El Período Virreinal


Por lo que hace a la contribución musical de los españoles, puede decirse que en tanto que los misioneros intrudujeron el canto llano y la polifonía sacra, manejándolos básicamente como instrumentos auxiliares en el proceso de conversión religiosa, los militares y aventureros de toda laya que los seguían aportaron las formas de la música profana de la Europa de aquel tiempo, amén de la música popular de sus regiones de origen. Así, las canciones y danzas andaluzas, castellanas, gallegas y extemeñas se difundieron hasta los más remotos rincones de la colonia, dando de esta manera una viva representación a algunas de las muy variadas tradiciones nacionales de la península ibérica. Y si bien es cierto que la heterogénea mezcla étnica y social de los emigrantes no les permitió reproducir fielmente su sociedad ancestral, además de que la persecución del logro de ciertas utopías comunes a todos ellos tendía a uniformar sus actitudes, reglas y costumbres, de modo que la llamada "cultura de la conquista" resultó ser diferente de la cultura madre, también es verdad que los hábitos auditivo-musicales tienen -por obvias razones psicofisiológicas- un mayor arraigo que otros, de modo que, a pesar de las tendencias a la uniformación que se dejaban sentir en otros campos, en el terreno de la música se introdujo en las colonias españolas una increible variedad de tradiciones peninsulares locales.

Por otra parte, los indígenas -que aparentemente asignaban hasta el momento de la Conquista una función eminentemente religiosa a la música- descubrieron, según parece, las posibilidades seculares de dicho arte y absorbieron las formas musicales recien importadas adquiriendo, entre otras cosas, una gran habilidad en el arte de la laudería, esto es, de la fabricación de instrumentos musicales de origen europeo, situación ésta que determinó que, aunque pronto fueran discriminados en las actividades musicales de los emigrantes, quedaron echadas en forma ya irreversible las bases de una nueva tradición artística.

Finalmente, la música europea de concierto también mostró la impronta del choque cultural, pues incorporó a su acervo de formas algunas danzas de origen novohispano, tales como la sarabanda, la pavana y la chacona. En efecto, la investigación musicológica moderna ha dejado definitivamente establecido que la sarabanda y la chacona surgieron como danzas populares en el México colonial -de ascendencia indígena la primera, y posiblemente permeadas ambas por fuertes elementos africanos- y los especialistas disputan todavía, por carecer aún de una información concluyente al respecto, acerca de si la pavana comparte el mismo origen o más bien proviene de Italia.

Todo ello no quedó sin efecto: por una parte, surgió una escuela de música barroca de un acento claramente distinguible, debido a que si bien la música culta europea no se modificó en sus elementos constitutivos y procedimientos técnicos al ser trasplantada a territorio novohispano, si adquirió en sello peculiar al absorber en mayor o menor grado -según el temperamento individual de cada compositor- ciertos elementos rítmicos, melódicos y armónicos provenientes tanto de la música de los aborígenes como de los negros que fueron traídos del Africa en los primeros cargamentos de esclavos. Con ello la música novohispana se convirtió en un capítulo específico de la música barroca occidental y en uno de los aportes americanos al acervo cultural común. Esta escuela -casi desconocida hoy- alcanzó un nivel y esplendor tales que pudo contar con ilustres maestros como Hernando Franco (1532-1585), Juan de Lienas, Pedro Bermúdez y Bernardo de Peralta (los tres de alrededor de la segunda mitad del siglo XVI al comienzo del XVII) Juan Gutiérrez de Padilla (c. 1595-1664), y Manuel de Zumaya (c. 1680-1740), entre otros, y disponer de importantes centros de actividad en las ciudades de México, Puebla, Morelia (entonces Valladolid), y Oaxaca, que rivalizaban entre sí por la supremacía artística.

Ahora bien, a pesar de lo ya apuntado, durante tres siglos la Nueva España no fue sino una avanzada cultural de la metrópoli: cuando la música de concierto prosperaba en el tronco español, aparecían brotes en la rama novohispana del mismo, y cuando la savia dejaba de fluir en él, la vida musical del virreinato, carente de cualquier raigambre propio, languidecía también. Esta situación obedeció fundamentalmente a que no se habían desarrollado en México escuelas de música que impartieran una enseñanza de un amplio nivel profesional y, a la larga, esta carencia de escuelas, más que la misma falta de músicos capaces, vino a constituir el efecto más deletéreo de la dominación metropolitana sobre la vida musical de la colonia.

En vísperas de la Independencia resultaba evidente que las debilidades que aquejaban a la música española del siglo XVIII eran precisamente las mismas que se dejaban sentir en México, esto es, la afluencia de músicos europeos, principalmente italianos, de segunda o tercera categoría que ejercían la más nefasta influencia. Además, y en contraste con lo que ocurría en Madrid, la actividad musical en la corte virreinal era prácticamente nula, lo que se explica por la circunstancia de que, durante el gobierno de la dinastóa borbónica en España, la corona solicitó preferentemente los servicios de la nobleza media, y los virreyes fueron por lo regular soldados o marinos, que -obviamente- carecían de inquietudes artísticas, además de que tenían que concentrar sus esfuerzos, en primer término, en la resolución de los arduos problemas sociales y económicos de su administración.

En cambio, el panorama de la música popular a fines del virreinato era muy diferente. Al tratar este punto no se puede dejar de indicar que la distinción tajante, radical, entre la llamada música culta y la popular -con todo lo que tal distinción implica, esto es, la profunda diferencia de naturaleza estética y de tipo de expresión que separa a ambas categorías- es más bien una característica de las áreas de cultura occidental, puesto que, esencialmente, no es sino un resultado de la peculiar evolución que siguió el arte musical en tales zonas, así como de la índole específica de sus relaciones con su respectivo contexto social. Y dentro de estas peculiares condiciones, es obvio que cuando se debilita el influjo de la música culta, el folclor musical tiende a consolidarse y fortalecerse (cosa que, añadimos, tal vez esté ocurriendo nuevamente en nuestros días). Además, dada la estructura propia de las sociedades occidentales, su estatificación socio-económica y las diferencias en las oportunidades de educación que brindan a los miembros de sus diversas clases constitutivas, diferencias que -pese a tratarse de "sociedades abiertas"- son un factor importantísimo para la aparición de "subculturas" en ellas, no puede negarse un cierto carácter clasista al fenómeno antes apuntado aunque, como es natural, dicho carácter sea desde luego un tanto vago y difuso.

Así, no debe de extrañarnos el que la música popular novohispana tuviera un sentido un tanto plebeyo, oposicionista y hasta revolucionario dentro de la sociedad colonial, de fuertes rasgos feudales y dominada por los peninsulares. Por ello, puede afirmarse que, en lo que respecta al arte sonoro, la época de la lucha por la Independencia representó la fase del surgimiento y consolidación del folclor como espresión no sólo de un subgrupo o de algún segmento determinado de la población, sino de una auténtica conciencia nacional. Y así, aunque este período de la historia del país no haya aportado grandes nombres ni realizaciones o avances espectaculares en el campo de la música, no deja de constituir una etapa de suma trascendencia en la evolución de nuestro arte sonoro, pues en la misma se sentaron las bases de todo aquello que, andando el tiempo, vendría a hacer posible que adquiriéramos una fisonomía musical propia y distintiva.