Diadoco de Fótice: CAPITA CENTUM DE PERFECTIONE SPIRITUALI (extractos)


Extraído de La Filocalia de la oración de Jesús, Salamanca, Ed, Sígueme, 1994.

 

Diadoco, obispo de Fótice, en el Epiro, es uno de los grandes ascetas del siglo V. No se sabe casi nada de su vida. Focio (Bibl. cod. 231) menciona al "obispo de Fótice, Diadoco de nombre", entre los adversarios de los monofisitas al tiempo del Concilio de Calcedonia (451). Su firma aparece en una carta dirigida al emperador León por los obispos del Epiro después del asesinato del obispo Proterio de Alejandría, a manos de los monofisitas, el año 457. Murió probablemente hacia el 468.

SUS ESCRITOS

CAPITA CENTUM DE PERFECTIONE SPIRITUALI

Su obra más importante es Cien capítulos sobre perfección espiritual, un manual de ascetismo que sigue teniendo gran importancia para la historia de la espiritualidad y misticismo cristianos. No sólo muestra el autor la verdadera vía hacia la perfección, sino que trata también de distinguir entre los medios verdaderos y falsos para tender hacia ella, clarificar conceptos y eliminar falsas ideas. De esta manera, su obra resulta también un ataque contra el mesalianismo, el movimiento pietista condenado en el concilio de Efeso (431), que mantenía que, a consecuencia del pecado de Adán, todos tenían un demonio unido sustancialmente a su alma, y que este demonio, que el bautismo no lograba expulsar, sólo podía ser exorcizado completamente por medio de una oración incesante.
El autor se dirige a "los hermanos" y alude a los ascetas una y otra vez, señal de que se trata de un padre espiritual que está hablando a su comunidad monástica. Pero distingue entre cenobitas, ermitaños y solitarios. La doctrina espiritual que se desarrolla en los cien breves capítulos o máximas acusa influencias de Evagrio Póntico. El capítulo 1 basa toda la contemplación mística en las tres virtudes teologales, especialmente en la caridad, en términos que son a la vez paulinos y evagrianos: "La apatheia conduce al amor, y el amor, al conocimiento". Los capítulos 2-5 contraponen a Dios y al hombre, el bien y el mal, la imagen natural de Dios y la semejanza de Dios. Esta última es el desarrollo y enriquecimiento de la vida de gracia comunicada en el bautismo, exige nuestra cooperación por medio de la virtud y se consuma en la caridad perfecta. Toda la obra está penetrada de optimismo y de una profunda confianza en el poder de la gracia de Dios, así como en el poder del libre albedrío del hombre. El mal no existe, si no es por el pecado. Aquí es claramente evidente la tendencia antimesaliana. Los capítulos 6-11 tratan del conocimiento y de la sabiduría, de la iluminación y de la predicación, del silencio y de la oración. Los capítulos 12-23 están dedicados al amor de Dios y a los pasos que conducen a él: la humildad (12-13), el deseo ardiente (14), el amor del prójimo (15), el temor de Dios (16-17), el desprendimiento del mundo (18-19), fe y buenas obras (20-21), pureza de conciencia (22-23). Los capítulos 24-25 describen el cuerpo y el alma como los dos componentes del hombre y la influencia del elemento espiritual sobre los sentidos. Los capítulos 26-35 presentan una teoría del discernimiento de espíritus. Los capítulos 36 y 40 tratan de las visiones, y los capítulos 37-39, de las decepciones. Los capítulos 41-42 ensalzan la obediencia, porque crea la humildad. Los capítulos 43-47 recomiendan la abstinencia de la comida, que es necesaria por dos razones: la primera, porque el alma debe dominar al cuerpo, y la segunda, porque la abstinencia nos da la posibilidad de dar a los pobres. No hay alimento que sea en sí mismo malo, como pretenden los maniqueos. Aunque hay que castigar al cuerpo y mantenerlo en servidumbre, debe conservar suficiente energía para soportar el combate continuo. El ayuno es sólo un medio para alcanzar una meta superior. Aunque es útil, no hay que exagerar su importancia. Es especialmente necesaria la moderación en la bebida (c. 48-51). Hay que abstenerse del uso de vinos mezclados con condimentos. El capítulo 52 explica que nadie tiene obligación de abstenerse del efecto refrescante del baño. Pero, por razones de autodisciplina, el autor aconseja a sus lectores privarse de este placer, que enerva el cuerpo. Los capítulos 53-54 discuten la enfermedad. El que está enfermo puede llamar al médico, pero solamente debería poner su confianza en Cristo, el médico verdadero. Si uno acepta la enfermedad con alma agradecida v la soporta con paciencia y valor, está cerca del estado ideal de la apatheia. Los capítulos siguientes (55-57) recomiendan la indiferencia hacia las comodidades de la vida. Es mejor no verse envuelto en las cosas del mundo y no estar buscando honores y diversiones, sino vivir como un extranjero aquí en la tierra, esperando la vida eterna venidera. Si cedemos a uno de los sentidos -no tiene importancia a cuál de ellos-, resulta un obstáculo para la vida espiritual. El capítulo 58 enseña cómo vencer la sensación de fastidio, agotamiento y desidia que sobreviene muchas veces al alma después que han sido conquistadas las pasiones del cuerpo, y cómo volver a nuevo fervor. Los capítulos 59-61 describen las condiciones para la verdadera alegría, que consiste en tener presente a Dios e invocar el nombre de Jesús. El capítulo 62 da una valoración positiva de la naturaleza colérica. Los capítulos 63-64 exhortan a los lectores a no dejarse envolver en pleitos y a no entablar juicio contra nadie, aun cuando nos quite los vestidos de encima. Sería mucho mejor vender de golpe todas las posesiones y distribuir el producto de la venta entre los pobres (c. 65-66). Aunque esto quita la posibilidad de hacer limosnas en el futuro, quedarán compensadas con la oración ferviente, la paciencia y la humildad. La pobreza voluntaria es la mejor preparación para los que quieren enseñar a los demás las riquezas del reino de Dios, es decir, para los "teólogos". Los capítulos que siguen (67-68) tratan del concepto de "teología" y de sus privilegios. Como la teología nutre la contemplación (68), el capitulo 69 describe sus dificultades y el capítulo 70 habla del silencio y del recogimiento. El capítulo 71 trata de la ira santa. El capítulo 72 distingue entre los dones del conocimiento y de la sabiduría; el capítulo 73, entre oración vocal y oración mental; el capítulo 74, entre fervor natural y fervor espiritual; el capítulo 75, entre el hálito purificante y vivificante del Espíritu Santo y el hálito malsano del espíritu falso, que seduce a pecar. Los capítulos 76-89 presentan una teología de la gracia, donde Diadoco refuta la herejía mesaliana sobre la coexistencia de la gracia y del pecado en el alma. La presencia de la gracia divina en el bautizado y la liberación del pecado no significan que no ha de haber más combate. La vida espiritual es una guerra continua, y el verdadero cristiano está comprometido en una lucha que durará toda su vida. Es una lucha contra las pasiones y contra los demonios. La apatheia no consiste en verse libre de asaltos, sino en no dejarse vencer por los demonios. La virtud no se puede conseguir si no es mediante el sufrimiento y la tentación, y la perfección, solamente mediante el martirio. Como ya no se le presenta la oportunidad del martirio sangriento, el cristiano debe aceptar el martirio incruento y espiritual de la vida ascética (c. 90- 100).

Los "Capita centum" gozaron de gran popularidad en sucesivas generaciones, como lo prueban los numerosos manuscritos que han llegado hasta nosotros. Los citan Máximo Confesor, Sofronio de Jerusalén, el compilador de la "Doctrina Patrum", Talasio y Focio, y se inspiraron en ellos Juan Clímaco y Simeón el Nuevo Teólogo. Fueron editados en la Philocalia rusa, florilegio espiritual griego del siglo XVIII, y su influencia se extiende a la literatura rusa moderna. Muchos principios contenidos en esta reducida obra muestran notable parecido con los de Ignacio de Loyola y Teresa de Ávila. Diadoco es uno de los autores espirituales que recomienda la Compañía de Jesús a los maestros de novicios en las "Regulae magistri novitiorum".

De la edición príncipe (Florencia 1578) no se conserva ningún ejemplar. Una traducción latina que publicó el jesuita Fr. Turrianus (Torres) en Florencia, el año 1570, fue reimpresa en Migne. El texto griego con la traducción latina de Torres fue editado por J. Weis-Liebersdorf en 1911. En 1955 apareció una nueva edición crítica por obra de E. des Places.

HOMILÍA SOBRE LA ASCENSIÓN

El cardenal Mai publicó en 1840, del "Codex Vatic.", 455, una homilía sobre la Ascensión. Con sus frases redondeadas y su estilo rítmico, tiene mucho parecido con los "Capita centum" -rasgo que confirma la paternidad de Diadoco, a quien se le atribuye el manuscrito-. El sermón defiende con gran elocuencia las dos naturalezas en Cristo. La Resurrección y la Ascensión del Señor refutan las ideas de los judíos y de los "sofistas del mal". La deificación del hombre es una consecuencia de la Encarnación, donde el Hijo de Dios asumió una naturaleza humana verdadera. El autor termina con una confesión cristológica que contiene una enérgica refutación del monofisitismo.

LA VISIÓN

La "Visión" es, en cuanto a la forma, un diálogo que el autor entabla en sueños con San Juan Bautista. Una serie de preguntas y respuestas va explicando la naturaleza de la contemplación, de las apariciones divinas y de la visión beatífica. Sigue una angelología que recuerda a la de Pseudo-Dionisio el Areopagita.

Los once manuscritos que contienen esta "Visión", ninguno anterior al siglo XIII, la atribuyen unánimemente a Diadoco de Fótice.

LA CATEQUESIS

La "Catequesis", que en su texto original griego sólo se conoce desde 1952, es una obrita que consiste en una serie de preguntas y respuestas acerca de las relaciones de Dios con el mundo, especialmente su omnipresencia, que no debería llevarnos a confundir a Dios con el universo. Otras cuestiones se refieren a los ángeles y su conocimiento de Dios, al hombre y a la visión beatífica. Dios aparece en un halo de luz y sobre un trono de gloria. La "Catequesis" tiene ciertos rasgos comunes con la "Visión". E des Places opina que es uno mismo el autor de la una y de la otra; en efecto, algunos manuscritos atribuyen la "Catequesis" a Diadoco. Sin embargo, la mayoría de los manuscritos se la atribuyen a Simeón el Nuevo Teólogo (fallecido el 12 de marzo de 1022). Es posible que la compusiera Simeón, pero que la publicara bajo el nombre de Diadoco, su padre espiritual.

Ext. de Johannes Quasten, Patrología, vol. II, Madrid, B.A.C., 1977.

* * *

3. El mal no está en la naturaleza, y nadie es malo por naturaleza, pues Dios no hizo nada malvado. Cuando alguien, por su ambición, lleva al estado de forma aquello que carece de sustancia, esto comienza a ser lo que su voluntad le hace ser. Es importante entonces, en una preocupación constante por el recuerdo de Dios, despreciar el hábito del mal, ya que la naturaleza del bien es mucho más fuerte que el hábito del mal, puesto que una es, mientras que la otra sólo tiene existencia en el acto.

5. El libre arbitrio consiste en la disposición de la voluntad razonable a moverse hacia su objetivo. Persuadámosla, entonces, a no tener disposición más que hacia el bien, a fin de destruir en todo momento, mediante los buenos pensamientos, el recuerdo del mal.

9. La ciencia es fruto de la oración y de una gran paz, unidas a una completa ausencia de inquietud; la sabiduría es fruto de la humilde meditación sobre la palabra de Dios y, sobre todo, de la gracia del dispensador, Cristo.

11. Reconoceremos entonces, sin riesgo de equivocación, la calidad de la palabra divina, cuando nos consagramos, durante las horas en que no debemos hablar, a un silencio libre de preocupaciones, acompañados por un ardiente recuerdo de Dios.

22. Escuchad el abismo de la fe y él alzará sus olas, consideradlo en una disposición de simplicidad, eso es la alabanza. El abismo de la fe, el Leteo donde se olvidan los pecados, no tolera ser considerado por pensamientos indiscretos. Naveguemos en sus aguas con simplicidad de espíritu y así arribaremos al puerto de la voluntad divina.

23. Purificándonos por una oración ardiente entraremos en posesión del objeto deseado; gracias a Dios, con una experiencia más plena.

26. El combatiente debe en todo tiempo conservar quieta su inteligencia a fin de que el espíritu pueda discernir los pensamientos que la sostienen, encerrar aquellos que son buenos y enviados por Dios en los tesoros de la memoria y rechazar fuera de los depósitos de la naturaleza, los pensamientos funestos y demoniacos...

27. Muy raros son aquellos que conocen exactamente sus propias caídas y cuyo intelecto jamás deja de embelesarse con el recuerdo de Dios...

29. Si su divinidad (la del Espíritu santo) no ilumina poderosamente los tesoros de nuestro corazón, es imposible que podamos gozarlos con un sentimiento indecible, es decir, con una total disposición.

30. El sentimiento es la captación segura, por el intelecto, del objeto discernido...

31. Cuando nuestro intelecto comienza a percibir el consuelo del Espíritu santo, entonces, durante el reposo nocturno, en el momento en que tendemos hacia una especie de sueño muy ligero, Satanás consuela al alma con un sentimiento de falsa dulzura. Si el intelecto se encuentra vigorosamente fortalecido por un recuerdo ardiente del santo nombre del Señor Jesús, y si hace de ese santo y glorioso nombre un arma contra la ilusión, el artesano de la mentira se retira para emprender una guerra abierta contra el alma. El intelecto reconoce entonces el fraude del maligno, sin tomar en cuenta que progresa, también, en la experiencia del discernimiento.

32. El buen consuelo se produce, sea que el cuerpo vele, sea que se disponga a entrar en una especie de sueño, cuando alguien adhiere, por así decir, al amor de Dios con un ardiente recuerdo. El consuelo engañoso se produce siempre, ya lo he dicho, cuando el combatiente es tomado por un ligero sueño sin tener más que un semi- recuerdo de Dios. El primero, siendo de Dios, viene, evidentemente, para un alivio profundo, para invitar al amor al alma del combatiente de la devoción. El segundo, cuya naturaleza consiste en soplar sobre el alma una brisa engañosa, intenta despojarla, a favor del sueño del cuerpo, de la experiencia que vive aquel que conserva intacto el recuerdo de Dios.

Si el intelecto se encuentra, como he dicho, en un recuerdo atento del Señor Jesús, armado de la gracia y de la fiereza que le da su experiencia, disipa esta brisa de falsa dulzura del enemigo y, alegre, emprende el combate contra él.

33. Si el alma, con un movimiento seguro y sin imágenes, se inflama de amor por Dios llevando, por así decirlo, al cuerpo mismo hasta las profundidades de ese amor indecible -ya sea que el cuerpo del que está movido por la santa gracia, vele o entre en el sueño- sin otro pensamiento que el término del movimiento que lo lleva, sabed que esto es obra del Espíritu santo. Pues, colmado totalmente por esta inexpresable suavidad, le es imposible concebir nada, en tanto que es raptado por una alegría inexpresable.

Si el intelecto concibe, en esta moción, la menor duda o algún pensamiento impuro, incluso si recurre al santo nombre para rechazar el mal y no únicamente por amor de Dios, es necesario concluir que este consuelo, bajo su apariencia de alegría, viene del mentiroso. Esta alegría indecisa y desordenada es la del que viene para llevar el alma al adulterio. Cuando él ve el intelecto fuerte hundirse en esa experiencia sensible, por ciertos consuelos engañosos conduce al alma, para que, relajada por esta vana y cómoda dulzura, no reconozca la mezcla de mentira. Nosotros debemos discernir el espíritu de verdad del espíritu de mentira. Pues es imposible gustar íntimamente la bondad divina y experimentar conscientemente la amargura del demonio si no se tiene la certidumbre absoluta de que la gracia estableció su morada en lo profundo del intelecto, mientras que los espíritus malvados circulan alrededor de los miembros del corazón (1). Esto es lo que los demonios ocultan a los hombres a cualquier precio, a fin de que el intelecto, debidamente informado, no pueda precaverse contra ellos con el recuerdo de Dios.

36. Que nadie espere. a través del sentimiento o del intelecto, una visión de la gloria de Dios. Decimos que el alma, una vez purificada, siente, con una sensación inexpresable, el consuelo divino; no decimos que se le aparecen objetos invisibles, pues "caminamos en la fe y no en la clara visión" (2 Cor. 5, 7). Si alguno de los combatientes ve una forma ígnea o una luz, que no acepte esa visión ya que es un engaño del enemigo, del que muchos, por ignorancia, han sido víctimas y que los ha apartado del camino recto.

40. Es imposible dudar que el intelecto, cuando comienza a ser frecuentemente tocado por la luz divina, deviene transparente por entero, hasta el punto de ver su propia luz en alto grado. Esto se produce cuando la potencia del alma se adueña de las pasiones. Pero todo lo que se muestra al intelecto bajo una forma cualquiera, luz o fuego, proviene de las maquinaciones del adversario. El divino Pablo nos lo enseña claramente cuando dice que "él se disfraza de ángel de luz" (2 Cor. 11, 14). Que nadie abrace la vida ascética impulsado por una esperanza de tal naturaleza... que su fin único sea llegar a amar a Dios en la intimidad y con toda la plenitud del corazón...

56. La vista, el gusto y los otros sentidos debilitan la memoria del corazón cuando nos servimos de ellos sin discreción. Nuestra madre Eva nos lo enseña. En tanto ella no mira con complacencia al árbol prohibido, guarda cuidadosamente el recuerdo del mandato divino. Es que, todavía al abrigo de las alas del amor divino, ella ignoraba su desnudez. En cambio, cuando ella miró al árbol con complacencia, lo tocó con ambición y, finalmente, gustó su fruto con vivo placer; al instante fue presa del deseo de la unión carnal, entregándose con pasión al hecho de su desnudez. Ella se abandonó al deseo de gozar de las cosas presentes, mezclando a Adán en su propia caída por la dulce apariencia del fruto.

He aquí por qué el intelecto humano debe recordar a Dios y a sus mandamientos. En cuanto a nosotros, no dejemos de fijar nuestros ojos sobre el abismo del corazón en un recuerdo incesante de Dios, recorriendo esta vida amiga del engaño como si fuéramos ciegos. Es propio de la sabiduría verdaderamente espiritual cortar sin cesar las alas de nuestro deseo de ver. Job, el hombre que sufrió mil pruebas, nos lo enseña: "Mi corazón corrió tras de mis ojos" (Job 31, 7). Esta disposición es un indicio de perfecta temperancia.

57. Aquel que. en todo tiempo. habita en su corazón, se aparta por entero de los encantos de esta vida. Marchando según el espíritu, no puede conocer la codicia de la carne. Hace sus idas y venidas en la fortaleza de las virtudes, y las virtudes son las guardianas de la fortaleza de su pureza. Por eso las maquinaciones de los demonios son impotentes contra él...

58. Escaparemos a las tibiezas y a la molicie si imponemos a nuestro pensamiento limites muy estrechos, fijándolo únicamente en Dios. Sólo apoyándose en su fervor el intelecto podrá liberarse de toda agitación irrazonable.

59. El intelecto, cuando hemos cerrado todas sus salidas por el recuerdo de Dios, exige, absolutamente, una actividad que ocupe su diligencia. Se le dará entonces el "Señor Jesús" por única ocupación y para que responda por entero a su fin. Está escrito: "Nadie puede decir Jesús es el Señor si no es en el Espíritu" (1 Cor. 12, 3). Que ella no deje de considerar con todo rigor estas palabras en su morada interior para no desviarse en imaginaciones. Pues cualquiera que repita sin descanso ese nombre santo y glorioso en las profundidades de su corazón, llegará a ver, algún día, la luz de su intelecto. Reteniéndolo con cuidadosa severidad en su interior él consumirá todas las manchas en la superficie de su alma con un sentimiento poderoso. "Tu Dios, dice la Escritura, es fuego abrasador" (Dt. 4, 24). Por eso es que el Señor invita a un poderoso amor a su gloria. Ese nombre glorioso, totalmente deseable, fijado en el corazón, ardiente por la memoria del intelecto, hace nacer una disposición para amar en todo tiempo su bondad, sin encontrar impedimentos. He aquí la perla preciosa que se puede comprar vendiendo todos los bienes y cuyo descubrimiento procura una alegría inenarrable.

60. La alegría del principiante es distinta de la de aquel que llegó a la perfección. La primera no está exenta de imaginación, la segunda tiene el poder de la humildad. A mitad de camino se encuentra el apesadumbrado, amado de Dios, y las lágrimas sin dolores... Es porque el alma debe ser, en primer lugar, llamada al combate por la alegría inicial, después retomada y probada por la verdad del Espíritu santo, por los pecados que ha cometido v por las disipaciones de las que todavía se siente culpable. Probada, por así decirlo, en el crisol de la divina reprimenda, el alma adquirirá, en un ferviente recuerdo de Dios, la operación de la alegría sin fantasmas.

61. Cuando el alma es turbada por la cólera, oscurecida por los vapores de la ebriedad o atormentada por una tristeza malsana, el intelecto es incapaz, aunque se lo violente, de dominar (2) el recuerdo del Señor Jesús. Cegado totalmente por la violencia de las pasiones, se convierte en un extraño a sus propios ojos. Su deseo de Dios no encuentra dónde aplicar su sello para que el intelecto conserve así, presente, la imagen de su meditación, pues el alma se ha endurecido por la presión de las pasiones.

Sin embargo, aun cuando el objeto de su deseo le ha sido arrebatado al alma por el olvido, muy pronto el intelecto, con su diligencia acostumbrada, retorna a la búsqueda de ese objeto soberanamente deseado y salvador; entonces llega al alma la gracia que la impele a clamar: "Señor Jesús"; tal como ocurre con el niño a quien su madre enseña a repetir, mientras toma su alimento, la palabra "papá" hasta que la criatura adquiere el hábito de llamar a su padre aun cuando duerme y de preferencia a cualquier otro balbuceo. Como dice el apóstol: "Igualmente, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza cuando nosotros no sabemos qué pedir para orar según conviene; porque es el mismo Espíritu quien intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rom. 8, 26). Nosotros también estamos en la infancia respecto a lo que es la virtud de la oración y necesitamos siempre su ayuda para que todos nuestros pensamientos sean contenidos y conducidos por su suavidad inexpresable, para que volquemos enteramente nuestro corazón hacia el recuerdo y el amor de Dios, nuestro Padre. En él clamamos sin tregua: "¡Abba! ¡Padre!" (Rom. 8, 15).

68. Muy a menudo nuestro intelecto soporta difícilmente la oración, a causa de la extrema limitación de la virtud de la oración; en cambio se entrega con alegría a la teología, dada la inmensidad de los espacios librados a la contemplación divina. Para impedirle que caiga en el deseo de hablar en exceso y no permitirle, en su alegría, volar más allá de sus posibilidades, apliquémonos más a menudo a la oración, a la salmodia, a la lectura de las santas Escrituras, sin desdeñar las investigaciones de los sabios cuyas palabras dan garantía de su fe. Haciendo esto no mezclaremos nuestras propias palabras en el lenguaje de la gracia y no dejaremos por vanagloria que nuestro espíritu se comprometa en la agitación de una verbosidad excesiva. Por el contrario, en el momento de la contemplación, le mantendremos al abrigo de toda imaginación y acompañaremos con lágrimas casi todos nuestros pensamientos. El intelecto entonces, a la hora del retiro, descansado y penetrado sobre todo por la dulzura de la oración, no solamente escapará a todas las desviaciones, sino que se renovará cada vez más para entregarse a los pensamientos divinos prontamente y sin pena, al mismo tiempo que progresará en la contemplación en una disposición de muy humilde discernimiento. Es necesario saber, sin embargo, que existe una oración más allá de toda libertad: es la de aquellos que han sido colmados por la santa gracia en un sentimiento de certidumbre absoluta.

73. Cuando el alma se encuentra en la abundancia de sus frutos naturales prefiere la oración vocal e inflama su salmodia. Cuando está movida por el Espíritu santo, salmodia, con dulzura y total entrega, únicamente en su corazón. La primera disposición está acompañada por una alegría mezclada con imaginación; la segunda, por lágrimas espirituales y una alegría profunda, ávida de silencio. Pues el recuerdo (de Dios), conservando su fervor gracias a la discreción de la voz, prepara el corazón para producir pensamientos mezclados con lágrimas y dulzura. Es entonces cuando se siembran con lágrimas, en la tierra del corazón, las semillas de la oración en la esperanza de cosechas futuras. De todos modos, cuando estamos agobiados por una gran tristeza, es necesario elevar un poco el tono de nuestra salmodia haciendo vibrar el alma bajo el arco feliz de la esperanza, hasta que esa pesada nube se disipe gracias a los acentos de la melodía.

81. La palabra de ciencia nos enseña que existen dos razas de espíritus malvados. Unos son sutiles, los otros, más materiales. Los más sutiles atacan al alma. los otros cautivan la carne por medio de abundantes consuelos. Sin embargo, existe una hostilidad recíproca y constante entre los demonios que atacan al cuerpo y aquellos que atacan al alma aun cuando comparten el mismo designio de perjudicar a la humanidad. Cuando la gracia no habita en el hombre, ellos anidan en las profundidades del corazón, como serpientes, y no permiten que el alma dirija la mirada hacia su deseo del bien; cuando la gracia se esconde en el intelecto, ellos atraviesan las partes del corazón semejantes a nubes con el aspecto de pasiones pecaminosas y multiformes, a fin de arrancar al intelecto de su familiaridad con la gracia distrayendo la memoria. Cuando los demonios para turbarnos enciendan las pasiones del alma, en especial el orgullo, padre de todos los pecados, debemos humillar la exaltación de la vanagloria considerando la futura disolución de nuestro cuerpo. Del mismo modo debemos actuar cuando los demonios enemigos del cuerpo se dediquen a despertar en nuestro corazón la fermentación de los deseos malvados. Ese solo pensamiento, unido al recuerdo de Dios, basta para anular todos los tipos de malos espíritus...

83. En lo profundo del corazón se generan los buenos pensamientos y aquellos que no lo son. No es que él lleve en su naturaleza los pensamientos que no son buenos, pero ocurre que ha contraído, como continuación del primer extravío, el hábito del recuerdo del mal, recibiendo la mayor parte de los malos pensamientos de la malicia de los demonios... Pues en aquel que se complace en las ideas que le sugiere la malicia de Satanás y que graba, por así decir, su recuerdo en el corazón, se producirán luego, es evidente, esos malos pensamientos.

85. La gracia, al comienzo, esconde su presencia al bautizado aguardando la resolución del alma (3). Una vez que el hombre está enteramente convertido al Señor, entonces, por un sentimiento inefable, manifiesta al corazón su presencia. Después, nuevamente, espera el movimiento del alma; ella permite a los intentos del demonio penetrar hasta lo íntimo de sus sentidos para hacerle buscar a Dios con una resolución más ardiente y en una disposición más humilde.

Cuando el hombre comienza a progresar en la práctica de sus mandatos y a invocar incansablemente al Señor Jesús, entonces el fuego de la santa gracia gana los sentidos más externos del corazón consumiendo la cizaña de la tierra de los hombres con un sentimiento de certidumbre. En adelante, los ataques de los demonios no llegarán sino a distancia de estos parajes, casi sin herir, arañando apenas la parte apasionada del alma.

Una vez que el combatiente ha revestido todas las virtudes, sobre todo la perfecta pobreza, la gracia ilumina por doquier toda su naturaleza con un sentimiento aún más profundo, inflamándola de un gran amor de Dios. Los ataques del demonio se extinguen entonces antes de haber alcanzado los sentidos corporales y la brisa del Espíritu santo conduce al corazón hacia los vientos pacíficos deteniendo los dardos del demonio mientras todavía están en el aire.

88. Si vosotros os mantenéis, una mañana de invierno, en un lugar expuesto y miráis hacia el oriente, la parte delantera de vuestro cuerpo será calentada por el sol, mientras vuestra espalda no recibirá ningún calor, ya que el sol no cae a plomo. Igualmente, aquellos que están todavía al comienzo de la operación del Espíritu sólo tienen el corazón parcialmente calentado por la santa gracia.

Asimismo, mientras el intelecto comienza a producir el fruto de los pensamientos espirituales, las partes visibles del corazón continúan pensando según la carne, ya que los miembros del corazón no están todavía totalmente iluminados por la luz de la santa gracia, en lo intimo y sensiblemente. He aquí por qué el alma concibe, al mismo tiempo, pensamientos buenos y pensamientos malos tal como el individuo de mi comparación experimenta, al mismo tiempo, el golpe del frío y la caricia del calor.

Pues, desde el día en que nuestro intelecto se orienta hacia una doble ciencia se encuentra, necesariamente, produciendo, al mismo tiempo, pensamientos buenos y malos, sobre todo si ha llegado a la sutileza del discernimiento: como se esfuerza siempre en pensar bien, el malvado le lleva a su memoria el hecho de que, a partir de la desobediencia de Adán, la memoria se escindió en un doble pensamiento.

Por consiguiente, si nos dedicamos a ejercitar con fervor los mandamientos de Dios, la gracia iluminará nuestros sentidos con un sentimiento muy profundo, consumirá nuestros pensamientos y aliviará nuestro corazón por la paz de una inexpresable amistad, disponiéndonos a pensar cosas espirituales y no ya camales. Es lo que no cesa del producirse en aquellos que se acercan a la perfección y guardan ininterrumpidamente en el corazón el recuerdo de Jesús.

96. El intelecto debe en todo tiempo dedicarse a la práctica de los divinos mandatos y al recuerdo profundo del Señor de la gloria.

97. Cuando el corazón recibe con una especie de dolor acuciante los dardos de los demonios, hasta el punto de sentirlos clavados en sí, el alma debe aborrecer las pasiones, pues está en el comienzo de su purificación, y si ella no sufre vivamente la impudicia del pecado no podrá conocer la alegría desbordante inspirada por la belleza de la justicia.

Por consiguiente, aquel que quiere purificar su corazón no cese de abrasarlo con el recuerdo de Jesús. Que sea ese su único ejercicio y su trabajo ininterrumpido. Cuando se quiere rechazar la propia miseria no puede haber un momento de oración y un momento de no oración; es necesario dedicarse a ella en todo instante, guardando el intelecto incluso cuando se encuentra fuera de la casa de oración. Si aquel que purifica el mineral de oro tan solo apartara un tiempo su hoguera, el mineral que quiere purificar retomaría su dureza. Igualmente, aquel que a veces se acuerda de Dios y a veces no, pierde por la interrupción aquello que creyó obtener por la oración. El hombre que ama la virtud es aquel que no cesa de purificar, mediante el recuerdo de Dios, el elemento terrestre de su corazón, a fin de que, poco a poco, lo malo se consuma en el recuerdo del bien y el alma vuelva perfectamente a su esplendor natural y glorioso.

NOTAS:

1. En oposición al Pseudo-Macario, que los hace "anidar" en los rincones más profundos del corazón.

2. Tal vez sea mejor utilizar "tomar", como se toma a alguien por el faldón de su vestido. Orígenes habla de "tomar a Jesús".

3. Idea familiar a toda la tradición: cf. Marco el Ermitaño y Gregorio el Sinaíta.

 

 

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