Raimon Panikkar, La Trinidad. Una experiencia humana primordial (fragmento)
El Padre
[...] Lo Absoluto es uno. No hay más que un Dios, una sola Divinidad. Entre lo Absoluto y el Uno, Dios y la Divinidad, no hay diferencia ni separación: la identidad es total. En una palabra, lo Absoluto lo abarca todo. Por definición, si ello fuera posible, no hay nada fuera de ello.
Lo Absoluto carece de nombre. Todas las tradiciones han reconocido que está realmente más allá de todo nombre, que es "in-nominable", a-nama, anonymos. Los términos que a él se refieren son simplemente designaciones procedentes del Hombre y siempre relativas al Hombre. Se le puede llamar brahman o se le puede llamar tao. Pero el tao, una vez nombrado, ya no es el tao, y brahman, una vez conocido, ya no es brahman. El Dios que es visto ya no es el Dios (o théos), pues nadie ha visto nunca a Dios; "nadie puede verlo y seguir viviendo". Su transcendencia es constitutiva y sólo él es verdaderamente transcendente.
En la tradición cristiana, el Absoluto tiene una denominación concreta: "El Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Es a él a quien Jesús llamó Padre y Dios, enseñándonos que también nosotros debemos llamarle Padre y Dios. Sin embargo, ni el nombre de "Padre" ni el de "Dios" son apropiados para el Absoluto. Son simplemente los nombres con que lo designamos. Él es nuestro Padre y nuestro Dios, es decir, es Padre y Dios para nosotros. Pero independientemente de nosotros, en sí mismo y para sí mismo, ¿qué es Él? En última instancia, la pregunta ni siquiera tiene sentido. Preguntar qué es el "Sí-Mismo" de Dios implica sin duda un intento de ir, de alguna manera, más allá de su "Yo", el "Sí-Mismo divino". Pero la expresión "Dios en sí mismo" implica una "reflexión" que presupone ya ese Dios inefable (por cuyo "Sí-mismo" nos estamos preguntando). De ahí se deduce la noción de un "Sí-Mismo" divino que tiene un origen y que ya no es, por consiguiente, original ni originante. La "reflexión" de Dios ya no es el Padre -ni la nuestra ni la suya, por así decir.
El Padre es el "Absoluto", el Dios único, o théos. La Trinidad no es un tri-teísmo. Es muy significativo que las primeras fórmulas trinitarias hablen de Dios Padre, Cristo Hijo y Espíritu Santo. Ni el Hijo ni el Espíritu son Dios, sino, precisamente, el Hijo de Dios y el Espíritu de Dios, "iguales" al Dios Uno (o théos) en cuanto Dios (théos). En este punto, la inadecuación de la dialéctica resulta manifiesta: ni la pluralidad ni, consecuentemente, la igualdad es real. No hay tres cosas que puedan ser iguales o que puedan ser distintas. En el Absoluto no hay pluralidad, no hay multiplicidad, nada que, multiplicado o añadido, pueda ser tres; qui incipit numerare incipit errare [El que comienza a enumerar comienza a errar], dice san Agustín. Por la misma razón, nada hay en el Absoluto que pueda ser considerado igual o desigual. Pues ¿dónde encontrar en el Absoluto un punto de referencia que permita la afirmación o la negación de la igualdad? No puede decirse del Hijo que sea igual al Padre como tampoco que sea diferente. Cualquier criterio de medida procede de fuera y fuera del Absoluto nada hay. Lo mismo podría decirse en relación al Espíritu. El credo niceano, como también los Padres griegos e incluso Tertuliano, afirman que el substratum de la Divinidad reside en el Padre. Es sólo con Agustín cuando la Divinidad, como substratum que confiere unidad a la Trinidad, comienzo a ser considerada común a las tres personas.
Puede ciertamente admitirse un cierto lenguaje teológico popular que habla de igualdad entre las "tres" personas, a condición de abstenerse de aceptar una naturaleza divina objetivada, trinitariamente "desencarnada" por decirlo así (la famosa y desechada quaternitas). Pero esta prohibición a deducir consecuencias lógicas suena artificial. Las "tres" personas son "iguales" porque todas ellas son "Dios"; pero este "Dios" (al que se suponen iguales) no existe, no es nada al margen o separado de las personas divinas. Unum est sancta Trinitas, non multiplicatum numero [Uno (en neutro) es la santa Trinidad y no tiene multiplicidad numérica] (Denz. 367).
Nos gustaría presentar aquí el misterio trinitario de una forma más directa, siguiendo la orientación más dinámica de la tradición patrística griega y de la escolástica latina de san Buenaventura.
Todo cuanto el Padre es lo transmite al Hijo. Todo cuanto el Hijo recibe lo entrega a su vez al Padre. Esta donación (al Padre, en última instancia) es el Espíritu.
Quizás las profundas intuiciones del hinduismo y del buddhismo, que proceden de un universo distinto del griego, puedan ayudarnos a penetrar más hondamente el misterio trinitario. Después de todo, ¿no es precisamente la teología el esfuerzo del hombre de fe para expresar su experiencia religiosa en el contexto mental y cultural en que se encuentra?
Si el Padre engendra al Hijo (y es ésta una generación total puesto que el Padre se da plenamente al Hijo), ello significa que lo que el Padre es lo es el Hijo, es decir, el Hijo es el es del Padre. En la fórmula de identidad "A es B" o "P es H", lo que P es, es H. P en cuanto P, separadamente, en sí mismo, no es. H es lo que P es. A la pregunta ¿qué es P?, debemos responder: es H. Conocer al Hijo en cuanto Hijo es comprender también al Padre; conocer el Ser en cuanto tal implica haberlo transcendido ónticamente, es conocerlo en cuanto Ser y no en cuanto ente. Y si el conocer es perfecto, es serlo. Este "serlo" es el Hijo.
Utilizando otros términos, podemos decir: el Absoluto, el Padre, no es. No tiene ex-sistencía, ni siquiera la del Ser. Ha dado, por decirlo así, todo en la generación del Hijo. En el Padre, el apofatismo (la kenosis o vaciamiento) del Ser es real y total. Es esto lo que en otras ocasiones he llamado "la Cruz en la Trinidad", es decir, la inmolación íntegra de Dios (Padre), de la que la Cruz de Cristo, su inmolación, es su icono y su revelación. Cuando el Absoluto se da, se disuelve, deja de ser absoluto, desaparece; se da absolutamente.
Nada puede decirse del Padre "en sí mismo", del "sí-mismo" del Padre, porque no hay un tal "sí mismo"; no sería Padre. Ciertamente, es el Padre del Hijo, y Jesús se dirige a él en términos de Padre, pero "Padre" no es un nombre apropiado, en el sentido de propio, aunque no tenga otro. Al engendrar al Hijo, el Padre lo da todo, incluso, si podemos atrevernos a hablar así, la posibilidad de ser expresado en un nombre que le nombraría a él y sólo a él, al margen de toda refenrencia a la generación del Hijo. ¿No es aquí, en este apofatisrno esencial del Padre, en esta kenosis del Ser en su propio origen, donde habría que situar la experiencia buddhista de nirvâna y sunyatâ (vacuidad)? Nos encaminamos hacia delante, hacia la "meta absoluta", y al final nada se encuentra porque nada hay, ni siquiera el Ser. "Dios creó de la nada" (ex nihilo); "ciertamente -añadiría un hindú- de nada, salvo de Sí" (a Deo, que no es ex Deo). Este su "Sí" lo inmoló en el Hijo, en la generación del Hijo.
Brahman, nos dicen a este respecto las Upanishad, no es auto-consciencia (que es el âtman). Lo que el Padre conoce es el Hijo, pero la expresión es ambigua, puesto que el Hijo no es meramente el acusativo, el objeto del conocimiento del Padre. En tal caso, no podría ser persona, ni menos aún "igual" al Padre. En lugar de decir "Lo que / a quien (quod, quem, en acusativo) el Padre conoce es al Hijo", casi sería preferible decir -a pesar de la violencia gramatical que ello supone- "Quien (quod, quis, en nominativo) el Padre conoce es el Hijo". El Hijo no es un objeto, lo conocido, sino el conocimiento del Padre, puesto que él es el Ser del Padre. La "ldentidad" es total y la alteridad es igualmente infinita: alius non aliud, como solían decir los escolásticos.
Sólo se llega al Padre a través del Hijo. Ir directamente al Padre ni siquiera tiene sentido. Si se intentara hacerlo, se encontraría que el supuesto camino hacia el Padre es un no-camino, un no-pensamiento, un no-ser. Incluso el Hijo sólo conoce al Padre al ser conocido por él: "Tú eres mi Hijo; hoy te he engendrado", Aham asmi, ego eimi o ôn, "Yo soy el que soy". La creación es el eco de este divino grito primordial.
Cualquier intento de hablar del Padre en sí mismo implica un contrasentido, pues toda palabra acerca del Padre sólo puede referirse a aquel de quien el Padre es Padre, es decir, al Verbo, al Hijo. Es preciso quedarse en silencio. Las más diversas tradiciones religiosas nos enseñan que Dios es Silencio. Esta afirmación debe ser aceptada en su insondable profundidad. Dios es silencio total y absoluto, el silencio del Ser y no sólo el ser del Silencio. Su palabra, que completamente lo expresa y consume, es el Hijo. El Padre no tiene ser: el Hijo es su ser. La fuente del ser no es ser. Si lo fuera, ¿cómo podría entonces ser su fuente? Fons et origo totius divinitatis, fuente y origen de toda divinidad, decían los Concilios de Toledo (Denz. 528, etc.).
Así pues, la idea anteriormente sugerida de que el Padre es el único y absoluto Yo es inadecuada y relativa. La autoafirmación "yo" sólo puede formularse con referencia a un "tú", un "tú" que, a su vez, sólo puede aparecer cuando hay un "él". El Padre quo ad se, en sí mismo, no es, no es por tanto un yo aislado: se afirma a "sí mismo" solamente a través del Hijo en el Espíritu, aunque aquí pudiéramos igualmente decir que se afirma en el Hijo a través del espíritu. La gramática se resquebraja. Diríamos más bien que no se afirma a "sí mismo", sino que simplemente afirma. Propiamente hablando, ninguna formulación acerca de la Trinidad es verdadera si se toma de forma aislada y al margen de las otras relaciones igualmente constitutivas. Nec reste dici potest, ut in uno Deo sit Trinitas, sed unus Deus Trinitas, dice el mismo Concilio, el cual añade: Quod enim Pater est, non ad se, sed ad Filium est [Tampoco se puede decir correctamente que en Dios uno haya (sea) la Trinidad, sino un Dios Trinidad. (Añadiendo:) Lo que el Padre es, no (lo) es para sí, sino para el Hijo].
Sin embargo, existe en nosotros una dimensión -la más profunda de todas- que corresponde a este apofatismo total. No sólo todo va a él, sino que también todo procede de él, el "Padre de las luces". Indudablemente, no se puede llegar a él, como tampoco un meteoro puede llegar al sol sin quedar volatilizado, desapareciendo así antes de alcanzarlo; pero es igualmente imposible no ser arrastrado por la corriente que todo lo lleva hacia él, hacia el Padre. Se puede estar unido con el Hijo o se puede estar en el Espíritu, pero no se puede ser el Padre, porque el Padre no es. Jamás se le puede alcanzar porque no hay un final al que llegar. Y sin embargo todas las cosas tienden hacia él como meta última. La imposibilidad de alcanzar al Padre no es por tanto una imposibilidad óntica sino ontológica.
La devoción al Padre desemboca en un apofatismo del Ser; es un movimiento hacia... ninguna parte, una oración permanentemente abierta hacia el horizonte infinito, que, como un espejismo, aparece siempre en la lejanía porque no está en ninguna parte. La imagen, el icono, existe: el Logos. El Ser es sólo una imagen, una revelación de lo que si estuviera completamente desvelado, ni siquiera sería, pues el ser mismo es ya su manifestación, su epifanía, su símbolo. "El Hijo es su nombre", dice el Evangelium veritatís, texto gnóstico escrito en un medio judeocristiano. "El Hijo es la visibilidad de lo invisible", repite san Ireneo.
"Nadie puede venir a mí, si no es llamado por el Padre que me envió". Si consideramos esta afirmación a la luz de lo que se acaba de decir, aparece con tal evidencia que incluso podría tomarse por una tautología. ¿Cómo, en efecto, se podría llegar al Hijo sin participar de su filiación? Pero esta filiación es real sólo porque el Padre la hace tal. Es, por decirlo así, el reverso de la paternidad. Si voy al Hijo es porque ya participo de su filiación; en otras palabras, porque el Padre ya me ha incluido en la filiación de su Hijo.
"El que me ha visto a mí, ha visto al Padre", es otro mahavakya (gran mensaje) de la teología del Padre. Quien ve a Cristo ve al Padre porque el Hijo es el Padre hecho visible, porque no hay nada que ver del Padre salvo el resultado de su paternidad, es decir, el Hijo. Pero ver al Hijo es verle como Hijo del Padre y por tanto ver al Padre en, o más bien, a través del Hijo (y no en sí mismo, puesto que en sí no es nada). No hay dos visiones o perspectivas, una para el Hijo y otra para el Padre: quien me ve, en la visión de este me, ve al yo que lo engendra y le da el ser. Estrictamente hablando, no se ve al Hijo al margen del Padre ni al Padre al margen del Hijo. No hay dos visiones, sino una: Semel locutus est Deus; duo haec audivi [Una sola vez ha hablado Dios, dos cosas he escuchado] (Sal LXI [LXII], 12).
"El que me ha visto a mí...". Sólo el Espíritu puede tener una "visión" así y, con él, aquellos que viven en el Espíritu participando en esta visión del Padre-Hijo. Nadie va al Padre salvo a través del Hijo y nadie puede reconocer al Hijo salvo en el (y por tanto ad absurdum haciendo surgir a Dios de otro Super-Dios y así sucesivamente), tendremos que decir que el Padre del que el Dios-de procede es propiamente hablando la Fuente de-Dios. Este de-Dios es precisamente el Hijo. Es el Hijo el que actúa, el que crea, el que es. Por él todo fue hecho. En él todo existe. Él es el principio y el fin, alfa y omega. Propiamente hablando, la Persona Divina, el Señor, es el Hijo, y el Hijo se manifestó en Cristo. Según la teología más tradicional, el vocablo "persona" no puede ser utilizado en la Trinidad con analogía real. Pluraliter praedicatur de tribus [Lo plural se predica de las tres], dice Santo Tomás refiriéndose a las personas divinas (S. Th. I, q.39, a.3 ad 4). Persona [in divinis] non est essentia nel natura, sed "personalitas" [La persona (en lo divino) no es esencia ni naturaleza sino personalitas], y así las tres personas no son tres dioses. La analogía existe entre el Creador y sus criaturas (cf. vgr. S. Th. I, q.13, a.5; q.29, a.4 ad 4) pero no en la Trinidad en sí. La "Persona" no es un "universal" (cf. S. Th. I, q.30, a.4 para la communitas negationis, intentionis, rationis y rei). O en las inquietantes palabras de Duns Scoto: ad personalitatem requiritur ultima solitudo [la soledad última es requerida por la personalidad] (Ordinatio III, d.1, q.1, n.17). Es la soledad radical lo que hace a la persona un individuo. Una analogía presupone siempre un fundamento de la misma (un secundum quid unum), una entidad o idea como primer punto de referencia, entidad o idea que en este caso no puede existir fuera de las personas divinas, pues ello implicaría o bien un cuarto principio supremo o bien un mero modalismo en el caso de que la diferencia entre las personas estuviera tan sólo en nuestra mente; ni puede existir tampoco dentro de las divinas personas, lo que conllevaría diversidad y diferencia real entre ellas, b Boehme. El Dios del teísmo es, por tanto, el Hijo. El Dios con quien se puede hablar, entablar un diálogo, entrar en comunicación, es el divino Tú que está en-relación-con o, más bien, que es la relación con el Hombre y uno de los polos de la existencia total. "El nombre de Dios y Padre, que es esencialmente subsistente, es su Logos", dice Máximo el Confesor (Expo. orat. domin. [PG 90, 871]). O, con Dionisio el Areopagita, tal como le gustaba repetir a la tradición griega: Dios no es "ni tríada ni mónada".
Ahora bien, este Dios, el Hijo, es en terminología trinitaria el Misterio oculto desde el comienzo del mundo, el Misterio de que hablan las Escrituras y que, según los cristianos, se manifestó en Cristo.
Llegados aquí, debemos hacer una observación antes de continuar. "Cristo" es un término ambiguo. Puede ser la traducción griega del hebreo "Mesías" o puede ser el nombre dado a Jesús de Nazareth. Se le puede identificar con el Logos, y por tanto con el Hijo, o equipararlo con Jesús. Sugeriría utilizar la palabra originaria de Ungido para ese Principio, Ser, Logos o Cristo, que otras tradiciones religiosas designan con distintos nombres y al que se atribuye una gran variedad de funciones y atributos. No pretendemos abordar aquí el problema cristológico y, en consecuencia, seguiremos utilizando el nombre de Cristo, pues es importante que la figura de Cristo recupere la plenitud de su sentido, pero trataremos de evitar actitudes polémicas o apologéticas. Cada vez que mencionemos a Cristo (salvo indicación explícita expresa) nos referiremos al Ungido; Ungido, al que los cristianos no tienen ningún derecho a monopolizar. Es este Cristo, pues, conocido o desconocido, quien hace posible la religión. Sólo en esta Unción hay religatio. Cristo, manifiesto u oculto, es el único vínculo entre lo creado y lo increado, lo relativo y lo absoluto, lo temporal y lo eterno, la tierra y el cielo, es Cristo el mediador único. Todo lo que entre estos dos polos opera como mediación, vínculo, camino, es Cristo, sacerdote único del sacerdocio cósmico, la Unción por excelencia.
Cuando designamos este vínculo entre lo finito y lo infinito con el nombre de Cristo, no presuponemos su identificación con Jesús de Nazareth. Incluso desde la fe cristiana, tal identificación nunca ha sido afirmada de forma absoluta. Lo que la fe cristiana afirma es que Jesús de Nazareth es el Cristo, es decir, que tiene una relación constitutiva con lo que Pablo, siguiendo el Antiguo Testamento, llama Sabiduría increada, con lo que Juan, siguiendo a Filón, llama el Logos, con lo que Mateo y Lucas, siguiendo el judaísmo, consideran en íntima relación con el Espíritu Santo y con lo que la tradición posterior ha acordado en llamar el Hijo.
No es nuestro propósito discutir aquí los diversos nombres y títulos que puedan haber sido atribuidos a esta manifestación del Misterio en otras tradiciones religiosas. La razón por la que insisto en llamarlo Cristo es porque, fenomenológicamente, Cristo presenta, en nuestra opinión, las características fundamentales de mediador entre lo divino y lo cósmico, entre lo eterno y lo temporal, etc., ese mediador al que otras religiones llaman Ishvara, Tathágata, o con otros nombres. No sin una profunda y profetica intuición buena parte de la espiritualidad neohindú habla en este sentido de "conciencia crística".
No está equivocado el personalismo al afirmar que la relación personal es esencial en toda actitud religiosa evolucionada y que el descubrimiento o revelación del Dios-persona es una contribución decisiva, aunque no única, de¡ cristianismo. Sin embargo, esta afirmación tiene que ser completada recordando el hecho de que el Padre es "más grande" que el Hijo y que sólo en el Espíritu se realiza esta comunión interpersonal en un diálogo armónico entre yo, Hombre, y él, Dios.
El Hijo es el mediador, el summus pontifex (Sumo Sacerdote) de la creación y también de la redención y glorificación, o transformación, del Mundo. Los seres son en la medida en que participan en el Hijo, son de, con y por él. Todo ser es una cristofanía, una manifestación de Cristo.
Si el antropomorfismo es insuficiente, no lo es por asumir lo humano, sino por desdeñar lo divino. Es decir, es inadecuado en la medida en que no llega a un auténtico cosmoteandrismo, plenamente cósmico, divino y humano a la vez, meta y plenitud de toda religión.
Las religiones del mundo no siempre han prestado suficiente atención a esta deslumbrante y casi cegadora revelación de la plenitud del misterio divino. Y así, en su experiencia de la Realidad, han conservado una especie de indiscriminación trinitaria. ¿Pero no es precisamente esto lo que en ocasiones les ha permitido mantener un equilibrio acaso más satisfactorio entre esas tres dimensiones esenciales de toda espiritualidad, que podemos resumir en los términos de apofatismo, personalismo e inmanencia divina? Sea como fuere, en las posibilidades trinitarias de las religiones, en el esfuerzo por ellas realizado, cada una en su línea, para llegar a la síntesis de estas actitudes espirituales, es donde el diálogo de las religiones -el kairos de nuestro tiempo- encuentra su más profunda inspiración y su más segura esperanza. La evolución espiritual de la humanidad atraviesa en la actualidad una fase particularmente importante y tenemos motivos para confiar en que, como resultado de la mutua fecundación de las religiones y de las experiencias que les subyacen, surja en la conciencia religiosa de la humanidad una más plena integración de la experiencia del misterio y la vida de la Trinidad, y con ello una reintegración del Hombre a realizar el papel que le corresponde en la aventura de la Realidad.
Una analogía tomada del desarrollo interno de la espiritualidad cristiana nos ayudará quizás a aprehender más plenamente la importancia de este kairos. En el mismo seno del cristianismo descubrimos un proceso evolutivo que podría definirse como el paso de un supranaturalismo monodimensional a un naturalismo sobrenatural que en otras partes he llamado secularidad sagrada.
Fue tal el impacto del Evangelio sobre los hombres que en los primeros tiempos de la Iglesia sólo era considerado cristiano "perfecto" el que ya había alcanzado el eschaton (el fin), es decir, el mártir, o, en su defecto, su sustituto en la esfera temporal, el monje, el hombre que había pasado más allá del tiempo y había renunciado totalmente al mundo y sus obras. Es muy interesante observar aquí que el acosmismo monástico, que en la India brotó cual torrente irresistible como resultado de la experiencia interior del misterio del Ser, surgió de forma igualmente espontánea en Occidente como resultado de la experiencia escatológica de la fe cristiana. Pero poco a poco -y debido no a la relajación del ideal cristiano, como algunos "acósmicos" pretenden, sino más bien a una toma de conciencia y a una apertura progresivas respecto a la comunidad de los seres humanos, al mundo, a la naturaleza y al misterio- el cristiano, guiado desde el interior por el impulso del Espíritu, se hizo cada vez más consciente de la necesidad de penetrar en las profundidades de las estructuras tanto cósmicas como humanas. Comprendió que su tarea era aportar la levadura de que habla el Evangelio, para modificarlas y transformarlas, llevándolas así finalmente a su perfecto cumplimiento en Cristo, aun con el riesgo, no siempre superado, de ser arrastrado por "la corriente del mundo". A pesar de los graves peligros y del elevado número de los que sucumben, el cristiano responsable, sensible al viento que sopla desde las alturas, se vuelve cada vez más en nuestros días hacia el mundo, en un intento de hacer florecer su vida en dirección a los demás y al universo en general.
Puede dar la impresión de que se vive actualmente un progresivo abandono no sólo de la vida eremítica o de "desierto", sino, igualmente, de la vida conventual o monástica, incluso de aquellas formas más recientes y más abiertas de la vida religiosa clásica, desarrolladas durante el último siglo. Pero más en el fondo podemos detectar un empuje, como si dijéramos, del Espíritu, impulsando al cristiano más allá de lo que llamamos cristianismo, y más allá de la Iglesia institucional y oficial. Su conciencia cada vez más viva del movimiento irresistible de todas las cosas hacia la apokatastasis, la reintegración, de todo en Cristo, no le permite ya autoconfinarse tras ninguna barrera, a ningún nivel de pensamiento, sociedad o vida institucional, sino que le impele en el Espíritu a comprometerse a los más profundos niveles en toda tarea humana, como la levadura que fermenta la masa, la luz que disipa las tinieblas y la víctima cuya inmolación salva y purifica todas las cosas.
Sin duda subsistirán las vocaciones personales y específicas y nada debe perderse de todo cuanto la Iglesia ha ido acumulando de positivo en el curso de los siglos. Toda vocación es por necesidad limitada y en la verdadera espiritualidad cristiana hay espacio para las más diversas vocaciones; pero es de vital importancia que el falso acosmismo desaparezca, ese acosmismo consistente en encerrarse en una estructura mental o institucional y que, siendo un producto de la historia, está por ello destinado a ser sustituido a su vez por la misma continuación de la historia. Los signos de los tiempos -y a su través el Espíritu que en ellos se revela- nos invitan a abrir de par en par las puertas de la oikumene, a abatir los muros (alguna vez de protección, y ahora de separación) de la llamada "ciudad" cristiana (cultura, religión ... ) y a avanzar con los brazos abiertos al encuentro de todos los hombres. Tales signos ya no permiten que el hombre permanezca en el nivel particularista y limitado, quizás incluso sectario y exclusivista, de su experiencia "individual" de Cristo, pues la experiencia de Cristo está en la koinonia humana y cósmica. Además, la experiencia de Cristo y la espiritualidad que de ella brota implican su plena dimensión trinitaria. Nada podría estar más en concordancia con esto que la enseñanza y el ejemplo de Aquel que vino al mundo solamente para dar testimonio del Padre, para realizar no su propia voluntad sino la del Padre que le envió, de Aquel que en el momento de su muerte explicaba a sus discípulos que era bueno para ellos que él marchara, pues de lo contrario no les llegaría el Espíritu Santo, maestro de toda verdad. Si nos mantenemos exclusivamente apegados al "Salvador", a su humanidad y a su historicidad, bloqueamos la venida del Espíritu y volvemos así a un estadio de exclusiva iconolatría. Debería ser evidente que cuando decimos Iglesia no nos referimos a la historia de las iglesias sino a aquel aspecto del universo que la tradición cristiana repetida por el Concilio Vaticano II llamó sacramentum mundi, el "misterio del cosmos".
Por otro lado, estos signos de los tiempos no sólo se observan en el cristianismo. Por todas partes somos testigos del mismo proceso. Las religiones del mundo se están "secularizando", las nuevas religiones o "cuasi-religiones", que aspiran a abarcar lo sagrado y lo profano, surgen por todos lados, mientras que movimientos que se pretenden arreligiosos están siendo progresivamente sacralizados. Y el Hijo, el Ungido bajo cualquier nombre, es el símbolo de este proceso.
Publicado en Siruela, Madrid, 1998, pp. 67-79. Anteriormente se publicó en Obelisco, Barcelona, 1989, con el título La Trinidad y la experiencia religiosa.