Witold Zaniewicki: PERSPECTIVA ORIENTAL Y OCCIDENTAL DE LA TRADICIÓN CRISTIANA

 

 

A principios del siglo XIV, cuando Dante acaba de fallecer en Rávena, Gregorio Palamas elabora, en un convento del Monte Athos, una de las más bellas síntesis del pensamiento ortodoxo. Si Dios es inaccesible en su Esencia, es sin embargo accesible por sus Energías. Por ello, el hombre que participa en la vida divina (especialmente por los sacramentos, llamados "misterios" como en la antigüedad) alcanza la theósis o deificación. Llega por la gracia a lo que Cristo es por naturaleza. Poco después, Nicolas Cabasilas escribe La vida en Cristo.

Un siglo más tarde, Tomás de Kempis, presunto autor de La imitación de Jesucristo, lanza sobre las orillas del Rhin las bases de la "devotio moderna", que responde a las necesidades de una espiritualidad personal, que fácilmente se desprende de la práctica sacramental.

Deificación del hombre en Oriente, e imitación de Cristo en Occidente; dos claves tardías para dos perspectivas espirituales que se han separado progresivamente desde el siglo IV a partir de una Tradición común, o, si se quiere, desde san Agustín para el Occidente y desde los Padres Capadocios (Basilio, Gregorio de Nisa, Gregorio de Nacianzo) para el Oriente.

En Oriente, la participación en las Energías increadas permite al hombre, que es criatura, entrar en la vida divina, es decir, en el eterno Engendramiento de la Trinidad. O, si se prefiere un ejemplo contemporáneo, el ser creado participa de la Luz increada, como lo "muestra" (aunque sin intentar demostrarlo) la iluminación de san Serafín de Sarov en la Rusia del siglo XIX.

En Occidente, Dios permanece inaccesible en su Esencia (Tomás de Aquino lo explicó muy bien) y el hombre será para siempre una criatura cuya "manera de ser" puede santificar al alma.

Por un lado, la divinidad penetra y transfigura el ser entero. Por otro, la "manera de ser" reemplaza al ser; los estigmas aparecen en el cuerpo sufriente.

EL TRONCO COMÚN

Todo lo que es anterior al concilio de Nicea del 787, el de la teología del icono, término último de la transfiguración de la materia, constituye un tesoro común, inseparable de las dos partes. Este tesoro común es el de la Tradición cristiana. Recordaremos aquí puntos simples pero indispensables para clarificar las ideas. La Tradición se construye en tres tiempos de la historia. Estos tres elementos son:

1) El kerigma,

2) los escritos neotestamentarios,

3) el dogma establecido por los siete concilios ecuménicos.

Tomemos estos términos uno por uno:

1) El kerigma

Corresponde a la tradición oral. Es la "proclamación" por los apóstoles y sus discípulos de la obra de Dios cumplida en Cristo. Este último no ha dejado ningún escrito, pero les ha confiado la tarea de proclamarle por todas partes "hasta los confines de la tierra" y de fundar Iglesias en todos los lugares. Simples enviados, los apóstoles no han de difundir una doctrina sabia. Para fundar una comunidad, no comienzan exponiendo una didaché, es decir, una enseñanza, sino que proclaman la venida y la obra de una Persona.

Dos observaciones son necesarias: el kerigma no es un discurso persuasivo, sino una manifestación del Espíritu que suscita de manera espontánea e irracional la fe de quienes la escuchan.

Poseemos pocas huellas de esta proclamación. En efecto, los autores de los libros neotestamentarios, sabiendo conocido el kerigma apostólico, no tienen necesidad alguna de recordarlo.

No conservamos sino dos ejemplos en los siguientes escritos:

a) Pedro, en Hechos 2, 14-36, testimonia:

- que los apóstoles han recibido el Espíritu prometido por boca de Joel en el Antiguo Testamento (lo que quiere decir que la Antigua Ley no es abolida, sino realizada).

- que Cristo resucita de entre los muertos según la voluntad del Padre.

Él invita a su audiencia al arrepentimiento (el retorno, la metanoia) y al bautismo.

b) Pablo, en Corintios I, 15, 1-3, proclama:

- que Cristo ha muerto por nuestros pecados,

- que ha sido sepultado,

- que resucitó al tercer día según las Escrituras.

Después enumera las diversas apariciones del Resucitado, incluyendo aquella que él ha vivido. Dice además que si el kerigma es aceptado y transmitido se convierte en el mensaje de salvación conservado por la Tradición.

Esto es todo. Las Iglesias se apoyan siempre en esta proclamación inicial.

2) Los escritos neotestamentarios.

En un segundo tiempo, el de la Tradición escrita, muy cercano al primero, aparecen textos que contienen sobre todo elementos de catequesis (una didaché), suponiéndose conocida la exposición de la fe.

El canon del Nuevo Testamento, es decir, la lista definitivamente fijada por la Iglesia de los textos reconocidos como inspirados por Dios, comprende veintisiete libros:

- los cuatro Evangelios.

- los Hechos de los Apóstoles,

- las catorce cartas paulinas,

- las siete cartas católicas,

- el Apocalipsis (el último libro admitido).

Estos textos ofrecen esencialmente una enseñanza a aquellos que, habiendo escuchado el kerigma, piden la iniciación, es decir, el bautismo, y deben entonces ser instruidos para ello y recibir la didaché. Si las epístolas son ante todo escritos de circunstancia, los tres Evangelios sinópticos (así llamados porque pueden establecerse a partir de ellos tres cronologías paralelas) desempeñan esencialmente este papel. No ocurre lo mismo con el Evangelio de Juan, que se dirige a los iniciados, en su origen a los bautizados. Por ello este Evangelio no es utilizado en la liturgia. No subsiste sino en el Evangelio después de la misa, o Evangelio secreto, que, en el rito latino de san Pío V, el sacerdote murmura, con la espalda vuelta hacia los fieles, que no lo oyen.

El canon neotestamentario es expuesto por primera vez en la carta pastoral de Atanasio el Grande, del año 367. El proceso de fijación de este canon, de esta Regla, duró pues más de dos siglos y medio. El criterio es el de la apostolicidad. De modo que, de los cuatro Evangelios (el evaggelion es la Buena Nueva), dos son debidos a apóstoles (Mateo y Juan), y dos a hombres apostólicos (Marcos, que proclama el kerigma de Pedro, y Lucas, que proclama el de Pablo). A estos libros recibidos y aceptados se añaden en la lista de Eusebio (finales del siglo IV, principios del V):

- obras dudosas pero reconocidas, utilizadas por las Iglesias,

- obras apócrifas, no utilizadas en la liturgia ni en la catequesis, pero cuya lectura no está prohibida,

- indudablemente, obras llamadas "heréticas", que están prohibidas pero cuya lectura es apasionante para el historiador.

En los Evangelios, icono verbal de Cristo, se descubren los elementos de una cristología, e igualmente de una pneumatología (conocimiento del Espíritu), pero prácticamente nada sobre la Virgen, la "gran muda del Evangelio". Será tarea de los grandes concilios de los siglos IV al VIII el introducir nuevas precisiones a esas confesiones de fe y a esos elementos de catequesis, aunque permaneciendo fieles al kerigma inicial. Establecido el dogma (y serán necesarios algunos siglos), la Iglesia podrá, mediante la liturgia, que se fija posteriormente, sellar la fe y desvelar el misterio.

Esta Tradición escrita comprende por lo demás el tema "escandaloso" de la kenosis, es decir, de la humillación voluntaria de Dios: "ekénôsen éauton", literalmente "Él se ha vaciado". En el esquema Encarnación de Cristo, kenosis, Resurrección, Pentecostés, las Iglesias de Oriente muy pronto entenderán la Tradición según la veneración del Cristo Glorioso Resucitado, mientras que las Iglesias de Occidente desarrollarán una espiritualidad y una teología que ponen el acento sobre el Cristo en la cruz, rebajándose y pasando por la muerte física para asumir su plena humanidad. La Luz del Espíritu baña de oro los iconos. El modo de aprehensión, el olvido del Espíritu Santo, explica quizá la Reforma protestante, que lo busca de manera a menudo salvaje.

3) El dogma.

Quitémosle en primer lugar a esta palabra el sentido jurídico peyorativo que ha revestido en Occidente. El dogma es en efecto una definición, un criterio de la fe, pero solamente un criterio de la verdad de contemplación. La Iglesia da una clave, no un sistema; no ofrece el plano de la ciudad de Dios, sino tan solo los medios para penetrar en ella. Así, los Padres han transfigurado el intelecto, adaptando la razón a la fe, y no a la inversa. Su pensamiento evoluciona según las categorías de los valores filosóficos griegos, sin quedar encerrado en ellas.

El tercer tiempo es el de los grandes concilios ecuménicos que se celebraron de los siglos IV al VIII. Corresponden a una necesidad: responder a las "herejías" afirmando el dogma. No se refieren al pensamiento semítico siempre vivo, sino a aquel que corresponde al humanismo en el que los grandes monjes han sido formados. Los conceptos del helenismo que les son conocidos se transforman. En especial, se descubre la idea de Persona, que era tan ignorada por los filósofos como lo es hoy por los budistas.

Hay en estos grandes concilios dos momentos esenciales:

- En el siglo IV, la reflexión se centra en el misterio trinitario de las Personas divinas.

- En el siglo V, se desplaza al misterio de la Persona de Cristo, a su inserción en la Trinidad y a la relación en Él de las dos naturalezas divina y humana. En consecuencia, también se reflexiona sobre la figura de su Madre, que le ha transmitido la naturaleza humana.

Los siglos VI y VII consolidan esta situación (553 y 680: 5º y 6º concilios de Constantinopla). Frente a la metafísica depurada del Islam, la Iglesia establece en el siglo VIII la relación entre la imagen (icono) y la Persona representada (787: 7º concilio de Nicea). Volvamos a los dos momentos esenciales:

a) Primer momento (siglo IV):

Contra los arrianos, para quienes el Hijo era ciertamente la primera de las criaturas, aunque separada del Padre por su esencia, es decir, un simple ejemplo moral para los hombres, el primer concilio de Nicea (325) reflexiona sobre el tiempo y la distinción nacimiento-creación. Establece que el arrianismo es de hecho un error acerca del tiempo. Define al Hijo encarnado como homoousios, es decir, "consubstancial" con el Padre o, si se prefiere, ek tès ousios, "de la misma esencia" que Él. El Hijo es nacido y no creado. Los Padres de Nicea explican así el carácter ontológico del nacimiento de Cristo como un estado eterno de la vida intradivina, y no como un acto de creación. Para expresarlo de otra manera, yo diría que el Padre está en el Hijo, y a la inversa, como el sol está en sus rayos, como la fuente de agua está en la corriente.

Después, el segundo concilio de Constantinopla (381) declara también al Espíritu Santo consubstancial al Padre y al Hijo. El símbolo de Nicea-Constantinopla pone en orden el dogma de la Trinidad. Éste concierne al hombre, dado que, como más adelante veremos, será percibido en Oriente como participando directamente de esta vida trinitaria, en su nacimiento espiritual, mientras que en Occidente permanecerá en el plano de la creación.

El intenso trabajo de Atanasio el Grande y de los Padres capadocios, trabajo elaborado durante sesenta años, permitió a los dos primeros concilios tomar conciencia del principal misterio cristiano: el misterio Trinitario; una sola Esencia divina increada (ousia) común a las tres hipóstasis o Personas divinas, distintas una de otra.

Lo creado es de una esencia diferente: la creación se desarrolla en el tiempo, a partir de una materia preexistente o a partir de la nada.

¿Por qué insistir tanto? Porque la reflexión sobre las Personas divinas ha amenazado a la reflexión sobre la Persona humana. Ni los filósofos griegos ni los budistas lo habían hecho.

b) Segundo momento (siglo V):

Es el de la reflexión sobre la Persona de Cristo. ¿Cómo, en esta hipóstasis del Hijo, se concilian las dos naturalezas divina y humana?

Dos concilios responderán sucesivamente a dos "herejías". Mientras que el arrianismo ha desaparecido en tanto que iglesia, aunque subsiste en el pensamiento marxista, estos dos "errores" han fructificado en dos magníficas Iglesias, sobre las cuales volveremos, que han mantenido hasta nuestros días sus tradiciones propias: la Iglesia nestoriana y la Iglesia monofisita. Ahora son llamadas Iglesias no-calcedonitas.

Los nestorianos consideran que hay en Cristo una dualidad de dos Personas distintas correspondientes a sus dos naturalezas.

Contra los nestorianos, el tercer concilio de Éfeso (431) declara que las dos naturalezas (physis) están unidas en una Persona única y que, en consecuencia, María, madre del hombre Jesús, es madre de Dios. Ella es proclamada Theotokos. Surge la Mariología, pero, para ser claros, no hay dogma sobre la Virgen en el tronco común de la Tradición cristiana, aparte de esta proclamación. En todas partes, desde Éfeso, se admite progresivamente la virginidad de María. Virginidad "ante partum", "in partu" y "post partum", es decir, "antes del nacimiento, durante el nacimiento y después del nacimiento", lo cual recuerdan las tres estrellas de su velo en los iconos. Esto significa que Cristo ha pasado por la puerta de carne de su madre como pasará por las puertas de la tumba de la muerte física. Es el culto, la liturgia, la himnología (y no el concepto) lo que constituye el origen de la Mariología.

Contra los monofisitas, el cuarto concilio de Calcedonia (451) mantiene la existencia de dos naturalezas en la Persona única del Verbo encarnado, y declara su unión sin mezcla ni separación, pero sin definirla, pues estamos en el mundo del misterio, y no en el de la razón.

Los concilios del siglo V permiten tomar conciencia del segundo misterio cristiano: el misterio de la Persona de Cristo. En Él, las dos naturalezas divina y humana están "unidas sin confundirse ni modificarse; sin dividirse ni separarse".

Tal es el tronco común de la Tradición cristiana. Pero de este tronco ya se han separado, mucho antes de la divergencia Oriente-Occidente, desde el siglo V, dos Tradiciones específicas que poseen una gran riqueza:

Los nestorianos que subsisten, exangües, en la India y en el Próximo Oriente, han constituido una potente Iglesia misionera que alcanzó la China y el Tíbet en el siglo VIII. Precediendo al budismo en el Himalaya, tienen el mérito poco conocido de haber conservado una tradición cristiana hasta los siglos XIII y XIV en el mismo corazón del Potala. Su visión particular de Cristo les ha permitido sin duda un cierto desdoblamiento: han aceptado las prácticas budistas manteniendo su fe. Advirtamos que el segundo contacto entre los discípulos de Cristo y los de Buda data de 1951, año del gran exilio de los tibetanos. La intuición nestoriana ha sido la de la comunidad de las grandes Tradiciones: tradujeron al árabe los grandes textos de la filosofía y de la ciencia griega, han traducido textos sagrados del sánscrito al tibetano. Han sabido situarse en el interior de una espiritualidad no deísta transfigurándola. Su fracaso no es más que aparente.

Los monofisitas forman todavía hoy Iglesias muy importantes. Los coptos de Egipto conocen un extraordinario renacimiento: los intelectuales vuelven al Desierto. En este momento, armenios, sirios y etíopes pasan por el martirio. El tiempo de Dios es muy lento... por primera vez desde el 451, en junio de 1989, la Iglesia ortodoxa y las Iglesias no calcedonianas han publicado una declaración de fe común sobre la Persona de Cristo y el misterio de su Encarnación para la salvación del género humano. El acontecimiento es importante y, por supuesto, ha pasado completamente inadvertido. Tuvo lugar del 20 al 24 de junio en el monasterio Anba-Bishoï, en el desierto egipcio de Wadi-el-Natroun. La intuición monofisita es particular: descubre y celebra la universal transfiguración en Cristo. Pero, debido a ello, y al querer verla constantemente, ha tenido tendencia a olvidar la historia.

La importancia de los problemas cristológicos siempre es actual, pues se trata de la Persona.

Nadie tacha ya de herejías al nestorianismo y al monofisismo, convertidos en Tradiciones que en este momento se unen a la Tradición Ortodoxa. Estas Iglesias poco conocidas siempre han rechazado los abismos indiferenciados de la India y las transcendencias cerradas del judaísmo y del islam. Poseedoras de las liturgias más antiguas del cristianismo, siempre han salvaguardado la relación "personal" con Dios y la comunión con los mundos. Es gracias a ellas, en fin, que los grandes concilios han podido precisar el dogma y tomar conciencia de los misterios cristianos de la Trinidad y de la Persona de Cristo.

LA RUPTURA DOGMÁTICA

A partir de este tronco común, de esta Tradición común, el dogma cambia en Occidente. Ahora bien, el dogma, la Regla, está en la base de un tipo de espiritualidad. Jamás se comprenderá el uno sin el otro. El dogma transforma el espíritu de aquellos que lo confiesan. Tampoco se comprenderá nunca por qué hay fenómenos de iluminación en el Oriente cristiano y fenómenos de estigmatización en el Occidente cristiano, si se ignora la base del método. Las diferencias espirituales, nacidas de divergencias dogmáticas, se afirman en diferentes tipos de santidad, en experiencias, en vías de santificación que apenas se parecen. No debe reducirse esto a causas culturales o políticas. Es necesario aceptar las cosas tal como son: se trata de la cuestión de la procesión del Espíritu Santo (el Filioque) y de la de la naturaleza de la gracia. Sólo nuestra constatación de una diferencia dogmática nos permitirá comprender dos espiritualidades que se han hecho esencialmente diferentes. Hay otras leyes además del determinismo histórico.

El problema del Filioque, que divide a las dos Tradiciones, no es un fenómeno fortuito. En realidad, es la única razón que cuenta en el encadenamiento de los hechos que desembocaron en la separación del siglo IX. Aunque condicionada por factores políticos, esta determinación dogmática fue, por ambas partes, un compromiso espiritual consciente. Las dos grandes Tradiciones se han separado en un punto de la doctrina relativa al Espíritu Santo, que es la fuente de la santidad. El Occidente demuestra su fidelidad a Cristo en la soledad y el abandono de la noche de Getsemaní. La actitud "heroica" de los grandes santos occidentales frente al dolor de una separación trágica de Dios, y la noche mística de Teresa de Ávila y de Juan de la Cruz como vía, como necesidad espiritual, es desconocida en Oriente. Los santos orientales adquieren la certeza de la unión con Dios en la Luz de la Transfiguración, en la Luz increada del Espíritu Santo.

¿Qué es este famoso Filioque? El canon 7 del concilio de Éfeso del 431 prohibe componer una confesión de fe diferente de la de Nicea-Constantinopla. Ahora bien, es esto justamente lo que se producirá en Occidente. El símbolo de fe cambiará. La teología occidental, al sistematizar las analogías psicológicas que abundan confusamente en san Agustín (muerto en 430), desea, bajo la influencia del aristotelismo medieval, distinguir a las tres Personas divinas mediante la oposición de sus relaciones. El Occidente plantea entonces que el Espíritu procede del Padre y del Hijo ("filioque"), y que constituye así su vínculo de amor. Anselmo de Cantorbery (muerto en 1109) será el teórico sistemático de esta Nueva Teología, así como también de la "prueba ontológica de Dios".

Esta perspectiva es rechazada por Oriente, para el que el Espíritu es una hipóstasis, una Persona diferente, que procede sólo del Padre. La Trinidad es justamente sinergia, superación de las oposiciones: el Espíritu procede del Padre y da testimonio del Hijo. Siempre hay en la revelación trinitaria simultaneidad y reciprocidad. El Espíritu y el Hijo vienen del Padre y participan uno del otro. El Padre opera por mediación del Hijo en el Espíritu Santo. O, si se prefiere una imagen gráfica: la palabra y el aliento surgen inseparables de la boca de Dios.

En Oriente, el engendramiento del hombre, criatura encarada a la vida nueva según el Espíritu, se identifica con el movimiento del eterno engendramiento del Hijo. El Espíritu manifiesta la filiación divina en la humanidad de Jesús. La puerta se abre así para la deificación del hombre. Debe insistirse en esto: el misterio del hombre consiste en que él también es una Persona, una hipóstasis que, a imagen de la Trinidad, se define como un ser de comunión, regido por los mismos mecanismos que Ella. Cuando el Padre, por el Hijo, da el Espíritu a los hombres, se trata de una atribución a la criatura de las prerrogativas más íntimas de Dios: participa de la Trinidad. O, si se quiere, Cristo transmite a la humanidad el modo de ser trinitario. Al hombre, siempre tentado por su mente a confundir o a oponer, el misterio de identidad-diversidad de la Trinidad (una Esencia, tres hipóstasis) y el de Cristo (una hipóstasis, dos naturalezas) permite una visión concreta que puede vivir mediante la ascesis y/o la liturgia y los sacramentos.

En Occidente, por el contrario, el filioquismo se cristalizará con el advenimiento de la escolástica (desde finales del siglo XI hasta finales del siglo XIII), y permitirá a esta escolástica constituirse en "ciencia" que tiende a demostrar las verdades reveladas mediante una especulación de tipo aristotélico. En toda la evolución del siglo XII se presiente el divorcio entre teología y mística. Esta distinción es ignorada por Oriente, donde la mística es considerada como la cumbre de toda teología, como la teología por excelencia, no siendo ésta sino una expresión útil para todos de aquello que sólo puede ser experimentado por cada uno. Por el contrario, en el concilio de Bari (1098), el maestro de la primera escolástica, Anselmo de Cantorbery, retoma bajo el modo del análisis racional (que generaliza y opone) las posiciones matizadas de san Agustín. Explica entonces mediante oposiciones (la díada Padre-Hijo, de donde procede el tercer término, el Espíritu), mientras que Oriente adora más allá justamente de estas oposiciones.

Mucho antes, la primera afirmación del Filioque se encuentra en Marius Victorinus y en san Agustín. Introducida en España en los concilios de Toledo de los siglos VI y VII, tiene una intención táctica: oponerse a las grandes invasiones de los bárbaros arrianos, que no reconocen sino la humanidad de Cristo, y ello para subrayar su divinidad. Este tema de la procesión del Espíritu Santo se tiñe rápidamente de una coloración política. Carácter distintivo de las Iglesias occidentales, se impone en el siglo IX a los búlgaros evangelizados por misioneros francos, en clara oposición a Bizancio. Los carolingios generalizan esta costumbre y legitiman con la teología filioquista su nuevo Estado. Carlomagno lo impone en el Credo.

Fiel al símbolo de Nicea-Constantinopla, el Papa León III hace engastar el símbolo de la Iglesia indivisa en las puertas de San Pedro. Pero, en su coronación en 1014, el Emperador Enrique II obliga al Papa Benito VIII a aceptar el Filioque y a proclamarlo en Roma.

La ruptura dogmática se consuma. Precede en treinta años a la separación oficial de 1054. Desde el año 787, fecha del último concilio ecuménico, este problema ha envenenado las relaciones entre Oriente y Occidente y ha hecho fracasar, hasta nuestros días, toda tentativa de unión.

Debe reconocerse a la Tradición occidental la grandeza de recordar contra toda evanescencia oriental "la verdad de la carne" (veritas carnis). La teología latina insiste sobre las dos naturalezas de Cristo en su propia densidad, vaciando al misterio trinitario de su realidad. Pero, haciéndolo, nos recuerda que lo que no es asumido no está salvado, y que es la "substancia" de la carne de Cristo lo que salva a la humanidad. Así, las dos Tradiciones podrían completarse: Occidente ofrece a la capacidad oriental de transfiguración el hombre en su densidad, de manera que recuerda que la deificación del hombre es cumplimiento, y no desencarnación de lo humano. Precisemos, bajo esta óptica, que la idea de carne (sarx) es, como en el Antiguo Testamento, no el cuerpo, sino la "totalidad" del ser creado.

THEÓSIS Y RELIGIÓN DEL ALMA

Dos actitudes dogmáticas diferentes han engendrado dos visiones espirituales diferentes. Deduciendo lógicamente las conclusiones del Filioque, el Occidente fiel a la díada divina considera a la Persona humana a imagen de la Persona divina, es decir, en términos de oposición. Se opone entonces el cuerpo al alma. El hombre llegará a negar su cuerpo para salvar su alma.

Nada semejante hay en Oriente, donde el helenismo cristiano a puesto a la inteligencia al servicio del misterio. Fiel a su perspectiva de la Trinidad divina, Oriente considera a la Persona humana más allá de las oposiciones. Dando carne al pensamiento platónico (que es muy desencarnado) (sic en el original, N. del t.), le es fiel utilizando sus conceptos. El hombre es considerado en sus tres componentes, la tríada cuerpo (soma), alma (psiché) y espíritu (pneuma).

No deteniéndose nunca, como Occidente, en lo psíquico (emociones, fenómenos, etc.), la espiritualidad cristiana oriental apunta a arrancar al espíritu del alma y del cuerpo, pero, superando con ello el inmovilismo platónico, el destino final del espíritu es inseparable de esta alma y de este cuerpo, que jamás son rechazados, sino transfigurados. Hay realización ascendente y realización descendente.

Esta evolución acaba en la deificación, la theósis. Clemente de Alejandría, maestro de Orígenes, lo expresa claramente: "El Verbo de Dios se hace hombre para que tú aprendas de un hombre cómo el hombre puede hacerse Dios".

En esta perspectiva, el cuerpo es inocente y la ascesis se hace para él y no contra él. En la realización descendente, es restaurado en su verdadera función, en tanto que expresión de la vida del Espíritu. Las metanías o prosternaciones (de metanoïa: arrepentimiento) dan fe de la oración del alma transfigurada, ella también, por el Espíritu.

Para completar, debe señalarse que Oriente distingue diversos componentes espirituales, según el grado de realización: el pneuma o viento, por supuesto, pero también el nous o inteligencia creadora, y aún más...

En Oriente, la contemplación (theôria) es inseparable de la teología, y a la inversa. Pero desde el siglo VII, con Dionisio el Areopagita (o Pseudo-Dionisio), Oriente aprende a distinguir lo que depende de una teología positiva o catafática (la de un cierto conocimiento de Dios) de lo que depende de una teología negativa o apofática (la de la toma de conciencia de su carácter incognoscible).

En el siglo VIII, Juan Damasceno establece otra distinción entre el plano de la teología (el misterio de Dios en sí mismo, "Dios en sí") y el plano de la economía (Dios en su revelación, aunque jamás queda limitado por ella, es decir, en la relación que establece con su creación, "Dios con nosotros").

Todo está mentalmente preparado para la primera síntesis efectuada en el siglo XI por Simeón el Nuevo Teólogo. Y ello con tres diferentes enfoques:

a) La filocalia, es decir, el amor y el conocimiento de Dios por la belleza del cosmos y por la secreta belleza del rostro humano llamado a la deificación, a imagen de la belleza absoluta del Rostro de Cristo, Dios hecho hombre.

b) El hesicasmo, es decir, la "búsqueda del lugar secreto del corazón" mediante un método ascético preciso que apunta a reunificar el cuerpo, el alma y el espíritu. Este método, debido a Juan Clímaco en el siglo VII, es un yoga que parte del cuerpo (postura, respiración) y limpia la psique por la repetición del Nombre de Jesús. El hesicasmo alcanza una verdadera comunión con Dios y obtiene la visión espiritual de la Luz increada (la de Moisés en el Sinaí, la que tuvieron los discípulos sobre el Tabor, durante la Transfiguración). Participa "desde aquí abajo" de la vida divina increada (y no de un sobrenatural, de un "más allá", de un "creado en otro lugar").

c) La recuperación de una institución de san Basilio en el siglo IV, que fue la que primero distinguió la Esencia inaccesible de Dios y sus Energías conocibles. Simeón desarrolla el tema de la Esencia oculta y de los Rayos de la Gloria de Dios.

La Filocalia culminará en el siglo XVIII con la Gran Filocalia de Nicodemo el Hagiorita, en Rusia, enciclopedia de la Luz increada enfrentada a la Enciclopedia francesa de las luces.

El hesicasmo se desarrollará en el Monte Athos, donde siempre se ha practicado.

Gregorio Palamas, finalmente, en el siglo XIV, efectuará la segunda síntesis, justamente la del Método hesicasta y de lo que después se llamará el palamismo:

- la distinción clara de la Esencia y de las Energías de Dios (siendo la Luz increada una de esas Energías),

- Dios es trascendente en su Esencia, pero voluntariamente inmanente en sus Energías.

Esta "fórmula" es parte integrante de la doctrina ortodoxa desde el concilio de 1346. La deificación, la theósis, se formaliza: es la comunicación a la criatura de las Energías increadas. El hombre entra en comunión con la naturaleza divina, transfigurando la suya propia. No puede entonces conocerse a Dios por el cuerpo, ya sea mediante el Método ascético o por los sacramentos que liberan de la oposición entre el yo y el no-yo. La materia es rehabilitada. El helenismo la despreciaba. Occidente no ha seguido este camino.

Occidente desarrolla paralelamente una religión del alma, una religión de la "manera de ser", y no del ser. Cristo es un modelo, pero la filiación que el hombre recibe de él, por imitación, es una filiación creada, y no un engendramiento. Dios, en efecto, es inaccesible en su Esencia. Ésta es la clave dada en el siglo XIII por el dominico Tomás de Aquino, príncipe de la Escolástica, cuya "Suma" es una síntesis armónica de la revelación cristiana y de la filosofía de Aristóteles. Define a las Personas divinas como "relaciones" en el interior de la Esencia. Lo que está fuera de la Esencia es necesariamente criatura. La vida divina ya no es un fluir de la divinidad que penetra y transfigura al hombre al completo, sino una "manera de ser" del hombre, suscitada por Dios. Sólo el alma es santificada. El "Doctor Angelicus" da a la doctrina filioquista su expresión dogmática, ratificada en el concilio de Lyon de 1274. Es ayudado en ello por san Buenaventura, el "Doctor Seraficus", más afectivo debido a su pertenencia franciscana.

El tomismo es el dogma de la Iglesia católica, como el palamismo lo será en el siglo siguiente de la Iglesia ortodoxa. Pueden emplearse ya estos dos términos, pues las Tradiciones han continuado con su concepción trinitaria y con la adhesión o el rechazo del Filioque.

Pero es necesario volver atrás la mirada para comprender porqué la Tradición occidental se ha desarrollado contra Bizancio. Debe quedar claro que antes de la separación del siglo XI existía en Oriente una gran cultura en los medios laicos, que los monjes, por el contrario, no eran ni clérigos ni letrados en su mayor parte, que la Iglesia utilizaba con una libertad soberana la racionalidad antigua en la tradición ininterrumpida de los Padres griegos. En Occidente, en cambio, transcurrían tiempos bárbaros. El pueblo estaba separado del clero, que era el único detentor de la cultura. Los monjes estaban clericalizados, y el celibato monástico colocaba a los clérigos seculares en una confusión total entre vocación monástica y servicio sacerdotal. La continuidad patrística se reducía al agustinismo. Poco nutrida intelectualmente, la teología monástica, sobre todo litúrgica y contemplativa, no supo equilibrar el aporte del racionalismo aristotélico que le suministraron, sin preparación, en el siglo XII, judíos y musulmanes, en el momento de la reapertura del Mediterráneo. Poco importa que en este siglo se sucedieran las reformas benedictinas: primero Cluny, luego Citeaux. Los monjes-sacerdotes latinos, ligados al mundo feudal, lucharon contra el cuerpo pecador para salvar al alma. La mística quedará expuesta largo tiempo al rechazo y a la ignorancia del mundo.

Con el desarrollo de las ciudades, reaccionan las órdenes mendicantes, los franciscanos y los dominicos. Ya no se trata de alejarse de los hombres, sino de mezclarse con ellos; ya no debe rechazarse la creación, sino admirarla: pensamos en Francisco de Asís. Con la lectura de los clásicos y las traducciones del árabe, el mundo deviene armonioso e inteligible. La fe busca y encuentra al intelecto con santo Tomás de Aquino y san Buenaventura. El siglo XIII ofrece un admirable equilibrio social bajo la dirección sacerdotal y real del Soberano Pontífice con el tomismo y el arte gótico: equilibrio, y no transfiguración, excepto en una mística muy confinada. Sólo Gerson intenta reaccionar al distinguir la teología mística (conocimiento intuitivo de Dios) de la teología especulativa (conocimiento intelectual de Dios). Pero, después de Duns Scoto (siglo XIII), la teología occidental es resueltamente especulativa, e intenta presentar una explicación coherente del mundo gracias al saber profano.

A partir de aquí, desde el siglo XIV, no podemos hacer sino una serie de constataciones:

- Mientras que el Oriente conoce una sola vía espiritual, Occidente se disgrega y estalla en numerosas vías, todas, por lo demás, muy ricas. Estas vías son principalmente las de las grandes órdenes religiosas, que han poseído todas su Regla y su Método.

- El olvido del Espíritu Santo conduce a los movimientos precursores de la Reforma (Juan Huss en el siglo XV).

- La Reforma del siglo XVI provoca la Contra-Reforma, y además una Nueva Doctrina: la invención del Purgatorio, la definición de la transubstanciación de las Santas Especies, etc., dominios todos en los que brillan los jesuitas, garantes de Roma, pero inexistentes en Oriente. Las "fórmulas" se fijan, se conceptualizan e ignoran el misterio.

Esto separa aún más a Occidente de Oriente, que se guarda de definir el misterio. En la comunión, el acento se pone sobre los efectos psíquicos: de la participación en una verdadera Energía vital deificadora se pasa al Fuego que purifica pero que no consume. La Ortodoxia, en cambio, no "cosifica", no define la carne y la sangre espirituales del Resucitado.

Es preciso fijarse además en que no es hasta el siglo XIV cuando aparece la "devotio moderna", que indica el fin del monopolio de la forma monástica y litúrgica. El "devoto" ya no es casi un monje. Es, con los Hermanos de la Vida Común (La imitación de Jesucristo es de 1427), la personificación de la piedad y la relación íntima con Dios en un medio intelectualmente abierto donde, en el siglo, el espiritual desarrolla su relación con el maestro interior.

Está hecho el anuncio de la futura riqueza de las Tradiciones anglicana y protestante.

DEL PECADO Y DE LA GRACIA

Pero el Filioque no explica completamente la separación. Hay otros factores más antiguos. Todo parte una vez más de san Agustín, que ha transmitido a Occidente conceptos discutibles y que no le comprometen más que a él.

Agustín es de Cártago y depende de la Iglesia de Occidente como sus predecesores. A este respecto, puede advertirse que mientras que en el siglo III Alejandría (que depende de la Iglesia de Oriente) intentaba percibir el misterio de Dios, Tertuliano de Cártago buscaba ya una disciplina de vida (una moral), una pedagogía sin misticismo. Cipriano de Cártago hizo lo mismo y dio recetas de vida moral (para ser justos, se le debe la bella imagen del "lagar místico").

Siguiendo su estela, Agustín introduce dos factores de separación con Oriente: la idea del pecado original y una visión particular de la gracia.

1) El pecado original:

Para san Agustín, el hombre antes de la caída es una criatura "concupiscente y mortal", pero a la que Dios ha hecho don de la gracia, que es un "don sobreañadido" (donum superadditum). Este don no forma parte de la naturaleza humana en tanto que tal, y depende del acto mismo del Creador. Le permitiría escapar del pecado y de la muerte.

El pecado de Adán le retiró ese don de la gracia, y se convirtió en lo que era por naturaleza, es decir, en "concupiscente y mortal". Más aún, la culpabilidad se extendería a toda su descendencia, y todos compartirían su falta, ya que habrían pecado en él.

El hombre habría pues cometido un pecado original alzándose contra el orden establecido por Dios, un acto, una falta: "peccatum actuale". Este pecado se habría hecho hereditario y se convertiría en un estado: "peccatum habituale", el de la esclavitud del hombre con respecto a la concupiscencia y la muerte.

Para Agustín, Cristo elimina la falta original gracias al bautismo. Lega así a Occidente problemas angustiosos: condenación de los no bautizados, universalidad de la falta de Adán en seres que todavía no han sido creados, limitación o no de la gracia "recuperada" tras el bautismo; es el tema de la predestinación, que hallará su desarrollo último con el jansenismo del siglo XVII.

Una concepción semejante es totalmente extraña al Oriente: la doctrina tradicional se funda en la imagen bíblica de la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios. La indestructibilidad de la imagen divina es tal que el pecado del hombre puede empañar e incluso alterar esta imagen, pero en ningún caso suprimirla. Es lo que permite al hombre cooperar libremente por su salvación "aportada por Cristo, reconocer sus faltas, convertirse y recibirle" (sinergismo).

Jamás ha conocido Oriente la doctrina agustiniana del estado de una naturaleza humana creada "mortal y concupiscente", de una "gracia sobreañadida", ni tampoco el término de "pecado original". La herencia de Adán no es la transmisión hereditaria de una falta, sino simplemente la de la mortalidad. El texto de Romanos 5, 12: "quo omnes peccaverunt", traducido por Agustín "que todos han pecado" (en Adán) adquiere un sentido diferente. Para Oriente el sentido es éste: cometiendo su pecado, Adán ha pecado en la muerte, o dicho de otro modo, ha merecido la mortalidad y la decadencia; al igual, nosotros, sus descendientes, por nuestros pecados, continuamos pecando en la muerte. Podría traducirse: "la muerte, a causa de la cual todos han pecado, ha pasado a todos los hombres". La naturaleza humana no ha heredado así una culpabilidad, sino una servidumbre de la muerte, ya que sólo los pecados personales suscitan esta culpabilidad.

No hay entonces para los descendientes de Adán pecado ancestral, de falta transmitida ("peccatum actuale"), sino un estado de decadencia ("peccatum habituale"). La mortalidad es una esclavitud de la cual Cristo viene a liberarnos permitiéndonos la inmortalidad.

O, si se quiere, todos han pecado en la muerte, y no en Adán. El bautismo no es un sacramento que limpie una falta original, común a todos los hombres, sino una iniciación que confiere un nuevo nacimiento en el Nuevo Adán que es el Cristo, y que, por ello, integra al bautizado por un acto trascendente en una nueva humanidad que participa de la inmortalidad.

En este sentido, la Iglesia Ortodoxa no puede admitir el dogma católico de la Inmaculada concepción promulgado en 1854 por el papa Pío IX, y que retoma las tesis de san Agustín y las formulaciones de Duns Scoto: si María no ha nacido en el estado humano, que implica una decadencia (se trata aquí de la concepción de María, que habría nacido sin el "pecado original"), no se entiende cómo puede transmitir a su Hijo una humanidad que, precisamente, necesita la salvación.

Igualmente, la Ortodoxia tampoco puede admitir el dogma de la Asunción corporal de la Virgen (Pío XII, 1950), pues habla de Dormición, de paso por la muerte física.

Para el Oriente cristiano, sólo Cristo es el Redentor. Su madre, la Théotokos, no es co-redentora, como quisiera Occidente, sino que es, junto con los santos, mediadora. En el tronco común del cristianismo, el mensaje estaba claro: el Verbo toma carne de una mujer (Dios es sarcóforo), y el hombre recibe el Espíritu (es hombre es pneumatóforo).

Dios se hace hombre para que seamos deificados. No pone obstáculo a la muerte, porque no hay obstáculo para la Resurrección. La divino-humanidad, término ausente de los diccionarios, significa la destrucción del muro de separación entre el Creador y su creación. Hacer de su madre un "avatar" divino le quita todo el sentido al mensaje.

2) La gracia:

Es preciso aprehenderla ahora en sus relaciones con la naturaleza y la libertad humana.

a) Oriente y Occidente se separan sobre las relaciones de la naturaleza y de la gracia, y en consecuencia directa sobre la perspectiva diferente de las dos Tradiciones a este respecto.

En Occidente, la gracia, don sobreañadido de Dios, es sobrenatural. Hay entonces una distancia entre la gracia y la naturaleza, una relación exterior entre ellas, un cierto dualismo muy agustiniano (notemos que, para la Reforma, la gracia es contraria a la naturaleza).

En Oriente, la gracia es sobrenatural. La creación a imagen de Dios, siendo buena en sí (no hay dualismo espíritu-materia), predestina a la naturaleza humana a la comunión con Dios e interioriza la gracia. Gracia y naturaleza existen una en la otra, son complementarias. La gracia forma parte de la naturaleza humana. El Espíritu actúa desde dentro de la naturaleza humana, es su acto interior.

Se encuentran las raíces de esta visión en Atanasio de Alejandría (siglo VI), que precisa la verdad y el sentido de la Encarnación. La existencia total no pertenece sino a Dios, que es la Existencia y el Siendo, sin comienzo. La criatura, creada de lo no-existente, está siempre presta a disolverse. No existe sino por su participación en el Verbo. En efecto, toda criatura posee en sí la impronta divina, es lo que protege al mundo de la descomposición (Atanasio retoma aquí la idea de Plotino sobre la impronta del Espíritu estructurando a la materia). La criatura tiene entonces un carácter doble: su naturaleza creada y la impronta de Dios (la gracia), por la cual ella es naturaleza verdadera.

El Verbo creador se encarna, viene hacia aquellos que Él ha creado para que puedan pasar a la existencia. El hombre, creado ex nihilo, ungido por naturaleza de la imagen divina, recibe de Cristo la posibilidad de participar en el ser.

La caída (la falta de Adán) es, como hemos visto, concebida en Occidente como un acto. En Oriente, desde Atanasio, es percibida como un estado: el hombre se aparta de la contemplación de Dios, se encierra en sí mismo y se entrega a la autocontemplación. Cae en el deseo de sí mismo y olvida que ha sido creado a imagen de Dios. En este movimiento de exteriorización, el alma se fija sobre la idea de la nada, e inventa el mal, que es nada al no tener modelo en el Dios vivo, siendo el producto de los fantasmas humanos. (La Ortodoxia regresará siempre sobre esta idea de que sólo el bien existe, pues está ligado a la creación, mientras que el mal es una ausencia de bien). La multitud de los deseos disimula el espejo en el que el alma contempla la imagen de Dios; el alma ve separación entre las cosas, reducida a la percepción de lo que se ofrece a los sentidos. La caída hace entonces estallar la unión de la naturaleza y de la gracia. Es necesaria entonces una reunión, una "renovación" de lo que fue creado a imagen de Dios, una restauración de la gracia perdida. El Verbo, creador, toma sobre sí esta renovación. "Toma carne", se asimila a la naturaleza humana y, siendo semejante a nosotros, Él la ilumina y la libera de sus imperfecciones. El hombre ha sido creado con vocación de incorruptibilidad; la vuelve a encontrar por la Encarnación, que hace desaparecer lo corruptible.

La Ortodoxia ha expresado esto de otra manera desde el palamismo: la restauración del ser dividido, la remodelación del icono interior, se hace en conformidad con el arquetipo inicial (Adán). La restauración de la imagen divina en el hombre se opera paradójicamente por el Espíritu, que no tiene imagen. El Cristo, segundo Adán, se encarna para permitir al hombre gustar de nuevo su naturaleza divina: la deificación por las Energías. Cristo es el Nuevo Icono.

b) Oriente y Occidente se separan igualmente sobre las relaciones entre la gracia y la libertad, entre la gracia y el libre arbitrio.

En Occidente prevalece la noción del mérito, y, desde el conflicto expresado en términos racionales entre Pelagio y san Agustín en el siglo IV, la perspectiva de dos realidades de orden espiritual, la gracia y la libertad, como conceptos yuxtapuestos que deben ser religados, como dos objetos mutuamente exteriores. La cuestión jamás podrá ser así resuelta. Juan Casiano de Marsella lo había comprendido bien, y se puso "por encima de la pelea" a riesgo de ser considerado en Occidente como semi-pelagiano. Pero Oriente le considera un testigo de la Tradición no dividida. San Benito y san Bernardo, por intuición, se inspiraron en sus escritos de espiritualidad monástica.

En Oriente nunca se separan ambos "momentos": la gracia y la libertad humana se manifiestan simultáneamente y no pueden ser concebidas una sin la otra. Gregorio de Nisa expresa muy bien este vínculo recíproco entre los dos polos de una sola y misma realidad: la gracia no es una recompensa al mérito de la voluntad humana (pelagianismo), pero tampoco es la causa de los "actos meritorios" de nuestro libre arbitrio. Se trata de una cooperación, de una sinergia de dos voluntades, divina y humana, de un acuerdo en el que la gracia se desvanece progresivamente, y se ve apropiada, "adquirida" por la Persona humana. La gracia (que forma parte de nuestra naturaleza) es una presencia de Dios en nosotros que exige constantes esfuerzos. Pero estos esfuerzos no determinan en absoluto dicha gracia, ni tampoco la gracia aniquila a nuestra voluntad como una fuerza que le fuera extraña. Esta doctrina, fiel al espíritu apofático (teología negativa) expresa el misterio de la coincidencia gracia-libertad, evitando el racionalismo, que en Occidente desembocará en el jansenismo. En Oriente, la vida divina no se impone al hombre pasivo, sino que se ofrece a su libertad. La theósis sólo puede ser el resultado de un libre reencuentro, de una comunión personal en la que coinciden las voluntades y se intercambian las energías.

Desde el siglo XIV, las consecuencias de la separación de las dos grandes Tradiciones se hacen evidentes: tras la caída de Bizancio, toda la riqueza ortodoxa se transmite un poco a ciegas en la penumbra de los iconoclastas y en la experiencia secreta de los silenciosos. Aparte de la renovación hesicasta rusa del siglo XVIII, se necesitará la diáspora posterior a la revolución de 1917 para que la Tradición de Oriente llegue a Occidente.

Occidente, a la inversa, parece haber perdido su centro secreto en el que se reconcilian los contrarios. Al final de la Edad Media, las naciones hacen estallar la teocracia pontificia.

En cuanto al futuro, se trata menos de buscar un ecumenismo quizá poco deseable que de desarrollar por ambas partes las consecuencias para el porvenir humano del símbolo común de la fe de Nicea, no encerrando así a la historia en su propio determinismo, sino abriéndola a las infinitas posibilidades de la transfiguración del cosmos.

Occidente debe descubrir en Oriente sus propias raíces, hundidas en el silencio.

Oriente debe descubrir en Occidente el lugar necesario de su toma de conciencia.

(Publicado en "Salix, Cahier des Rencontres Ecossaises", nº 3, junio de 1990).

 

 

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