acuerdas?
—Sí y los nahab llevaban máscaras. ¿Qué significan las máscaras, Jaguar?
—Secreto, mentira,
traición.
—¿Por qué crees que
Mauro Carías tiene tanto interés en vacunar a los indios?
La pregunta quedó
en el aire como una flecha detenida en pleno vuelo. Los dos muchachos se
miraron, horrorizados. En un instante de lucidez comprendieron la terrible
trampa en que habían caído todos: el Rahakanariwa era la epidemia. La
muerte que amenazaba a la tribu no era un pájaro mitológico, sino algo
mucho más concreto e inmediato. Corrieron al centro de la aldea, donde la
doctora Omayra Torres apuntaba la aguja de su jeringa al brazo de Tahama.
Sin pensarlo, Alex se lanzó como un bólido contra el guerrero, tirándolo
de espaldas al suelo. Tahama se puso de pie de un salto y levantó el
garrote para aplastar al muchacho como una cucaracha, pero un alarido de
Nadia detuvo el arma en el aire.
—¡No! ¡No! ¡Ahí
está el Rahakanariwa! —gritó la chica señalando los frascos de las
vacunas.
César Santos pensó
que su hija se había vuelto loca y trató de sujetarla, pero ella se
desprendió de sus brazos y corrió a reunirse con Alex, chillando y dando
manotazos contra Mauro Carías, que le salió al paso. A toda prisa
procuraba explicar a los indios que se había equivocado, que las vacunas
no los salvarían, al contrario, los matarían, porque el Rahakanariwa
estaba en la jeringa.
CAPITULO 18 - Manchas de sangre
La doctora Omayra
Torres no perdió la calma. Dijo que todo eso era una fantasía de los
niños, el calor los había trastornado, y ordenó al capitán Ariosto que se
los llevara. Enseguida se dispuso a continuar con su interrumpida tarea, a
pesar de que para entonces había cambiado por completo el ánimo de la
tribu. En ese momento, cuando el capitán Ariosto estaba listo para imponer
orden a tiros, mientras los soldados forcejeaban con Nadia y Alex, se
adelantó Karakawe, quien no había pronunciado más de media docena de
palabras en todo el viaje.
—¡Un momento!
—exclamó.
Ante el
desconcierto general, ese hombre que había dicho media docena de palabras
durante todo el viaje, anunció que era funcionario del Departamento de
Protección del Indígena y explicó detalladamente que su misión consistía
en averiguar por qué perecían en masa las tribus del Amazonas, sobre todo
aquellas que vivían cerca de los yacimientos de oro y diamantes.
Sospechaba desde hacia tiempo de Mauro Carías, el hombre que más se había
beneficiado explotando la región.
—¡Capitán Ariosto, requise
las vacunas! —ordenó Karakawe—. Las haré examinar en un laboratorio. Si
tengo razón, esos frascos no contienen vacunas, sino una dosis mortal del
virus del sarampión. Por toda respuesta el capitán Ariosto apuntó su arma
y disparó al pecho de Karakawe. El funcionario cayó muerto
instantáneamente. Mauro Carías dio un empujón a la doctora Omayra Torres,
sacó su arma y, en el instante en que César Santos corría a cubrir a la
mujer con su cuerpo, vació su pistola en los frascos alineados sobre la
mesa, haciéndolos añicos. El líquido se desparramó en la tierra.
Los acontecimientos
se precipitaron con tal violencia, que después nadie pudo narrarlos con
precisión, cada uno tenía una versión diferente. La filmadora de Timothy
Bruce registró parte de los hechos y el resto quedó en la cámara que
sostenía Kate Coid.
Al ver los frascos
destrozados, los indios creyeron que el Rahakanariwa había escapado de su
prisión y volvería a su forma de pájaro caníbal para devorarlos. Antes que
nadie pudiera impedirlo, Tahama lanzó un alarido escalofriante y descargó
un garrotazo formidable sobre la cabeza de Mauro Carías, quien se desplomó
como un saco en el suelo. El capitán Ariosto volvió su arma contra Tahama,
pero Alex se estrelló contra sus piernas y el mono de Nadia, Borobá, le
saltó a la cara. Las balas del capitán se perdieron en el aire, dando
tiempo a Tahama de retroceder, protegido por sus guerreros, que ya habían
empuñado los arcos.
En los escasos
segundos que tardaron los soldados en organizarse y desenfundar sus
pistolas, la tribu se dispersó. Las mujeres y los niños escaparon como
ardillas, desapareciendo en la vegetación, y los hombres alcanzaron a
lanzar varias flechas antes de huir también. Los soldados disparaban a
ciegas, mientras Alex todavía luchaba con Ariosto en el suelo, ayudado por
Nadia y Borobá. El capitán le dio un golpe en la mandíbula con la culata
de la pistola y lo dejó medio aturdido, luego se sacudió a Nadia y al mono
a bofetadas. Kate Coid corrió a socorrer a su nieto, arrastrándolo fuera
del centro del tiroteo. Con el griterío y la confusión, nadie oía las
voces de mando de Ariosto.
En pocos minutos la
aldea estaba manchada de sangre: había tres soldados heridos de flecha y
varios indios muertos, además del cadáver de Karakawe y el cuerpo inerte
de Mauro Carías. Una mujer había caído atravesada por las balas y el niño
que llevaba en los brazos quedó tirado en el suelo a un paso de ella.
Ludovic Leblanc, quien desde la aparición de la tribu se había mantenido a
prudente distancia, parapetado detrás de un árbol, tuvo una reacción
inesperada. Hasta entonces se había comportado como un manojo de nervios,
pero al ver al niño expuesto a la violencia, sacó valor de alguna parte,
cruzó corriendo el campo de batalla y levantó en brazos a la pobre
criatura. Era un bebé de pocos meses, salpicado con la sangre de su madre
y chillando desesperado. Leblanc se quedó allí, en medio del caos,
sosteniéndolo apretadamente contra el pecho y temblando de furia y
desconcierto. Sus peores pesadillas se habían invertido: los salvajes no
eran los indios, sino ellos. Por último se acercó a Kate Coid, quien
procuraba enjuagar la boca ensangrentada de su nieto con un poco de agua,
y le pasó la criatura.
—Vamos, Coid, usted
es mujer, sabrá qué hacer con esto —le dijo. La escritora, sorprendida,
recibió al niño sujetándolo con los brazos extendidos, como si fuera un
florero. Hacía tantos años que no tenía uno en las manos, que no sabia qué
hacer con él.
Para entonces Nadia
había logrado ponerse de pie y observaba el campo sembrado de cuerpos. Se
acercó a los indios, tratando de reconocerlos, pero su padre la obligó a
retroceder, abrazándola, llamándola por su nombre, murmurando palabras
tranquilizadoras. Nadia alcanzó a ver que Iyomi y Tahama no estaban entre
los cadáveres y pensó que al menos la gente de la neblina todavía contaba
con dos de sus jefes, porque los otros dos, Águila y Jaguar les habían
fallado.
—¡Pónganse todos
contra ese árbol! —ordenó el capitán Ariosto a los expedicionarios. El
militar estaba lívido, con el arma temblando en la mano. Las cosas habían
salido muy mal.
Kate Coid, Timothy
Bruce, el profesor Leblanc y los dos chicos le obedecieron. Alex tenía un
diente roto, la boca llena de sangre y todavía estaba atontado por el
culatazo en la mandíbula. Nadia parecía en estado de choque, con un grito
atascado en el pecho y los ojos fijos en los indios muertos y en los
soldados que gemían tirados por el suelo. La doctora Omayra Torres, ajena
a todo lo que la rodeaba y bañada en lágrimas, sostenía sobre sus piernas
la cabeza de Mauro Carías. Besaba su rostro pidiéndole que no se muriera,
que no la dejara, mientras su ropa se empapaba de sangre.
—Nos íbamos a
casar... —repetía como una letanía.
—La doctora es
cómplice de Mauro Carías. Se refería a ella cuando dijo que alguien de su
confianza viajaría con la expedición, ¿te acuerdas? ¡Y nosotros acusábamos
a Karakawe! —susurró Alex a Nadia, pero ella estaba sumida en el espanto,
no podía oírle.
El muchacho
comprendió que el plan del empresario de exterminar a los indios con una
epidemia de sarampión requería la colaboración de la doctora Torres. Desde
hacia varios años los indígenas morían en masa víctimas de esa y otras
enfermedades, a pesar de los esfuerzos de las autoridades por protegerlos.
Una vez que estallaba una epidemia no había nada que hacer, porque los
indios carecían de defensas; habían vivido aislados por miles de años y su
sistema inmunológico no resistía los virus de los blancos. Un resfrío
común podía matarlos en pocos días, con mayor razón otros males más
serios. Los médicos que estudiaban el problema no entendían por qué
ninguna de las medidas preventivas daba resultados. Nadie podía imaginar
que Omayra Torres, la persona comisionada para vacunar a los indios, era
quien les inyectaba la muerte, para que su amante pudiera apropiarse de
sus tierras.
La mujer había
eliminado a varias tribus sin levantar sospechas, tal como pretendía
hacerlo con la gente de la neblina. ¿Qué le había prometido Carías para
que ella cometiera un crimen de tal magnitud? Tal vez no lo había hecho
por dinero, sino sólo por amor a ese hombre. En cualquier caso, por amor o
por codicia, el resultado era el mismo: centenares de hombres, mujeres y
niños asesinados. Si no es por Nadia Santos, quien vio a Omayra Torres y
Mauro Carías besándose, los designios de esa pareja no habrían sido
descubiertos. Y gracias a la oportuna intervención de Karakawe —quien lo
pagó con su vida— el plan fracasó.
Ahora Alexander Coid
entendía el papel que Mauro Carías le había asignado a los miembros de la
expedición del International Geographic. Un par de semanas después de ser
inoculados con el virus del sarampión se desataría la epidemia en la tribu
y el contagio se extendería a otras aldeas con gran rapidez. Entonces el
atolondrado profesor Ludovic Leblanc atestiguaría ante la prensa mundial
que él había estado presente cuando se hizo el primer contacto con la
gente de la neblina. No se podría acusar a nadie: se habían tomado las
precauciones necesarias para proteger a la aldea. El antropólogo,
respaldado por el reportaje de Kate Coid y las fotografías de Timothy
Bruce, podría probar que todos los miembros de la tribu habían sido
vacunados. Ante los ojos del mundo la epidemia sería una desgracia
inevitable, nadie sospecharía otra cosa y de ese modo Mauro Carías se
aseguraba que no habría una investigación del Gobierno. Era un método de
exterminio limpio y eficaz, que no dejaba rastros de sangre, como las
balas y las bombas, que durante años se habían empleado contra los
indígenas para «limpiar» el territorio del Amazonas, dando paso a los
mineros, traficantes, colonos y aventureros. Al oír la denuncia de
Karakawe, el capitán Ariosto había perdido la cabeza y en un impulso lo
mató para proteger a Carías y protegerse a sí mismo. Actuaba con la
seguridad que le otorgaba su uniforme. En esa región remota y casi
despoblada, donde no alcanzaba el largo brazo de la ley, nadie cuestionaba
su palabra. Eso le daba un poder peligroso. Era un hombre rudo y sin
escrúpulos, que había pasado años en puestos fronterizos, estaba
acostumbrado a la violencia. Como si su arma al cinto y su condición de
oficial no fueran suficientes, contaba con la protección de Mauro Carías.
A su vez el empresario gozaba de conexiones en las esferas más altas del
Gobierno, pertenecía a la clase dominante, tenía mucho dinero y prestigio,
nadie le pedía cuentas. La asociación entre Ariosto y Carías había sido
beneficiosa para ambos. El capitán calculaba que en menos de dos años
podría colgar el uniforme e irse a vivir a Miami, convertido en
millonario; pero ahora Mauro Carías yacía con la cabeza destrozada y ya no
podría protegerlo. Eso significaba el fin de su impunidad. Tendría que
justificar ante el Gobierno el asesinato de Karakawe y de esos indios, que
yacían tirados en medio del campamento.
Kate Coid, todavía
con el bebé en los brazos, dedujo que su vida y la de los demás
expedicionarios, incluyendo los niños, corría grave peligro, porque
Ariosto debía evitar a toda costa que se divulgaran los acontecimientos de
Tapirawa—teri. Ya no era simplemente cuestión de rociar los cuerpos con
gasolina, encenderles fuego y darlos por desaparecidos. Al capitán le
había salido el tiro por la culata: la presencia de la expedición de
International Geographic había dejado de ser una ventaja para convertirse
en un grave problema. Debía deshacerse de los testigos, pero debía hacerlo
con mucha prudencia, no podía ejecutarlos a tiros sin meterse en un lío.
Por desgracia para los extranjeros, se encontraban muy lejos de la
civilización, donde era fácil para el capitán cubrir sus rastros.
Kate Coid estaba
segura de que, en caso que el militar decidiera asesinarlos, los soldados
no moverían un dedo por evitarlo y tampoco se atreverían a denunciar a su
superior. La selva se tragaría la evidencia de los crímenes. No podían
quedarse cruzados de brazos esperando el tiro de gracia, había que hacer
algo. No tenía nada que perder, la situación no podía ser peor. Ariosto
era un desalmado y además estaba nervioso, podía hacerlos correr la misma
suerte de Karakawe. Kate carecía de un plan, pero pensó que lo primero era
crear distracción en las filas enemigas.
—Capitán, creo que
lo más urgente es enviar a esos hombres a un hospital —sugirió, señalando
a Carías y los soldados heridos.
—¡Cállese, vieja!
—ladró de vuelta el militar.
A los pocos
minutos, sin embargo, Ariosto dispuso que subieran a Mauro Carías y los
tres soldados a uno de los helicópteros. Le ordenó a Omayra Torres que
intentara arrancar las flechas a los heridos antes de embarcarlos, pero la
doctora lo ignoró por completo: sólo tenía ojos para su amante moribundo.
Kate Coid y César Santos se dieron a la tarea de improvisar tapones con
trapos para evitar que los infortunados soldados siguieran desangrándose.
Mientras los militares cumplían las maniobras de acomodar a los heridos en
el helicóptero e intentar en vano comunicarse por radio con Santa María de
la Lluvia, Kate explicó en voz baja al profesor Leblanc sus temores sobre
la situación en que se encontraban. El antropólogo también había llegado a
las mismas conclusiones que ella: corrían más peligro en manos de Ariosto
que de los indios o la Bestia.
—Si pudiéramos
escapar a la selva... —susurró Kate.
Por una vez el
hombre la sorprendió con una reacción razonable. Kate estaba tan
acostumbrada a las pataletas y exabruptos del profesor, que al verlo
sereno le cedió la autoridad en forma casi automática.
—Eso sería una
locura —replicó Leblanc con firmeza—. La única manera de salir de aquí es
en helicóptero. La clave es Ariosto. Por suerte es ignorante y vanidoso,
eso actúa a nuestro favor. Debemos fingir que no sospechamos de él y
vencerlo con astucia.
—¿Cómo? —preguntó
la escritora, incrédula.
—Manipulando. Está
asustado, de modo que le ofreceremos la oportunidad de salvar el pellejo y
además salir de aquí convertido en héroe —dijo Leblanc.
—¡Jamás! —exclamó
Kate.
—No sea tonta, Coid.
Eso es lo que le ofreceremos, pero no significa que vayamos a cumplirlo.
Una vez a salvo fuera de este país, Ludovic Leblanc será el primero en
denunciar las atrocidades que se cometen contra estos pobres indios.
—Veo que su opinión
sobre los indios ha variado un poco —masculló Kate Coid.
El profesor no se
dignó responder. Se irguió en toda su reducida estatura, se acomodó la
camisa salpicada de barro y sangre y se dirigió al capitán Ariosto.
—¿Cómo volveremos a
Santa María de la Lluvia, mi estimado capitán? No cabemos todos en el
segundo helicóptero —dijo señalando a los soldados y al grupo que
aguardaba junto al árbol.
—¡No meta sus
narices en esto! ¡Aquí las órdenes las doy yo! —bramó Ariosto.
—¡Por supuesto! Es
un alivio que usted esté a cargo de esto, capitán, de otro modo estaríamos
en una situación muy difícil —comentó Leblanc suavemente. Ariosto,
desconcertado, prestó oídos—. De no ser por su heroísmo, habríamos
perecido todos en manos de los indios —agregó el profesor.
Ariosto, algo más
tranquilo, contó a la gente, vio que Leblanc tenía razón y decidió enviar
a la mitad del contingente de soldados en el primer viaje. Eso lo dejó con
sólo cinco hombres y los expedicionarios, pero como éstos no estaban
armados no representaban peligro. La máquina emprendió el vuelo, creando
nubes de polvo rojizo al elevarse del suelo. Se alejó por encima de la
cúpula verde de la selva, perdiéndose en el cielo. Nadia Santos había
seguido los hechos abrazada a su padre y a Borobá. Estaba arrepentida de
haber dejado el talismán de Walimaí en el nido de los huevos de cristal,
porque sin la protección del amuleto se sentía perdida. De pronto empezó a
gritar como una lechuza. Desconcertado, César Santos creyó que su pobre
hija había soportado demasiadas emociones y le había dado un ataque de
nervios. La batalla que se había librado en la aldea fue muy violenta, los
gemidos de los soldados heridos y el reguero de sangre de Mauro Carías
habían sido un espectáculo escalofriante; todavía estaban los cuerpos de
los indios tirados donde cayeron, sin que nadie hiciera ademán de
recogerlos. El guía concluyó que Nadia estaba trastornada por la
brutalidad de los acontecimientos recientes, no había otra explicación
para esos graznidos de la niña. En cambio Alexander Coid debió disimular
una sonrisa de orgullo al oír a su amiga: Nadia recurría a la última tabla
de salvación posible.
—¡Entrégueme los rollos de
película! —exigió el capitán Ariosto a Timothy Bruce.
Para el fotógrafo
eso equivalía a entregar la vida. Era un fanático en lo que se refería a
sus negativos, no se había desprendido de uno jamás, los tenía todos
cuidadosamente clasificados en su estudio de Londres.
—Me parece
excelente que tome precauciones para que no se pierdan esos valiosos
negativos, capitán Ariosto —intervino Leblanc—. Son la prueba de lo que ha
pasado aquí, de cómo ese indio atacó al señor Carías, de cómo cayeron sus
valientes soldados bajo las flechas, de cómo usted mismo se vio obligado a
disparar contra Karakawe.
—¡Ese hombre se
inmiscuyó en lo que no debía! —exclamó el capitán.
—¡Por supuesto! Era
un loco. Quiso impedir que la doctora Torres cumpliera con su deber. ¡Sus
acusaciones eran dementes! Lamento que los frascos de las vacunas fueran
destruidos en el fragor de la pelea. Ahora nunca sabremos qué contenían y
no se podrá probar que Karakawe mentía —dijo astutamente Leblanc.
Ariosto hizo una
mueca que en otras circunstancias podría haber sido una sonrisa. Se puso
el arma al cinto, postergó el asunto de los negativos y por primera vez
dejó de contestar a gritos. Tal vez esos extranjeros nada sospechaban,
eran mucho más imbéciles de lo que él creía, masculló para sus adentros.
Kate Coid seguía el
diálogo del antropólogo y el militar con la boca abierta. Nunca imaginó
que el mequetrefe de Leblanc fuera capaz de tanta sangre fría.
—Cállate, Nadia,
por favor —rogó César Santos cuando Nadia repitió el grito de la lechuza
por décima vez.
—Supongo que
pasaremos la noche aquí. ¿Desea que preparemos algo para la cena, capitán?
—ofreció Leblanc, amable.
El militar los
autorizó para hacer comida y circular por el campamento, pero les ordenó
que se mantuvieran dentro de un radio de treinta metros, donde él pudiera
verlos. Mandó a los soldados a recoger a los indios muertos y ponerlos
todos juntos en el mismo sitio; al día siguiente podrían enterrarlos o
quemarlos. Esas horas de la noche le darían tiempo para tomar una decisión
respecto a los extranjeros. Santos y su hija podían desaparecer sin que
nadie hiciera preguntas, pero con los otros había que tomar precauciones.
Ludovic Leblanc era una celebridad y la vieja y el chico eran americanos.
En su experiencia, cuando algo sucedía a un americano, siempre había una
investigación; esos gringos arrogantes se creían dueños del mundo. Aunque
el profesor Leblanc había sido el de la idea, fueron César Santos y
Timothy Bruce quienes prepararon la cena, porque el antropólogo era
incapaz de hervir un huevo. Kate Coid se disculpó explicando que sólo
sabía hacer albóndigas y allí no contaba con los ingredientes; además
estaba muy ocupada tratando de alimentar al bebé a cucharaditas con una
solución de agua y leche condensada. Entretanto Nadia se sentó a otear la
espesura, repitiendo el grito de la lechuza de vez en cuando. A una
discreta orden suya, Borobá se soltó de sus brazos y corrió a perderse en
el bosque. Una media hora después el capitán Ariosto se acordó de los
rollos de película y obligó a Timothy Bruce a entregárselos con el
pretexto que Leblanc le había dado: en sus manos estarían seguros. Fue
inútil que el fotógrafo inglés alegara y hasta intentara sobornarlo, el
militar se mantuvo firme.
Comieron por
turnos, mientras los soldados vigilaban, y luego Ariosto mandó a los
expedicionarios a dormir en las tiendas, donde estarían algo más
protegidos en caso de ataque, como dijo, aunque la verdadera razón era que
así podía controlarlos mejor. Nadia y Kate Coid con el bebé ocuparon una
de las tiendas, Ludovic Leblanc, César Santos y Timothy Bruce la otra. El
capitán no olvidaba cómo Alex lo embistió y le había tomado un odio ciego.
Por culpa de esos chiquillos, especialmente del maldito muchacho
americano, él estaba metido en un tremendo lío, Mauro Carías tenía el
cerebro hecho papilla, los indios habían escapado y sus planes de vivir en
Miami convertido en millonario peligraban seriamente. Alexander
representaba un riesgo para él, debía ser castigado. Decidió separarlo de
los demás y dio orden de atarlo a un árbol en un extremo del campamento,
lejos de las tiendas de los otros miembros de su grupo y lejos de las
lámparas de petróleo. Kate Coid reclamó furiosa por el tratamiento que
recibía su nieto, pero el capitán la hizo callar.
—Tal vez es mejor
así, Kate. Jaguar es muy listo, seguro que se le ocurrirá la forma de
escapar —susurró Nadia.
—Ariosto piensa
matarlo durante la noche, estoy segura —replicó la escritora, temblando de
rabia.
—Borobá fue a
buscar ayuda —dijo Nadia.
—¿Crees que ese
monito nos salvará? —resopló Kate.
—Borobá es muy
inteligente.
—¡Niña, estás mal
de la cabeza! —exclamó la abuela.
Pasaron varias
horas sin que nadie durmiera en el campamento, salvo el bebé, agotado de
llorar. Kate Coid lo había acomodado sobre un atado de ropa, preguntándose
qué haría con esa infortunada criatura: lo último que deseaba en su vida
era hacerse cargo de un huérfano. La escritora se mantenía vigilante,
convencida de que en cualquier momento Ariosto podía asesinar primero a su
nieto y enseguida a los demás, o tal vez al revés, primero a ellos y luego
vengarse de Alex con alguna muerte lenta y horrible. Ese hombre era muy
peligroso. Timothy Bruce y César Santos también tenían las orejas pegadas
a la tela de su carpa, tratando de adivinar los movimientos de los
soldados afuera. El profesor Ludovic Leblanc, en cambio, salió de su carpa
con la disculpa de hacer sus necesidades y se quedó conversando con el
capitán Ariosto. El antropólogo, consciente de que cada hora transcurrida
aumentaba el riesgo para ellos, y que convenía tratar de distraer al
capitán, lo invitó a una partida de naipes y a compartir una botella de
vodka, facilitada por Kate Coid.
—No trate de
embriagarme, profesor —le advirtió Ariosto, pero llenó su vaso.
—¡Cómo se le
ocurre, capitán! Un trago de vodka no le hace mella a un hombre como
usted. La noche es larga, bien podemos divertirnos un poco —replicó
Leblanc.
CAPITULO 19 - Protección
Como ocurría a menudo en el
altiplano, la temperatura descendió de golpe al ponerse el sol. Los
soldados, acostumbrados al calor de las tierras bajas, tiritaban en sus
ropas todavía empapadas por la lluvia de la tarde. Ninguno dormía, por
orden del capitán todos debían montar guardia en tomo al campamento. Se
mantenían alertas, con las armas aferradas a dos manos. Ya no sólo temían
a los demonios de la selva o la aparición de la Bestia, sino también a los
indios, que podían regresar en cualquier momento a vengar a sus muertos.
Ellos tenían la ventaja de las armas de fuego, pero los otros conocían el
terreno y poseían esa escalofriante facultad de surgir de la nada, como
ánimas en pena. Si no fuera por los cuerpos apilados junto a un árbol,
pensarían que no eran humanos y las balas no podían hacerles daño. Los
soldados esperaban ansiosos la mañana para salir volando de allí lo antes
posible; en la oscuridad el tiempo pasaba muy lento y los ruidos del
bosque circundante se volvían aterradores.
Kate Coid, sentada
de piernas cruzadas junto al niño dormido en la tienda de las mujeres,
pensaba cómo ayudar a su nieto y cómo salir con vida del Ojo del Mundo. A
través de la tela de la carpa se filtraba algo de la claridad de la
hoguera y la escritora podía ver la silueta de Nadia envuelta en el
chaleco de su padre.
—Voy a salir
ahora... —susurró la muchacha.
—¡No puedes salir!
—la atajó la escritora.
—Nadie me verá,
puedo hacerme invisible.
Kate Coid sujetó a
la chica por los brazos, segura de que deliraba.
—Nadia,
escúchame... No eres invisible. Nadie es invisible, ésas son fantasías. No
puedes salir de aquí.
—Sí puedo. No haga
ruido, señora Coid. Cuide al niño hasta que yo vuelva, luego lo
entregaremos a su tribu —murmuró Nadia. Había tal certeza y calma en su
voz, que Kate no se atrevió a retenerla.
Nadia Santos se
colocó primero en el estado mental de la invisibilidad, como había
aprendido de los indios, se redujo a la nada, a puro espíritu
transparente. Luego abrió silenciosamente el cierre de la carpa y se
deslizó afuera amparada por las sombras. Pasó —como una sigilosa comadreja
a pocos metros de la mesa donde el profesor Leblanc y el capitán Ariosto
jugaban a los naipes, pasó por delante de los guardias armados que
rondaban el campamento, pasó frente al árbol donde estaba Alex atado y
ninguno la vio. La muchacha se alejó del vacilante círculo de luz de las
lámparas y de la fogata y desapareció entre los árboles. Pronto el grito
de una lechuza interrumpió el croar de los sapos. Alex, como los soldados,
tiritaba de frío. Tenía las piernas dormidas y las manos hinchadas por las
ligaduras apretadas en las muñecas. Le dolía la mandíbula, podía sentir la
piel tirante, debía tener una tremenda magulladura. Con la lengua tocaba
el diente partido y sentía la encía tumefacta donde el culatazo del
capitán había hecho impacto. Trataba de no pensar en las muchas horas
oscuras que se extendían por delante o en la posibilidad de ser asesinado.
¿Por qué Ariosto lo había separado de los demás? ¿Qué planeaba hacer con
él? Quizo ser el jaguar negro, poseer la fuerza, la fiereza, la agilidad
del gran felino, convertirse en puro músculo y garra y diente para
enfrentar a Ariosto. Pensó en la botella del agua de la salud que esperaba
en su bolso y en que debía salir vivo del Ojo del Mundo para llevársela a
su madre. El recuerdo de su familia era borroso, como la imagen difusa de
una fotografía fuera de foco, donde la cara de su madre era apenas una
mancha pálida.
Empezaba a
cabecear, vencido por el agotamiento, cuando de pronto sintió unas manitas
tocándolo. Se irguió sobresaltado. En la oscuridad pudo identificar a
Borobá husmeando en su cuello, abrazándolo, gimiendo despacito en su
oreja. Borobá, Borobá, murmuró el joven, tan conmovido que se le llenaron
los ojos de lágrimas. Era sólo un mono del tamaño de una ardilla, pero su
presencia despertó en él una oleada de esperanza. Se dejó acariciar por el
animal, profundamente reconfortado. Entonces se dio cuenta de que a su
lado había otra presencia, una presencia invisible y silenciosa,
disimulada en las sombras del árbol. Primero creyó que era Nadia, pero
enseguida se dio cuenta de que se trataba de Walimaí. El pequeño anciano
estaba agachado a su lado, podía percibir su olor a humo, pero por mucho
que ajustaba la vista no lo veía. El chamán le puso una de sus manos sobre
el pecho, como si buscara el latido de su corazón. El peso y el calor de
esa mano amiga transmitieron valor al muchacho, se sintió más tranquilo,
dejó de temblar y pudo pensar con claridad. La navaja, la navaja, murmuró.
Oyó el clic del metal al abrirse y pronto el filo del cortaplumas se
deslizaba sobre sus ligaduras. No se movió. Estaba oscuro y Walimaí no
había usado nunca un cuchillo, podía rebanarle las muñecas, pero al minuto
el viejo había cortado las ataduras y lo tomaba del brazo para guiarlo a
la selva.
En el campamento el
capitán Ariosto había dado por terminada la partida de naipes y ya nada
quedaba en la botella de vodka. A Ludovic Leblanc no se le ocurría cómo
distraerlo y aún quedaban muchas horas antes del amanecer. El alcohol no
había atontado al militar, como él esperaba, en verdad tenía tripas de
acero. Le sugirió que usaran la radio transmisora, a ver si podían
comunicarse con el cuartel de Santa María de la Lluvia. Durante un buen
rato manipularon el aparato, en medio de un ensordecedor ruido de
estática, pero fue imposible contactar con el operador. Ariosto estaba
preocupado; no le convenía ausentarse del cuartel, debía regresar lo antes
posible, necesitaba controlar las versiones de los soldados sobre lo
acontecido en Tapirawa—teri. ¿Qué llegarían contando sus hombres? Debía
mandar un informe a sus superiores del Ejército y confrontar a la prensa
antes que se divulgaran los chismes. Omayra Torres se había ido murmurando
sobre el virus del sarampión. Si empezaba a hablar, estaba frito. ¡Qué
mujer tan tonta!, farfulló el capitán.
Ariosto ordenó al
antropólogo que regresara a su tienda, dio una vuelta por el campamento
para cerciorarse de que sus hombres montaban guardia como era debido, y
luego se dirigió al árbol donde habían atado al muchacho americano,
dispuesto a divertirse un rato a costa de él. En ese instante el olor lo
golpeó como un garrotazo. El impacto lo tiró de espaldas al suelo. Quiso
llevarse la mano al cinto para sacar su arma, pero no pudo moverse. Sintió
una oleada de náusea, el corazón reventando en su pecho y luego nada. Se
hundió en la inconsciencia. No alcanzó a ver a la Bestia erguida a tres
pasos de distancia, rociándolo directamente con el mortífero hedor de sus
glándulas. La asfixiante fetidez de la Bestia invadió el resto del
campamento, volteando primero a los soldados y luego a quienes estaban
resguardados por la tela de las carpas. En menos de dos minutos no quedaba
nadie en pie. Por un par de horas reinó un aterradora quietud en Tapirawa—teri
y en la selva cercana, donde hasta los pájaros y los animales huyeron
espantados por el hedor. Las dos Bestias que habían atacado
simultáneamente se retiraron con su lentitud habitual, pero su olor
persistió buena parte de la noche. Nadie en el campamento supo lo sucedido
durante esas horas, porque no recuperaron el entendimiento hasta la mañana
siguiente. Más tarde vieron las huellas y pudieron llegar a algunas
conclusiones. Alex, con Borobá montado en los hombros y siguiendo a
Walimaí, anduvo bajo en las sombras, sorteando la vegetación, hasta que
las vacilantes luces del campamento desaparecieron del todo. El chamán
avanzaba como si fuera día claro, siguiendo tal vez a su esposa ángel, a
quien Alex no podía ver. Culebrearon entre los árboles por un buen rato y
finalmente el viejo encontró el sitio donde había dejado a Nadia
esperándolo. Nadia Santos y el chamán se habían comunicado mediante los
gritos de lechuza durante buena parte de la tarde y la noche, hasta que
ella pudo salir del campamento para reunirse con él. Al verse, los jóvenes
amigos se abrazaron, mientras Borobá se colgaba de su ama dando chillidos
de felicidad.
Walimaí confirmó lo
que ya sabían: la tribu vigilaba el campamento, pero habían aprendido a
temer la magia de los nahab y no se atrevían a enfrentarlos. Los guerreros
estaban tan cerca que habían oído el llanto del bebé, tanto como oían el
llamado de los muertos, que aún no habían recibido un funeral digo. Los
espíritus de los hombres y la mujer asesinados aún permanecían pegados a
los cuerpos, dijo Walimaí; no podían desprenderse sin una ceremonia
apropiada y sin ser vengados. Alex le explicó que la única esperanza de
los indígenas era atacar de noche, porque durante el día los nahab
utilizarían el pájaro de ruido y viento para recorrer el Ojo del Mundo
hasta encontrarlos.
—Si atacan ahora,
algunos morirán, pero de otro modo la tribu entera será exterminada —dijo
Alex y agregó que él estaba dispuesto a conducirlos y pelear junto a
ellos, para eso había sido iniciado: él también era un guerrero.
—Jefe para la
guerra: Tahama. Jefe para negociar con los nahab: tú —replicó Walimaí.
—Es tarde para
negociar. Ariosto es un asesino.
—Tú dijiste que
unos nahab son malvados y otros nahab son amigos. ¿Dónde están los amigos?
—insistió el brujo.
—Mi abuela y
algunos hombres del campamento son amigos. El capitán Ariosto y sus
soldados son enemigos. No podemos negociar con ellos.
—Tu abuela y sus
amigos deben negociar con los nahab enemigos.
—Los amigos no
tienen armas.
—¿No tienen magia?
—En el Ojo del
Mundo no tienen mucha magia. Pero hay otros amigos con mucha magia lejos
de aquí, en las ciudades, en otras partes del mundo —argumentó Alexander
Coid, desesperado por las limitaciones del lenguaje.
—Entonces debes ir
donde esos amigos —concluyó el anciano.
—¿Cómo? ¡Estamos
atrapados aquí!
Walimaí ya no
contestó más preguntas. Se quedó en cuclillas mirando la noche, acompañado
por su esposa, quien había adoptado su forma más transparente, de modo que
ninguno de los dos chicos podía verla. Alex y Nadia pasaron las horas sin
dormir, muy juntos, tratando de infundirse calor mutuamente, sin hablar,
porque había muy poco que decir. Pensaban en la suerte que aguardaba a
Kate Coid, César Santos y los otros miembros de su grupo; pensaban en la
gente de la neblina, condenada; pensaban en las perezas centenarias y la
ciudad de oro; pensaban en el agua de la salud y los huevos de
cristal. ¿Qué sería de ellos dos, atrapados en la selva? Una bocanada del
terrible olor les llegó de pronto, atenuado por la distancia, pero
perfectamente reconocible. Se pusieron de pie de un salto, pero Walimaí no
se movió, como si lo hubiera estado esperando.
—¡Son las Bestias!
—exclamó Nadia.
—Puede ser y puede
no ser —comentó impasible el chamán. El resto de la noche se hizo muy
largo. Poco antes del amanecer el frío era intenso y los jóvenes,
ovillados con Borobá, daban diente con diente, mientras el anciano brujo,
inmóvil, con la vista perdida en las sombras, esperaba. Con los primeros
signos del amanecer despertaron los monos y los pájaros, entonces Walimaí
dio la señal de partir. Lo siguieron entre los árboles durante un buen
rato hasta que, cuando ya la luz del sol atravesaba el follaje, llegaron
frente al campamento. La fogata y las luces estaban apagadas, no había
signos de vida y el olor impregnaba todavía el aire, como si cien
zorrillos hubieran rociado el sitio en el mismo instante. Tapándose la
cara con las manos entraron al perímetro de lo que hasta hacía poco fuera
la apacible aldea de Tapirawa—teri. Las tiendas, la mesa, la cocina, todo
yacía desparramado por el suelo; había restos de comida tirados por
doquier, pero ningún mono o pájaro escarbaba entre los escombros y la
basura, porque no se atrevían a desafiar la espantosa hediondez de las
Bestias. Hasta Borobá se mantuvo lejos, gritando y dando saltos a varios
metros de distancia. Walimaí demostró la misma indiferencia ante el hedor
que había tenido la noche anterior ante el frío. Los jóvenes no tuvieron
más remedio que seguirlo.
No había nadie, ni
rastro de los miembros de la expedición, ni de los soldados, ni del
capitán Ariosto, tampoco los cuerpos de los indios asesinados. Las armas,
el equipaje y hasta las cámaras de Timothy Bruce estaban allí; también
vieron una gran mancha de sangre que oscurecía la tierra cerca del árbol
donde Alex había sido atado. Después de una breve inspección, que pareció
dejarlo muy satisfecho, el viejo Walimaí inició la retirada. Los dos
muchachos partieron detrás sin hacer preguntas, tan mareados por el olor,
que apenas podían tenerse de pie. A medida que se alejaban y llenaban los
pulmones con el aire fresco de la mañana, iban recuperando el ánimo, pero
les latían las sienes y tenían náuseas. Borobá se les reunió a poco andar
y el pequeño grupo se internó selva adentro. Varios días antes, al ver los
pájaros de ruido y viento rondando por el cielo, los habitantes de
Tapirawa—teri habían escapado de su aldea, abandonando sus escasas
posesiones y sus animales domésticos, que entorpecían su capacidad para
ocultarse. Se movilizaron encubiertos por la vegetación hasta un lugar
seguro y allí armaron sus moradas provisorias en las copas de los árboles.
Las partidas de soldados enviadas por Ariosto pasaron muy cerca sin
verlos, en cambio todos los movimientos de los forasteros fueron
observados por los guerreros de Tahama, disimulados en la naturaleza.
Iyomi y Tahama
discutieron largamente sobre los nahab y la conveniencia de acercarse a
ellos, como habían aconsejado Jaguar y Águila. Iyomi opinaba que su pueblo
no podía esconderse para siempre en los árboles, como los monos: habían
llegado los tiempos de visitar a los nahab y recibir sus regalos y sus
vacunas, era inevitable. Tahama consideraba que era mejor morir peleando;
pero Iyomi era el jefe de los jefes y finalmente su criterio prevaleció.
Ella decidió ser la primera en acercarse, por eso llegó sola al
campamento, adornada con el soberbio sombrero de plumas amarillas para
demostrar a los forasteros quién era la autoridad. La presencia entre los
forasteros de Jaguar y Águila, quienes habían regresado de la montaña
sagrada, la tranquilizó. Eran amigos y podían traducir, así esos pobres
seres vestidos de trapos hediondos no se sentirían tan perdidos ante ella.
Los nahab la recibieron bien, sin duda estaban impresionados por su porte
majestuoso y el número de sus arrugas, prueba de lo mucho que había vivido
y de los conocimientos adquiridos. A pesar de la comida que le ofrecieron,
la anciana se vio obligada a exigirles que se fueran del Ojo del Mundo,
porque allí estaban molestando; ésa era su última palabra, no estaba
dispuesta a negociar. Se retiró majestuosamente con su escudilla de carne
con maíz, segura de haber atemorizado a los nahab con el peso de su
inmensa dignidad.
En vista del éxito
de la visita de Iyomi, el resto de la tribu se armó de valor y siguió su
ejemplo. Así regresaron al sitio donde estaba su aldea, ahora pisoteado
por los forasteros, quienes evidentemente no conocían la regla más
elemental de prudencia y cortesía: no se debe visitar un shabono sin ser
invitado. Allí los indios vieron los grandes pájaros relucientes, las
carpas y los extraños nahab, de los cuales tan espantosas historias habían
escuchado. Esos extranjeros de modales vulgares merecían unos buenos
garrotazos en la cabeza, pero por orden de Iyomi los indios debieron
armarse de paciencia con ellos. Aceptaron su comida y sus regalos para no
ofenderlos, luego se fueron a cazar y cosechar miel y frutas, así podrían
retribuir los regalos recibidos, como era lo correcto.
Al día siguiente,
cuando Iyomi estuvo segura de que Jaguar y Águila todavía estaban allí,
autorizó a la tribu para presentarse nuevamente ante los nahab y para
vacunarse. Ni ella ni nadie pudo explicar lo que sucedió entonces. No
supieron por qué los niños forasteros, que tanto habían insistido en la
necesidad de vacunarse, saltaron de pronto a impedirlo. Oyeron un ruido
desconocido, como de cortos truenos. Vieron que al romperse los frascos se
soltó el Rahakanariwa y en su forma invisible atacó a los indios, que
cayeron muertos sin ser tocados por flechas o garrotes. En la violencia de
la batalla, los demás escaparon como pudieron, desconcertados y confusos.
Ya no sabían quiénes eran sus amigos y quiénes sus enemigos.
Por fin Walimaí
llegó a darles algunas explicaciones. Dijo que los niños Águila y Jaguar
eran amigos y debían ser ayudados, pero todos los demás podían ser
enemigos. Dijo que el Rahakanariwa andaba suelto y podía tomar cualquier
forma: se requerían conjuros muy potentes para mandarlo de vuelta al reino
de los espíritus. Dijo que necesitaban recurrir a los dioses. Entonces las
dos gigantescas perezas, que aún no habían regresado al tepui sagrado y
deambulaban por el Ojo del Mundo, fueron llamadas y conducidas durante la
noche a la aldea en ruinas. Jamás se hubieran acercado a la morada de los
indios por su propia iniciativa, no lo habían hecho en miles y miles de
años. Fue necesario que Walimaí les hiciera entender que ésa ya no era la
aldea de la gente de la neblina, porque había sido profanada por la
presencia de los nahab y por los asesinatos cometidos en su suelo.
Tapirawa—teri tendría que ser reconstruida en otro lugar del Ojo del
Mundo, lejos de allí, donde las almas de los humanos y los espíritus de
los antepasados se sintieran a gusto, donde la maldad no contaminara la
tierra noble. Las Bestias se encargaron de rociar el campamento de los
nahab, anulando a amigos y enemigos por igual.
Los guerreros de
Tahama debieron esperar muchas horas antes de que el olor se esfumara lo
suficiente para poder acercarse. Recogieron primero los cuerpos de los
indios y se los llevaron para prepararlos para un funeral apropiado,
después volvieron a buscar a los demás y se los llevaron a la rastra,
incluso el cadáver del capitán Ariosto, destrozado por las garras
formidables de uno de los dioses. Los nahab fueron despertando uno a uno.
Se encontraron en un claro de la selva, tirados por el suelo y tan
atontados, que no recordaban ni sus propios nombres. Mucho menos
recordaban cómo habían llegado hasta allí. Kate Coid fue la primera en
reaccionar. No tenía idea dónde se encontraba ni qué había sucedido con el
campamento, el helicóptero, el capitán y sobre todo con su nieto. Se
acordó del bebé y lo buscó por los alrededores, pero no pudo hallarlo.
Sacudió a los demás, que fueron despertándose de a poco. A todos les dolía
horriblemente la cabeza y las articulaciones, vomitaban, tosían y
lloraban, se sentían como si hubieran sido apaleados, pero ninguno
presentaba huellas de violencia.
El último en abrir
los ojos fue el profesor Leblanc, a quien la experiencia había afectado
tanto, que no pudo ponerse de pie. Kate Coid pensó que una taza de café y
un trago de vodka les vendría bien a todos, pero nada tenían para echarse
a la boca. El hedor de las Bestias les impregnaba todavía la ropa, los
cabellos y la piel; debieron arrastrarse hasta un arroyo cercano y
zambullirse largo rato en el agua. Los cinco soldados estaban perdidos sin
sus armas y su capitán, de modo que, cuando César Santos asumió el mando,
le obedecieron sin chistar. Timothy Bruce, bastante molesto por haber
estado tan cerca de la Bestia y no haberla fotografiado, quería regresar
al campamento a buscar sus cámaras, pero no sabía en qué dirección echar a
andar y nadie parecía dispuesto a acompañarlo. El flemático inglés, que
había acompañado a Kate Coid en guerras, cataclismos y muchas aventuras,
rara vez perdía su aire de tedio, pero los últimos acontecimientos habían
logrado ponerlo de mal humor. Kate Coid y César Santos sólo pensaban en su
nieto y su hija respectivamente. ¿Dónde estaban los niños?
El guía revisó el
terreno con gran atención y encontró ramas quebradas, plumas, semillas y
otras señales de la gente de la neblina. Concluyó que los indios los
habían llevado hasta ese lugar, salvándoles así la vida, porque de otro
modo hubieran muerto asfixiados o destrozados por la Bestia. De ser así,
no podía explicar por qué los indios no habían aprovechado para matarlos,
vengando así a sus muertos. Si hubiera estado en condiciones de pensar, el
profesor Leblanc se habría visto obligado a revisar una vez más su teoría
sobre la ferocidad de esas tribus, pero el pobre antropólogo gemía de
bruces en el suelo, medio muerto de náusea y jaqueca.
Todos estaban
seguros de que la gente de la neblina volvería y eso fue exactamente lo
que ocurrió; de pronto la tribu completa surgió de la espesura. Su
increíble capacidad para moverse en absoluto silencio y materializarse en
cuestión de segundos sirvió para que rodearan a los forasteros antes que
éstos alcanzaran a darse cuenta. Los soldados responsables de la muerte de
los indios temblaban como criaturas. Tahama se acercó y les clavó la
vista, pero no los tocó; tal vez pensó que esos gusanos no merecían unos
buenos garrotazos de un guerrero tan noble como él.
Iyomi dio un paso
al frente y lanzó un largo discurso en su lengua, que nadie comprendió,
luego cogió a Kate Coid por la camisa y empezó a gritar algo a dos
centímetros de su cara. A la escritora lo único que se le ocurrió fue
tomar a la anciana del sombrero de plumas amarillas por los hombros y
gritarle a su vez en inglés. Así estuvieron las dos abuelas un buen rato,
lanzándose improperios incomprensibles, hasta que Iyomi se cansó, dio
media vuelta y fue a sentarse bajo un árbol. Los demás indios se sentaron
también, hablando entre ellos, comiendo frutas, nueces y hongos que
encontraban entre las raíces y pasaban de mano en mano, mientras Tahama y
varios de sus guerreros permanecían vigilantes, pero sin agredir a nadie.
Kate Coid distinguió al bebé que ella había cuidado en brazos de una
muchacha joven y se alegró de que la criatura hubiera sobrevivido al fatal
hedor de la Bestia y estuviera de vuelta en el seno de los suyos.
A media tarde
aparecieron Walimaí y los dos muchachos. Kate Coid y César Santos
corrieron a su encuentro, abrazándolos aliviados, porque temían que no
iban a verlos nunca más. Con la presencia de Nadia la comunicación se hizo
más fácil; ella pudo traducir y así se aclararon algunos puntos. Los
forasteros se enteraron de que los indios todavía no relacionaban la
muerte de sus compañeros con las armas de fuego de los soldados, porque
jamás las habían visto. Lo único que deseaban era reconstruir su aldea en
otro sitio, comer las cenizas de sus muertos y recuperar la paz que habían
gozado siempre. Querían devolver el Rahakanariwa a su lugar entre los
demonios y echar a los nahab del Ojo del Mundo.
El profesor Leblanc,
algo más recuperado, pero todavía aturdido por el malestar, tomó la
palabra. Había perdido el sombrero australiano con plumitas y estaba
inmundo y fétido, como todos ellos, con la ropa impregnada del olor de las
Bestias. Nadia tradujo, acomodando las frases, para que los indios no
creyeran que todos los nahab eran tan arrogantes como ese hombrecito.
—Pueden estar
tranquilos. Prometo que me encargaré personalmente de proteger a la gente
de la neblina. El mundo escucha cuando Ludovic Leblanc habla —aseguró el
profesor.
Agregó que
publicaría sus impresiones sobre lo que había visto, no sólo en el
artículo del International Geographic, también escribiría otro libro.
Gracias a él, aseguró, el Ojo del Mundo sería declarado reserva indígena y
protegido de cualquier forma de explotación. ¡Ya verían quién era Ludovic
Leblanc! La gente de la neblina no entendió palabra de esta perorata, pero
Nadia resumió diciendo que ése era un nahab amigo. Kate Coid añadió que
ella y Timothy Bruce ayudarían a Leblanc en sus propósitos, con lo cual
también fueron incorporados a la categoría de los nahab amigos.
Finalmente, después de eternas negociaciones para ver quiénes eran amigos
y quiénes eran enemigos, los indígenas aceptaron conducirlos a todos al
día siguiente de vuelta al helicóptero. Para entonces esperaban que el
hedor de las Bestias en Tapirawa—teri se hubiera amortiguado.
Iyomi, siempre
práctica, dio orden a los guerreros de ir a cazar, mientras las mujeres
preparaban fuego y unas hamacas para pasar la noche.
—Te repetiré la
pregunta que ya te hice antes, Alexander, ¿qué sabes de la Bestia? —dijo
Kate Coid a su nieto.
—No es una, Kate,
son varias. Parecen perezas gigantescas, animales muy antiguos, tal vez de
la Edad de Piedra, o anteriores.
—¿Las has visto?
—Si no las hubiera
visto no podría describirías, ¿no te parece? Vi once de ellas, pero creo
que hay una o dos más rondando por estos lados. Parecen ser de metabolismo
muy lento, viven por muchos años, tal vez siglos. Aprenden, tienen buena
memoria y, no lo vas a creer, hablan —explicó Alex.
—¡Me estás tomando
el pelo! —exclamó su abuela.
—Es cierto. No son
muy elocuentes que digamos, pero hablan la misma lengua de la gente de la
neblina.
Alexander Coid
procedió a informarle que a cambio de la protección de los indios esos
seres preservaban su historia.
—Una vez me dijiste
que los indios no necesitaban la escritura porque tienen buena memoria.
Las perezas son la memoria viviente de la tribu —añadió el muchacho.
—¿Dónde las viste,
Alexander?
—No puedo
decírtelo, es un secreto.
—Supongo que viven
en el mismo sitio donde encontraste el agua de la salud... —aventuró la
abuela.
—Puede ser y puede
no ser —replicó su nieto, irónico.
—Necesito ver esas
Bestias y fotografiarlas, Alexander.
—¿Para qué? ¿Para
un artículo en una revista? Eso sería el fin de esas pobres criaturas,
Kate, vendrían a cazarlas para encerrarlas en zoológicos o estudiarlas en
laboratorios.
—Algo tengo que
escribir, para eso me contrataron...
—Escribe que la
Bestia es una leyenda, pura superstición. Yo te aseguro que nadie volverá
a verlas en mucho, mucho tiempo. Se olvidarán de ellas. Más interesante es
escribir sobre la gente de la neblina, ese pueblo que ha permanecido
inmutable desde hace miles de años y puede desaparecer en cualquier
momento. Cuenta que iban a inyectarlos con el virus del sarampión, como
han hecho con otras tribus. Puedes hacerlos famosos y así salvarlos del
exterminio, Kate. Puedes convertirte en protectora de la gente de la
neblina y con un poco de astucia puedes conseguir que Leblanc sea tu
aliado. Tu pluma puede traer algo de justicia a estos lados, puedes
denunciar a los malvados como Carías y Ariosto, cuestionar el papel de los
militares y llevar a Omayra Torres ante los tribunales. Tienes que hacer
algo, o pronto habrá otros canallas cometiendo crímenes por estos lados
con la misma impunidad de siempre.
—Veo que has
crecido mucho en estas semanas, Alexander —admitió Kate Coid, admirada.
—¿Puedes llamarme
Jaguar, abuela?
—¿Como la marca de
automóviles?
—Si.
—Cada uno con su
gusto. Puedo llamarte como quieras, siempre que tú no me llames abuela
—replicó ella.
—Está bien, Kate.
—Está bien, Jaguar.
Esa noche los nahab
comieron con los indios una sobria cena de mono asado. Desde la llegada de
los pájaros de ruido y viento a Tapirawa—teri, la tribu había perdido su
huerto, sus plátanos y su mandioca, y como no podían encender fuego, para
no atraer a sus enemigos, llevaban varios días con hambre. Mientras Kate
Coid procuraba intercambiar información con Iyomi y las otras mujeres, el
profesor Leblanc, fascinado, interrogaba a Tahama sobre sus costumbres y
las artes de la guerra. Nadia, quien estaba encargada de traducir, se dio
cuenta de que Tahama tenía un malvado sentido del humor y le estaba
contando al profesor una serie de fantasías. Le dijo, entre otras cosas,
que él era el tercer marido de Iyomi y que nunca había tenido hijos, lo
cual desbarató la teoría de Leblanc sobre la superioridad genética de los
«machos alfa». En un futuro cercano esos cuentos de Tahama serían la base
de otro libro del famoso profesor Ludovic Leblanc.
Al día siguiente la
gente de la neblina, con Iyomi y Walimaí a la cabeza y Tahama con sus
guerreros en la retaguardia, condujeron a los nahab de regreso a Tapirawa—teri.
A cien metros de la aldea vieron el cuerpo del capitán Ariosto, que los
indios habían puesto entre dos gruesas ramas de un árbol, para alimento de
pájaros y animales, como hacían con aquellos seres que no merecían una
ceremonia funeraria. Estaba tan destrozado por las garras de la Bestia,
que los soldados no tuvieron estómago para descolgarlo y llevarlo de
vuelta a Santa María de la Lluvia. Decidieron regresar más adelante a
recoger sus huesos para sepultarlo cristianamente.
—La Bestia hizo
justicia —murmuró Kate.
César Santos ordenó
a Timothy Bruce y Alexander Coid que requisaran todas las armas de los
soldados, que estaban desparramadas por el campamento, para evitar otro
estallido de violencia en caso que alguien se pusiera nervioso. No era
probable que ocurriera, sin embargo, porque el hedor de las Bestias, que
aún los impregnaba, los tenía a todos descompuestos y mansos. Santos hizo
subir el equipaje al helicóptero, menos las carpas, que fueron enterradas,
porque calculó que sería imposible quitarles el mal olor. Entre las carpas
desarmadas Timothy Bruce recuperó sus cámaras y varios rollos de película,
aunque aquellos requisados por el capitán Ariosto estaban inutilizados,
pues el militar los había expuesto a la luz. Por su parte Alex encontró su
bolsa y adentro estaba, intacta, la botella con el agua de la salud.
Los expedicionarios
se aprontaron para regresar a Santa María de la Lluvia. No contaban con un
piloto, porque ese helicóptero había llegado conducido por el capitán
Ariosto y el otro piloto había partido con el primero. Santos nunca había
manejado uno de esos aparatos, pero estaba seguro de que, si era capaz de
volar su ruinosa avioneta, bien podía hacerlo.
Había llegado el
momento de despedirse de la gente de la neblina. Lo hicieron
intercambiando regalos, como era la costumbre entre los indios. Unos se
desprendieron de cinturones, machetes, cuchillos y utensilios de cocina,
los otros se quitaron plumas, semillas, orquídeas y collares de dientes.
Alex le dio su brújula a Tahama, quien se la colgó al cuello de adorno, y
éste le regaló al muchacho americano un atado de dardos envenenados con
curare y una cerbatana de tres metros de largo, que apenas pudieron
transportar en el reducido espacio del helicóptero. Iyomi volvió a coger
por la camisa a Kate Coid para gritarle un discurso a todo volumen y la
escritora respondió con la misma pasión en inglés. En el último instante,
cuando los nahab se aprestaban para subir al pájaro de ruido y viento,
Walimaí entregó a Nadia una pequeña cesta.
El viaje de regreso a Santa
María de la Lluvia fue una pesadilla, porque César Santos demoró más de
una hora en dominar los controles y estabilizar la máquina. Durante esa
primera hora nadie creyó llegar con vida a la civilización y hasta Kate
Coid, quien tenía la sangre fría de un pez de mar profundo, se despidió de
su nieto con un firme apretón de mano.
—Adiós, Jaguar. Me
temo que hasta aquí no más llegamos. Lamento que tu vida fuera tan corta
—le dijo.
Los soldados
rezaban en voz alta y bebían licor para calmar los nervios, mientras
Timothy Bruce manifestaba su profundo desagrado levantando la ceja
izquierda, cosa que hacía cuando estaba a punto de explotar. Los únicos
verdaderamente en calma eran Nadia, quien había perdido el miedo de la
altura y confiaba en la mano firme de su padre, y el profesor Ludovic
Leblanc, tan mareado que no tuvo conciencia del peligro.
Horas más tarde,
después de un aterrizaje tan movido como el despegue, los miembros de la
expedición pudieron instalarse por fin en el mísero hotel de Santa María
de la Lluvia. Al día siguiente irían de vuelta a Manaos, donde tomarían el
avión a sus países. Harían la travesía en barco por el río Negro, como
habían llegado, porque la avioneta de César Santos se negó a elevarse del
suelo, a pesar del motor nuevo. Joel González, el ayudante de Timothy
Bruce, que estaba bastante repuesto, iría con ellos. Las monjas habían
improvisado un corsé de yeso, que lo inmovilizaba desde el cuello hasta
las caderas, y pronosticaban que sus costillas sanarían sin consecuencias,
aunque posiblemente el desdichado nunca se curaría de sus pesadillas.
Soñaba cada noche que lo abrazaba una anaconda.
Las monjas
aseguraron también que los tres soldados heridos se recuperarían, porque
por suerte para ellos las flechas no estaban envenenadas, en cambio el
futuro de Mauro Carías se vislumbraba pésimo. El garrotazo de Tahama le
había dañado el cerebro y en el mejor de los casos quedaría inútil en una
silla de ruedas para el resto de su vida, con la mente en las nubes y
alimentado por una sonda. Ya había sido conducido en su propia avioneta a
Caracas con Omayra Torres, quien no se separaba de él ni un instante. La
mujer no sabía que Ariosto había muerto y ya no podría protegerla; tampoco
sospechaba que apenas los extranjeros contaran lo ocurrido con las falsas
vacunas ella tendría que enfrentar a la justicia. Estaba con los nervios
destrozados, repetía una y otra vez que todo era culpa suya, que Dios los
había castigado a Mauro y a ella por lo del virus del sarampión. Nadie
comprendía sus extrañas declaraciones, pero el padre Valdomero, quien fue
a dar consuelo espiritual al moribundo, prestó atención y tomó nota de sus
palabras. El sacerdote, como Karakawe, sospechaba desde hacia mucho tiempo
que Mauro Carías tenía un plan para explotar las tierras de los indios,
pero no había logrado descubrir en qué consistía. Las aparentes
divagaciones de la doctora le dieron la clave.
Mientras estuvo el
capitán Ariosto al mando de la guarnición, el empresario había hecho lo
que le daba gana en ese territorio. El misionero carecía de poder para
desenmascarar a esos hombres, aunque durante años había informado de sus
sospechas a la Iglesia. Sus advertencias habían sido ignoradas, porque
faltaban pruebas y además lo consideraban medio loco; Mauro Carías se
había encargado de difundir el chisme de que el cura deliraba desde que
fuera raptado por los indios. El padre Valdomero incluso había viajado al
Vaticano para denunciar los abusos contra los indígenas, pero sus
superiores eclesiásticos le recordaron que su misión era llevar la palabra
de Cristo al Amazonas, no meterse en política. El hombre regresó
derrotado, preguntándose cómo pretendían que salvara las almas para el
cielo, sin salvar primero las vidas en la tierra. Por otra parte, no
estaba seguro de la conveniencia de cristianizar a los indios, quienes
tenían su propia forma de espiritualidad. Habían vivido miles de años en
armonía con la naturaleza, como Adán y Eva en el Paraíso. ¿Qué necesidad
había de inculcarles la idea del pecado?, pensaba el padre Valdomero.
Al enterarse de que
el grupo del International Geographic estaba de regreso en Santa María de
la Lluvia y que el capitán Ariosto había muerto de forma inexplicable, el
misionero se presentó en el hotel. Las versiones de los soldados sobre lo
que había pasado en el altiplano eran contradictorias, unos echaban la
culpa a los indios, otros a la Bestia y no faltó uno que apuntó el dedo
contra los miembros de la expedición. En todo caso, sin Ariosto en el
cuadro, por fin había una pequeña oportunidad de hacer justicia. Pronto
habría otro militar a cargo de las tropas y no existía seguridad de que
fuera más honorable que Ariosto, también podía sucumbir al soborno y el
crimen, como ocurría a menudo en el Amazonas.
El padre Valdomero
entregó la información que había acumulado al profesor Ludovic Leblanc y a
Kate Coid. La idea de que Mauro Carías repartía epidemias con la
complicidad de la doctora Omayra Torres y el amparo de un oficial del
Ejército era un crimen tan espantoso, que nadie lo creería sin pruebas.
—La noticia de que
están masacrando a los indios de esa manera conmovería al mundo. Es una
lástima que no podamos probarlo —dijo la escritora.
—Creo que sí
podemos —contestó César Santos, sacando del bolsillo de su chaleco uno de
los frascos de las supuestas vacunas.
Explicó que
Karakawe logró sustraerlo del equipaje de la doctora poco antes de ser
asesinado por Ariosto.
—Alexander y Nadia
lo sorprendieron hurgando entre las cajas de las vacunas y, a pesar de que
él los amenazó si lo delataban, los niños me lo contaron. Creímos que
Karakawe era enviado por Carías, nunca pensamos que era agente del
Gobierno —dijo Kate Coid.
—Yo sabía que
Karakawe trabajaba para el Departamento de Protección del Indígena y por
eso le sugerí al profesor Leblanc que lo contratara como su asistente
personal. De esa forma podía acompañar a la expedición sin levantar
sospechas —explicó César Santos.
—De modo que usted
me utilizó, Santos —apuntó el profesor.
—Usted quería que
alguien lo abanicara con una hoja de banano y Karakawe quería ir con la
expedición. Nadie salió perdiendo, profesor —sonrió el guía, y agregó que
desde hacía muchos meses Karakawe investigaba a Mauro Carías y tenía un
grueso expediente con los turbios negocios de ese hombre, en especial la
forma en que explotaba las tierras de los indígenas. Seguramente
sospechaba de la relación entre Mauro Carías y la doctora Omayra Torres,
por eso decidió seguir la pista de la mujer. —Karakawe era mi amigo, pero
era un hombre hermético y no hablaba más que lo indispensable. Nunca me
contó que sospechaba de Omayra —dijo Santos—. Me imagino que andaba
buscando la clave para explicar las muertes masivas de indios, por eso se
apoderó de uno de los frascos de vacunas y me lo entregó para que lo
guardara en lugar seguro.
—Con esto podremos
probar la forma siniestra en que se extendían las epidemias —dijo Kate
Coid, mirando la pequeña botella al trasluz.
—Yo también tengo
algo para ti, Kate —sonrió Timothy Bruce, mostrándole unos rollos de
película en la palma de la mano.
—¿Qué es esto?
—preguntó la escritora, intrigada.
—Son las imágenes
de Ariosto asesinando a Karakawe de un tiro a quemarropa, de Mauro Carías
destruyendo los frascos y del baleo de los indios. Gracias al profesor
Leblanc, que distrajo al capitán por media hora, tuve tiempo de cambiarlos
antes que los destruyera. Le entregué los rollos de la primera parte del
viaje y salvé éstos —aclaró Timothy Bruce.
Kate Coid tuvo una
reacción inesperada en ella: saltó al cuello de Santos y de Bruce y les
plantó a ambos un beso en la mejilla.
—¡Benditos sean,
muchachos! —exclamó, feliz.
—Si esto contiene
el virus, como creemos, Mauro Carías y esa mujer han llevado a cabo un
genocidio y tendrán que pagar por ello... —murmuró el padre Valdomero,
sosteniendo el pequeño frasco con dos dedos y el brazo estirado, como si
temiera que el veneno le saltara a la cara.
Fue él quien
sugirió crear una fundación destinada a proteger el Ojo del Mundo y en
especial a la gente de la neblina. Con la pluma elocuente de Kate Coid y
el prestigio internacional de Ludovic Leblanc, estaba seguro de lograrlo,
explicó entusiasmado. Faltaba financiamiento, era cierto, pero entre todos
verían cómo conseguir el dinero: recurrirían a las iglesias, los partidos
políticos, los organismos internacionales, los gobiernos, no dejarían
puerta sin golpear hasta conseguir los fondos necesarios. Había que salvar
a las tribus, decidió el misionero y los demás estuvieron de acuerdo con
él.
—Usted será el
presidente de la fundación, profesor —ofreció Kate Coid.
—¿Yo? —preguntó
Leblanc genuinamente sorprendido y encantado.
—¿Quién podría
hacerlo mejor que usted? Cuando Ludovic Leblanc habla, el mundo escucha...
—dijo Kate Coid, imitando el tono presuntuoso del antropólogo, y todos se
echaron a reír, menos Leblanc, por supuesto. Alexander Coid y Nadia Santos
estaban sentados en el embarcadero de Santa María de la Lluvia, donde
algunas semanas antes tuvieron su primera conversación y comenzaron su
amistad. Como en esa ocasión, había caído la noche con su croar de sapos y
su aullar de monos, pero esta vez no los alumbraba la luna. El firmamento
estaba oscuro y salpicado de estrellas. Alexander nunca había visto un
cielo así, no imaginaba que hubiera tantas y tantas estrellas. Los chicos
sentían que había transcurrido mucha vida desde que se conocieron, ambos
habían crecido y cambiado en esas pocas semanas. Estuvieron callados
mirando el cielo por un buen rato, pensando en que debían separarse muy
pronto, hasta que Nadia se acordó de la cestita que llevaba para su amigo,
la misma que le había dado Walimaí al despedirse. Alex la tomó con
reverencia y la abrió: adentro brillaban los tres huevos de la montaña
sagrada.
—Guárdalos, Jaguar.
Son muy valiosos, son los diamantes más grandes del mundo —le dijo Nadia
en un susurro.
—¿Éstos son
diamantes? —preguntó Alex espantado, sin atreverse a tocarlos.
—Si. Pertenecen a
la gente de la neblina. Según la visión que tuve, estos huevos pueden
salvar a esos indios y el bosque donde han vivido siempre.
—¿Por qué me los
das?
—Porque tú fuiste
nombrado jefe para negociar con los nahab. Los diamantes te servirán para
el trueque —explicó ella.
—¡Ay, Nadia! No soy
más que un mocoso de quince años, no tengo ningún poder en el mundo, no
puedo negociar con nadie y menos hacerme cargo de esta fortuna.
—Cuando llegues a
tu país se los das a tu abuela. Seguro que ella sabrá qué hacer con ellos.
Tu abuela parece ser una señora muy poderosa, ella puede ayudar a los
indios —aseguró la chica.
—Parecen pedazos de
vidrio. ¿Cómo sabes que son diamantes? —preguntó él.
—Se los mostré a mi
papá, él los reconoció a la primera mirada. Pero nadie más debe saberlo
hasta que estén en un lugar seguro, o se los robarán, ¿entiendes, Jaguar?
—Entiendo. ¿Los ha
visto el profesor Leblanc?
—No, sólo tú, mi
papá y yo. Si se entera el profesor saldrá corriendo a contárselo a medio
mundo —afirmó ella.
—Tu papá es un
hombre muy honesto, cualquier otro se habría quedado con los diamantes.
—¿Lo harías tú?
—¡No!
—Tampoco lo haría
mi papá. No quiso tocarlos, dijo que traen mala suerte, que la gente se
mata por estas piedras —respondió Nadia.
—¿Y cómo voy a
pasarlos por la aduana en los Estados Unidos? —preguntó el muchacho
tomando el peso de los magníficos huevos.
—En un bolsillo. Si
alguien los ve, pensará: son artesanía del Amazonas para turistas. Nadie
sospecha que existen diamantes de este tamaño y menos en poder de un
chiquillo con media cabeza afeitada —se rió Nadia, pasándole los dedos por
la coronilla pelada.
Permanecieron largo
rato en silencio mirando el agua a sus pies y la vegetación en sombras que
los rodeaba, tristes porque dentro de muy pocas horas deberían decirse
adiós. Pensaban que nunca más ocurriría nada tan extraordinario en sus
vidas como la aventura que habían compartido. ¿Qué podía compararse a las
Bestias, la ciudad de oro, el viaje al fondo de la tierra de Alexander y
el ascenso al nido de los huevos maravillosos de Nadia?
—A mi abuela le han
encargado escribir otro reportaje para el International Geographic. Tiene
que ir al Reino del Dragón de Oro —comentó Alex.
—Eso suena tan
interesante como el Ojo del Mundo. ¿Dónde queda? —preguntó ella.
—En las montañas
del Himalaya. Me gustaría ir con ella, pero... El muchacho comprendía que
eso era casi imposible. Debía incorporarse a su existencia normal. Había
estado ausente por varias semanas, era hora de volver a clases o perdería
el año escolar. También quería ver a su familia y abrazar a su perro
Poncho. Sobre todo, necesitaba entregar el agua de la salud y la planta de
Walimaí a su madre; estaba seguro de que con eso, sumado a la
quimioterapia, se curaría. Sin embargo, dejar a Nadia le dolía más que
nada, deseaba que no amaneciera nunca, quedarse eternamente bajo las
estrellas en compañía de su amiga. Nadie en el mundo lo conocía tanto,
nadie estaba tan cerca de su corazón como esa niña color de miel a quien
había encontrado milagrosamente en el fin del mundo. ¿Qué sería de ella en
el futuro? Crecería sabia y salvaje en la selva, muy lejos de él.
—¿Volveré a verte?
—suspiró Alex.
—¡Claro que sí!
—dijo ella, abrazada a Borobá, con fingida alegría, para que él no
adivinara sus lágrimas.
—Nos escribiremos,
¿verdad?
—El correo por
estos lados no es muy bueno que digamos...
—No importa, aunque
las cartas se demoren, te voy a escribir Lo más importante de este viaje
para mi es habernos conocido. Nunca, nunca te olvidaré, siempre serás mi
mejor amiga —prometió Alexander Coid con la voz quebrada.
—Y tú mi mejor
amigo, mientras podamos vernos con el corazón —replicó Nadia Santos.
—Hasta la vista,
Águila...
—Hasta la vista,
Jaguar...
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