Rafael Courtoisie



 

 

PERSISTENCIA DEL DÉBIL

 

Nací en Esparta hace casi tres mil años. Viví exactamente treinta minutos desde que salí del vientre de mi madre, que también se avergonzó por haber engendrado un hijo tan débil.

El cirujano que me examinó y la partera coincidieron en el mismo juicio: yo no era digno de ser un ciudadano de Esparta. Mi complexión menuda, mis huesos quebradizos, las arrugas de mi piel que al nacer parecían las de un viejo, con arborescencias de pequeñas venas rotas en el dorso de las manos minúsculas, y una transparencia no humana de piel de pescado, de delgada membrana de renacuajo, contribuían al grotesco espectáculo. Nací débil.

Hasta mi madre se avergonzó de mí cuando me vio: "Yo fui hecha para parir hombres, no ranas".

Viví poco más de media hora. Treinta minutos escasos, que transcurrieron entre las gruesas y ásperas palmas de las manos de quienes me examinaron con desprecio porque no era apto para pertenecer a su casta de guerreros.

Pasé esos minutos, mi ración escueta de vida sobre la Tierra, en medio de llantos y voces destempladas. El médico designado por los ancianos para decidir sobre las aptitudes de los que nacían, me tuvo apenas segundos entre sus gruesos dedos que me parecieron leñosos, cubiertos de callos de corteza y extremadamente duros, sin una gota de savia. En vano busqué el seno de mi madre, que me rechazó desde el primer hasta el último momento.

Mis hermanos, mis compañeros de generación, nacieron fuertes y musculosos, con huesos duros y flexibles que resistirían las caídas y los golpes con la parte plana de la espada. Ellos, y sólo ellos, nacieron dignos de llevar el escudo con el dibujo de la abeja.

Sus musculosos torsos, sus piernas gruesas y ágiles hace ya muchos siglos se pudrieron bajo el peso del olvido. Sus brazos poderosos, sus terribles glándulas, desaparecieron. Yo morí enseguida, a la media hora de nacer. No llegué a conocer la luz del día, puesto que nací de madrugada y antes de que el sol despuntara fui lanzado al barranco de los niños débiles, al abismo de los inútiles y los faltos de temple, a la ciudad fantasma de los miserables inocentes de Esparta, que no merecieron oportunidad sobre la Tierra.

Yo hubiera querido escribir un largo poema. Un poema duro como las rocas que golpearon contra mi cara de recién nacido, en Esparta. Un poema con filos de silicio y uñas de piedra que se metiera en las carnes, que quebrara el destino como se quebraba la caliza cenicienta de mis huesos endebles como esponjas, el temporal inestable de mi cuerpo.

Yo no tuve cimientos, ni fui construido para durar. Antes del amanecer del primer día de mi vida yacía en el fondo de un barranco y era el almuerzo insípido de las arañas, una ración más con bracitos y piernas en el comedero de los cuervos.

Ni mi padre, cuyo escudo guerrero hace ya mucho tiempo que ha desaparecido bajo el océano de los días, vio mi cara delgada que salía del vientre de mi madre y se hundía en la vida sólo por un momento. Mi padre musculoso, flexible como un junco, glorioso de una gloria caduca, puesto que ya hace siglos nadie recuerda su nombre, no se dignó a verme.

Yo no fui. No tuve nombre. Tengo los nombres de los lanzados en aquel barranco de Esparta. Mi único nombre es el del rescoldo, no el del incendio. No queda nada de mí más que lo poco que pude ser: minutos bajo la sombra de la noche. Por eso he venido. Por eso tengo este espacio breve de papel en el que volver en la mano de otro que me escribe.

Yo he durado. Mis hermanos, los fuertes, se pudrieron hace mucho y el artificio de su tórax prevenido, de su guardia feroz no alienta nada. Han sido.

 

Yo soy. Muerto en Esparta hace casi tres mil años, con un soplo de vida. Vuelvo en este papel y en este idioma extraño porque yo, el débil, no conocí idioma alguno. Nonato para el sonido articulado y para el amor de las mujeres. Sólo conocí la madurez del grito ronco en la reprobación, el temprano gruñido del aborrecimiento en la mueca de las bocas, no el beso. La mano me escribe y soy ahora.

Hay un río incesante hecho de los cadáveres de los poderosos, el río de los fuertes que caen a cada momento, las caliginosas aguas de los que quieren vencer.

Yo estoy en las tierras altas, lejos de esas orillas. Y permanezco.

 

 

MATAR AL CUCHILLO

 

 

  

Matar al cuchillo con el día blando

con la flexible manera de las cosas

Tarea la madera con sus fibras

el metal raspa el agua

                      la materia lo surca

lo surca.

Todo se opone:

el cortable pan

la flor dispersa del humo.

 

El jugo de la vida

goteando y goteando

le mata el filo.

 


 

VIDRIO, ALDABA

                                  

 

Deshoja un vidrio. Cuenta cuántos

pétalos transparentes

tiene una flor tan dura.

 

Deshójalo. Quiébralo. Desliza

tus venas por el tallo. Entre los filos.

 

Te inundará la luz, la savia

del vidrio libre

                 de la flor quebrada.

 

 

                                   II

 

Las aldabas no se deshacen.

 

Son flores recias como el tiempo.

El mundo está detrás.

Llama.

      Penetra.

 


 

 

LA DERROTA

 

  

Las cosas aman a las cosas

la hiedra escala el muro

y cae la vida

como una lluvia sobre el hueso roto.

 

Los objetos son hermanos, tienen sangre, comunican:

la silla echa raíces hacia abajo

llueve cuchillos la nube, ciertos días

un deseo le crece a los cimientos

vertical: las paredes.

 

Se recompone el hueso

calcifica

endurece.

 

El vencedor hizo muertos

y el vencido hijos.

 

 


LA HUELLA NO EL PASO

 

  

La huella no el paso.

 

La marca en la pared

que dejó el retrato ausente.

 

La huella del ausente en el espacio

su marca leve donde estuvo

no su cuerpo

ni la voz que sembrada en la memoria

se multiplica ahora y se diluye.

 

La huella apenas. El vértigo

del lugar que ocupaba. De su sitio.

 


 

LETRA RESISTE

 

 

Aquí lo escrito

durará

más que un golpe de agua

más que una parte enésima

que una infame parcela de minuto

o de humo, o furia.

      Durará.

Ya está durando.

 

Huella del puño

vencerá al espanto

de lo que fue deshecho y separado.

 

Y más allá de lo escrito

del alud de vocablos

esta sílaba

     llaga

viva

hincada en la carne

manifiesta

durará como el aire, también.

 

A no dudarlo.


Rafael Courtoisie (Montevideo, 1958). Sus libros de poesía han sido premiados en múltiples ocasiones en su país y en el exterior (Premio del Ministerio de Cultura, Uruguay; Premio de la Crítica, Uruguay; Premio Plural, México; Premio Loewe, España; Premio Fraternidad, Israel; entre muchos otros). Parte de su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano y portugués. Algunos de sus títulos en poesía son: Contrabando de auroras (Montevideo, 1977); Tiro de gracia (Montevideo, 1981); Orden de cosas (Montevideo, 1986); Cambio de estado (Montevideo, 1990);  Textura (México, 1992; Montevideo, 1994); Poetry is crime (Québec, 1994); Instrucciones para leer ceniza. Antología poética (Bogotá, 1994) y Estado sólido (Madrid, 1996). Octavio Paz dijo que su obra “produce la emoción que los lectores buscan en la mejor poesía. Una emoción obtenida con una muy personal renovación de la tradición irracionalista y con un discurso que parece partir de la lógica y que concluye felizmente en un mundo de intenso contenido imaginativo”. Ha enseñado como profesor universitario en Florida State University, Birmingham University y en la Universidad del Uruguay, entre otras. En narrativa ha publicado: Vida de perro (1997, finalista del Premio Internacional Rómulo Gallegos, Venezuela), Tajos (Lengua de Trapo, 1999) y Caras extrañas (Lengua de Trapo, 2001).  


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