Poeta Invitado

 

 

 

 

 

CARLOS X. ARDAVÍN

Nacido en Nueva York en 1967.  Escritor y profesor universitario de ascendencia cubano-española.  Ha publicado el poemario Aprendiz de poeta (2001). También tiene a su haber La pasión meditabunda y Folios de Estío (2002).   Sus ensayos, reseñas, cuentos y poemas han aparecido en revistas y periódicos de los Estados Unidos, Argentina, República Dominicana y España.  Ha sido columnista del periódico Listín Diario de la República Dominicana.   También ha colaborado con el periódico La verdad de Murcia, España. 

 

 

 

LA tarde se llena de pájaros

 y las estrellas besan tu pelo

Entre las acacias corre el agua

de tus besos,

el perfume transparente de tus ojos

La tarde se llena de cantos,

de versos alados y silvestres

La lluvia es un recuerdo triste,

dormido para siempre en tu regazo.

 

 

                        S

 

 

VOCES que se duermen en mi alma

Infinitas voces

que acarician mi desvelo

En la tibia penumbra del silencio

siento el rumor de tu cuerpo silvestre,

el leve discurso de tus labios sedietos.

 

 

                        S

 

 

CONOZCO la ciudad infinitamente,

la tibia soledad de sus rincones

Cada adoquín es un enigma,

una dulce huella de invisible nombre

Recuerdo la lluvia rumorosa

y tu mano en mi mano jubilosa,

recorriendo las sombras de la noche

Soñamos, ¿recuerdas?,

los posibles secretos del amor

y el breve vuelo de las palomas en el parque.

 

 

                        S

 

 

AMAS a la ciudad,

la triste ciudad que nunca olvidas:

su río menudo y constante,

su puente de piedra cristalina,

la transparencia de sus plazas olvidadas,

el dulce callejón de antiguos adoquines.

 

Ayer recordaste tu primer amor,

el pequeño cuaderno de geografía femenina,

la mirada inquieta de una fuente

que nunca existió y que aún te persigue.

 

Sí, es la estructura de piedra,

la sombra dormida

de una edad feliz y quebrantada.

 

Volverán las oscuras golondrinas

Recuerdas, y esos es todo.

 

 

                        S

 

 

ESCRIBÍAS versos de amor en las esquinas,

bajo la dulce luz de los faroles

En la Plaza Mayor besabas golondrinas,

mientras el viento cantaba en sus rincones

La ciudad dormía en su estructura,

invisibles tus huellas cobijaba

Dijiste amor y pronuncié su nombre,

su nombre cierto, desnudo como el aire.

 

 

                        S

 

 

                                        (A mi madre)

 

IMAGINO una casa vacía,

una pradera de espadas relucientes,

un río de espuma inmemorial e infinito.

 

A lo lejos, la montaña de blancos pedruscos

y zarzas y ortigas picantes y agresivas.

 

El sendero tiene forma de mujer desnuda,

con sus recovecos oscuros y húmedos

(ibas a escribir húmidos, pero te contienes).

 

Hay aves que vuelan

 y nubes que pasan

(no podían faltar las nubes azorinianas).

 

También a lo lejos,

el sonido cristalino del arroyo,

y la voz de los abuelos

y el deletreo breve y preciso de sus pasos.

 

Imaginas una casa

poblada de helechos milenarios,

y un jardín de rosas modernistas

Si haces un esfuerzo mental,

puedes reconstruir

la cálida pátina de los besos y las caricias,

el olor de la carne de la abuela,

su mirar dulce de natillas,

el ovillo incesante entre sus manos de orfebre.

 

Enciendes un ducados e imaginas que vuelves

para morir entre las flores y las cenizas.

 

 

                        S

 

 

SIN ella morirían las piedras enamoradas,

las palabras de terciopelo,

el fulgor de la primavera.

 

Sin ella perecerían las mariposas rojas,

los cisnes solitarios de severas alas.

 

Mujer que calmas mis ansias

con sólo el perfume de tu vientre.

 

 

                        S

 

 

LA ciudad resucita en los crepúsculos

Se trata de una resurrección cotidiana,

sin enigmas, silenciosa.

 

Perece el verdor de su rostro,

el perfume acre del asfalto cada tarde,

pero al poco rato despierta

con bostezos grandilocuentes y amargos

Y en suspiros desnúdase

y muestra la blancura de sus carnes.

 

Sólo yo sé contemplarla así:

en cueros, solitaria.

 

Vuelan a lo lejos las gaviotas

oigo sus gritos monocordes y salvajes.

 

Entrégate ya, ciudad amada

Mis ojos reflejan la mortandad de la tarde.

 

 

                        S

 

 

OBSERVO  desde mi mesa

la consagración de la tarde,

los despuntes primerizos del crepúsculo.

 

Hay un hálito de primavera recién estrenada,

un olor soleado de dicha y entusiasmo.

 

Vaporosas las nubes serpentean

en la bóveda mortecina del cielo

Un pájaro trina:

lindezas de una música arcana,

ininteligible en su belleza.

 

Miro desde mi recodo

repleto de libros y papeles,

el horizonte azulino.

 

Lejos, rotundo e infinito

pespunta un cuerpo desnudo de mujer:

preclara geografía de senos y carne ignota.

 

Desde el alma veo marchitarse

la rosa de unos labios jugosos

al contacto acerbo del olvido.

 

 

                        S

 

 

¿CONOCES tú el sabor de la melancolía?

¿Has visto cómo se marchitan

las rosas en otoño?

¿De cuántas primaveras moribundas

has sido testigo?

¿No has escuchado nunca el aleteo invisible

de una paloma herida?

 

Contempla, entonces, mi cuerpo desnudo.

 

 

 

Página preparada por Alberto Martínez-Márquez