Cuentos I
El cuento de mi tatarabuelo

Dicen que mi tatarabuelo era uno de esos irlandeses especialista en contar historias. Antiguamente y quizás por la falta de medios masivos de comunicación, el sentarse alrededor de una fogata, o una mesa, cerca de uno de estos personajes a escuchar historias era todo un evento social.

Uno tenía -y tiene- la capacidad de imaginarse el relato armándole el escenario adecuado, poniéndole gestos y expresiones a los personajes y hasta casi estar en medio de la historia, quizás como un mero testigo de los sucesos o hasta con algún bolo secundario.

Una de las historias que me llegó fue la más popular en mi familia desde que mi tatarabuelo pisó suelo Argentino. Mi abuela me la contaba tal cual su abuelo lo hacía. Llena de gestos y ademanes y expresiones que la enriquecían hasta el hartazgo. Pero mi abuela supo agregarle un condimento más. Le coló algunas cartas de amor, secretas y prohibidas, que hicieron de esta historia de semificción, un hecho real, algo que pasó y que por suerte alguien resucitó y no la dejó morir en el arcón de los recuerdos.

Recién empezaba el año. Y es esa una época que históricamente se caracteriza por llenarse uno de esperanza y de ilusiones cortoplacistas para lo que va a venir el resto del año. Y así fue a comienzos de 1889 como él, mi tatarabuelo, don James Pearce, junto a su familia se embarca rumbo a la Argentina.

La ilusión de por fin tener su tierra, su casita, con sus vacas, su caballo, su buey. Soñar con ese palacete donde darle morada a su familia, que nada le falte, que nunca sufra. Creo, según contaba mi abuela entre masas y five o’clock tees, que esa ilusión era lo que más espacio ocupaba en las valijas que traían.

Ella empezaba su cuento diciendo algo así: “El abuelo cuando tenía 44 años cuando vino. Era robusto y bien parecido. Siempre me llamaron la atención sus manos, que parecían pesar treinta kilos cada una”.

Cada vez que empezaba con el cuento del abuelo, no podía no imaginarme la escena en el puerto de Cobh al partir, cuando mi abuelo llegaba cargando el solo todos los bártulos como si nada, porque si había algo que mi abuelo tenía era fuerza, mucha fuerza, y al lado su mujer cargando a la pequeña. Me los imagino vestidos de época, con sus mejores ropas, abrigados hasta la médula, y la pequeña Daisy, cubierta por aproximadamente diecisiete mantas y la última con puntillas hechas por su abuela.

Y la cantidad de gente que debía de haber al costado del barco, entre los que abordaban y los que se despedían debía ser impresionante.

Contaba mi abuela que el barco se llamaba Dresden y que abordo venían mil ochocientos pasajeros. Un detalle que nunca dejaba pasar en este momento del cuento es algo que su abuela le había contado tiempo después que su marido muriera y era que a ella siempre le había llamado la atención en ese instante previo a subir, cuando transitaban por la manga de popa, unas “caras cómplices”  que su marido le había dirigido a alguien que ella no pudo identificar en ese momento, pero que nunca dejó pasar.

Bien, la historia tomó su curso, así como también el barco. Digamos que abordo no abundaban las comodidades y lujos. Los camarotes eran compartidos, y la intimidad podría decirse que había quedado en la pequeña y humilde morada de mi tatarabuelo en Westmeath.

Los días a lo largo del viaje se hacían cada vez más cálidos y los paseos por la borda junto con la brisa del mar generaban poco a poco una revolución de primavera que aceleraba los corazones de los pasajeros. Y mi tatarabuelo no fue uno de los exentos en esto del “amor de primavera”. Mi tatarabuela, por su parte, siguió notando esas caras y miradas cómplices que, cuando ella quería buscar a quién le correspondían, se perdía un mar de gente. Eso fue así hasta la novena noche del viaje, cuando, ya con los pasajeros diezmados y en su mayoría durmiendo, Mary Ann dio con quien correspondían las miradas de su marido.

De ojos claros, celestes muy profundos, y con una mirada que hasta a ella le costaba resistir, se encontró a una señora aún más grande en edad que ella, de rasgos muy finos, que se paseaba por la proa del barco junto con sus cuatro hijos.

Según cuenta mi abuela, a su abuela en este punto del relato, se le desfiguraba la cara y su rostro se volvía estéril de expresiones. Pobre vieja, algo de impotencia debía tener al no saber cómo enfrentar a su marido para cuestionarlo y preguntarle qué pasaba entre ellos.

Digamos que mi tatarabuelo tenía reputación de ser un tipo de pocas pulgas y nadie se metía con él porque era bastante especial, algo bruto o rudo para lo que es la media de la población actual que no resuelve sus pleitos mezclando manos con caras. Y sin duda, debía tener la misma “especialidad” para con mi tatarabuela. Un jodido.
Pero este jodido tenía un carisma especial, algo que cautivaba y atraía a los que lo rodeaban. Tenía como se dice ahora, una chispa especial. Y esa chispa, dependiendo donde caía, prendía. Y abordo del Dresden prendió.

Mary Ann estaba dedicada exclusivamente al cuidado de su hija. Siempre con ella a cuestas de un lado para el otro, día y noche. Y eso debe de alguna manera haber influido en el aburrimiento de don James. ¿Qué se hace en un viaje tan largo, en una superficie tan chica como es la de un barco en el medio de la inmensidad del océano? Seguramente que se buscan aventuras, y quizás por eso este aventurero irlandés se lanzó de cabeza al encuentro de una.

Una noche los amantes cruzaron más que miradas y, escondidos en uno de los barcos salvavidas de estribor, tapados por una manta jugaron a encontrarse y si, se encontraron, pero bien encontrados.

Ahora, el lector se preguntará cómo llegó este relato a hoy. Y lo más paradójico del caso es que era mi tatarabuelo, el mismísimo James Pearce, que lo contaba. Si, tan cojudo era. Pero lo que tenía de cojudo, lo tenía de suspicaz. Usaba el famoso recurso de alterar los nombres de los personajes y pequeños detalles de la historia. Siempre de forma, jamás de fondo. En la esencia del cuento se encontraban sus sentimientos, sus sensaciones, sus miedos, todas las cosas que le pasaron tanto por el corazón como por la cabeza. En el fondo era un tierno, pero a su manera.

¿Pero qué pasó con el famoso cuento del tatarabuelo? ¿Dónde quedó? Bueno, más o menos empezaba así.
El cuento que les voy a contar es totalmente real. Así pasó y así lo cuento.

Este era un apuesto joven que buscaba su destino. Apuntalado por la desgracia en su hogar, se escapó de la ley jurando jamás volver. Como polizonte se embarcó con rumbo incierto, un día donde el frío apretaba y no daba tregua.

Zarpó del puerto de Cork una mañana de enero de 1889. Tras de si, trataba de dejar un pasado que lo marcó hondamente. Un desamor de esos que podrían haberle hecho peor de continuar, pero la idea de su extinción todavía le pesaba.

Pero fue en la manga del barco donde tuvo su primera revelación. Esos ojos cautivantes, esa mirada profunda y celestial, risueña y alegre, lo había inspirado. El frió viento que lo tenía hasta ese momento a maltraer, instantáneamente desapareció.

Pero y si esa mirada le correspondía, a dónde lo llevaría? Quién era esa mujer?

Ella aparentaba algo más grande que él, pero no era eso un problema. Con sus cuatro hijos y su marido, viajaban a un país del que no tenían conocimiento alguno, pero les habían vendido un destino, una esperanza. Era una de esas oportunidades en la vida que uno no puede dejar pasar. Y bajo esa misma filosofía fue que este buen hombre también se embarco tras ella
.
No había terminado de bajar de la manga a bordo del barco, que ya se le había instalado la necesidad de saber quien era esa mujer. Quería a toda costa conocerla. Algo de especial tenía que la hacía resaltar de entre la muchedumbre.

Quizás su ropa le daba cierto aire alegre, o era simplemente su mirar y gesticular y reír lo que lo cautivaba. No sabía, todavía estaba demasiado estúpido. Su boca abierta llamaba la atención de los que lo rodeaban. Estaba justo parado en la salida de la manga, impidiendo el paso de los que ingresaban a bordo. Algunos empujones, algunos gritos, hasta que un tripulante con un raro sombrero lo agarró del brazo y en un idioma que no entendía, le explicaba que se moviera de donde estaba y mostrándole su pasaje, le indicaba a los gritos por donde debía dirigirse.

El no apartó, a lo largo del discurso del contramaestre, ni un minuto sus ojos de esta mujer. Nada le importaba si estuviera casada o tuviera medio centenar de hijos. Simplemente había quedado encantado, casi petrificado junto a uno de los pasillos. El contramaestre, al evaluar la situación y no recibir respuesta alguna de este ente, decidió, luego de algún refunfuño, dejarlo solo tras una expresión – Bah! Que se pudra!

Una cara de barba espesa y una mirada atemorizante se interpuso entre él y esta mujer. Fue en ese segundo que volvió a respirar. Como sin entender dónde estaba, trataba de hilar alguna idea. Pero el hombre de barba seguía de cerca sus movimientos, aproximándosele a paso firme.

No reaccionó hasta que la barba espesa del hombre, unos veinte centímetros más alto que él, le hacía cosquillas en su nariz. El olor repugnante que salía de su boca también lo hizo reaccionar. En un tono extremadamente intimidante, este hombre de barba se presenta:

- Soy John Buckley, mayor gusto! –y estrechándole la mano cual si lo hiciera con una morsa, gentilmente le dice-  Esa dama de ensueños a la que no deja Ud. de ver, es mi mujer y me alegro que lo haya dejado tan manso. De otra manera le hubiera aplicado una golpiza que le deformaría la cabeza a un buey. Espero no lo tome a mal si le pido que se desanime a seguir mirándola.

Jeremy, porque así se llamaba, Jeremy Sullivan, no era capaz de procesar palabra alguna hasta que la morsa del Sr. Buckley húbole molido cuanto hueso tenía en su mano. De repente y ante tamaño estímulo pudo volver en sí, y entre balbuceo y el revoltijo por el apretón de mano, pudo decirle:

- No era a su mujer a quién miraba –haciendo fuerza se zafó de la morsa y le dijo- Banshee se posó detrás de su mujer y la última vez que la vi, y esto no fue hace tanto mi estimado, se posó detrás la mía. Si quiere saber dónde está mi mujer ahora, mejor pregúntele a los cuervos.

Tras esto, el Sr Buckley, sin entender mucho y volviendo su cabeza hacia atrás buscando encontrar con vida a su mujer, y todo esto sin dejar de prestarle atención a James, comenzó a balbucear y a tratar de pedirle perdón casi sin poder creer que la historia fuera cierta.

Con un dejo de sospecha el Sr. Buckley se retiró mirándolo con cierto temor y se dirigió donde estaba su mujer y sus hijos.

James dió media vuelta y suspirando, buscaba pasar desapercibido por entre la muchedumbre.
La mujer del Sr. Buckley, que había sido testigo de toda la escena anterior, tomó distancia de su marido y juntando a sus hijos se fue para el comedor sin decirle una palabra. Su cara, su gesto, fue determinante. Ya eran las cuatro y media de la tarde y comenzaban a llamar para el primer turno de la merienda.

El Sr. Buckley, sin sacar de su cabeza la idea de que Banshee se haya posado detrás de su mujer y el que no haya escuchado ni el más mínimo llanto entre tanto griterío de gente, le daba a pensar que tal vez este perfecto desconocido tuviera razón. La cara que él le había visto a este extraño era de absorto, y bien podía haberse quedado así tras dicha aparición. Y si así lo fuera, y si su mujer muriera, debería ser él quien se ocupara de los niños. Oh! Por Dios! Este buen hombre no era muy ducho con los chicos. Digamos que prefería que crecieran e invitarlos a tomar cerveza hasta caer redondos, pero no tener que cocinarles, cambiarlos, vestirlos, cuidarlos y mucho menos decirles qué tienen que hacer para ser hombres de bien.

De la nada y ya casi oculto por la espesa noche su cuerpo se dibujaba entre la niebla. El ruido del agua mezclado con el del viento no lo podía dejar concentrar y sus pensamientos iban y venían con la marea. Dar el paso, acercarse, tomar la decisión. Animarse a más! No podía dejar pasar una oportunidad así. Pero si no había cruzado ni media mirada con ella. Fue total contemplación cual si no existiera nada en el mundo más que ella. Y si ella no le correspondía? Y si ella no le daba lugar ni a la más mínima de sus expresiones? Tendría sentido alguno estar así por alguien que todavía no le había dado siquiera una mirada?

Entre estos pensamientos y por entre la niebla cada vez más espesa la figura a la que solo se le apreciaban sus contornos, comenzaba a tener forma, comenzaba a conseguir dimensiones, hasta que por fin, como si saliera el sol en un horizonte limpio y cálido en una mañana de verano, aparece su cara. Era ella, con un gesto que nuevamente lo ponía lejos de este mundo terrenal.

- Le pido mil disculpas por el atropello de mi marido –ella le dijo mientras tomaba su mano-. Es que es imposible controlarle sus impulsos. Es una carga de la que no me puedo despegar hace años y que si no fuera por mis hijos a los que no les puede faltar el pan, ya hubiese desaparecido.

Él trató en un segundo de hilar todo el sentido de la frase. Le costaba más que mucho no intoxicarse con tamaña belleza.

- Ehhh… no, no debe preocuparse. No fue nada. Estoy acostumbrado a este tipo de personajes.

- Por cierto, qué lo que lo tenía cautivo entonces. Lo vi mirarme y no sacarme la vista por largo tiempo. Lo vi tapar la fila de ingreso al barco y no reaccionaba. Quiero que me diga la verdad a mi. Fue Banshee? Es cierto lo que le dijo a mi marido? Esas historias las contaba mi abuela cuando yo era muy pequeña, pero ahora, a mi edad, me cuesta creer. Señor, yo ruego cada noche a San Patricio que me de la fuerza necesaria para cuidar a mis hijos, para que nada les falte. Una sonrisa de ellos en mi vida, llena tanto vacío que Ud. no se imagina.

Y en el relato que venía diciendo tan entusiasmada, abruptamente lo corta. Un silencio breve con cara de distraída y sonrisa de por medio, estira su mano y dice:

- Perdón por mis modelas. Soy Mary Buckley.

- Jeremy. Jeremy Sullivan.

Y fue así como empezó la gran charla, y el tiempo pasaba y la luna llena que se reflejaba en el mar armando un escenario perfecto para que cupido haga de las suyas.

Caras serias, risas, gestos, ademanes y algún que otro llanto era lo que se podía ver a lo lejos, de ambos.

- Es mentira –dice Jeremy cortando en seco la conversación que venían trayendo.

- Qué es mentira?

- Banshee es un cuento de hadas que a mí también me contaban mis abuelos. No existe. Y no era verdad que estaba detrás suyo llorando su nombre. No podía confesarle a su marido que efectivamente estaba totalmente estúpido por lo que encontré en su rostro. Esos ojos fueron los que, como si tuvieran manos y largos brazos, agarraron mi cabeza, la giraron hacia Ud. y no me dejaron ver otra cosa. Pero lo que me cautivó fue su mirada. Profunda y eterna como este mismo mar, que no se ve donde empieza ni donde termina. Y sus gestos, y sus expresiones risueñas… Señora, Ud. me ha cautivado. Ha ensanchado mi pecho como nunca nadie lo ha hecho.

- Oh. No puedo creer lo que me está diciendo. Durante todos estos años, en mis oraciones le pedía a Dios que por favor me hiciera sentir alguien. Hace años que soy menospreciada. Para mi marido no soy más que una sirvienta que le cocina, le arregla los pantalones cuando se le rompen, le cuida a sus hijos. Oh, Jeremy, hace años que no tengo vida, que no me siento viva. Tu, con estas simples palabras, me has generado más sentimientos de los que he sentido en mis últimos 20 años.

En ese instante y desde un impulso incontrolable, Jeremy tomó de la cara a Mary y no pudo más que callarla con un beso. Ella no pudo atinar a relajarse, dejar caer sus hombros y disfrutar de ese instante eterno que parecía vivir.

- Perdón por el atrevimiento pero no me pudo controlar. Fue un impulso que brotó desde lo más profundo de mi ser. Por favor, entienda que no puedo ni quiero hacerle mal. Tengo en cuenta su situación. A pesar de todo, sigue siendo una mujer casada y con hijos y sabe que esto no está bien. Le pido mil disculpas.

- Jeremy, por favor, no digas eso. No en este momento. No lo arruines. Sé claramente cómo son las cosas y qué está bien y qué está mal. Y sé que esto hace un poco de ruido en toda mi historia, pero entiende una sola cosa. Es la primera vez en años que puedo disfrutar de un beso, de una caricia. Puedo disfrutar que tus palabras me acaricien por dentro. Y me dejo conquistar como hace años no lo hacía. No sé que pueda pasar mañana. La verdad es que solo puedo decidir sobre el hoy y elegir vivirlo de la forma que más feliz me haga. Hay cosas que sé que me gustaría lograr a futuro, pero para llegar ahí hay que recorrer un largo camino y ese camino se construye día a día..... nuevamente todo es una sumatoria de presentes. En el día a día a veces me equivoco, a veces tengo más suerte que otras, a veces tengo más fe que otras, a veces tomo las mejores decisiones de mi vida y a veces no,  pero lo que sí es seguro, es que siempre aprendo.

Tras esto, otro beso impulsivo los unió, pero esta vez fue más largo. Lleno de caricias, de cálidas expresiones de un amor recién descubierto. Fresco, lleno de una fuerza interior capaz de hacerlos abandonar el barco a pleno vuelo y llegar a destino cuestión de segundos.

Los días transcurrieron y los amores a escondida trascendieron en cubierta. La gente hablaba y esto ya a don Buckley no le caía para nada simpático. Hubo una noche en que, luego de la cena se dispuso a tomar venganza de todo este pesar. Peligraba la relación con su mujer. Debía terminar esta historieta de amor barato de manera tal que de eliminar a su contrincante y hacer que su mujer siga con el hasta que la muerte los separe.

Sigilosamente, siguiendo los pasos de su mujer dio con los enamorados, quienes se escondieron en uno de los botes salvavidas de estribor. La paciencia no era uno de sus fuertes, pero bien sabía que no valía la pena interrumpir ese momento y actuar. Debía ser frío y usar ese tiempo muerto para premeditar segundo a segundo cada uno de los pasos que ha realizar para no cometer el más mínimo error.

Ya casi por amanecer, el alba asomaba por el horizonte. Y luego de unos movimientos bajo la lona que cubría el bote salvavidas vio salir a su mujer, quien rápidamente se escabulló por los pasillos del barco.

Esa era su oportunidad y no pensaba desaprovecharla. Estaba tan decidido que de un salto se puso de junto al bote, levantó rápidamente la lona y allí encontró a su amigo, el amante de su amante, el que puso en vilo el futuro de su vida.

Dormido y con una sonrisa que se le dibujaba en su cara, yacía Jeremy, más indefenso que bambi.

Fueron segundos eternos. John transpiraba y no le era nada fácil hundir su cuchillo en las tripas de Jeremy. Pero algo debía hacer urgente. Entre esos pensamientos que le iban y le venían, le llegó el que necesitaba y la escena de amor entre los amantes comenzaba a tener lugar en su cabeza y no podía imaginarse eso, pero era involuntario y lo necesitaba para juntar coraje. En un segundo un impulso involuntario estampó el cuchillo una y otra vez en el cuerpo del Jeremy, que ni siquiera le dio tiempo a exhalar ni media gota de aire.

La fragilidad de la vida se vio hostigada y el claro ejemplo estampado en el rostro de Jeremy, que con un gesto mezcla de dolor y de no entender por qué pasaba lo que pasaba, cuando hacía solo dos segundos atrás, gozaba a pleno de un sueño maravilloso junto a su amada.

- Qué hice! - Fueron obvias las palabras que salieron de la boca de John. Jamás había matado a nadie. Solo golpeaba por placer, pero jamás se había pasado de esa delgada línea de vida. Le gustaba más el gesto de sufrimiento que el inerte de un muerto.

El viaje estaba a punto de terminar. Ya el calor de febrero apretaba y no algo que le ayudara ya que el cuerpo tardaría muy poco en pudrirse. Entonces decidió que lo mejor sería tirar el cuerpo al mar y que los tiburones se encarguen de limpiar las pruebas.

Medio segundo tardó en tomar la decisión. Y allí fue el cuerpo de John, el hombre sin destino que encontró todo en un viaje. Cruzó de la esperanza, el amor concreto y encontrado, a la muerte súbita que lo interrumpió y sacó de un sueño de hadas.

Pero en la cabeza de John ya nada era lo mismo. Solo había un pensamiento que lo atormentaba. Jeremy había sido el único que había visto a Banshee y terminó muerto. Mejor hubiera sido dejarlo vivir y evitar el remordimiento.

No le daba un segundo de tregua. El haber asesinado a sangre fría había despertado en él todos sus temores. Los mitos los había vuelto realidad y la idea de que Banshee vuelva y llore por el, lo volvía loco.

Su mujer, desentendida de todo este asunto no hacía más que ver a un marido totalmente distinto. Totalmente diezmado. Sus hijos que le hablaban y el que no podía emitir palabra alguna. Estaba hundido en el más profundo de los encantos. Las hadas le habían jugado una mala pasada.

La noche siguiente, su mujer iba al encuentro de su amante, entre las sombras de la noche y con la sonrisa y la vida que le volvía al cuerpo, cuando de entre las luces de cubierta ve la figura de su marido que se dirigía directamente hacia ella.

Los calores y la incomodidad afloraron en medio segundo. Transpiración fría. Manos sudorosas. Voz entrecortada. Y un panorama que a John no le ayudaba para nada. Debía confesarle a su mujer lo que había pasado. Necesitaba contarle a alguien todo lo que tenía adentro. Era una bomba de tiempo. Descomprimir un poco esa cabeza abarrotada de pensamientos.

- Mary, hay algo que tienes que saber. Se trata del fulano ese. El loco de Banshee.- dijo John con su mirada extraviada en el más allá.

El rostro de Mary pareció romperse a pedazos.

- Es que yo sabía todo lo que Ud. hacían a mis espaldas y no podía permitirlo que siguiera. Y no quiero perderte. Mi vida sin ti bien sabes que no vale ni medio penique.-

El la tomaba de la mano mientras que Mary, palabra a palabra que ingresaba a sus oidos, se doblaba poco a poco como si la fuerza de sus piernas la abandonaran.

- Mi cabeza no supo encontrar otra salida. Sabes bien lo impulsivo que soy.

- John, qué has hecho? Por favor dime que está mal herido. Qué está tirado por ahí.

- No sabes cuanto quisiera yo eso. Creeme que más que nadie en el mundo. Pero no, no es así. Vaya a saber donde está su cuerpo ahora. Si existe siquiera.

Un llanto desgarrador instantáneamente brotó desde lo más profundo de Mary. Era desesperado y entre balbuceos gritaba el nombre de su marido una y otra vez. Él no podía hacer otra cosa más que agarrarla y abrazarla.

Fue en ese instante y por detrás de los llantos de su mujer que comenzó a oír su nombre bajo tiznes de gemidos. Era la voz de una mujer que venía desde la proa del barco e iba por estribor hacia ellos. Su corazón pareció detenerse. Su transformación fue instantánea. Su mujer no entendía mucho en su estado, pero el comenzaba a tomar distancia y mirar hacia la proa.

Comenzaba a divisar una figura que como flotando se dirigía hacia él. Era una mujer, y de ella venían los gemidos de su nombre. Cada metro que se le adelantaba, lentamente podía verle más nítidamente su rostro. Una mujer. Llorando y gimiendo su nombre una y otra vez. Y cada vez más fuerte y nítido. El rostro era el de su mujer. Pero estaba a su lado. No podía ser! Qué pasa?!

Era Banshee en persona y en el segundo que lo descubrió, su corazón se detuvo instantáneamente y cayó fulminado a los pies de su mujer.

Mary había sido testigo de toda esta escena. Si bien estaba de espaldas a Banshee, creyó oír en algún momento otra voz a la suya, también lastimosa, que repetía su mismo discurso. Pero su cabeza no podía ir más allá de su corazón, que estaba hundido en el fondo del mar junto al cuerpo de su amante.

Dando media vuelta, sin pensar más que en Jeremy, se volvió a su catre junto a sus hijos dejando el cuerpo de su marido en el lugar donde había caído.

Nunca nadie al otro día hizo comentario alguno de haber encontrado un cuerpo sin vida de un hombre. Desapareció en la más mísera de las ignorancias.

Y esto fue verdad y nunca nadie nos contó lo contrario. Y al parecer Banshee exisitió. Y este finalmente era el cuento que contaba mi tátarabuelo.

Pero el de mi abuela era algo distinto. Ella encontró cartas que lo comprometían y nos dejaron ver cómo eran realmente los grises de este cuento, y sobre todo qué decían los silencios de su abuela.

Mary Buckley fue amante de mi tátarabuelo durante años y mi tátarabuela, Mary Ann lo supo desde el principio. Según mi abuela, todo había comenzado en el barco, como dije al principio. Al parecer se excedieron de copas una noche, y ola va, ola viene, hubo algún “Cuidado Señora”,  “Perdone Ud. caballero”.... y zaz! Pasó lo que tenía que pasar.

Pero no solo fue eso. Hubo una química, un algo especial que los conectaba. Según contaba mi abuela, esas noches de fiesta arriba del barco donde había música, ella veía como su marido bailaba toda la noche con ella. Realmente se los veía bien. Eran divertidos y se reían mucho.

Son esos secretos de familia que salen luego de años lo que le dan a estas historias el formato de cuento. Pero en este caso, prefiero guardar las intimidades de esta historia para mis hijos y mis nietos, y que todo quede donde empezó, en el círculo de la familia.

                                                                                                                                  
JP - Quancho