Un uso bélico del barroco áureo
por Luis Chitarroni

 

 

 

Podríamos empezar hablando un poco acerca de las diferencias de tu último libro, Parque Lezama, y los anteriores.

 

Bien, Austria-Hungría es mi primer libro, y en él hay poemas en los que la referencia es más directa —el poema de los orientales, por ejemplo— y otros en los que está más diluida. En este libro no son más claras las líneas, las señales históricas, y aunque lo que cuenta no es lo histórico sino lo microscópico de los cuerpos, de las pasiones. El poema del cadáver de Eva Perón resulta de una mezcla de acontecimientos. Acerca de eso hay una pequeña anécdota. En esa época yo hacía encuestas, y me tocó hacer una en una villa miseria enclavada en un barrio obrero. Entonces se produjo algo muy curioso. Había unos encuestados que querían que yo entrara en su casa, y yo, por una cuestión paranoica de la época, no quería entrar. Después fui a mi casa y me puse a leer un libro sobre Eva Perón, un libro que consiste sólo en documentos sobre Eva. Y en el poema lo que se produce es una fusión de los dos acontecimientos. Creo que Austria-Hungría está jugando a esa mezcla.

 

En los poemas de Alambres hay también oscilaciones, un juego muy raro que nunca termina de familiarizarnos con cadencias no sólo del barroco sino del modernismo. Y de repente aparecen esas palabras como “banlon”, esas palabras que parecen acompañar una fruición pegada, como ocurre en el caso de Puig, rumores femeninos, y un oído muy fino para detectarlas…

 

Sí, por un lado hay casi una obsesión con la femineidad, y esa es una cuestión de enlace con el barroco o, mejor dicho, con el neobarroco. Pero esas son cosas en las que puedo pensar ahora. Ahora puedo pensar la cuestión del simulacro: cómo el simulacro copia, pero sólo aparentemente copia, porque copia la extrema exterioridad. Como toda esta operación con las telas —con las gasas, con el banlon— puede operar precisamente como una máquina de zapa. Es un poco tomar la lengua a contramano. Es lo que empieza a hacerse notar más en Alambres y lo que en Parque Lezama se convierte en pura ilusión, en volutas jugando en el aire. En el aire de los cuerpos, digamos, en los humores. Pero en Alambres se da todavía más la tensión, el encuentro entre esas dos fuerzas, lo cual me obliga, muchas veces, a descartar poemas. Porque había algunos que no encajaban. El primer poema de Alambres, por ejemplo, estaba escrito desde hacía mucho, pero no había caso, no iba en Austria-Hungría. Yo hago mucho eso, dejo cosas pudriéndose en los cajones. Hay una palabra, inmisión, que se refiere al acto de inmiscuirse. Yo creo que tendría que ser inmixión, pero el diccionario sólo registra inmisión. Bien, creo que esa es la operación que se produce entre las fuerzas. Porque hay una historia, y es sin embargo una historia mentida, y lo que se hace en Austria-Hungría es darle relevancia a otra cosa, a los acontecimientos de los cuerpos y a los acontecimientos de la lengua. Una historia a trasluz. Es lo que Deleuze llamaría plano de consistencia del deseo. En Parque Lezama, en cambio, ya no hay ninguna referencia, es pura voluta. Si la hubiera, sería del tipo: cuanto más chancho más lujoso, o cuanto más alto más bajo. Es también el tópico del barroco clásico: una iglesia del 1600 en Brasil, por ejemplo. Hay barro, muchísima pobreza, sambas, y todo se pierde en esa santa esculpida, en el pliegue de la pollera todo se disuelve. Me perdí yo.

 

¿Encontrabas en Lezama y en Sarduy una continuidad?

 

Sí, yo creo en esa continuidad. Creo en lo que dice Sarduy: que él es a Lezama lo que Lezama es a Góngora, lo que Góngora es… a dios, ¿no? Están trabajando la cuestión desde distintos ángulos, cierto, pero yo veo esa continuidad. Ahora bien, yo lo pensaba en relación a Osvaldo Lamborghini, y ahí sí veía una distinción, la distinción tajo/tatuaje. Sarduy lleva a Lezama al plano del tatuaje. En Colibrí, por ejemplo, ahí hay de todo: aves, trajes, minaretes y bosques tropicales, todo en la misma superficie. O en Cobra, tal vez, donde el juego es más formal: lo que hace a los cuerpos es su tatuaje, el travesti se transforma en chongo por esas curvas, esos ornatos trabajados en la superficie, en la piel. En Osvaldo Lamborghini, en cambio —a pesar de que él practica también un labrado—, hay un cierto desdén por las palabras, tal vez un poco la ilusión rioplatense por el sentido, por la profundidad —aunque no se trata de ninguna profundidad—, que hace que el labrado se ponga en juego para herir, para desgarrar. Porque a pesar de que ninguna textura es menos densa que la siguiente, y cada palabra está puesta al lado de la otra con un gran cuidado, de repente aparece algo, una consigna: “ningún trapo rojo…”, por ejemplo. Hay que romper, hay que labrar para desgarrar. Y donde queda más claro, me parece, es en “El niño proletario”.

 

¿Hay alguna incidencia o influencia de los poemas de Osvaldo Lamborghini en Alambres?

 

Sí, pero no es formal. Es más bien una cuestión de enfoque de los problemas poéticos. Como decía, en los poemas de Osvaldo Lamborghini no hay despreocupación, pero él parece despreciar a las palabras: las insulta, las patea. Tal vez en Sebregondi retrocede, en los textos más herméticos, por decirlo de algún modo, esa tensión, ese flujo violento está más disimulado. En cambio yo tengo un problema con la escansión: no puedo salir de las cosas poéticas, de la cosa tipo endecasílabo… la necesito. Se me pega la musiquita. Por eso, a veces, cuando escribo antropología, no puedo hacer nada con esa música que anda dando vueltas. Y Lamborghini dice: “Si hay algo que odio, eso es la música/ las rimas, los juegos de palabras…” Yo no odio eso. Tiene que ver con una cuestión “estetizante”, si queremos poner un término más burdo, pero también se relaciona con lo popular. En el sentido siguiente: si alguien tiene que escribir un poema, tiene que hacerlo de la manera más linda, ¿no? Es una cuestión del suburbio: ¿cómo se van a escribir poemas para decir lo que dice todo el mundo? ¿Qué gracia tiene? La palabra imperativo es ridícula, pero si hubiera algún cope, algún mambo, sería ése: convertirlo todo en joya. Que todo resplandezca, brille. No puede ser que las cosas sean del tipo: “hoy subí al colectivo, iba al Congreso, y me acordé de la gorda que lavaba la ropa”. Si hay un orden en lo real, también hay un orden en el discurso. Bien, si hay un orden, también hay un orden de sílabas, eso digo en algún lado. Entonces hay que trabajar con el lenguaje y explotar al máximo su belleza, y explotar también al lenguaje, ¿por qué no? Uno dice: “una mujer sube al colectivo” y no “una avalancha de banlon lastima el chirrido de las ruedas”, aunque por ahí es eso lo que está pasando. Pero es decirlo de la otra manera que las cosas se mantienen en un nivel de abstracción que en vez de dar lugar al plano de los cuerpos, lo asfixia, lo sofoca.

 

¿Eso de la musiquita en el oído no tiene que ver también con una cuestión declamatoria?

 

Sí, sí, completamente: el devenir Berta Singerman. Porque se trata de llevar a lo poético aquello que en el orden real estaría desprestigiado por su propia monotonía. Como: “ya que salís, nena, llevate un saquito”. Explotar poéticamente eso. Transformarlo en una joya. Eso mismo: transformar el mármol en jade. Lo cual nos lleva a hablar de la poesía en el momento de producción, que tiene generalmente poco que ver con lo que uno dice cuando habla. Nos lleva a hablar de “la creación”, para decirlo con una palabra cursi. Porque es una traducción a un código “comunicativo”. Más bien, se relaciona con lo extático, con el éxtasis, con el “ponerse en estado de”, con aquello que antiguamente se llamaba inspiración o algo por el estilo. Y tiene que ver con algo de lo que ya he hablado antes: con un trabajo sobre el lenguaje a trasluz, por eso es que se trabaja a contramano, porque hay que ocuparse del lenguaje en su carácter de productor de transformaciones indeterminadas y proliferantes. Porque cuando uno dice “joya” se mezclan “Goya” y “argolla”. Habría que pensar en el estado poético —en ese estado extático— como en un estado alucinante y alucinatorio. En el nivel de las palabras y en el nivel del discurso.

 

Un estado que a la vez no es un lugar…

 

Claro, ahí surge otro problema, porque hablar o escribir sobre el lugar del narrador, es de alguna manera fácil, mientras que el lugar del que escribe poesía es siempre difícil de detectar. Porque el lugar del poeta está difuminado, es más flou… porque el poeta en realidad es y no es, tiene que estar para salir de todos lados.

 

¿Qué relaciones y qué contactos habría con el barroco español?

 

 

 

Ese es un asunto poco claro. Porque hay dos maneras de recorrer el gongorismo. Una manera es codificarlo. Y eso hace, magníficamente, Dámaso Alonso. Pero es una manera escolar y no tiene nada que ver con todo ese maremágnum de resonancias del barroco, ni con el modo en que ese maremágnum puede encajar, se puede mezclar con otra cosa. La otra manera es dejarse llevar, dejarse arrastrar por esos flujos, que es lo que hice con Lezama: me zambullí en él. Entonces lo que aparece es una especie de máquina, un uso bélico del barroco áureo. Porque en Austria-Hungría lo que se estaba haciendo era contar con dos fuerzas, una de ellas que tendía a la poesía épica. Y a partir de eso se estaba socavando, desplazando, resignificando lo estatuido. En Parque Lezama ya los referentes están perdidos, borrados, y sin embargo es esa fuerza, son esos flujos los que entablan y montan una especie de aparato bélico. En ese sentido el trabajo bélico del neobarroco se cumple, aunque se trata de un discurso que puede montarse a cualquier estilo. La perversión se puede cumplir en cualquier campo de la letra, mientras que el barroco clásico está atado a un mundo de imágenes más formado, por eso es que se lo puede decodificar fácilmente.

 

¿Habría algún blanco, algún enemigo especial en este uso bélico del barroco?

 

Hay una cosa taimada. Digamos que las oposiciones no se llevan muy bien con estas transformaciones proliferantes. Se trabaja así, montándose al lenguaje. Pero se puede hablar de otros estilos a los que esta operación los puede dejar muy inquietos. Se puede hablar de efectos en el campo estilístico, de luchas estéticas. “Cadáveres” es eso: enchufarlo al discurso de la tradición de la poesía social argentina y ver qué pasa. Por eso aparecen a veces esos malentendidos, gente que dice “es un poema social”. Ahí aparece lo épico.

 

(Luis Bacigalupo) ¿“Cadáveres” sería la síntesis del tajo y el tatuaje?

 

Puede ser, pero yo no quiero hablar de síntesis de ninguna manera. Eso, digamos, es otro campo, otra teoría. Se trata de superposiciones que en último caso no se resuelven, no de que algo supere a lo otro. Se trata de inserciones, penetraciones, mezclas de cuerpos: lo que sale ahí, no puedo saberlo. Ahora bien, “Cadáveres” podría incluirse en un grupo de textos que dijeran algo sobre la guerra sucia, pero no creo que estuviera muy cómodo entre esos textos. Yo no voy a asumir esa postura del poeta social. Hay siempre que irse para el otro lado, tender líneas de fuga. La propia cosa del decir convencional te hace decir determinada cosa y hay que torcerse, desviarse.

 

¿Qué poemas, qué poetas o qué poéticas relacionás con la patria?

 

Esa especie de fijación a un territorio geográfico limitado no me resulta muy simpática. Esto no quiere decir que no haya condiciones históricas, relaciones afectivas y políticas. El problema es que aparecen cosas que son como evocaciones, palabritas descolgadas. Claro que eso puede tener su encanto. La otra vez estaba leyendo el poema de una poeta inglesa (no estoy muy seguro que fuera inglesa) y decía: “¿qué es Chipre, qué es Creta, qué es Rodas, qué es Tebas?”. Y yo pensaba para mí: “¿qué es Avellaneda, qué es Quilmes, qué es Ezpeleta?”. Esas conexiones mentales acarrean una cuestión de memoria, lo cual quiere decir también una cuestión de olvido, en la medida que sólo mediante el olvido activo puede hacerse el pasaje para que permanezcan. Por lo demás, los poetas están dispersos: Lezama, que estaba y no estaba en Cuba, Sarduy en París, Kozer en Nueva York, Echavarren, Carrera… Es una cosa interesante en este caso ver lo que pasa con los argots. Porque creo que lo que primero se olvida es el argot. Estando afuera las palabras se van mezclando y se produce algo muy interesante que es la desterritorialización de los argots. En una novela cubana, por ejemplo, aparece la palabra chongo. Habría que comprobar qué es eso, qué son esos movimientos a lo largo de una lengua o de varias. A mí me pasa con el portuñol. Lo genial del portuñol es que existen las mismas palabras y dicen cosas diferentes: porra aquí es pelo, en Brasil es semen. Y hay unos cuantos poemas de Alambres que fueron escritos con el peso doble de esos sentidos. Trapalhada, una palabra que utilizo, y que en Brasil quiere decir perturbada, embarazada. En general no se ha notado mucho eso. En una crítica de Vuelta se decía algo, pero nada más. Es que en algún lugar el delirio va royendo los sentidos, pero no en cualquier nivel sino precisamente allí donde lo permite el éxtasis poético.

 

¿Hubo algún poeta de lengua portuguesa que te interesara de manera decisiva?

 

El Haroldo de Campos de Galáxias. El concretismo fue una revolución terrible en el Brasil y planteó una gran ruptura con lo discursivo. En algún reportaje Haroldo de Campos habló de eso, de cómo tuvo que sofocar a veces el flujo barroco en aras de la programática concretista, y hay poemas suyos de La Educación del Príncipe en los que se manifiesta un poco, cierta modalidad más lírica.* El concretismo es uno de los trabajos de destrucción mejor hechos, pero a veces ha sufrido efectos indeseables, como los disparates de ciertos seudoconcretistas frustrados. Permanecen todas esas bellezas, esos prodigios, esos archipiélagos, como los poemas de los hermanos de Campos y de Décio Pignatari.

 

¿Tenés ganas de que hablemos de los poemas de Parque Lezama o preferís contar algo de los poemas nuevos?

 

Hay nuevos poemas que están en observación rigurosa por lo que dije antes: siempre suprimo cosas o las voy cambiando. Por eso el problema es muy delicado, porque no se puede hablar de un trabajo que no está hecho. Admiro a la gente que escribe libros de poesía, yo sólo escribo poemas. Y los poemas funcionan o no funcionan. Hay poemas que aparecieron en revistas como Sitio o Xul que después no encajaban en los libros, no se articulaban. Parque Lezama comienza con un poema llamado “Abisinia Exibar” que es el nombre de unos polvos que usaba Lezama Lima para combatir el asma. Hay un enigma inicial, que es ¿quién robó los polvos? Entonces el libro, todo el circuito del Parque Lezama, gira en torno de esta busca, que es la busca del ladrón de polvos. Hay poemas muy extraños para mí, como “Anochecer de un fauno”, que no encaja en ninguna serie y no tiene una resolución lezamesca. Y hay poemas en bloque, como el dedicado al miché. Por eso el poema extraño dice: “al amparo fugaz de una ilusión primera”, ya que el vacío, el vacío mallarmeano no tiene mucho que ver con estas profusiones. Y todo tiene que brillar, todo tiene que resplandecer, como dije. Entonces puede aparecer una tela como el rayón al lado de algún animal augusto del Siglo de Oro. O el jade. El jade me obsesiona. Cada vez que leo jade, completo: jadeo. Y finalmente no hay yo, no hay identidad, hay conexiones con flujos que pasan por uno. La idea de la identidad es falaz, es una falacia etnológica.

 

Para terminar, ¿qué relaciones hay con esos textos históricos que a veces aparecen como citas y otras veces son parafraseados en los poemas mismos?

 

Siempre leí de todo, las cosas más heterodoxas. Leía a veces esos textos históricos como una técnica: leer y alucinar. Leía y leo textos de historia argentina, textos políticos, documentos. Podría decirse que esa cuestión se resuelve, si racionalizamos un poco, entre el deseo y la historia, entre el deseo y lo social. Entonces habría que ver un poco la emergencia del deseo en los textos más hostiles. En algún momento estuve tentado de poner notas a los poemas: “Esto se inspira en tal o cual hecho”. Pero después me pareció tonto. El encuentro de Rosas y Lavalle, por ejemplo, está en Saldías. La llegada de Lavalle y los soldados que no podían creer que Saldías escribía historia, pero el texto se le escapaba, se le iba a esa superficie poética que inventa cualquier escritor.

 

 

* Suponemos aquí una superposición de datos entre el poema “Ciropedia o la Educación del Príncipe” (del cual existe traducción al castellano por Carlos E. Pinto, incluida en el libro Transideraciones, recopilación de Eduardo Milán y Manuel Ulacia, El Tucán de Virignia, México, 1987, proyecto en el que Perlongher colaboró con otras traducciones) y el libro A Educação dos Cinco Sentidos (ed. Brasiliense, 1985; hay traducción de Andrés Sánchez Robayna: AMBIT Editorial, Barcelona, 1990), ambos de Haroldo de Campos. (N de los compiladores.)

 

[Primero publicada en La Papirola, núm 3, Buenos Aires, 1988, y luego reproducida en De Azur, núm. 1,  New York, otoño 1993.]

 

 

 

 

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