Los Padres de la Iglesia no han dejado de explotar ciertos valores precristianos
y universales del simbolismo acuático, aun tomándose la libertad de enriquecerlos
con nuevas significaciones en relación con la existencia histórica de Cristo.
Para Tertuliano (De bautismo, III-V), el agua ha sido, antes que nada,
"el asiento del Espíritu Santo, que la prefería entonces a los demás
elementos... Fue esta primera agua la que dio origen al viviente para que
no hubiera motivo de asombro si con el bautismo las aguas siguen produciendo
vida... Todas las especies de agua, por efecto de la antigua prerrogativa
que las distinguió en el origen, participan, por tanto, en el misterio de
nuestra santificación, una vez que se ha invocado a Dios sobre ellas. Al punto
de hacerse la invocación, el Espíritu Santo desciende del cielo, se detiene
sobre las aguas que santifica con su presencia, y santificadas de este modo
se impregnan del poder de santificar a su vez... Las aguas que daban remedio
a los males del cuerpo curan ahora el alma; deparaban antaño la salud temporal,
restauran ahora la vida eterna..."
El "hombre viejo" muere por inmersión en el agua y da
nacimiento a un nuevo ser regenerado. Este simbolismo lo expresa admirablemente
Juan Crisóstomo (Homil. in loh., XXV, 2), quien, a propósito de la
rnultivalencia simbólica del bautismo, escribe: "Representa la muerte y la
sepultura, la vida y la resurrección... Cuando sumergimos nuestra cabeza en el
agua como en un sepulcro, el hombre viejo queda inmerso, sepultado por
completo, cuando salimos del agua, el hombre nuevo aparece
simultáneamente".
Como se ve, las interpretaciones aducidas por Tertuliano y Juan
Crisóstomo armonizan perfectamente con la estructura del simbolismo acuático.
Sin embargo, intervienen en la valoración cristiana de las Aguas ciertos
elementos nuevos ligados a una "historia", en este caso la Historia
sagrada. Hay, ante todo, la valoración del bautismo como descenso al abismo de
las Aguas para sostener un duelo con el monstruo marino. Este descenso tiene un
modelo: el de Cristo en el Jordán, que era al mismo tiempo un descenso a las
Aguas de la Muerte. Como escribe Cirilo de Jerusalén, "el dragón Behemoth,
según Job, estaba en las Aguas y recibía al Jordán en su garganta. Mas como era
preciso romper las cabezas del dragón, Jesús, habiendo descendido a las Aguas,
encadenó al fuerte, para que adquiriésemos la facultad de caminar sobre los
escorpiones y las serpientes".
Viene a continuación la valoración del bautismo como repetición del Diluvio.
Según Justino, Cristo, nuevo Noé, habiendo salido victorioso de las Aguas,
se erigió en jefe de una raza. El Diluvio prefigura tanto el descenso a las
profundidades marinas como el bautismo. "El Diluvio era, pues, una imagen
que el bautismo acaba de realizar... Lo mismo que Noé se enfrentó con el Mar
de la Muerte, en el cual la humanidad pecadora fue aniquilada y salió de él,
recién bautizado desciende a la piscina bautismal para enfrentarse con el
Dragón del mar en un combate supremo y salir victorioso".
Pero, sin salirnos aún del rito bautismal, tambien pone a Cristo en
parangón con Adán. El paralelo Adán-Cristo ocupa ya un lugar considerable en la
teología de San Pablo. "Por el bautismo -afirma Tertuliano-, el hombre
recupera la semejanza con Dios" (De bapt., V). Para Cirilo, "el
bautismo no es sólo purificación de los pecados y gracia de la adopción, sino
también antitypos de la Pasión de Cristo". La desnudez bautismal, asimismo,
comporta una significación ritual y metafísica a la vez: es el abandono del
"viejo vestido de corrupción y de pecado del cual el bautizado se despoja,
siguiendo a Cristo, ese vestido con que se había revestido Adán después del
pecado", pero también significa el retorno a la primitiva inocencia, a la
condición de Adán antes de la caída. ¡Oh cosa admirable! -escribe Cirilo-.
Estabais desnudos ante los ojos de todos sin sentir vergüenza. Es que en verdad
llevabais en vosotros la imagen del primer Adán, que estaba desnudo en el
Paraíso sin sentir vergüenza".
Según este puñado de textos, se da uno cuenta del sentido de las
innovaciones cristianas: por una parte, los Padres buscaban correspondencias
entre los dos Testamentos; por otra, mostraban que Jesús había cumplido realmente
las promesas hechas por Dios al pueblo de Israel. Pero conviene observar que
estas nuevas valoraciones del simbolismo bautismal no contradicen el simbolismo
acuático difundido universalmente. Todo reaparece en él: Noé y el Diluvio
tienen como correlato, en innumerables tradiciones, el cataclismo que puso fin
a la "humanidad" ("sociedad") con la sola excepción de un
hombre que habría de convertirse en el Antepasado mítico de una nueva
humanidad. Las "Aguas de la Muerte" son un leitmotiv de las mitologías
paleo-orientales, asiáticas y de Oceanía. El Agua "mata" por
excelencia: disuelve, borra toda forma. Y precisamente por esto es rica en
"gérmenes", es creadora. El simbolismo de la desnudez bautismal
tampoco es privilegio exclusivo de la tradición judeo-cristiana. La desnudez
ritual equivale a la integridad y a la plenitud; el "Paraíso" implica
la ausencia de "vestidos", es decir, ausencia de "desgaste"
(imagen arquetípica del Tiempo). Toda desnudez ritual implica un modelo
intemporal, una imagen paradisíaca.
Los monstruos del abismo reaparecen en multitud de tradiciones: los
héroes, los iniciados, descienden al fondo del abismo para enfrentarse con los
monstruos marinos; se trata de una prueba típicamente iniciática. Ciertamente,
en la historia de las religiones, abundan las variantes: a veces los dragones
montan la guardia alrededor de un "tesoro", imagen sensible de lo
sagrado, de la realidad absoluta; la victoria ritual (iniciática) contra el
monstruo-guardián equivale a la conquista de la Inmortalidad. El bautismo es,
para el cristiano, un sacramento por haber sido instituido por Cristo. Pero no
por ello deja de recoger el ritual iniciático de la prueba (lucha contra el
monstruo), de la muerte y la resurrección simbólicas (el nacimiento del hombre
nuevo). No decimos que el cristianismo o el judaísmo hayan tomado en
"préstamo" tales mitos o símbolos de las religiones de los pueblos
vecinos; no era necesario: el judaísmo era heredero de una prehistoria y de una
larga historia religiosa donde todas esas cosas existían ya. Incluso no era
necesario que tal o cual símbolo fuera conservado "despierto", en su
integridad, por el judaísmo. Bastaba con que sobreviviera un grupo de imágenes,
aunque fuera oscuramente, desde los tiempos premosaicos. Tales imágenes y tales
símbolos eran capaces de recobrar, en cualquier momento, una poderosa
actualidad religiosa.
(Extracto de Lo sagrado y lo profano, Barcelona, Labor, 1967, pp.
114-117).