Dónde estará el caballero
que vende peras?, pregunté a un hombrecito que parecía cuidar
el puesto callejero.
-Don Ramón se está
tomando la caña, me respondió sin inmu-tarse. Era un hombre
que parecía hecho a los inconvenientes, con una barba rala y un
gorro chilote, jersey verde, pantalones de un color indefinido por el uso
y además llevaba alpargatas. Debía tener unos 50 años
y no muy bien llevados, por cierto.
El hambre me carcomía el estómago, pues no había tomado desayuno y ya era hora de almuerzo. El sol , en el cenit, lanzaba sus rayos sobre las calles polvorientas, donde uno que otro perro vagabundo levantaba su pata en una esquina cualquiera de la topografía porteña.
¡Ochenta pesos el almuerzo!,
leo en un letrero. Un hombre me observa, lo miro y bajo mi cabeza avergonzado,
sin saber qué decir. El, con más experiencia, me dice en
voz alta: "Es caro". -Así es, respondo con tris-teza. Sus
ojos negros parpadean al decir : En el Pasaje Quillota vale de 10 a 15
pesos un plato de porotos.
Saco cuentas, parece alcanzar
con los escuálidos 50 pesos que tengo para pasar el día.
Miro pasar los minutos con tristeza y con hambre. De repente se me ocurre
una idea genial: ir a buscar al hombre de las peras yo mismo.
-¿Dónde está?,
le pregunto.- Ahí, me responde, donde vio el almuerzo a $80.
Encamino mis pasos por la
acera, penetro por un pasillo cuyas paredes de cemento dan la sensación
de humedad. Al final se encuentra una habitación y un patio bañados
por la luz solar. Veo varios jarros con vino sobre el mostrador.
Le pregunto a un señor de lentes que parece inspirar confianza :
¿ Cuál es Don Ramón? -Aquél, me dice,
sin mirar. Camino unos pasos y una vez frente a él,
le digo con respeto: -¡Me puede vender un kilo de peras?. -Voy al
momento, me dice el hombre, terminando su caña de vino tinto de
dudosa calidad.
Salimos del lugar y durante el breve trayecto nos intercambia-mos frases y nos observamos recíprocamente, como suelen hacerlo vende-dor y comprador.
-Quiero diez pesos, le digo apresuradamente. El, con tranquili-dad extrae un cartucho de papel y deposita en él tres peras : -Están maduri-tas, patrón, me dice cortésmente.
Una vez en camino al Pasaje Quillota, voy devorando las peras. Primero extraigo una amarilla y dulce, aparentemente. Al primer bocado, noto con desagrado que está podrida. Una idea me asalta : ¿por qué me ha-brá engañado el vendedor? Después decido terminar de comer la segunda y guardar la tercera de postre.
De pronto, veo que termina
la Avenida Argentina. El comercio ya ha cerrado. Es la una de la tarde
y los escolares irradian las calles con sus bolsones repletos de libros
y sus mentes llenas de ilusiones. Son las nuevas generaciones, pienso para
mis adentro. Doblo frente a la maletería "El Cóndor",
que exhibe sus mercaderías: bolsones de cuero y artículos
para zapateros remendones (todavía quedan en nuestro país).
Luego me detengo frente a un restaurant de aspecto un poco incierto. Llama
mi atención un letrero escrito en una pequeña pizarra:
- Caña
$7.-
- ½ litro $
14.-
- Porotos $ 15.
Me alcanza para un plato de porotos, pienso. Reflexiono sin atreverme a empujar las puertas de vaivén parecidas a ésas del Oeste, que curiosamente aparecen en las películas de cow-boy italianas.
Ya decidido, entro. Un olor a comida y alcohol barato me gol-pea la nariz. Sorprendido por el vocerío de los bebedores tempraneros, no acierto a quién dirigirme. De pronto, un hombre gordo se acerca y me pre-gunta: - ¿Qué se le ofrece, señor? - Un plato de porotos, respondo a media voz. -Por aquí, dice, indicándome una mesa con mantel plástico, donde hay un plato a medio consumir. Antes ha hecho desalojar a un bebedor que, después de consumida su ración de tinto, se había quedado charlando con unos amigos.
Tomo asiento y un anciano me saluda: -¿Cómo está, joven?. -Buenas tardes! ¿Está solo?, le pregunto. -Así me echó Dios al mundo, res-ponde.
Por fin llega el plato de mi refrigerio y empiezo a comer. Es una mezcla de tallarines, donde faltan los porotos, en un caldo terroso.
- ¡Una Porvenir!, grito para hacerme oír en el bullicio reinante. El gordo se agita en la mesa de bebedores y aparece con la bebida y con un vaso no muy higiénico. La recibo sin reclamar y empiezo a comer lenta-mente, escogiendo primero el caldo, como es mi costumbre.
El anciano me contempla con
una mirada medio triste y co-menta: -¿Tenía hambre?
-Así es, contesto
mientras bebo un trago de Porvenir.
-¿Usted siempre viene
aquí?, le pregunto.
- Casi todos los días,
me dice y en sus ojos negros brilla una luz de satisfacción.
-¿En qué trabaja?,
insisto.
- Soy jubilado de Seguro.
He trabajado de guachimán, de cam-pesino, en la pampa, etc. La tierra
nos da lo necesario para vivir, para qué queremos más. Hay
gente buena y mala...
- ¿Dónde duerme?,
pregunto apresuradamente.
- En el Ejército
de Salvación, responde y se queda un rato pen-sativo.
- ¡Que está
buena tu mujer!, balbucea un vecino de mesa.
-¡Ya, no seas fresco!,
responde el hombre afectado.
-¡Son bromas, no te
irás a poner celoso?. Acompaña esta frase con una risa larga,
que es coreada por los presentes.
Mi ocasional acompañante sigue la escena con curiosidad y creo adivinar en su mirada la malicia tan propia de nuestro pueblo.
Terminado mi almuerzo, saco
del cartucho de papel la última pera y se la ofrezco a mi acompañante
en señal de cordialidad. El la mira y me dice: -¡Gracias!,
pero no la acepta. Confundido, no acierto a comprender dónde estuvo
mi error.
De pronto me doy cuenta
de que el hombre tiene un brillo de acero en sus ojos.
-¡Yo no pido nunca
nada!, me dice con orgullo mal disimulado. -Todo me lo gano con mi esfuerzo.
-Perdone mi atrevimiento,
le digo disculpándome.
La sobremesa se ha alargado por mi curiosidad de conocer a este hombre especial, que ha dejado en mí un desconcierto casi total. Yo, sin dudas, estoy fuera de mi medio, pero él, en cambio, se encuentra como pez en el agua.
Lo observo largo rato mientras fumo un cigarrillo. -¿Qué edad tiene? , le pregunto, a lo que me contesta que tiene 71 años. Empiezo a comprenderlo. Me responde suavemente, como midiendo sus palabras.
- Ya somos amigos, pienso.
-Yo tengo 32 años, le comento.
El bullicio sigue, mientras
un televisor anuncia el "Festival de la Una", ignorado por algunos,
más preocupados de sus propias conversa-ciones y vivencias que de
lo que exhibe la televisión.
Observo que empieza a irse
la hora y pienso que por un mínimo consumo no tengo derecho a estar
ocupando un asiento en este restaurant tan suigeneris como modesto.
Ya varias personas han entrado
y al ver que las mesas estaban ocupadas, han optado por retirarse, seguramente
malhumoradas por no po-der saciar su hambre y su sed, siempre en aumento.
Me pongo de pie y ofrezco
mi mano al anciano. Éste me ex-tiende la suya, callosa y morena.
Este quijote moderno me mira por última vez y me dice:
Me acerco al mesón
y el hombre gordo que me atendió me di-ce: ¿La cuenta, señor?
Me encamino atravesando la
calle. Una panadería ya abre sus puertas al público.
Sigo a la Avenida Pedro Montt y me detengo frente a un kiosco de diarios
y le digo a la persona encargada: - Tres cigarrillos sueltos. - Aquí
están. Le pago y me alejo fumando.
Cine "Velarde", anuncia
un letrero. Es un edificio color crema, ya desteñido por el tiempo.
Es uno de los pocos cines porteños que tiene galería para
las personas de bajos ingresos.
La plaza O’Higgins ya la
he dejado atrás, con su estatua al li-bertador del mismo nombre,
donde las palomas insolentes dejan caer sobre sus hombros sus blancos excrementos.
El verde follaje de sus árboles con-trasta con el gris de sus baldosas,
ya deterioradas por el uso de los peatones.
Terminando mi cigarrillo,
continúo caminando en dirección al parque Italia. A
esa hora, los buses se parecen a las lanchas fleteras del muelle Prat,
y los autos (taxis) parecen submarinos por su color negro y amarillo. Estos
últimos hacen feroz competencia a los buses urbanos que van a los
distintos cerros de Valparaíso .
Por fin llego al parque Italia.
Una estatua de la loba con Ró-mulo y Remo, los dos mellizos romanos,
lo adorna. Tomo asiento bajo sus altas palmeras y me dedico a mirar
a los lustrabotas que ejercen su oficio en plena vía pública.
¿Serán felices?, pienso un instante. A tres o cuatro
me-tros aparece un ex compañero de negocios. Viste chaqueta negra
de castilla , pantalones azules, aún presentables , y zapatos negros
sin lustrar.
Se sienta a mi lado y me
pregunta: -¿Tiene un cigarrillo? -Compré sueltos, le
digo a modo de excusa por no poder convidarle. -¿Y a ti, cómo
te ha ido?, le consulto afablemente.
Se queda pensando un rato
y decide irse a acompañar a sus so-brinos, que se han sentado más
allá a charlar, aprovechando la hermosa tar-de invernal. Se
aleja con pasos cansados y se sienta con ellos, seguramente a darles consejos
Yo, por mi parte, viéndome
solo, decido fumar nuevamente viendo pasar la gente que transita
a esa hora, fijándome en los automóviles que son lavados
por típicos aseadores premunidos de balde y trapo limpio. El agua
se escurre hasta el suelo, formando pequeños charcos en el pavi-mento.
La larga fila de automóviles ocupa más de una cuadra. Sus
dueños deben ser comerciantes que tienen sus negocios en la alrededores
del par-que.
Decido ponerme de pie y encaminarme
hacia la calle Yungay, por donde ,según me ha informado un amigo,
pasa la micro Central Placeres Nº 2. Esquivando los charcos de agua,
cruzo Pedro Montt. Al lado del cine Metro hay un puesto manisero que vende
dulces, chicles y chocolates a la gente que entra a la función de
la Matiné.
El reloj del parque marca
las 15 hrs. Una nube solitaria va cru-zando el cielo azul, empujada por
el viento hacia el mar. Es como mi alma en busca de la felicidad, reflexiono...
Camino una cuadra y encuentro
la calle Chacabuco, donde se encuentran los hoteles que han hecho conocidas
estas arterias. Es la calle del amor tarifado, donde se hallan las
boites Manila y Checo, un ambiente mimado para disfrutar hasta altas horas
de la madrugada. Los hoteles de esta calle tienen nombres pintorescos:
Royal, Imperio, Pacífico, etc., etc.
Pensándolo bien, la
calle Chacabuco es como una ciudad den-tro de otra. La vida fluye en ella
cuando el puerto se ilumina a la caída del sol. Es de noche cuando
parece cobrar animación cada esquina: las fuentes de soda y los
restaurantes acaparan la atención de los alegres bebedores.
Media cuadra más allá,
encuentro por fin la calle Yungay, don-de alguna movilización transcurre
lentamente. Los porteños que esperan bus a esta hora no son muchos.
El movimiento, como dicen los choferes, va a la hora de almuerzo y después
de las seis de la tarde. Suelen verse verdaderos racimos humanos en tales
ocasiones.
Valparaíso, puerto
enclavado en una bahía hermosa, donde lle-gan buques de todas las
banderas, es sin duda una ciudad cosmopolita. Eso se refleja en sus calles
que trepan a los cerros, por rutas desconocidas para los turistas que nos
visitan.
A lo lejos avanza un bus
pintado de naranja. Observo el para-brisas y veo que es el Nº 2. No
ha tardado mucho en pasar. Se detiene y los pasajeros subimos. Cancelo
al chofer y busco un asiento desocupado. Voy a Placeres con alegría
en el corazón...
-Usted es joven, acota seguramente
para levantarme el ánimo.
- No crea, ya por ahí
me tratan de caballero y señor es en Chile la
persona arriba de 30, que ya es vieja.
- ¡Así es,
hombre!, responde concordando conmigo.
-Hasta luego, joven, vaya
usted por los caminos del Señor.
- Buenas tardes, señor,
le contesto, que le vaya a usted bien.
-Sí, respondo. Son
$ 30. Le largo una moneda y espero el vuelto. Una vez que me lo entregan,
me dispongo a salir. Sin embargo, un hombre se me acerca y me dice: -¿Tiene
$ 7 pa’una caña, patrón?...
-Más o menos, gano
apenas para pagar la pieza y comer. Ahora ando vendiendo unas rejillas
para el baño, me responde con resignación.
-¿Y has vendido algunas?,
insisto.
-En una mercería
me encargaron algunas. Yo de puro tonto es-toy mal, pues pude ingresar
a un seminario para ser sacerdote y no lo hice. Hoy ya sería cura,
agrega con pena.
- ¡Y tendrías
jubilación!, le acoto, viendo que ya está en edad madura.
-¡Buenas tardes, tío!.,
saludan unos muchachos que pasan.
-¿Son sobrinos tuyos?,
le consulto intrigado.
-Sí, me responde.
Salen a buscar trabajo y después no tienen ni para la micro. Tienen
que irse a pie a la casa.