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también:
HOLOCAUSTO Y
EL PAPA PIO XII
NO EXISTIO COMPLICIDAD
ENTRE EL REGIMEN NAZI Y LA IGLESIA
Resumen
del documento vaticano
«Nosotros recordamos: una reflexión sobre la
"Shoah"».
CIUDAD DEL VATICANO, 16 mar 98 (ZENIT).- «Este documento tiene que ser entendido como un paso ulterior en el camino trazado por el Concilio Vaticano II en nuestras relaciones con el pueblo hebreo. En la carta que el Santo Padre me envió el 12 de marzo para acompañar la publicación del nuevo documento sobre el Holocausto, expresa la ferviente esperanza de que "ayude verdaderamente a curar las heridas de las incomprensiones e injusticias del pasado"». Con estas palabras el cardenal Edward Idris Cassidy, presidente del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos y de la Comisión para las relaciones con el Hebraísmo, abrió en la Sala de Prensa de la Santa Sede la rueda de prensa de presentación del documento «Nosotros recordamos: una reflexión sobre la "Shoah"».
«Shoah» es el término utilizado por el pueblo judío para referirse al Holocausto, el genocidio nazi perpetrado contra el pueblo hebreo en el que perdieron la vida seis millones de judíos. «El documento --continuó explicando el cardenal australiano-- se dirige a los fieles católicos de todo el mundo, y no sólo a los de Europa, donde tuvo lugar la «Shoa», con el deseo de que todos los cristianos se unan a sus hermanas y hermanos católicos, en la meditación de esta catástrofe que cayó sobre el pueblo hebreo, sobre sus causas y sobre el imperativo moral que se deriva de ella para que no vuelva a tener lugar una tragedia de estas dimensiones.
Al mismo tiempo, el documento pide a nuestros amigos hebreos que abran su corazón para escuchar nuestra voz». Después de haber recordado que el documento ha sido escrito para responder a una petición expresa del Papa, el presidente de la Comisión para las Relaciones con el Hebraísmo explicó que «el Santo Padre nos ha animado constantemente a considerar nuestra actitud frente a las relaciones con el pueblo hebreo. Y nos ha recordado que el balance de estas relaciones ha sido sumamente negativo durante dos milenios. Este largo período ha estado caracterizado por muchas manifestaciones de antijudaísmo y de antisemitismo y, en nuestro siglo, por los horribles acontecimientos del Holocausto».
«La Iglesia católica --concluyó el cardenal Cassidy-- quiere, por tanto, que esto sea conocido por todos los católicos y, más todavía, por todos los hombres, dondequiera que vivan. Con ello desea ayudar a los católicos y a los hebreos a realizar aquellos valores que encuentran su fundamento en nuestras raíces comunes. De hecho, allá donde se han dado culpas por parte de los cristianos, esta responsabilidad debe inspirar arrepentimiento.
Confiamos en que este documento ayudará a todos los fieles católicos de todas las partes del mundo a descubrir en sus relaciones con el pueblo hebreo "la valentía de la fraternidad"».
Ante la pregunta sobre cómo es posible que la Iglesia reconozca el propio antijudaísmo pero rechace cualquier apoyo al nazismo, el cardenal Cassidy respondió: «El antisemitismo de los nazis tiene su origen en la filosofía pagana y en una concepción del mundo anticristiana, por ello, el nazismo atacó también a los cristianos. El documento quiere desmentir de manera definitiva que no existió ninguna complicidad entre el régimen nazi y la Iglesia».
El documento, de diez páginas ha requerido diez años para ser redactado. Monseñor Pierre Duprey, vicepresidente de la Comisión para las Relaciones con el Hebraísmo aclaró que «Hemos tardado tanto tiempo porque un documento como tal, si no responde a un proceso de maduración de toda la Iglesia, no tiene valor. Por ello, hemos esperado el tiempo necesario para que madure la Iglesia en una atmósfera coherente con el espíritu del Concilio Vaticano II. En este contexto, estamos convencidos de que el documentó será recibido ahora como expresión global de la Iglesia católica que se prepara, a través de un examen de conciencia, a afrontar los desafíos del tercer milenio».
Por lo que se refiere a las presuntas complicidades de Pío XII con el régimen nazi, el cardenal Cassidy ofreció numerosos testimonios de autoridades hebreas que agradecieron profundamente al papa Pío XII por haber defendido a los hebreos. Entre ellas, aparece un mensaje de la señora Golda Meir. «Ya en 1945 --añadió Cassidy-- se dirigieron al Papa Pío XII muchos mensajes que no habían sido solicitados para agradecerle por lo que había hecho durante la guerra. Es importante recordarlos, pues se han difundido muchas historias negativas sobre aquel Papa, todas ellas inspiradas en la obra teatral «El Vicario», escrita por Rolf Hochuth. Pero hay que escribir la historia con objetividad, se debe pensar en la verdad, por esto hemos decidido dar a conocer estos testimonios del pueblo hebreo a favor de Pío XII.
Queremos que la realidad histórica sea mejor conocida y contradecir lo que hasta ahora ha sido la opinión común». Sobre el mismo argumento, monseñor Duprey reveló un testimonio personal:
«El 6 de junio, Pío XII me recibió junto al gran rabino del Ejército francés que se encontraba en Roma. Le dijo al Santo Padre: "Nada más llegar a Roma, he venido a saludarle y expresar mi profundo reconocimiento por todo lo que usted ha hecho por las personas de mi religión"».
Ante la constatación de que en estos momentos la única institución que siempre está pronunciando el «mea culpa» es la Iglesia, el cardenal Cassidy citó las declaraciones del gran rabino de Francia en su intervención ante el último congreso ecuménico de Graz, el 27 de junio de 1997. «Sería injusto si no nos diéramos cuenta de la verdadera confesión que tiene lugar ante nuestros mismos ojos --afirmó el rabino francés--. Ciertamente estamos recorriendo un camino que todavía no ha alcanzado su meta, pero quisiera añadir que también nosotros, los hebreos, tenemos que hacer una "teshuva" (arrepentimiento). Dado que estamos acostumbrados a las persecuciones, después de tanto siglos estamos convencidos de que todo el mundo está contra nosotros y no hemos considerado totalmente el alcance de esta inmensa esperanza que constituye la voluntad cristiana de la sincera "teshuva"».
©ZENIT
ZE980316-1
CARTA DE JUAN PABLO II DE PRESENTACION DEL
DOCUMENTO
«La Iglesia alienta a sus hijos a
purificar sus corazones a través del
arrepentimiento»
Al Señor Cardenal Edward Idris Cassidy Presidente de la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Hebraísmo
En numerosas ocasiones durante mi pontificado he recordado con profundo pesar los sufrimientos del pueblo hebreo durante la Segunda Guerra Mundial. El crimen que se ha llegado a conocer como la «Shoah» permanece como una mancha indeleble de la historia del siglo que está por concluirse.
Preparándonos para iniciar el tercer milenio de la era cristiana, la Iglesia es consciente de que el gozo de un Jubileo es, sobre todo, un gozo fundado sobre el perdón de los pecados y sobre la reconciliación con Dios y con el prójimo. Por ello, alienta a sus hijos e hijas a purificar sus corazones, a través del arrepentimiento por los errores y las infidelidades del pasado. Ella también los llama a presentarse humildemente delante de Dios y a examinarse sobre la responsabilidad que también ellos tienen con respecto a los males de nuestro tiempo.
Es mi ferviente esperanza que el documento: «Nosotros recordamos: una Reflexión sobre al "Shoah"», que la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Hebraísmo ha preparado bajo su dirección, ayude verdaderamente a curar a las heridas de la incomprensión e injusticias del pasado. Que ellos sirva para que la memoria pueda ejercer su papel necesario en el proceso de construcción de un futuro en el cual la indecible iniquidad de la "Shoah" no pueda volverse a repetir. Que el Señor de la historia guíe los esfuerzos de los católicos y los hebreos y de todos los hombres y mujeres de buena voluntad para que trabajen juntos por un mundo de auténtico respeto por la vida y la dignidad de todo ser humano, ya que todos han sido creados a imagen y semejanza de Dios.
Desde el Vaticano, 12 marzo, 1998
Juan Pablo II
I. La tragedia de la «Shoah» y
el deber de la memoria.
Se está
concluyendo rápidamente el siglo XX y ya despunta la aurora de un nuevo
milenio cristiano. El bimilenario del nacimiento de Jesucristo impulsa a todos
los cristianos, e invita en realidad a todo hombre y a toda mujer, a tratar de
descubrir en el devenir de la historia los signos de la divina Providencia que
actúa en ella, así como los modos en los que la imagen del Creador en el
hombre ha sido ofendida y desfigurada.
Esta reflexión atañe a uno de
los sectores principales en que los católicos pueden tomar seriamente en
consideración la exhortación que dirigió Juan Pablo II en la carta apostólica
Tertio millennio adveniente: «Es justo que, mientras el segundo milenio del
cristianismo llega a su fin, la Iglesia asuma con una conciencia más viva el
pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo
de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio,
ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los
valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran
verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo» (1).
Este siglo ha
sido testigo de una tragedia inefable, que nunca se podrá olvidar: el intento
del régimen nazi de exterminar al pueblo judío, con el consiguiente asesinato
de millones de judíos. Hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, niños e
infantes, sólo por su origen judío, fueron perseguidos y deportados. Algunos
fueron asesinados inmediatamente; otros fueron humillados, maltratados,
torturados y privados completamente de su dignidad humana y, finalmente,
asesinados. Poquísimos de los que fueron internados en los campos de
concentración pudieron sobrevivir, y los que lo lograron han quedado
aterrorizados para el resto de su vida. Esa fue la Shoah: uno de los
principales dramas de la historia de este siglo, un drama que nos afecta
todavía hoy.
Frente a ese terrible genocidio, que los responsables de
las naciones y las mismas comunidades judías encontraron difícil de creer
cuando era cruelmente perpetrado, nadie puede quedar indiferente, y mucho
menos la Iglesia, por sus vínculos tan estrechos de parentesco espiritual con
el pueblo judío y por su recuerdo de las injusticias del pasado. La relación
de la Iglesia con el pueblo judío es diferente de la que mantiene con
cualquier otra religión (2). Sin embargo, no se trata sólo de volver al
pasado. El futuro común de judíos y cristianos exige que recordemos, porque
«no hay futuro sin memoria» (3). La historia misma es memoria
futuri.
Al dirigir esta reflexión a nuestros hermanos y hermanas de la
Iglesia católica esparcidos por el mundo, pedimos a todos los cristianos que
se unan a nosotros para reflexionar en la catástrofe que se abatió sobre el
pueblo judío, y en el imperativo moral de asegurar que nunca más el egoísmo y
el odio puedan crecer hasta el punto de sembrar tal sufrimiento y muerte (4).
Especialmente, pedimos a nuestros amigos judíos, «cuyo terrible destino se ha
convertido en símbolo de las aberraciones adonde puede llegar el hombre cuando
se vuelve contra Dios» (5), que dispongan su corazón para
escucharnos.
II. Lo que debemos recordar
El
pueblo judío, al dar su singular testimonio del Santo de Israel y de la Torah,
ha tenido que sufrir mucho en diversos tiempos y en numerosos lugares. Pero la
Shoah fue, ciertamente, el peor sufrimiento de todos. La crueldad con que los
judíos han sido perseguidos y asesinados en este siglo supera la capacidad de
expresión de las palabras. Y todo ello se les hizo por el mero hecho de que
eran judíos.
La misma magnitud del crimen suscita muchas preguntas.
Historiadores, sociólogos, filósofos políticos, psicólogos y teólogos tratan
de conocer más sobre la realidad y las causas de la Shoah. Quedan aún por
hacer muchos estudios especializados. Pero ese acontecimiento no puede
valorarse plenamente sólo con los criterios ordinarios de la investigación
histórica, pues exige una «memoria moral y religiosa» y, especialmente entre
los cristianos, una reflexión muy seria sobre las causas que lo
provocaron.
El hecho de que la Shoah se haya producido en Europa, es
decir, en países de una civilización cristiana de largo tiempo, plantea la
cuestión de la relación entre la persecución nazi y las actitudes de los
cristianos, a lo largo de los siglos, con respecto a los
judíos.
III. Las relaciones entre judíos y
cristianos
La historia de las relaciones entre judíos y
cristianos es una historia tormentosa. Lo ha reconocido el Santo Padre Juan
Pablo II en sus repetidos llamamientos a los católicos a examinar nuestra
actitud en lo que atañe a nuestras relaciones con el pueblo judío (6). En
efecto, el balance de estas relaciones durante dos milenios ha sido, más bien,
negativo (7).
En los albores del cristianismo, después de la
crucifixión de Jesús, surgieron disputas entre la Iglesia primitiva y los
judíos, jefes y pueblo, los cuales, por su adhesión a la Ley, a veces se
opusieron violentamente a los predicadores del Evangelio y a los primeros
cristianos. En el Imperio romano, que era pagano, los judíos estaban
legalmente protegidos por los privilegios otorgados por el Emperador, y las
autoridades al principio no hicieron distinción entre comunidades judías y
cristianas. Sin embargo, pronto los cristianos fueron perseguidos por el
Estado. Cuando, más tarde, incluso los emperadores se convirtieron al
cristianismo, primero siguieron garantizando los privilegios de los judíos.
Pero grupos de cristianos exaltados que asaltaban los templos paganos,
hicieron en algunos casos lo mismo con las sinagogas, por influjo de ciertas
interpretaciones erróneas del Nuevo Testamento relativas al pueblo judío en su
conjunto. «En el mundo cristiano -no digo de parte de la Iglesia en cuanto
tal- algunas interpretaciones erróneas e injustas del Nuevo Testamento con
respecto al pueblo judío y a su supuesta culpabilidad han circulado durante
demasiado tiempo, dando lugar a sentimientos de hostilidad en relación con ese
pueblo» (8). Esas interpretaciones del Nuevo Testamento fueron rechazadas, de
forma total y definitiva, por el concilio Vaticano II (9).
No obstante
la predicación cristiana del amor hacia todos, incluidos los enemigos, la
mentalidad dominante a lo largo de los siglos perjudicó a las minorías y a los
que, de algún modo, eran «diferentes». Sentimientos de antijudaísmo en algunos
ambientes cristianos y la brecha existente entre la Iglesia y el pueblo judío
llevaron a una discriminación generalizada, que desembocó a veces en
expulsiones o en intentos de conversiones forzadas. En gran parte del mundo
«cristiano», hasta finales del siglo XVIII, los no cristianos no siempre
gozaron de un status jurídico plenamente reconocido. A pesar de ello, los
judíos, extendidos por todo el mundo cristiano, conservaron sus tradiciones
religiosas y sus costumbres propias. Por eso, fueron objeto de sospecha y
desconfianza. En tiempos de crisis, como carestías, guerras, epidemias o
tensiones sociales, la minoría judía fue a veces tomada como chivo expiatorio,
y se convirtió así en víctima de violencia, saqueos e incluso
matanzas.
Entre el final del siglo XVIII y el inicio del XIX, los
judíos habían logrado, por lo general, una posición de igualdad con respecto a
los demás ciudadanos en la mayoría de los Estados, y un buen número de ellos
llegó a desempeñar funciones importantes en la sociedad. Pero en este mismo
contexto histórico, especialmente en el siglo XIX, se desarrolló un
nacionalismo exasperado y falso. En un clima de rápidos cambios sociales, los
judíos fueron a menudo acusados de ejercer un influjo excesivo en relación con
su número. Entonces comenzó a difundirse, con grados diversos, en la mayor
parte de Europa, un antijudaísmo esencialmente más sociopolítico que
religioso.
Durante el mismo período, comenzaron a surgir teorías que
negaban la unidad de la raza humana, afirmando la diferencia originaria de las
razas. En el siglo XX, el nacionalsocialismo en Alemania usó esas ideas como
base pseudocientífica para una distinción entre las así llamadas razas
nórdico-arias y supuestas razas inferiores. Además, la derrota de Alemania en
1918 y las condiciones humillantes que le impusieron los vencedores,
impulsaron en ella una forma extremista de nacionalismo, con la consecuencia
de que muchos vieron en el nacionalsocialismo una solución a los problemas del
país y, por ello, colaboraron políticamente con ese movimiento.
La
Iglesia en Alemania respondió condenando el racismo. Dicha condena se realizó
por primera vez en la predicación de algunos miembros del clero, en la
enseñanza pública de los obispos católicos y en los escritos de periodistas
católicos. Ya en febrero y marzo de 1931, el cardenal Bertram de Breslavia, el
cardenal Faulhaber y los obispos de Baviera, los obispos de la provincia de
Colonia y los de la provincia de Friburgo publicaron sendas cartas pastorales
que condenaban el nacionalsocialismo, con su idolatría de la raza y del Estado
(10). El mismo año 1933, en que el nacionalsocialismo alcanzó el poder, los
famosos sermones de Adviento del cardenal Faulhaber, a los que no sólo
asistieron católicos, sino también protestantes y judíos, tuvieron expresiones
de claro rechazo de la propaganda nazi antisemita (11). A raíz de la Noche de
los cristales, Bernhard Lichtenberg, preboste de la catedral de Berlín, elevó
oraciones públicas por los judíos; él mismo murió luego en Dachau y fue
declarado beato.
También el Papa Pío XI condenó, de modo solemne, el
racismo nazi en la encíclica Mit brennender Sorge (12), que se leyó en las
iglesias de Alemania el domingo de Pasión del año 1937, iniciativa que provocó
ataques y sanciones contra miembros del clero. El 6 de septiembre de 1938,
dirigiéndose a un grupo de peregrinos belgas, Pío XI afirmó: «El antisemitismo
es inaceptable. Espiritualmente todos somos semitas» (13). Pío XII, desde su
primera encíclica, Summi pontificatus (14), del 20 de octubre de 1939, puso en
guardia contra las teorías que negaban la unidad de la raza humana y contra la
divinización del Estado, que, según su previsión, llevarían a una verdadera
«hora de las tinieblas» (15).
IV. Antisemitismo nazi y la
«Shoah»
No se puede ignorar la diferencia que existe entre el
antisemitismo, basado en teorías contrarias a la enseñanza constante de la
Iglesia sobre la unidad del género humano y la igual dignidad de todas las
razas y de todos los pueblos, y los sentimientos de sospecha y de hostilidad
existentes desde siglos, que llamamos antijudaísmo, de los cuales, por
desgracia, también son culpables los cristianos.
La ideología
nacionalsocialista fue mucho más allá, en el sentido de que se negó a
reconocer cualquier realidad trascendente como fuente de la vida y criterio
del bien moral. En consecuencia, un grupo humano, y el Estado con el que se
había identificado, se arrogó un valor absoluto y decidió borrar la existencia
misma del pueblo judío, llamado a dar testimonio del único Dios y de la Ley de
la Alianza. Desde el punto de vista teológico, no podemos ignorar el hecho de
que no pocos afiliados al partido nazi no sólo mostraron aversión a la idea de
una divina Providencia que actúa en la historia humana, sino que dieron prueba
de un odio específico hacia Dios mismo. Lógicamente, esa actitud llevó también
al rechazo del cristianismo y al deseo de ver destruida la Iglesia o, por lo
menos, sometida a los intereses del Estado nazi.
Fue esa ideología
extrema la que se convirtió en fundamento de las medidas tomadas, primero para
expulsar a los judíos de sus casas y, luego, para exterminarlos. La Shoah fue
obra de un típico régimen neopagano moderno. Su antisemitismo hundía sus
raíces fuera del cristianismo y, al tratar de conseguir sus propios fines, no
dudó en oponerse a la Iglesia, incluso persiguiendo a sus
miembros.
Pero conviene preguntarse si la persecución del nazismo con
respecto a los judíos no fue facilitada por los prejuicios antijudíos
presentes en la mente y en el corazón de algunos cristianos. El sentimiento
antijudío ¿hizo a los cristianos menos sensibles, o incluso indiferentes, ante
las persecuciones desencadenadas contra los judíos por el nacionalsocialismo,
cuando alcanzó el poder?
Cualquier respuesta a esta pregunta debe tener
en cuenta que estamos tratando de la historia de actitudes y modos de pensar
de gente sujeta a múltiples influjos. Más aún, muchos desconocían totalmente
la «solución final» que estaba a punto de aplicarse contra todo un pueblo;
otros tuvieron miedo por sí mismos y por sus seres queridos; algunos se
aprovecharon de la situación; otros, por último, actuaron por envidia. La
respuesta se ha de dar caso por caso y, para hacerlo, es necesario conocer
cuáles fueron las motivaciones precisas de las personas en su situación
específica.
Al inicio, los jefes del Tercer Reich querían expulsar a
los judíos. Por desgracia, los Gobiernos de varios países occidentales de
tradición cristiana, incluidos algunos de América del norte y del sur, dudaron
mucho en abrir sus fronteras a los judíos perseguidos. Aunque no podían prever
cuán lejos iban a llegar los líderes nazis en sus intenciones criminales, las
autoridades de esas naciones conocían bien las dificultades y los peligros a
que se hallaban expuestos los judíos que vivían en los territorios del Tercer
Reich. En esas circunstancias, el cierre de las fronteras a la inmigración
judía, sea que se debiera a la hostilidad o sospecha antijudía, o a cobardía y
falta de clarividencia política, o a egoísmo nacional, constituye un grave
peso de conciencia para dichas autoridades.
En los territorios donde el
nazismo practicó la deportación de masas, la brutalidad que acompañó esos
movimientos forzados de gente inerme debería haber llevado a sospechar lo
peor. ¿Ofrecieron los cristianos toda asistencia posible a los perseguidos, y
en particular a los judíos?
Muchos lo hicieron, pero otros no. No se
debe olvidar a los que ayudaron a salvar al mayor número de judíos que les fue
posible, hasta el punto de poner en peligro su vida. Durante la guerra, y
también después, comunidades y personalidades judías expresaron su gratitud
por lo que habían hecho en favor de ellos, incluso por lo que había hecho el
Papa Pío XII, personalmente o a través de sus representantes, para salvar la
vida a cientos de miles de judíos (16). Por esa razón, muchos obispos,
sacerdotes, religiosos y laicos fueron condecorados por el Estado de
Israel.
A pesar de ello, como ha reconocido el Papa Juan Pablo II, al
lado de esos valerosos hombres y mujeres, la resistencia espiritual y la
acción concreta de otros cristianos no fueron las que se podía esperar de unos
discípulos de Cristo. No podemos saber cuántos cristianos en países ocupados o
gobernados por potencias nazis o por sus aliados constataron con horror la
desaparición de sus vecinos judíos, pero no tuvieron la fuerza suficiente para
elevar su voz de protesta. Para los cristianos este grave peso de conciencia
de sus hermanos y hermanas durante la segunda guerra mundial debe ser una
llamada al arrepentimiento (17).
Deploramos profundamente los errores y
las culpas de esos hijos e hijas de la Iglesia. Hacemos nuestro lo que dijo el
concilio Vaticano II en la declaración Nostra aetate, que afirma
inequívocamente: «La Iglesia (...) recordando el patrimonio común con los
judíos e impulsada no por razones políticas, sino por la religiosa caridad
evangélica, deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de
antisemitismo de que han sido objeto los judíos de cualquier tiempo y por
parte de cualquier persona» (18).
Recordamos y hacemos nuestro lo que
afirmó el Papa Juan Pablo II, al dirigirse a los jefes de la comunidad judía
de Estrasburgo en 1988: «Repito de nuevo, junto con vosotros, la más firme
condena de todo antisemitismo y de todo racismo, opuestos a los principios del
cristianismo» (19). La Iglesia católica repudia, por consiguiente, toda
persecución, en cualquier lugar y tiempo, perpetrada contra un pueblo o un
grupo humano. Condena del modo más firme todas las formas de genocidio, así
como las ideologías racistas que las han hecho posibles. Dirigiendo la mirada
a este siglo, nos entristece profundamente la violencia que ha afectado a
grupos enteros de pueblos y naciones. Recordamos, en particular, la matanza de
los armenios, las innumerables víctimas en Ucrania durante la década de 1930,
el genocidio de los gitanos, también fruto de ideas racistas, y tragedias
semejantes ocurridas en América, en África y en los Balcanes. No olvidamos los
millones de víctimas de la ideología totalitaria en la Unión Soviética, en
China, en Camboya y en otros lugares. Y tampoco podemos olvidar el drama de
Oriente Medio, cuyos aspectos son muy conocidos. Incluso mientras hacemos esta
reflexión, «demasiados hombres son todavía víctimas de sus hermanos»
(20).
V. Mirando juntos hacia un futuro
común
Mirando hacia el futuro de las relaciones entre judíos y
cristianos, en primer lugar pedimos a nuestros hermanos y hermanas católicos
que tomen mayor conciencia de las raíces judías de su fe. Les pedimos que
recuerden que Jesús era un descendiente de David; que del pueblo judío
nacieron la Virgen María y los Apóstoles; que la Iglesia se alimenta de las
raíces de aquel buen olivo en el que se injertaron luego las ramas del olivo
silvestre de los gentiles (cf. Rm 11, 17-24); que los judíos son nuestros
hermanos queridos y amados; y que, en cierto sentido, son realmente «nuestros
hermanos mayores» (21).
Al final de este milenio, la Iglesia católica
desea expresar su profundo pesar por las faltas de sus hijos e hijas en las
diversas épocas. Se trata de un acto de arrepentimiento (teshuva), pues, como
miembros de la Iglesia, compartimos tanto los pecados como los méritos de
todos sus hijos. La Iglesia se acerca con profundo respeto y gran compasión a
la experiencia del exterminio, la Shoah, que sufrió el pueblo judío durante la
segunda guerra mundial. No se trata de meras palabras, sino de un compromiso
vinculante. «Nos arriesgaríamos a hacer morir nuevamente a las víctimas de
muertes atroces, si no sintiéramos pasión por la justicia y no nos
comprometiéramos, cada uno según sus propias posibilidades, a lograr que el
mal no prevalezca sobre el bien, como sucedió a millones de hijos del pueblo
judío... La humanidad no puede permitir que todo eso suceda nuevamente»
(22).
Pedimos a Dios que nuestro dolor por la tragedia que el pueblo
judío ha sufrido en nuestro siglo lleve a nuevas relaciones con el pueblo
judío. Deseamos transformar la conciencia de los pecados del pasado en un
firme compromiso de construir un nuevo futuro, en el que no existan
sentimientos antijudíos entre los cristianos o sentimientos anticristianos
entre los judíos, sino más bien un respeto recíproco, como conviene a quienes
adoran al único Creador y Señor, y tienen un padre común en la fe,
Abraham.
Invitamos, por último, a todos los hombres y mujeres de buena
voluntad a reflexionar profundamente en el significado de la Shoah. Las
víctimas, desde sus tumbas, y los supervivientes mediante su emotivo
testimonio de lo que sufrieron, se han convertido en un fuerte clamor que
llama la atención de la humanidad entera. Recordar ese terrible drama
significa tomar plena conciencia de la saludable advertencia que implica: a
las semillas podridas del antijudaísmo y del antisemitismo jamás se les debe
permitir echar raíces en ningún corazón humano.
16 de marzo de
1998
Cardenal Edward Idris Cassidy,
Presidente
Pierre
Duprey
Obispo titular de Thibaris
Vicepresidente
Remi
Hoeckman, o.p.
Secretario
NOTAS
1) Tertio
millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), 33: AAS 87 (1995)
25.
2) Cf. Juan Pablo II, Discurso a la comunidad judía en la sinagoga
de Roma (13 de abril de 1986), n. 4: AAS 78 (1986) 1.120; L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 20 de abril de 1986, p. 12.
3) Juan
Pablo II, Ángelus del 11 de junio de 1995, n. 2: L'Osservatore Romano, edición
en lengua española, 16 de junio de 1995, p. 1.
4) Cf. Juan Pablo II,
Discurso a la comunidad judía de Budapest (18 de agosto de 1991), n. 4:
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de agosto de 1991, p.
10.
5) Juan Pablo II, Centesimus annus (1 de mayo de 1991), 17: AAS 83
(1991) 814-815.
6) Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los delegados de las
Conferencias episcopales para las relaciones con el judaísmo (5 de marzo de
1982: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de abril de 1982,
p. 11.
7) Cf. Comisión de la Santa Sede para las relaciones religiosas
con el judaísmo, Notas para una correcta presentación de judíos y judaísmo en
la predicación y la catequesis de la Iglesia católica (24 de junio de 1985),
VI: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de septiembre de
1985, p. 18.
8) Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el
encuentro de estudio sobre «Raíces del antijudaísmo en ambiente cristiano» (31
de octubre de 1997), n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 7
de noviembre de 1997, p. 5.
9) Cf. Nostra aetate, 4.
10) Cf. B.
Statiewski (Ed.), Akten deutscher Bischöfe über die Lage der Kirche,
1933-1945, vol. I, 1933-1934 (Mainz 1968), Apéndice.
11) Cf. L. Volk,
Der Bayerische Episkopat und der Nationalsozialismus 1930-1934 (Mainz 1966),
pp. 170-174.
12) La encíclica está fechada el 14 de marzo de 1937: AAS
29 (1937) 145-167.
13) La Documentation Catholique, 29 (1938), col.
1.460.
14) AAS 31 (1939) 413-453.
15) Ib., 449.
16)
Organizaciones y personalidades judías representativas reconocieron varias
veces oficialmente la sabiduría de la diplomacia del Papa Pío XII. Por
ejemplo, el jueves 7 de septiembre de 1945 Giuseppe Nathan, comisario de la
Unión de comunidades judías italianas, declaró: «Ante todo, dirigimos un
reverente homenaje de gratitud al Sumo Pontífice y a los religiosos y
religiosas que, siguiendo las directrices del Santo Padre, vieron en los
perseguidos a hermanos, y con valentía y abnegación nos prestaron su ayuda,
inteligente y concreta, sin preocuparse por los gravísimos peligros a los que
se exponían» (L'Osservatore Romano, 8 de septiembre de 1945, p. 2). El 21 de
septiembre del mismo año, Pío XII recibió en audiencia al doctor A. Leo
Kubowitzki, secretario general del Congreso judío internacional, que acudió
para presentar «al Santo Padre, en nombre de la Unión de las comunidades
judías, su más viva gratitud por los esfuerzos de la Iglesia católica en favor
de la población judía en toda Europa durante la guerra» (L'Osservatore Romano,
23 de septiembre de 1945, p. 1). El jueves 29 de noviembre de 1945, el Papa
recibió a cerca de ochenta delegados de prófugos judíos, procedentes de varios
campos de concentración en Alemania, que acudieron a manifestarle «el sumo
honor de poder agradecer personalmente al Santo Padre la generosidad
demostrada hacia los perseguidos durante el terrible período del
nazi-fascismo» (L'Osservatore Romano, 30 de noviembre de 1945, p. 1). En 1958,
al morir el Papa Pío XII, Golda Meir envió un elocuente mensaje: «Compartimos
el dolor de la humanidad (...). Cuando el terrible martirio se abatió sobre
nuestro pueblo, la voz del Papa se elevó en favor de sus víctimas. La vida de
nuestro tiempo se enriqueció con una voz que habló claramente sobre las
grandes verdades morales por encima del tumulto del conflicto diario. Lloramos
la muerte de un gran servidor de la paz».
17) Cf. Juan Pablo II,
Discurso al nuevo embajador de la República federal de Alemania (8 de
noviembre de 1990), n. 2: AAS 83 (1991) 587-588; L'Osservatore Romano, edición
en lengua española, 7 de diciembre de 1990, p. 20.
18) Nostra aetate,
n. 4.
19) Juan Pablo II, Discurso a los representantes de la comunidad
judía de Alsacia (9 de octubre de 1988), n. 8: L'Osservatore Romano, edición
en lengua española, 20 de noviembre de 1988, p. 19.
20) Juan Pablo II,
Discurso a los miembros del Cuerpo diplomático (15 de enero de 1994), n. 9:
AAS 86 (1994) 816; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de
enero de 1994, p. 19.
21) Juan Pablo II, Discurso a la comunidad judía
en la sinagoga de Roma (13 de abril de 1986), n. 4: AAS 78 (1986) 1.120;
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de abril de 1986, p.
12.
22) Juan Pablo II, Discurso con motivo de la conmemoración del
Holocausto (7 de abril de 1994), n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 22 de abril de 1994, p. 15.
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