Leyendas

 

    El sueño dorado de un pirotécnico: un festival de luces inmenso a la misma altura a la que vuelan los satélites. Primero un brillo fosforescente en el horizonte que capta la atención y, tímidamente, se esconde para aparecer rodeado por un arco y, luego, por otro y otro más… mientras unas ondas de luz se mueven a lo largo de estos arcos. Es la señal de que este grandioso espectáculo va a comenzar. De repente, cambia el escenario del cielo y se produce una tormenta de chispazos y rayos de luz, que caen formando cortinas que cubren el cielo; aparecen colores rojos y violetas que se entrecruzan y se unen. Las cortinas desaparecen para dejar paso a una nueva serie de rayos que descienden desde el cielo y se mueven en todas direcciones, originando lo que se llama la corona de la aurora. Han pasado 20 minutos de asombro y la función termina; pero hay todavía un brillo en el horizonte que emana suficiente luz como para apreciar las formas. 

    Pero las auroras no solo son belleza, durante los días 12 y 13 de marzo de 1989, una violenta tormenta eléctrica privó de electricidad a varios millones de ciudadanos en la ciudad canadiense de Quebec. A la vez y en otras zonas diferentes del país, sus habitantes contemplaron el maravilloso espectáculo de las auroras boreales. ¿Dos hechos distantes y distintos? Pueden ser sucesos distantes pero no distintos. Y algo tan espectacular de contemplar tiene un origen muy físico; la interacción de Radiación Cósmica proveniente, principalmente, de la actividad de nuestro Sol, como veremos más tarde.

    Este imponente espectáculo conocido como Aurora, "boreal" en las regiones del hemisferio norte y "austral" en las del Sur, no siempre se ha visto como algo de gran belleza, también ha inspirado terribles leyendas, ha aterrorizado a los hombres, eran el presagio de maldiciones, guerras o enfermedades, pero por encima de todo han fascinado a todos los que han tenido la oportunidad de vivirlas. 

    Para algunas culturas las luces del Norte tenían una sencilla explicación; el cielo era una enorme cúpula construida con un material duro y resistente. Fuera estaba el infinito, el paraíso, el territorio de los muertos, un lugar luminoso que apenas se podía vislumbrar algunas noches por los pequeños agujeros que la cúpula celeste mostraba. Era por estos resquicios por donde las almas de los muertos podían ascender hasta los territorios celestiales, el camino era largo y difícil, cruzando un puente estrecho que se extendía sobre un tenebroso abismo. Pero allá arriba, en el cielo, alguien velaba por los ciegos espíritus que debían atravesar el abismo que separa la vida y la muerte: las almas de los hombres que ya habitaban aquellos territorios de éter encendían antorchas para guiar los pasos de los nuevos espíritus. Estos fuegos eran las Luces del Norte. 

    En el norte de Europa, durante la Edad Media, se pensaba que las auroras boreales eran el reflejo de los guerreros celestiales. Cuando un bravo soldado moría en el campo de batalla defendiendo su reino, se le concedía el honor de combatir en el cielo durante toda la eternidad; las Luces del Norte eran el reflejo de la respiración de estos valientes luchadores 
Ya Aristóteles, en su libro Meteorología, había expuesto su versión de este fenómeno. Alejándose de las explicaciones sobrenaturales, el sabio griego se limitó a decir que las Luces del Norte se asemejaban a las llamas que se obtenían al quemar un gas inflamable. En el libro nórdico Kongespeilet (El espejo del rey), fechado en el año 1230 se reconocía la total ignorancia respecto al tema, pero intentaba eludir las historias de muertos y maldiciones: "Con las Luces del Norte ocurre como con tantas otras cosas de las que no sabemos nada en absoluto. Los sabios lanzan ideas y hacen un simple trabajo de adivinación, creyendo lo que es más común y probable".

    El misterio se mantuvo durante muchísimos años; tantos que hace apenas un siglo en la Enciclopedia Británica todavía se podía leer que las auroras boreales y las tormentas eran el resultado de mismo fenómeno que producía descargas eléctricas, aunque de distinta naturaleza.

    Hubo que esperar hasta los inicios de este siglo para buscar respuestas más allá de las creencias populares. Algunos científicos, como el estadounidense Elias Loomis y el astrónomo italiano Giovani Donati (ambos relacionaron las auroras con la actividad solar) o los noruegos Lars Vegard y Kristian Birkeland (el primero elaboró un mapa con la gama cromática del fenómeno y el segundo pudo reproducirlo en un laboratorio), sentaron las bases para un análisis sobre las Luces del Norte.
Pero el primer hombre con la curiosidad y el valor suficientes para acercarse hasta el mismo lugar donde se producían las auroras fue Carl Stormer en 1910. Los estudios realizados durante su peligroso viaje por el científico noruego, con las simples herramientas de dos cámaras frigoríficas y el empleo de aritmética básica, sirvieron para obtener las primeras imágenes fotográficas de las auroras y establecer la altura donde se producían.

   

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