LA ILUSION PERDIDA | 20 de diciembre de 2004 |
La crisis que estalló en diciembre de
1994 causó al país el mayor retroceso económico desde la Gran Depresión de
los años 30. El precio a pagar ha sido muy elevado en el mediano y largo
plazos. A raíz del proceso de ajuste que sobrevino, México definió de
manera pasiva en los últimos 10 años una especialización económica
internacional basada en bajos costos salariales y estímulos fiscales a la
inversión foránea, con lo que renunció a la fijación de objetivos
estratégicos nacionales de desarrollo. Víctor M. Godínez
1994 es un año axial en la reciente historia económica de México. En torno a él se definen rasgos que caracterizan las limitaciones del estilo vigente de crecimiento y desarrollo. La crisis bancaria que estalló en los últimos días de aquel año y cuyos efectos se manifestaron con toda intensidad en los 12 meses siguientes, reventó las infladas expectativas producidas al fragor del reformismo autoritario de Carlos Salinas de Gortari. La crisis irrumpió cuando estaba a punto de cumplir un año de entrar en operación el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), concebido y presentado por sus proponentes como sólida plataforma estratégica para dar el salto definitivo hacia lo que Jaime Serra el efímero secretario de Hacienda de Ernesto Zedillo gustaba denominar "las grandes ligas internacionales" del desarrollo económico y social. Si algo queda claro en la década
transcurrida desde 1994 es que esa previsión está hoy tan lejos de
verificarse como entonces. En su versión original, el TLCAN agotó ya su
potencial de convertirse para México en instrumento de cambio productivo y
de promoción del desarrollo. En cuanto a la crisis bancaria de 1994-1995,
aunque sus efectos explosivos de corto plazo fueron controlados con
rapidez, sus secuelas financieras y políticas siguen presentes, y son
referente inevitable en la explicación de algunas de las mayores
restricciones que la economía mexicana enfrenta para generar progreso
material y social.
La política económica mantiene desde
1994 una trayectoria ortodoxa. Sus objetivos e instrumentos permanecen
inalterados a pesar de la alternancia político-electoral de
2000. La estabilidad macroeconómica y financiera ha sido su meta
prioritaria y casi única durante todo este periodo, además de perseguir
como finalidad estratégica la consolidación de un régimen económico
cimentado en la participación creciente del sector privado y la apertura
comercial y financiera. Esta orientación básica se ha mantenido aun a
expensas de sacrificar el crecimiento del producto y el empleo, y sin que
la respuesta del sector privado a los estímulos formales e informales de
la estrategia gubernamental haya llegado a compensar de manera plena
por medio de una inversión productiva sostenida y suficiente el
vacío dejado por la de participación directa e indirecta del sector
público en la economía.
Las huellas de la crisis bancaria
y financiera
Si la falta de transparencia de las
privatizaciones concretadas en la época de Salinas de Gortari fue el signo
distintivo del nacimiento de la alianza política-económica que desplazó
del poder a la vieja coalición posrevolucionaria, la gestión del colapso
financiero de 1995 fue su acto de confirmación. En las últimas dos décadas
se produjeron en el mundo decenas de crisis bancarias, de Chile a
Sudcorea, de Estados Unidos a España, de Argentina a Japón. Con las
modalidades de cada caso, su solución incluyó de manera invariable una
socialización de las pérdidas, como en México. En todos los casos, las
crisis se originaron (o magnificaron sus alcances) debido a las malas
prácticas de instituciones financieras y autoridades encargadas de hacer
valer la regulación prudencial aplicable al sector bancario. El rasgo
específico del caso mexicano es que un quebranto cuyo costo fiscal
ascendió en un inicio a casi una quinta parte del PIB no ha dado lugar,
hasta la fecha, a ninguna responsabilidad jurídica, política y
administrativa entre los principales actores públicos y privados
involucrados en el colapso financiero. La gestión de la mayor y más
onerosa crisis bancaria de la historia económica del país selló un sólido
contubernio entre los grupos de poder más influyentes haciendo valer una
fórmula inaceptable en un régimen democrático: trasladar a la esfera
pública las pérdidas de la crisis, como no había otro remedio, al tiempo
que se mantenía y se mantiene en la penumbra de los intereses particulares
la clarificación total de las operaciones irregulares incluyendo las
negligencias de las autoridades supervisoras que dieron origen a este
desfalco extraordinario. Más que la crisis por sí misma, es este hecho y
su cauda de impunidades lo que define el carácter de la economía política
mexicana de la última década.
La crisis bancaria dio lugar a una
amplia restructuración del sistema financiero. Además de recapitalizarlo
con recursos fiscales por medio del IPAB/Fobaproa, el gobierno introdujo
un conjunto de cambios reglamentarios y legislativos destinados a mejorar
la supervisión y las reglas de operación de los bancos. También suprimió
las restricciones a la inversión foránea en el sector, lo que condujo a
una radical modificación del régimen de propiedad (como se sabe, con
excepción de Banorte, hoy todos los bancos comerciales son de propiedad
extranjera mayoritaria). No obstante, a 10 años del estallido de la
crisis, el funcionamiento global del sistema financiero continúa
distinguiéndose por altos grados de ineficiencia respecto a las
necesidades del desarrollo del país.
En todos los indicadores relevantes de productividad y
eficiencia, el sistema financiero mexicano se sitúa a la cola de los
países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico
(OCDE). El crédito de la banca comercial al sector privado declina sin
cesar desde 1995: de representar 38 por ciento del PIB en este año, para
junio de 2004 representaba sólo 16 por ciento. Este indicador asciende a
150 por ciento del PIB en Gran Bretaña y a 81 y 63 en Canadá y Estados
Unidos. En México sólo 30 por ciento de la cartera bancaria está
constituida por créditos al sector privado, contra un promedio de 60 por
ciento en los países de la OCDE, lo que expresa la concentración del
negocio bancario en el (seguro y fructífero) financiamiento al sector
gubernamental. Estas tendencias muestran de manera sintética cómo el
actual modo de operación del sector bancario, lejos de constituir una
palanca para el crecimiento económico, sigue siendo una restricción.
El languidecimiento del
TLCAN
La contracción del producto y del
empleo que se asoció a la crisis financiera de 1994-1995 es la más severa
que se haya experimentado en México desde la época de la Gran Depresión de
los años treinta. Pero a diferencia de otros episodios recesivos, en
especial el de 1982-83, la economía se recuperó con rapidez, logrando
restablecer hacia principios de 1997 el nivel de actividad previo a la
crisis. A partir de este año y hasta 2000 México observó una fase de
crecimiento cuya tasa promedio (5.5 por ciento anual) es la más elevada de
los últimos 22 años. Desde entonces es lugar común decir que todo ello fue
posible gracias a la existencia del TLCAN, vigente desde enero de
1994.
La drástica depreciación del peso
entre diciembre de 1994 y diciembre de 1995, combinada primero con la
caída y después con el lento repunte de la demanda interna, mejoró de
manera inmediata la competitividad costo-precio de la economía. Este
efecto macroeconómico ocurrió en el momento en que el ciclo de expansión
estadunidense de los años 90 entraba en su etapa de mayor intensidad. Al
amparo de estos factores las exportaciones no petroleras de México se
aceleraron, aumentando su valor a una tasa media anual de 19 por ciento
entre 1995 y 2000 (contra otra, ya elevada, de 14 por ciento en el periodo
1989-1994). Es sabido que el incremento de las exportaciones fue generado
en una proporción muy elevada por empresas maquiladoras y absorbido casi
en su totalidad por el mercado de Estados Unidos. También se sabe que el
acceso al mercado estadunidense trajo consigo importantes flujos de
inversión directa, cuyo valor anual pasó de 11 mil millones de dólares a
más de 16 mil millones entre 1994 y 2000.
El valor de las exportaciones no
petroleras de México (que representan 90 por ciento del total) se
multiplicó por un factor de 2.8 entre 1994 y 2000, año que registró el
máximo histórico de este indicador. El cambio de ciclo de la economía
estadounidense a partir de 2001 frenó esta expansión y desde entonces las
exportaciones se encuentran estancadas, produciendo severos efectos en el
crecimiento del empleo formal y del producto agregado de la economía (cuya
variación anual promedio entre 2001 y 2004 ha sido de 1.4 por ciento). De
igual forma, los flujos de inversión extranjera directa (IED) también
tienden desde entonces a estancarse (sobre todo si se descuentan del total
los destinados a adquirir empresas ya constituidas).
Para sus críticos, el TLCAN es la
fuente de casi todos los problemas de la economía mexicana; para sus
abogados, es casi la única opción económica de México. Para ambos es
asunto maniqueo. Mientras los dos bandos intercambiaban sus iterativos
alegatos, la gestión de este instrumento comercial se dejó al garete de
las fuerzas del mercado. En lugar de definir una estrategia nacional que
permitiera construir una inserción dinámica y sostenible en la economía
mundial a partir del espacio norteamericano, las autoridades económicas de
los gobiernos de Zedillo y Fox adoptaron con pleno convencimiento otro
dictamen célebre de Serra Puche: "la mejor política industrial es no tener
política industrial".
De esta manera México definió de
manera pasiva en los últimos 10 años una especialización económica
internacional basada en bajos costos salariales y en el caso de las
empresas maquiladoras, el dinamo del modelo en un régimen de
exenciones fiscales, renunciando a la fijación de objetivos estratégicos
nacionales de desarrollo capaces de suscitar nuevos consensos y generar
innovaciones en el ámbito social y productivo.
Con el TLCAN, las exportaciones
crecieron, pero sin arrastrar al resto de la economía ni precipitar el
cambio productivo que supone la llamada teoría de la locomotora. Los
efectos positivos potenciales que conlleva un instrumento de integración
limitada como el TLCAN se presentan una sola vez, y México no supo
aprovecharlos con plenitud. Una serie de factores exógenos pusieron en
evidencia en el último cuatrienio que el TLCAN, en su versión original,
agotó ya sus posibilidades de generar progreso para México. El cambio de
ciclo de la economía de Estados Unidos anticipa desde 2001 un periodo de
crecimiento más pautado en el que los diversos componentes de la demanda,
como la importación, deberán adecuarse al ajuste general del gasto que de
manera inevitable ocurrirá ante la necesidad de reducir los fuertes
desequilibrios financieros que padece ese país. No es viable esperar que
las exportaciones mantengan en los años por venir las altas tasas de los
años 90.
La perspectiva de un menor dinamismo
relativo del principal mercado de exportación de México se hace más
compleja ante la irrupción de China (y otros países asiáticos), cuya
combinación de bajos costos y capacidades tecnológicas es una poderosa
fuerza de desviación del comercio y las inversiones directas en la
economía internacional. Además de percibir esta irrupción como una
fatalidad, las autoridades económicas no aciertan hasta ahora a anteponer
una verdadera estrategia dirigida a contrarrestar sus efectos a corto y
largo plazos.
Cerrando el
círculo
La experiencia económica de México
desde 1994 muestra que un proceso económico sostenible a largo plazo no
puede apoyarse de manera exclusiva en las exportaciones, según el canon
ortodoxo que de manera obsesiva han mantenido los gobiernos de Zedillo y
Fox. A diferencia de lo que muchos actores políticos pregonan, México no
es un caso ejemplar de desarrollo. Los efectos de la restricción
crediticia que observa la economía desde 1995 son mucho más profundos y
extensos de lo que suele admitirse en los círculos gubernamentales y
bancarios.
Una clave del decepcionante
desempeño económico agregado en la última década es el estancamiento del
sector no exportador, que entre otros factores de orden estructural se
explica por su falta de financiamiento. Para que una expansión de las
exportaciones, como la observada en México desde 1994, se encauce por un
sendero de crecimiento relativamente balanceado y sostenible se requiere
que el sector no exportador esté en posibilidades de suministrar toda una
gama de insumos a las empresas vinculadas al mercado internacional. Esto
supone una disponibilidad de financiamiento para las empresas orientadas
al mercado interno que no está presente en la estrategia de negocios del
sector bancario configurado a raíz de la crisis de 1995. Se cierra así un
círculo perverso: estas empresas no participan del auge del comercio
internacional porque no tienen financiamiento, y no tienen financiamiento
porque no participan del auge exportador. Cuellos de botella de
este tipo no suelen ser resueltos por las fuerzas del mercado, sino por la
política pública.
La modernización económica es la
gran asignatura de México en los próximos años. Para emprenderla será
necesario fortalecer el mercado interno y al mismo tiempo promover un
modelo de inserción internacional basado en la mejoría sostenida de la
productividad, no en los bajos costos salariales. Esta opción de
desarrollo tiene varias implicaciones y exigencias, pero a la luz de la
experiencia de la última década debe decirse que entre las más importantes
está la modernización de las elites económicas y políticas y de su cauda
ideológico-cultural. Ello no será posible sin la construcción de un nuevo
contrato social que anude mecanismos efectivos de participación,
representatividad y rendición de cuentas §
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