Noele M. Denis-Boulet: EL CALENDARIO CRISTIANO (Extractos)

LA PRIMERA CONTROVERSIA PASCUAL

Eusebio, que fue el primer autor que reunió, en el siglo IV, los documentos y los hechos de la historia cristiana llegados a su conocimiento, nos hace, en el libro V, capítulo XXIII, de su Historia eclesiástica, el relato siguiente:

"Una cuestión de gran importancia se presentó en aquella época. Las cristiandades de toda el Asia Menor, según una tradición bastante antigua, creían que se tenía que guardar, para la fiesta de Pascua del Salvador, el día XIV de la luna, en el cual estaba ordenado a los judíos inmolar el cordero, y que era entonces absolutamente preciso, cualquiera que fuera el día en que cayera, poner fin al tiempo de ayuno. Pero las iglesias de todo el resto de la tierra no tenían costumbre de observar esa conducta; seguían, en virtud de una tradición apostólica, el uso en vigor hoy día, y creían que en ningún otro día, si no era el de la Resurrección del Salvador, convenía poner fin al ayuno...

En aquella misma época se reunieron sínodos y asambleas de obispos, y todos unánimemente, en cartas, llevaron un decreto de la Iglesia para los fieles de todos los países. Decidieron que el misterio de la Resurrección del Señor de entre los muertos no sería celebrado otro día que el domingo, y que solamente ese día observaríamos el final de los ayunos de Pascua".

La cuestión pascual, que agitó a la Iglesia hacia fines del siglo II, no podía estar mejor resumida, aunque la conozcamos también por otras fuentes. Eusebio dice a continuación que se poseen cartas de los obispos, especialmente la que provenía del Sínodo de Roma, por medio de la cual se demuestra que San Víctor era obispo entonces, y que se estaba entre los años 189 y 198. Pero Polícrates, obispo de Éfeso, contestó a Víctor un atento "no ha lugar", invocando la tradición de los obispos de Asia, que ascendía hasta San Juan y que obligaba a guardar "el día 14 de la Pascua según el Evangelio". De la cifra 14 procede el término cuartodecimanos, que designa a los que observan así la fecha judía. Luego nos enteramos de la intransigente excomunión del Asia Menor por San Víctor, la mediación de San Ireneo de Lyon, del que Eusebio cita la carta en que afirma que siempre ha conocido, desde el principio, dos tradiciones acerca de este asunto, y que no hay que separarse por cuestiones de calendario, y que "la diferencia del ayuno confirma la unanimidad de la fe". Eusebio subraya el carácter "irénico", es decir, "pacífico", de la intervención de San Ireneo, añade que los alejandrinos compartían la opinión de Víctor, y no nos dice cómo terminó el asunto.

Es difícil para un entendimiento moderno comprender la importancia que se ha concedido a veces a que las iglesias de Asia celebraran la muerte del Señor, y otras su Resurrección. Pero no hay fundamento a esta interpretación en el texto de Eusebio: todo indica que los cristianos del siglo II celebraban a la vez la muerte y la Resurrección de Jesucristo, que son las dos caras del mismo misterio de Redención, y que no había entre ellas más que un problema de calendario.

Según los estudios recientes a los que hemos aludido, parece ser que hubo dos escuelas cristianas acerca de este asunto, como había dos escuelas judías. El Libro de los Jubileos, como hemos visto, establecía el calendario sobre un ciclo de semanas, sin preocuparse de la luna, mientras que el calendario judío oficial estaba establecido sobre los meses lunares. Según éste, el 14 nisán podía caer en cualquier día de la semana y, procediendo la Pascua cristiana de la Pascua judía, los asiáticos seguían esta última fecha, aunque dándole un sentido totalmente distinto. Pero si el Señor se había atenido para la última Cena a un calendario en el que el 15 Nisán caía siempre en miércoles, y Él había muerto el viernes y resucitado el domingo siguiente, se concibe que los Apóstoles, sujetos a la tradición local, se sintieran sobre todo atraídos por esos días, y llevaran su Pascua anual al fundamento de la Pascua semanal, que es el domingo.

Fuera lo que fuera, Asia probablemente se sometió, porque la controversia en el siglo III parece que estuvo totalmente apaciguada. San Ireneo había dicho, sin embargo, una cosa muy profunda: "La diferencia del calendario y del ayuno confirma la unanimidad de la fe."

En efecto, Si todas las iglesias, desde el principio, hubieran celebrado la Pascua, sea en la fecha judía, sea el domingo siguiente, o bien la fiesta no habría acusado su nuevo sentido, su originalidad cristiana frente a frente de Israel, o bien hubiera podido ser tomada por los paganos por una fiesta naturista del primer domingo de primavera. Porque estaban de acuerdo con la frase de Pablo "Cristo, nuestra Pascua, es inmolado", y porque sabían también que, según el mismo Pablo (1 Corintios XV, 17), "si Cristo no ha resucitado, vuestra fe es vana, aún tenéis vuestros pecados" (lo que quiere decir que la Pasión sin la Resurrección no tiene su carácter redentor), los cristianos del siglo II se adherían, unos y otros, con fechas diversas, al significado total de la Pascua cristiana.

PASCUA EN EL CONCILIO DE NICEA

De nuevo se trató de la fecha de Pascua en el Concilio de Nicea, y sobre todo en un documento imperial que Eusebio nos ha transmitido en su Vida de Constantino (1.III, cap. 18), acerca de la autenticidad del cual se pueden hacer ciertas reservas. Lo esencial es una exhortación a celebrar la Pascua el mismo día en todas partes. Ya no se trata de cuartodecimanos: todas las Iglesias han adoptado, en principio, el domingo siguiente al 14 Nisán, plenilunio del primer mes judío después del equinoccio de primavera. Pero los sirios se atenían al calendario judío: Antioco celebraba la Pascua el primer domingo siguiente de la Pascua judía. Pero, como hemos visto, el calendario judío oficial era muy imperfecto.

Basado en el año lunar (de quince días menos), ocurría que señalaba la Pascua antes del equinoccio, el 14 Nisán tenía más de un mes de adelanto, cuando las autoridades judías no habían insertado aún el mes suplementario. Las otras Iglesias libertadas del cómputo judío, determinaban la fecha bíblica (plenilunio siguiente al equinoccio de primavera) por sus propios medios científicos. Ahora bien, el equinoccio estaba fijado en Roma en el 25 de marzo desde César, el 21 en Alejandría, a consecuencia de consideraciones astronómicas. Con muy buena fe, podían así diferenciarse. Por otra parte se apoyaban en ciclos de años muy imperfectos, y diferentes según los sitios. Fue el concilio de Nicea el que, adoptando el cómputo alejandrino, fijó el equinoccio en el 21 de marzo, es decir, en su verdadera fecha, en el siglo IV y en el calendario

juliano.

LA PASCUA, ORIGEN DEL TEMPORAL

La era cristiana tiene poco interés para el calendario cristiano, que es cíclico. Lo que importaba a los antiguos no era principalmente la fecha en que Jesús apareció, sino la renovación incesante de Su Misterio, era la Fiesta de las fiestas (Festum festorum, decía San León), la cual dependía a la vez de la luna y del sol. Desplazaríamos la concepción inicial del Cristianismo, si olvidáramos el sentido de la presencia actual del Hecho sobrenatural por excelencia, la Redención, y de su unidad con los ciclos naturales, queridos por Dios, el plenilunio y la primavera.

Así como las publicaciones oficiales anuales señalan ahora la fecha de Pascua y todas las fechas sagradas que se derivan para el mundo entero, los Misales de altar llevan siempre al principio, antes del Kalendarium romano, el ciclo de 19 años (número áureo), luego las tablas de las epactas lunares, las de las letras dominicales y de indicción, con abundantes explicaciones precediendo las tablas pascuales que se derivan, como si todavía estuviéramos en la época en que Durand de Mende, autor del siglo XIII, declaraba indigno al sacerdote que no conociera el cómputo pascual, es decir, que fuera incapaz de calcular la fecha de Pascua partiendo del número áureo y de la letra dominical del año.

Pascua santifica pues todo el ciclo anual, ella es el centro, y de su fecha se deducen las de todas las fiestas movibles, constituyendo lo que se llama el Temporal.

Estas observancias o fiestas móviles se fueron separando poco a poco de su centro, esparcidas por el año, como los planetas y los satélites se destacan de las estrellas.

San Hipólito nos hace saber, en su "Tradición apostólica", que en su época (primer tercio del siglo III) existia antes de Pascua un ayuno obligatorio de dos días, es decir, que el viernes y el sábado de la semana santa debía realizarse un ayuno absoluto. "Sin embargo, si una mujer está encinta y enferma y no puede ayunar dos días, que ayune el sábado, contentándose con pan y agua, por necesidad". Pero entonces era toda la Cuaresma, y no parece que haya habido aún oficios propios en esos días.

Había sin duda solamente reunión alitúrgica (o sea sin celebración de la Eucaristía) el viernes, como todos los miércoles y viernes del año.

Se ve por la cita de Hipólito por qué Eusebio, hablando de la controversia pascual, dice que algunos, desde el 14 Nisán, ponían fin al ayuno, mientras otros esperaban para ello al domingo de Resurrección. Ya hemos dicho que desde el principio el ayuno estaba prohibido el domingo.

Esta prescripción (como la de orar de rodillas) se extendía a lo que se llamaba entonces Pentecostés, es decir, los cincuenta días que siguen a la Pascua. Durante siete semanas no se practicaban los dos ayunos hebdomadarios habituales de los cristianos (de los que dan testimonio Tertuliano y ya la "Doctrina de los Apóstoles") y señalados en todas partes para el miércoles y el viernes, días que señalaban sin duda el principio y término de la Pasión (mientras que los judíos piadosos ayunaban el lunes y el jueves).

Fue durante el curso de los siglos III y IV cuando Pentecostés empezó a aparecer como fiesta especial, al quincuagésimo día, fiesta de la Iglesia habitada por el Espíritu desde el primer Pentecostés. Igualmente la Ascensión, señalada 40 días después de Pascua, según el prólogo de los Hechos de los Apóstoles. Por otra parte, la preparación de Pascua se desarrollaba en estrecha

relación con el catacumenado de los convertidos que se bautizaba en la noche pascual. Era en aquella noche pascual cuando nacían los principales Sacramentos, fuentes de la gracia santificadora y prolongación entre nosotros de la vida de Cristo redentor: Bautismo y Eucaristía. Era en aquella noche sobre todo cuando se esperaba su retorno, aquella Parusia que al principio se había creído sumamente próxima, y que se alejaba más, a medida que avanzaba la historia de la Iglesia. Y no obstante, siempre está próxima, pues Él ha dicho que vendrá "como un ladrón", y la Iglesia no podrá olvidar la esperanza de volver a verle, cuando enteramente reunida vela y ruega esa noche según la recomendación del Señor. Sentido primordial y último de una vigilia que

nuestra generación habrá visto felizmente restaurada a su hora normal.

Las fiestas anuales eran pues, todavía en el siglo IV, muy poco numerosas. Los Padres criticaban severamente la multiplicidad de las fiesta paganas y judías: ¿No basta -había dicho Tertuliano- que tengamos cada año cincuenta días de júbilo, y cada semana nuestro domingo? San Agustín consideraba las fiestas cristianas como prescripciones muy poco numerosas, muy sencillas, y que comparaba a los sacramentos, aplicándoles el mismo vocablo: "sacramentum", es decir "misterio". La Cuaresma, preparación de Pascua, también era para él un sacramentum y a modo de un primer aspecto del misterio pascual, que coincidía además con el misterio eucarístico. Pero las mismas fiestas fijas, a medida que ocuparán su puesto en el año litúrgico, se relacionarán indirectamente con la Pascua y serán celebradas a su vez "como significando algo que hay que recibir santamente..."

LA SEMANA SANTA EN JERUSALÉN

Ya que hablamos de Oriente, manifestamos que existe una descripción muy detallada del año litúrgico en Jerusalén hacia el año 400, debida a una religiosa occidental, llamada Egeria o Etheria, que fué allí en peregrinación. En su escrito habla de la Epifanía, del 2 de febrero, de la Cuaresma, de Pentecostés y de la Dedicación de las iglesias constantinianas del Calvario. Pero sobre todo nos da de la Semana Santa y de la que sigue la Fiesta, precisiones que nos trasladan a aquella Pascua por la cual el año cristiano había comenzado.

Bastante antes que Roma, la iglesia de Jerusalén tenía numerosas "estaciones", pero éstas estaban caracterizadas por una relación estrecha entre la celebración y el sitio, relación que no podía existir más que en el marco histórico de los acontecimientos de la Salvación. Así, según Egeria, el sábado, Víspera de Ramos, iban al "Lazarium", iglesia de Betanía que recuerda la resurrección de Lázaro. El día siguiente por la mañana al "Martyrium", iglesia de la Pasión en el Gólgota.

Por la tarde subían al monte de los Olivos, sucesivamente a la Eleona, luego más arriba a la "Imbomom", iglesia de la Ascensión. Allí les leyeron el trozo del evangelio referente a la entrada del Señor en Jerusalén. Luego "todo el pueblo anda delante del obispo cantando himnos y antífonas, respondiendo siempre Bendito sea el que viene en nombre del Señor...; todos llevan ramas, unos de palmeras, otros de olivos, y así se escolta al obispo a la manera que el Señor fué escoltado aquel día. Desde lo alto de la montaña hasta la ciudad, Y de allí a la Anástasis (iglesia de la Resurrección) atravesando toda la ciudad, todos hacen el camino a pie... "He aquí el Origen local, en Jerusalén, de nuestra procesión de Ramos, que de allí se extendió por todo Oriente y luego por Occidente, empezando por España y la Galia. Roma, que no lo adoptó hasta mucho después, efectuaba ya aquel día, en la misma época, la lectura de la Pasión según San Mateo en la misa, lectura que no se hacía en Jerusalén.

El martes santo, después de la reunión en la Anástasis, iban a la Eleona para oír leer al obispo, en la gruta en que Jesús enseñaba a sus discípulos, un extracto del evangelio según San Mateo (XXIV, 4). El miércoles, en la Anástasis el Obispo leía el pasaje de la traición de Judas. El jueves había las reuniones habituales en la Anástasis, en el Martyrium y en la Cruz, con dos misas sucesivas. Pero por la tarde, después de haber comido, se encontraban en la Eleona, y se pasaba la noche en el monte de los Olivos conmemorando los últimos sermones de Jesús y su Agonía. Se descendía en procesión al lugar que recuerda la detención del Salvador y no se entraba en la ciudad hasta la aurora, para ir después a la Cruz, en donde se leía el proceso de Jesús ante Pilatos.

Con este recuerdo estrictamente local de los acontecimientos que precedieron inmediatamente a la Pasión, nos encontramos lejos, al parecer, de lo que caracterizaba el jueves santo en Roma, donde la reconciliación de los penitentes y la bendición del crisma se efectuaban antes de terminar el siglo V. El Sacramental Gelasiano señala tres misas, ¿pero son de origen romano?

¿Las dos primeras reuniones no eran primitivamente alitúrgicas? La misa de la tarde, de todos modos, empezaba primero por el Ofertorio. Se le añadió posteriormente una antemisa.

En suma, lo que es sorprendente es que no encontremos al principio, en los textos, una conmemoración litúrgica especial de la Cena, ni en Roma, ni en Jerusalén, en el que ni siquiera había estación en el Cenáculo ese día. Muchos problemas hay que resolver todavía concernientes al jueves santo.

El viernes santo, en cambio, tenemos en Jerusalén una ceremonia característica, la de la adoración de la reliquia de la Cruz, que todos van a besar bajo la vigilancia del obispo y los diáconos. Luego, por la tarde, hay una larga estación en el atrio que está entre la Cruz y la Anástasis. Allí se efectúan sin interrupción tres largas lecturas, comprendiendo las Pasiones sacadas de los diversos evangelios. Aquella sesión dura tres horas, durante las cuales todo son, dice la autora, lloros y gemidos. Luego van al Martyrium y a la Anástasis, en donde se lee el pasaje del evangelio sobre el entierro del Señor.

En cuanto al día Siguiente, la peregrina señala solamente: "las vigilias se hacen como en nuestro país".

El domingo de Pascua hay, por la tarde, una estación en el Cenáculo para recordar la aparíción de Jesús a los Apóstoles. También hay una octava, con estaciones diferentes cada día, y el domingo, por último, se reúnen de nuevo en el Cenáculo de Sión para conmemorar la aparición del octavo día, en la que se encontraba Santo Tomás. El cuadragésimo día después de Pascua, la estación no se efectúa en el monte de la Ascensión, sino en Belén, y el domingo de Pentecostés se conmemora la Ascensión en el monte de los Olivos, después de haber celebrado en el Cenáculo la Venida del Espíritu Santo.

Los liturgistas acostumbran decir que las ceremonias de la Ciudad Santa han ejercido gran influencia en las liturgias de otras sedes y hasta en Occidente. A decir verdad, la imitación propiamente dicha no existe en Occidente más que en la procesión de Ramos y en la adoración de la Cruz el viernes santo. Hubiera sido bien difícil reproducir en otra parte la disposición de las iglesias de Jerusalén. Si la imitación ha existido, ha sido en todo caso de carácter espiritual; la devoción sensible y concreta a los recorridos históricos de la vida y Pasión del Señor siempre estuvo en auge en la Edad Media. Ya era característica de la Ciudad Santa al principio del siglo V. Hemos admirado, en los siglos VI y VII, el gran monasterio ambulante en que se había convertido la Roma de San Gregorio. ¿Y qué decir de Jerusalén en los siglos IV y V, con sus ascetas, que aun prolongando de manera pavorosa sus ayunos, a lo oriental, no dejaban por ello de seguir como el obispo aquellas reuniones sucesivas incesantes, aquellas "misas" múltiples, de las que no se sabe si son "devoluciones" del pueblo, en el sentido etimológico de la palabra, o bien celebraciones eucarísticas?

También en Roma había una semana de Pascua en el siglo VI, con estaciones en diversas basílicas. Pero no era una verdadera octava, porque terminaba, no el domingo, sino el sábado "in albis". Lo que se celebraba de nuevo aquella noche en Letrán con los nuevos bautizados, todavía revestidos, pero por última vez, con su ropaje blanco, era la octava de la iluminación de la noche pascual. El sábado "cerraba" la Pascua, era el "Clausum Paschae". En el siglo VII aparece el domingo octava "post albas" después de las vestiduras blancas. El interés pasa de la vigilia bautismal al domingo: Pascua es siempre la fiesta cristiana más grande; ya no es, como al principio, el único Misterio del Cristianismo.

(Título original de la obra: Le calendrier chrétien. Versión española en Ed. Casal i Vall, Andorra, 1961).

 

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