El Principe Feliz

Pasó sobre la torre de la catedral, donde había unos ángeles esculpidos en
mármol blanco.
Pasó sobre el palacio real y oyó la música de baile.
Una bella muchacha apareció en el balcón con su novio.
-¡Qué hermosas son las estrellas -la dijo- y qué poderosa es la fuerza del
amor!
-Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile oficial -respondió
ella-. He mandado bordar en él unas pasionarias ¡pero son tan perezosas las
costureras!
Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Pasó
sobre el gueto y vio a los judíos viejos negociando entre ellos y pesando
monedas en balanzas de cobre.
Al fin llegó a la pobre vivienda y echó un vistazo dentro. El niño se agitaba
febrilmente en su camita y su madre habíase quedado dormida de cansancio.
La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí en la mesa, sobre el
dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho,
abanicando con sus alas la cara del niño.

-¡Qué fresco más dulce siento! -murmuró el niño-. Debo estar mejor.
Y cayó en un delicioso sueño.
Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le
contó lo que había hecho.
-Es curioso -observa ella-, pero ahora casi siento calor, y sin embargo, hace
mucho frío.
Y la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces se durmió. Cuantas veces
reflexionaba se dormía.
Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño.
-¡Notable fenómeno! -exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el
puente-. ¡Una golondrina en invierno!
Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local.
Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían
comprender!...
-Esta noche parto para Egipto -se decía la Golondrina.
Y sólo de pensarlo se ponía muy alegre.
Visitó todos los monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del
campanario de la iglesia.
Por todas parte adonde iba piaban los gorriones, diciéndose unos a otros:
-¡Qué extranjera más distinguida!
Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió a todo vuelo hacia el
Príncipe Feliz.
-¿Tenéis algún encargo para Egipto? -le gritó-. Voy a emprender la marcha.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás otra
noche conmigo?
-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mañana mis amigas volarán
hacia la segunda catarata.
Allí el hipopótamo se acuesta entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un
gran trono de granito. Acecha a las estrellas durante la noche y cuando brilla
Venus, lanza un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los rojizos leones
bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos
más atronadores que los rugidos de la catarata.

-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, allá abajo, al otro
lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre una
mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado hay un ramo de violetas
marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus labios rojos como granos de granada.
Tiene unos grandes ojos soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el
director del teatro, pero siente demasiado frío para escribir más. No hay fuego
ninguno en el aposento y el hambre le ha rendido.
-Me quedaré otra noche con vos -dijo la Golondrina, que tenía realmente buen
corazón-. ¿Debo llevarle otro rubí?
-¡Ay! No tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis ojos es lo único que me
queda. Son unos zafiros extraordinarios traídos de la India hace un millar de
años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, se comprará
alimento y combustible y concluirá su obra.
-Amado Príncipe -dijo la Golondrina-, no puedo hacer eso.
Y se puso a llorar.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te pido.
Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla
del estudiante. Era fácil penetrar en ella porque había un agujero en el techo.
La Golondrina entró por él como una flecha y se encontró en la habitación.
El joven tenía la cabeza hundida en las manos. No oyó el aleteo del pájaro y
cuando levantó la cabeza, vio el hermoso zafiro colocado sobre las violetas
marchitas.
-Empiezo a ser estimado -exclamó-. Esto proviene de algún rico admirador. Ahora
ya puedo terminar la obra.
Y parecía completamente feliz.
Y se puso a llorar.
Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto.
Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los marineros que
sacaban enormes cajas de la cala tirando de unos cabos.
-¡Ah, iza! -gritaban a cada caja que llegaba al puente.
-¡Me voy a Egipto! -les gritó la Golondrina.
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