When they said Repent,
I wonder what they meant.
L. Cohen. The Future
La agonía de las libélulas
 

Juan José Gómez Cadenas

Mariví se ha sentado a escribir, como cada tarde del verano, a la sombra de la vieja palmera, junto al aljibe, armada con un paquete de rubio, la botella de brandy, su pluma. Pobres armas, se dice a sí misma, para enfrentarse a la novela con la que batalla desde hace casi dos años. Enciende un cigarrillo que se fuma despacio, aspirando el humo muy hondo, para después dejarlo escapar en volutas esmeradamente circulares. Le gusta la calma chicha que se extiende sobre la casa de la playa a la hora de la siesta, después del ajetreo que sigue a la hora del baño y la paella multitudinaria en el porche. Han caído todos, piensa, incluso las nenas de Juancho, aunque a las pobres se las haya llevado su madre a dormir a la fuerza. Juancho hubiera hecho la vista gorda, pero Esperancita es implacable, qué extraña obsesión la de las madres con acostar a los niños después de comer. También Mariví tenía que ingeniárselas de pequeña para que la suya no la metiera en la cama durante las dos horas interminables de la siesta, que ya entonces, como ahora, prefería aprovechar para sentarse bajo la palmera, a solas ella, sus libros y la araña que, desde siempre, se afana en la esquina del aljibe.

¿Cuánto vivía una araña?¿Cuánto vivirá una araña? Se pregunta. ¿Semanas, meses, años? No tiene ni idea. Desde que se acuerda ha habido una araña en agosto, tejiendo su tela en la misma esquina del aljibe seco. Claro que en los últimos veintimuchos veranos, razona, lo más seguro es que se haya entretenido con decenas de generaciones de artrópodos. Sonríe acordándose de la cría flacucha, con aparato de dientes y trenzas pelirrojas que le leía a la arañita los cuentos de Grimm, dos décadas atrás. La misma araña o la remota antepasada del bicho que sigue a lo suyo, sin dársele un ardite los ojos verdes que la contemplan, los mismos ojos que Mariví sabe que le han quitado el hipo a tanto caballero. Viéndola tan atareada, indiferente a nada que no sea su tela, le parece que sólo Juancho y esta laboriosa tejedora han sido capaces de pasar de ella desde que a la cría flacucha le quitó el dentista el corrector bucal y un hada madrina algo perversa la rozó con su varita.

Pone un disco de Leonard Cohen en el radiocasette, muy bajito, para no molestar. Everybody knows the boat is leaking, suena la voz de Leonard. No basta con ser tenaz, piensa Mariví, hay que tener algo que decir. Ella no está segura de si tiene algo que decir. No está segura de que en el bosque de palabras que crece en su cabeza se oculte un tesoro mágico, la idea redentora que necesita su novela que, como el barco de la canción, le hace agua. Everybody knows the captain lied. Se imagina a bordo de un barco que zozobra, dándose cuenta, demasiado tarde, de que el héroe de los galones relucientes mentía, de que el barco se hunde y el capitán se ha largado con el botín, abandonándola a su suerte. ¿Cuánto tiempo hará que Sandokán se dio a la fuga, esfumándose junto con el ídolo de su infancia, el primo mayor que la llevaba en su moto al cine de los domingos? Everybody knows you are in trouble, dice Cohen, el barco de la infancia que naufraga, piensa Mariví.

Recuerda aquel mediodía de agosto, quince años atrás, cuando también se habían quedado solas, a la hora de la siesta, ella y la araña. Leonard cantaba para ambas. Mariví leía, recorriendo los mares del sur, a bordo del bajel pirata del Tigre de Malasia cuando intuyó la presencia de Juancho detrás de ella. Sin apartar la vista del libro, contó los pasos sigilosos de su primo, aproximándose. Esperaba, como otras veces, una mano que le cubriera los ojos y una voz fingidamente grave preguntando «¿Quién soy?» O quizás esa mano le revolvería el pelo mientras la voz de su primo repetiría los versos que tanto le gustaban. «Navega, velero mío, sin temor»... pero se asustó un poco cuando la mano, sin excusa, sin aviso, dejó de enredar con sus cabellos para descender hacia la nuca, deslizándose por su cuello, entreteniéndose un instante en los hombros, antes de precipitarse sin vergüenza, sin tregua, a acariciar sus senos adolescentes, «tu rumbo a torcer alcanza ni a sujetar tu valor». Al cabo de un instante los labios de Juancho habían repetido el recorrido de la mano, antes de tomar los suyos al abordaje. Sandokán no podía besarla y seguir recitando, dejó a Cohen hablando solo. Everybody knows the dice are loaded, cantaba Leonard. El Tigre de Malasia la envolvía en un abrazo todopoderoso. Every body rolls with their finger crossed, la lengua de Juancho se enredaba con la suya, las manos de Juancho la recorrían, seguras, impúdicas. Mariví flotaba ingrávida por encima de las olas, bailaba desnuda en los desiertos de la isla de Mompracem, era la Perla de Labuán, abandonándose en los brazos del rey de los piratas.

Everybody knows the war is overEverybody knows the war is over, susurra Leonard. Todo ese verano volvió a sentarse cada tarde en la misma esquina del aljibe, esperando a Sandokán, pero Sandokán no apareció de nuevo, Everybody knows the good guys lost. Mariví fuma y trata de evocar los rasgos del corsario, pero no lo acaba de conseguir. Los ojos burlones, las cejas espesas, aquella barba con reflejos cobrizos, se superponen al rostro serio, un poco hermético del señor que comía paella a su lado este mediodía, al que ya sólo llaman por el diminutivo los más íntimos. Bien pensado, reflexiona, con la gente pasa un poco lo mismo que con las arañas, que nunca se sabe si son las mismas o no. Si uno hace dos fotografías separadas por tres lustros, se dice, ¿en qué se parecen los tipos que sonríen desde ambas? El bucanero de los vaqueros raídos y la cazadora de cuero, ¿es la misma persona que don Juan Rodríguez, ingeniero jefe de La Unión de Carreteras Levantinas? Al margen de detalles tontos, como que ahora conduzca un Mercedes y sólo se ponga los vaqueros en la casa de la playa, ¿en qué se parecen las dos versiones de su primo mayor? A Mariví no le queda claro que tengan mucho en común. Siempre le ha parecido una cosa muy rara esa especie de continuidad —o de ilusión de continuidad— que la gente llama «yo». ¿En qué se parece ella a la niña de las trenzas y el corrector bucal, aferrada a su libraco de cuentos? El pirata y el ingeniero, ¿están conectados por algo más que un cuerpo que envejece y un montón de recuerdos? Bueno, ironiza, por lo menos el cuerpo de Juancho envejece con mucha gracia. Quizás le haya aumentado el astigmatismo y su barba sea ahora más cana que pelirroja, pero aún está de bastante buen ver. Aunque, si de eso se trata, Alberto está muchísimo mejor, con esas espaldas de nadador, ese mentón cuadrado y esos ojos azules tan límpidos, igualitos a los de Cristopher Reeve cuando interpretaba a Superman.

Mira tú, piensa Mariví, en lo que somos diferentes de las arañas es en el tema de la tristeza. Everybody got this broken feeling, el ingeniero Rodríguez anda siempre como envuelto en una nube, a pesar del Mercedes, la familia feliz y toda la pasta que gana, like their father or their dog just died. A lo mejor, quien se le ha muerto es su antepasado, el pirata, el de la moto y los poemas. La araña del aljibe, en cambio, probablemente está del mismo estupendo humor que todo su árbol genealógico, contenta y ocupada tejiendo su red y comiéndose a las bobas de las libélulas.

El ídolo del pirata era Rainer María RilkeEl ídolo del pirata era Rainer María Rilke. Mariví se acuerda bien de aquella otra noche de agosto, diez años más tarde de aquella vez en que Sandokán la había besado. Era por la época en que Juancho acababa de volver a España, tras pasarse aquellos dos lustros en Estados Unidos, acumulando títulos. Ella ya no era la adolescente tímida que soñaba con los mares del sur. Estaba acabando periodismo, cambiando de piel y de ligue cada semestre, superando un sarampión tras otro. La noche que se tropezó con Juancho habían recorrido, Maite y ella, casi todos los tugurios habituales, bebiéndose un gin-tonic en cada uno y ya iban las dos un poco trompas. Mariví no consigue recordar con quién iba él — aunque está segura de que iba acompañado y no por Esperancita, precisamente— pero de lo que sí se acuerda es de la manera en que Juancho las embrujó, mezclando copas y versos como si viviera de ello. Cuando fondearon, ya casi de madrugada, en la casa de la playa, Maite —se lo confesó luego— estaba convencida de que aquello acababa en ménage a trois. Y en cambio su primo sacó unos habanos y se dedicó a leerles las elegías de Duino. Les dieron las del alba, en la misma esquina del aljibe donde la araña está ejecutando a la pobre libélula, fumando un Montecristo tras otro y discutiendo si era verdad que la belleza no sería más que el principio del terror. Su primo, a estribor, le juraba que sí mientras le acariciaba la nuca. Maite, a babor, se había dormido, acurrucada contra ella. Everybody knows that is now or never, canta Leonard, como si él también recordara la ansiedad de Mariví, aquella noche, esperando que Juancho la besara.

La araña está envolviendo en seda el cadáver de la pobre libélula. Requiesquat in pace, amén. ¿Pasará miedo una libélula, cuando va tan tranquila, pensando en sus cosas y de repente se estrella contra una telaraña? ¿Cuándo se enreda en las hebras pegajosas y ve como se le echa encima una cosa patilarga y peluda, que le debe parecer un monstruo la mar de repulsivo? ¿Sentirá el pinchazo del aguijón, se dará cuenta que la araña la envenena? Las libélulas son muy tontas, a lo mejor ni se entera. Igual que ella. Toda aquella noche de agosto Juancho enredándola con su tela, hipnotizándola. Seguro que le clavó el aguijón envenenado justo cuando salía el sol. Pero en lugar de devorarla allí mismo, de acabar de una vez con la agonía de su víctima, el primo murmuró algo de buscar tabaco en el coche. Se levantó, desapareció. Pasaron diez minutos, media hora, una hora entera antes de que Mariví comprendiera que la araña no volvía, que la había dejado, compuesta y sin novio, asfixiándose, envuelta en seda.

Pasaron aún bastantes años...Pasaron aún bastante años antes de que se decidiera a remediar lo del novio. No deja de ser paradójico, se dice a sí misma, que después de tanto salir con plumíferos, acabara por ennoviarse con un ingeniero. No sabe si atribuirlo a una fijación perversa o a las ganas de coña del destino. Aunque vale decir que Alberto es un cielo. Además de ser guapo, pena que esos ojitos azules no fueran un pelín más malvados. Mariví sabe de sobras que el mundo está lleno de malnacidos, ha tratado con muchos de ellos, y sabe también que debería agradecer su buena suerte con Alberto, pero no puede evitar impacientarse a veces con su forma de ver la vida. Y es que además de parecerse a Superman, Alberto tiene sus mismas convicciones, a saber, el capitán no miente, se juega sin trucar los dados, los buenos siempre ganan. Leonard, claro, le parece un cínico.

Pero no es tan simple, piensa Mariví. ¿De dónde se saca él que los buenos siempre ganan? ¿Quién son los buenos, en todo caso? Él lo es, sin duda. Noble y honesto a carta cabal, sensible, delicado, siempre atento a su humor impredecible. Y además un auténtico miura en la cama. Algo corto de recursos, pero un miura. Debería hacerle caso a su madre y casarse con él de una puñetera vez, pero no puede evitarlo, le dan tiritonas sólo de imaginarse poniéndose delante de un juez o de un cura y soltar un «sí quiero» muy rotundo, con cara de felicidad y de decirlo en serio ¿Pero por qué no? Se pregunta. Alberto tiene muy claro lo que quiere. Una familia, una vida normal, feliz. ¿Y ella? ¿Qué quiere ella? ¿Un príncipe de los piratas, señor de los mares del sur? ¿No sabe acaso que se puede esperar de un tipo así? Como respondiéndole, la voz de Leonard repite el estribillo, Every body knows the captain lied.

No se ve a la araña por ninguna parte. Se ha dejado la cena bien envuelta, cualquiera sabe, bromea para sus adentros, habrá salido a comprar el vino. La busca por la esquina del aljibe mientras tantea en la mesa buscando el encendedor, hasta que su mano tropieza con otra. Se da el mismo susto que debe haberse llevado la libélula al ver llegar al monstruo. Parece que Juancho tenga más canas de las que le recuerda. «¿Qué tal tu novela prima?» Hace tanto calor como en Malasia. Cohen sigue monologando bajito. Parece que hoy a Juancho se le resquebraja el mutismo, que tiene ganas de contarle su vida. Everybody knows the deal is rotten, una vida que, parece ser, cada día le ofrece menos, con su insoportable letanía de recepciones, almuerzos de trabajo, cenas en hoteles idénticos, con las mismas borracheras y las mismas fulanas para celebrar los contratos millonarios. Una vida cuya rutina cotidiana es las continuas intrigas por fruslerías, las puñaladas traperas, la envidia, la mala leche inagotable y casi siempre inútil. Everybody knows what you’ve been through. Aunque Mariví se da perfecta cuenta de que las cuitas del ingeniero Rodríguez, en el fondo, no le importan un comino. Lo que ella quiere es que Sandokán se descuelgue desde el balcón con un cuchillo entre los dientes, que Juancho se la lleve de allí en su motocicleta voladora, que aparezca a rescatarla el ángel terriblemente hermoso de Rainer María Rilke.

Pero da la impresión de que no hay nada que hacer...Pero da la impresión de que no hay nada que hacer. Languidece la conversación, Juancho enciende uno de los habanos que ya sólo fuma a escondidas, Alberto va a llamar de un momento a otro. Y Mariví se muere de ganas de que Juancho se deje de angustias, tire el habano, la desnude a mordiscos, se la coma a besos. Le está entrando una ansiedad que no sabe si son nervios, o calentura, o pena. Y Alberto empeñado en casarse. Ya no sabe a que santo rezarle, cuando Juancho bosteza, se levanta, le sonríe, increíblemente estúpido y anuncia que aún está a tiempo de echar una cabezadita.

Las cuatro de la tarde, todo el mundo echando la siesta, excepto Mariví, Leonard y la araña. Everybody knows that you love me baby. Everybody knows that you really do. A Mariví le parece que se le ha metido humo en los ojos, se le han llenado de lágrimas así de golpe. And Everybody knows that you’ve been faithful, give or take a night or two. Ya que está en el asunto de llorar aprovecha para dejar caer alguna lágrima por la tonta de la libélula y a lo mejor por la niña de las trenzas y los cuentos de piratas. Le siente más que lo oye llegar. Everybody knows the dice are loaded, canta Sandokán muy bajito. Parece que también a él le haya entrado humo en los ojos. Every body rolls with their finger crossed, contesta Lady Mariana, mientras acaricia las sienes plateadas del Tigre de Malasia. Everybody knows the war is over, sigue la voz quebrada del viejo poeta, mientras la araña del aljibe se decide por fin a devorar a la libélula, Everybody knows the good guys lost.



ENLACES RELATIVOS AL TEXTO
Biografía del autor
Web del Libro
Web de L. Cohen
Biografía - Juan José Gómez CadenasJuan J. Gómez
(Cartegena, 1960) LA AGONÍA DE LAS LIBÉLULAS
2001 Ed. Zócalo
Web de LA AGONÍA DE LAS LIBÉLULAS

Web de Leonard CohenLeonard Cohen.
"Everybody knows"
I'M YOUR MAN
1988 Columbia

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Publicado el 10 de Mayo de 2001

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