EL ARTE ROMÁNICO

INTRODUCCIÓN

El uso del término "románico" para indicar el arte que se desarrolla durante el Alto Medioevo en Europa occidental fue propuesto por primera vez en 1824, por el arqueólogo francés De Caumont, y enseguida tuvo éxito. La palabra intentaba expresar de manera sintética dos conceptos: la semejanza entre el proceso de formación de las lenguas "romances" (español, francés, italiano), formadas mezclando el latín popular con los idiomas de los invasores germánicos, y el de las artes figurativas, realizadas, en los mismos países y por el mismo tiempo, uniendo cuanto quedaba de la gran tradición artística romana con las técnicas y tendencias bárbaras; y -segundo concepto- la supuesta aspiración de este nuevo arte de empalmar con el de la antigua Roma. Existe, en tal razonamiento, una parte de verdad y otra de falsedad. El arte románico utiliza, efectivamente, elementos romanos y germánicos, pero también bizantinos, islámicos y armenios. Y, sobre todo, lo que crea es esencialmente original.

Inicialmente, el término "románico" incluía todas las manifestaciones artísticas de la Europa occidental comprendidas entre los siglos VIII y XIII. Después, pareció cada vez más arbitrario mantener bajo la misma etiqueta todas las realizaciones de un tan amplio período de tiempo. Ciertamente, mostraban muchos elementos en común, pero también tenían notables diferencias fundamentales. Al período entre los siglos XI y XIII es al que aplicamos nosotros el término de "románico". Hubo después continuaciones, sobre todo en las zonas periféricas, con respecto al gran florecimiento románico, florecimiento que tuvo por marco en su período de máximo esplendor a toda la Europa occidental y en gran parte de la central. Existieron asimismo, anteriormente, períodos artísticos que merecen ser considerados como autónomos: el arte visigodo, el asturiano y el mozárabe (en la España de los siglos VII-XI), el carolingio (en la Europa central del siglo IX) y el otónico (en la Alemania del siglo X).

ARQUITECTURA

Las realizaciones de la arquitectura románica son en casi toda Europa, muy numerosas. Y presentan una muy amplia casuística de soluciones particulares y regionales. Si queremos extraer de tan amplio tornasolado universo una serie de indicaciones que sirvan como guía para el reconocimiento de sus edificios, es necesario, antes de nada establecer unos puntos firmes. Cuatro de ellos se pueden indicar con suficiente precisión y validez casi general. 

Primero, la presencia de un edificio típico, fundamental para la arquitectura románica como lo es el templo para la griega: la iglesia.

Segundo, un problema técnico central, en torno al cual gira todo el proyecto y la construcción del edificio románico: la cobertura del espacio mediante bóvedas, es decir, con estructuras curvas de piedra.

 Tercero, la afirmación de una concepción estética favorable a construcciones articuladas y macizas, con fuertes efectos de claroscuro y luces rasantes que penetran por escasas y estrechas aberturas, con toscos materiales de acabado. 

Cuarto, la existencia de una jerarquía entre las artes que hace de la arquitectura la actividad dominante, a la cual están subordinadas las demás: pintura, escultura y mosaico.

La primera de estas circunstancias, es decir, la presencia de la iglesia como edificio principal del período, se da por descontada. En una época de fuerte, incluso devoradora, religiosidad, y en la que la Iglesia era, con mucho la organización más rica, más culta, modernamente equipada y omnipresente, no podía ser de otra manera. Los puntos tercero y cuarto son ya criterios válidos para el reconocimiento de los edificios de la época. El elemento central y fundamental es sin embargo, el de la cobertura. Partiendo de las características y de las necesidades de una cubierta en bóveda, los maestros de las obras y las maestranzas medievales elaboraron un sistema constructivo y formal coherente en cada una de sus partes: o sea, un estilo.Bóveda de cañón

Básicamente, una bóveda no es más que una suma de arcos: una superficie curva que recibe un peso en su parte más alta y lo transmite a su parte más baja haciéndole seguir la curva que ella misma describe. Por ésta su naturaleza, puede estar constituida por pequeños bloques de piedra que permanecen mutuamente en equilibrio recibiendo cada uno el empuje del bloque superior y transmitiéndolo al inferior. Estos empujes se descargan de la bóveda sobre los apoyos, los cuales reciben un empuje lateral que tiende a desplazarlos hacia el exterior. Está claro, por ello , que una bóveda no puede concebirse independientemente. Es necesario pensarla dentro de un organismo capaz de absorber los empujes que provoca. Por tanto, lo que determina el sistema es precisamente el mutuo y férreo juego de empujes y contra-empujes generado por la forma de la bóveda.

Las bóvedas usadas en período románico son de distintos tipos. Muy difundida, sobre todo en Francia, es la bóveda de cañón, semicilíndrica, la más simple de todas. Pero la típica bóveda románica es la llamada de arista. Conocida ya por los romanos, la bóveda de arista deriva del cruce en ángulo recto de dos bóvedas de cañón. De ello resulta una figura cuadrada, con cuatro arcos semicirculares en los lados y dos arcos elípticos a lo largo de las diagonales. Contrariamente a la bóveda de cañón, que sólo puede apoyarse sobre otro arco o sobre una pared continua, la bóveda de arista sugiere con naturalidad, como puntos de apoyo, cuatro pilares, o columnas, en los ángulos de bóveda. He aquí la gran ventaja: la bóveda de arista se puede componer en todas direcciones.

De la unión de la bóveda de arista con sus soportes nace el otro gran concepto de la arquitectura románica: el tramo. Es decir, el elemento que se puede combinar para formar el organismo de la iglesia. Podemos describir el típico tramo románico, en su forma y funcionamiento, de esta manera: Partiendo de cuatro pilares dispuestos en los ángulos de un cuadrado, unámoslos de dos en dos con arcos semicirculares (llamados de medio punto), primero en los lados y después a lo largo de las diagonales. Estos arcos, con los pilares, definen en el espacio el esquema de una bóveda de arista con sus soportes. Esta bóveda será un poco distinta de la descrita anteriormente (se distingue porque los arcos son todos ellos circulares en lugar de circulares y elípticos), pero su funcionamiento será el mismo. Los arcos de que hablamos eran, originariamente, simples aristas: el encuentro de dos superficies curvas que forman los paños de la bóveda. Sin embargo, muy pronto se empezó a dotar de un saliente a los arcos que separaban una bóveda de otra. Cuando tal saliente es continuo hasta el suelo, el pilar que separa cuatro tramos adquiere una forma de cruz: un núcleo central con cuatro salientes. Este pilar cruciforme, como se le llama, es muy frecuente en las construcciones románicas. El proceso, sin embargo, puede extenderse. También se pueden dotar de un saliente -llamado nervio- a los dos arcos diagonales, haciendo después proseguir el nervio hasta el suelo a lo largo del pilar. Se obtendrán, así, cuatro nervios que separarán los paños de la bóveda. Y el pilar correspondiente tendrá, además del núcleo central, ocho salientes: es el llamado pilar polistilo. Esta forma de tramo, compuesto por una bóveda de arista con nervios (llamada bóveda de crucería) que se apoya en pilares polistilos, es la más típica y refinada expresión de la arquitectura románica. Tiene dos significados: estructural y estético. Desde el punto de vista estructural, el invento del nervio tiene una importancia fundamental. Muy pronto se comprendió que por él pasan las mayores fuerzas de toda la estructura, que el resto de la bóveda servía más para cubrir el espacio que para sostener efectivamente los pesos de la cubierta. Lo que llevaría, finalmente, a considerar las zonas entre un nervio y otro  nada más que como un relleno, algo que los nervios debían sostener. Era el inicio de esa concepción de arquitectura como esqueleto portante revestido por una fina piel de piedra o de vidrio que pasaría a ser típico de la arquitectura gótica (que es al mismo tiempo superación y continuación de la arquitectura románica). Desde el punto de vista estético, o compositivo, el tramo realizado de esta manera puede ser considerado como el módulo de la construcción románica, es decir, como el elemento que, repetido y añadido, constituye todo el organismo. La mayor parte de las construcciones románicas, de hecho, no son sino una serie de tramos unidos por los lados y dispuestos para formar la planta, es decir, la organización de conjunto deseada. Sin embargo, el discurso sobre el tramo aún no ha acabado: otros elementos derivan de su adopción. La bóveda de crucería apoyada en cuatro pilares no es, de por sí, una forma estable: tiende a abrirse, es decir, a empujar los pilares hacia el exterior, derribándolos. El modo más simple de obviar este inconveniente es juntar un tramo a otro igual. De esta manera, tendremos, sobre los pilares comunes a dos tramos, dos empujes iguales y contrarios, que se contrarrestarán garantizando el equilibrio de toda la estructura. Pero también esta unión deberá, a su vez, apoyarse en algo. La iglesia, en resumidas cuentas, podrá estar constituida por una serie de tramos (normalmente cuadrados y dispuestos de tal manera que forman una cruz en planta), pero resolviendo tres puntos débiles, donde los tramos acaban: la fachada, el fondo o cabecera y los lados del edificio. La solución más simple es la del fondo, donde generalmente la iglesia termina con uno o más nichos semicirculares cubiertos por una media cúpula: los ábsides. Esta terminación, por su estructura arqueada, se opone con éxito al empuje hacia el exterior de la serie de tramos.

La fachada plantea ya un problema más complejo. Normalmente, es un muro liso, en el que se abren las puertas de acceso al edificio. Por tanto, es fácil, o por lo menos posible, que sometida al empuje de la estructura abovedada se venza hacia afuera. Las soluciones a este problema pueden ser múltiples, y los arquitectos románicos las experimentaron todas. La más simple es la de engrosar fuertemente el muro, de tal manera que su espesor garantice contra todo inconveniente. Sustancialmente igual, pero más refinada y mucho más difundida, es la solución mediante contrafuertes. Cuando el tramo, o los tramos terminales, de una iglesia se apoyan en la fachada, no ejercer la misma presión sobre todo el muro, sino sólo en los puntos en los que, si se tratase de un tramo normal, estarían los pilares. Bastará, por tanto, para eliminar todo riesgo, reforzar adecuadamente estos puntos. Lo cual se hace apoyando en el muro de la fachada grandes contrafuertes o estribos exteriores que, por su espesor resistan el empuje que sobre ellos ejerce el tramo terminal. El contrafuerte es uno de los elementos más visibles y característicos de las construcciones románicas o por lo menos de muchas de ellas. Dada su colocación en correspondencia con cada fila de pilares del interior, los contrafuertes de la fachada denuncian también, indirectamente, el número de divisiones internas de la iglesia, es decir el número de naves. Finalmente, existen y se utilizan en algunos lugares, soluciones mucho más complicadas. Es evidente, por ejemplo que si adosamos a la fachada dos torres, o un pórtico, o una serie de ábsides como los del fondo, creamos un conjunto que automáticamente resuelve el problema del empuje hacia aquel lado.

Queda por último, más comprometido y al mismo tiempo más determinante para la ordenación del organismo románico, el problema de los lados. También aquí, existen diversas maneras de resolver el mismo problema. Si la iglesia tiene una sola nave, es decir, si sus tramos se apoyan directamente en los muros, se puede adoptar la misma solución de la fachada: espesar mucho el muro o adosarle contrafuertes que correspondan a los ángulos (puntos de imposta, como dicen los arquitectos) de las bóvedas. Pero la iglesia de nave única es una excepción en la arquitectura románica. La forma más típica de la iglesia, en la época, es la de tres (o más raramente cinco) naves: una central, con los tramos mayores, y otra menor (o dos) a cada lado, cubiertas también con una bóveda. Está claro que el empuje de las bóvedas laterales hacia el interior tenderá a equilibrar el de las bóvedas centrales hacia el exterior. Puesto que las dos bóvedas no son iguales (generalmente la nave menor mide la mitad de la mayor), quedará un empuje residual. Este se absorberá o con una ulterior -y más pequeña- nave lateral, o con un moderado engrosamiento del muro, o con una serie de contrafuertes adosados a los muros laterales. Tal sistema se utiliza, con variaciones de mayor o menor grado, en muchísimas iglesias de la época. Entre estas variaciones, dos merecen una mención particular, por su importancia y representación: la llamada "lombarda " (dado que su mayor ejemplo es la iglesia de San Ambrosio en Milán), y la que podemos llamar "normanda", ya que se desarrolló, o encontró su máxima expresión, en Normandía y en los países conquistados por los normandos, es decir sobre todo en Inglaterra.

Este sustancialmente, es el organismo típico de la iglesia románica, la sucesión de funciones y de formas conexas que forman un "estilo". Estilo que no acaba en la elaboración de esquemas de construcción. Añade a ellos una nutrida serie de elementos decorativos y un cuadro casi inagotable de variaciones. 

 Elemento decorativo, más que funcional, es uno de los componentes mayores de la arquitectura románica: el arco. En la casi totalidad de los casos, tiene un perfil semicircular, es decir de medio punto. Muy a menudo, este arco está perfilado, o sea, se acentúa con una moldura más o menos elaborada que marca su perfil. Con frecuencia, tal perfil, o la parte inferior del arco, va decorado con piedras de distinta tonalidad, o bien con piedra y ladrillos: una dicromía, es decir, un juego entre claro y oscuro, que es uno de los más pintorescos y frecuentes elementos decorativos del arte románico.Ventana abocinada

Otro motivo a mitad de camino entre lo funcional y lo decorativo es el rosetón: ese gran círculo calado y vidriado que aparece como la principal ornamentación de la fachada (y a veces, pero mucho menos frecuente, de los lados de la iglesia) y hace de amplia y decoradísima ventana. El rosetón es a menudo la mayor fuente de iluminación del edificio, o por lo menos de la nave. Y ello porque se puso de moda, en época románica, un particular tipo de ventana, que respondía, al mismo tiempo, a exigencias de seguridad y de estética, ya que garantizaba una cierta iluminación, difusa y discreta, con una mínima abertura: la ventana abocinada, es decir, una estrecha fisura, abierta en la pared, que se amplía progresivamente hacia el interior (abocinado simple) o bien hacia el interior y el exterior (abocinado doble). Si esto se refiere a las ventanas, en las puertas aparece otro elemento típico (sobre todo en Francia) : el "trumeau", pilastra esculpida que divide en dos el portal.

El exterior añade, a estos elementos, una serie de esquemas que, una vez más, se refieren al arco: las arquerías ciegas, clásica obra decorativa lombarda, consistente en una franja de arquillos que se utiliza como cornisa decorativa debajo del techo o como moldura entre una parte de la construcción y otra; la logia, o sea una serie de arcos unidos formando una o varias galerías en las paredes; y ese característico elemento románico italiano que es el protiro, un pequeño pórtico de entrada, en arco, que precede al portal de la iglesia, y que generalmente se apoya sobre dos columnas sostenidas por animales agazapados (leones, casi siempre).

A estos detalles de orden sobre todo decorativo hay que añadir las variaciones de composición propiamente dicha, es decir, las diversas concepciones que el organismo de la iglesia adquiere en las diferentes regiones en las que el románico se ha desarrollada. Es, de hecho, un estilo variadísimo, que sobre un espíritu unitario ha acoplado una infinita serie de diferencias, de escuelas y expresiones locales, más o menos importantes. Y estas expresiones se distinguen precisamente por la diferente composición que el edificio asume en cada caso. 

Vale la pena observar, finalmente, tres elementos que aparecen un poco por todas partes, y que, por tanto, no se pueden atribuir a ninguna escuela local, pero que muy frecuentemente se hallan presentes. El primero, es la alternancia de los pilares, es decir, la sucesión de pilares mayores y pilares menores, o de pilares y columnas, aun cuando no esté justificado por particulares razones de construcción, hasta cuando no existen bóvedas que sostener: lo que no se puede explicar si no con la simpatía de la época por construcciones de alguna manera ritmadas. El segundo, es la presencia, muy difundida, de una cripta, o sea de una pequeña iglesia, generalmente abovedada, totalmente o en parte subterránea y colocada bajo el altar mayor de la iglesia, cuya función es la custodia de los tesoros y de las reliquias. Por último, la existencia, limitada a pocos ejemplos, pero significativa, de iglesias redondas -dedicadas generalmente al Salvador, y construidas quizás a ejemplo de la iglesia de la Pasión de Jerusalén- que dan una versión muy particular del románico.

ESCULTURA

En el Medievo, las distintas actividades artísticas no se consideraban como expresiones autónomas entre sí. Por el contrario, se deseaba que cada una de ellas contribuyese, en la parte y con los medios que le eran propios, a la realización y decoración de aquella obra que, solamente, se consideraba como fundamental: el edificio, la gran iglesia que la comunidad elevaba al Creador. Es evidente que, dentro de tal concepción, escultura y pintura quedaban severamente subordinadas a las necesidades y preferencias del arte principal, la arquitectura.

Por otra parte, este planteamiento hace que el edificio románico resulte pensado como una fusión entre partes arquitectónicas en sentido estricto, partes esculpidas y partes pintadas. Y que, por tanto, exista en él un amplio espacio para la decoración plástica y pictórica. Sólo constituyen excepción algunos edificios construidos por comunidades monásticas (por ejemplo, los cistercienses) cuya regla veía con malos ojos todo tipo de decoración. Tales edificios están casi totalmente privados de esculturas y pinturas, confiando su carga artística a la arquitectura desnuda.

En el resto de las construcciones, que son la gran mayoría, el esquema adoptado en éste: la escultura está limitada algunas partes, a los "nudos" funcionales o expresivos del monumento: portales de acceso, capiteles, ambones (así se llaman los púlpitos para los predicadores), ménsulas, cornisas y superficie de las puertas. Estas partes, a su vez se conciben, más que como estructuras arquitectónicas decoradas, como obras escultóricas propiamente dichas. Los esquemas con los que se realizan, por no hablar de la concepción de cada una de las esculturas que llenan estos esquemas, son muy variados. Sin embargo, podemos resumir las más comunes de sus características.

Partamos del elemento más característico, el portal. Puede haber uno solo, a la entrada de la nave principal, o bien un número mayor, para acceder también a las naves menores y al transepto. Su perfil, salvo rarísimas excepciones, es el de un rectángulo sobre el que hay un semicírculo. El espacio rectangular puede estar dividido por una pilastra central ricamente esculpida o bien puede dejarse libre, cerrado por dos batientes. La parte superior comprende siempre un tímpano (o sea, un panel de piedra) esculpido de muy diferentes maneras. El portal nunca se abre al filo de la pared, es decir con un limpio corte en el muro, sino que suele estar más o menos abocinado: o sea, que manteniendo el mismo perfil, se va restringiendo poco a poco desde su parte externa hacia la interna; esta disminución o derrame -denominado el alféizar- se realiza técnicamente mediante una serie de sucesivas franjas o molduras esculpidas (las arquivoltas). Generalmente, las partes curvas de las arquivoltas se decoran o con motivos geométricos o con figuras humanas y de animales, o alternando estos dos motivos. Las partes inferiores, rectas, casi siempre están ocupadas por columnas.

Característica principal es el tratamiento del tímpano, la parte más significativa e importante desde el punto de vista escultórico. En el centro, campea casi siempre la figura de Cristo en majestad, de proporciones mayores con respecto a las de las otras figuras y encerrada en la típica "mandorla", es decir en la forma almendrada que simboliza el esplendor divino. Por lo común, la parte inferior de tímpano está ocupada por una o dos franjas horizontales, en las que se desarrollan luchas de animales (representación simbólica del bien y del mal muy utilizada en la época), o procesiones de personajes estilizados o, a veces, motivos geométricos. La estilización y repetición de figuras iguales o parecidas a lo largo de un "friso" horizontal es un carácter muy típico de la escultura de la época: resultado, se llega a pensar, de una determinada elección estética, desde el momento que no es sólo cada uno de los individuos, o sus características físicas, lo que le interesa al escultor románico, sino la explicación de un episodio, de un hecho.

Segundo elemento esculpido, después del portal, es el capitel. No existe en época románica, contrariamente a cuanto sucedía en la antigüedad y a cuanto sucederá desde el Renacimiento en adelante, una forma estandarizada para este elemento arquitectónico-decorativo. Existe sin embargo, y se advierte muy bien, una tendencia hacia la realización de capiteles campaniformes (es decir, en forma de campana invertida), pero sobre todo aproximadamente cúbicos, con los ángulos inferiores y laterales redondeados. Y a la utilización de las caras de este cubo como recuadros sobre los cuales esculpir historias tomadas del Evangelio, representaciones de trabajos o de la vida cotidiana, luchas de hombres o monstruos, o figuras claramente alegóricas o inventadas. La técnica de ejecución, como siempre en época románica, varía desde la rusticidad casi bárbara, el brutalismo y el vivaz expresionismo hasta el verismo y el sentido plástico de inspiración romana. La figura puede realizarse en un aproximativo bajorrelieve o casi en bulto redondo. No faltan, a decir verdad, capiteles sin ninguna decoración escultórica, o con decoración exclusivamente geométrica. Muchos de estos capiteles, sobre todo los que van sobre columnitas de los claustros -los pequeños jardines interiores anexos a las iglesias que son típicos del románico-, están también dotados del ábaco (una especie de tronco de pirámide invertido que se interpone entre el capitel propiamente dicho y el arquitrabe, la parte del muro que está sobre el capitel).

En cuanto a las puertas, no siempre van decoradas. El material adecuado a esta decoración escultórica es el bronce, y la capacidad técnica de trabajar el bronce no está difundida por igual, en la época, en las diferentes zonas. Pero cuando lo están, la decoración se basa siempre en el cuadrado, es decir en los diferentes paneles o cuarterones con historias de tema religioso, encuadrados a su vez por simples marcos adornados con relieves geométricos y a veces con cabezas leoninas en los ángulos. En ocasiones, las historias pueden ser sustituidas por representaciones de personajes o por cabezas de fieras. La composición es siempre muy viva, movida, aun dentro del esquema simple y geométrico a que está obligada.

Muy a menudo, la escultura desborda las partes que se le han asignado por tradición y llega a ocupar, sobre todo en los países meridionales (Cataluña, Provenza, Italia), toda la fachada de la construcción. Se utiliza, en este caso, ese artificio compositivo que se llama "registro": una franja horizontal, larga y no muy ancha, dividida del resto de la superficie por una moldura, y que sirve para organizar la narración que ofrecen las imágenes. Casi, en resumidas cuentas, una gigantesca "tira" de tebeo. Por otra parte, la función principal de las esculturas románicas no es la de "decorar", sino la de "adoctrinar", contando a un público religiosísimo pero incapaz de leer los episodios de la Biblia y de su misma historia. A tal fin, servía muy bien la forma de registro, y por ello se concebían las escenas de los portales, de los capiteles, de cada una de las partes decoradas del edificio, con su simbolismo y su estructura alegórica.

Queda por decir algo de la técnica con la que se realizaban las esculturas. En este aspecto, el mundo románico se presenta unido por algunos rasgos fundamentales e inmensamente variado en los detalles, según los lugares, los influjos y las épocas.

Como características generales, podemos anotar la desaparición de cualquier tentativa de representar el ambiente que circunda a los personajes, y de representar a estos según criterios realistas: las deformaciones más o menos marcadas, las transposiciones simbólicas, la mezcla de aspectos reales y aspectos fantásticos son la norma. Las imágenes se colocan unas junto a otras sin correlaciones que tiendan a crear un espacio tridimensional: simplemente, rellenan los huecos entre una columna y otra, o se densifican en las superficies de los tímpanos y de los capiteles en composiciones rítmicas, simbólicas, expresivas pero no realistas. Los métodos utilizados para esculpir estas figuras son de muy variado tipo, desde la simple incisión al bulto redondo, con preponderancia absoluta del bajorrelieve. La realización de las imágenes es a veces tosca y siempre deformada: pero vivaz, y generalmente expresiva en sumo grado. La escultura románica puede estar falta de medida. Nunca de sugestión.

Finalmente, un último punto. La escultura de la época no se agota ciertamente en los ejemplos de los monumentos, aunque sean la mayoría. Sin hablar de los numerosísimos productos de orfebrería y de la alta artesanía, desde los frontales de altar hasta los relicarios y los distintos objetos para el culto, vale la pena subrayar cuán típicos son de la época, significativos de la misma, y muy adecuados para el estudio de las tendencias (por tanto, también muy reconocibles), esos particulares crucifijos que en España se llamaban (y llaman) Majestades: crucifijos en los que sobre una cruz a veces simple y otras artísticamente trabajada se superpone una imagen divina rigurosamente esquematizada, sobre todo en las vestiduras, y mucho más hierática (de aquí el nombre) que sufriente. Un producto que, a partir de prototipos quizás italianos, fue muy difundido en el área mediterránea.

PINTURA

Mucho de lo que en el campo pictórico produjo el románico se ha perdido: frescos, tablas, ilustraciones de libros y pergaminos. Y no puede decirse, naturalmente, que lo que se ha conservado sea lo mejor que existía. Esto es, de todos modos, suficiente para poder afirmar, con toda seguridad, que la pintura románica ha operado a toda posible escala para este arte: no sólo sobre tabla (el cuadro propiamente dicho), sino también en la decoración de los edificios y - en el extremo opuesto- en la ilustración de lo muy pequeño: las letras y las páginas de los códices.

La decoración mural se realizaba con pinturas al fresco, es decir, extendiendo los colores sobre una capa fresca de cal, que los absorbía, o con mosaicos. Estos últimos son casi una exclusiva de Italia, el país que mantenía mayor contacto con la cultura bizantina, en la que los mosaicos tenían una importancia decisiva para la decoración de los interiores. En cuanto a la pequeña dimensión, se desarrolla una verdadera especialidad: la miniatura.

Los esquemas y las técnicas varían, naturalmente. Pero no tanto como puede parecer a primera vista. Ante todo, los temas son en gran parte iguales, comunes también a la producción escultórica del tiempo y obedientes a los mismos conceptos de divulgación por imágenes de la fe y de la historia: episodios del Viejo y del Nuevo Testamento, vidas de santos, ilustración de las actividades humanas, vicisitudes de leyendas o de glorias pasadas. En resumen, todo aquel conjunto de argumentos que entonces se llamaban (y el nombre ha quedado) "moralia", relatos con contenido moral. En segundo lugar, en parte son iguales los medios de expresión. La pintura románica, como todas las artes de este período, se fija más en el efecto que en la elegancia. Y está más atenta al relatar que al decorar. Utiliza con frecuencia colores vivos, incluso violentos, creando imágenes que a veces parecen desmañadas, pero siempre eficazmente expresivas. Como la escultura de la época, ha abandonado ya todo canon o tradición que se relaciones con las experiencias del arte clásico antiguo. Así, los artistas ya no se esfuerzan en dar realismo al fondo sobre el que se mueven sus personajes. cuando aluden al ambiente natural o ciudadano en que se desarrollan sus historias, lo hacen con medios simbólicos: una planta para significar el Paraíso Terrenal, una serie de rayas para simbolizar el mar, etc.; y ni siquiera se preocupan de la notoria irrealidad de lo que dibujan. Por el contrario, no sólo deforman las figuras, sino que utilizan tal deformación para acentuar la actitud expresiva del conjunto, llamando la atención sobre los detalles más significativos, exagerando las posturas para hacer más evidentes las situaciones. Ayudados, en esto, por un elevadísimo sentido del ritmo y de la estilización. Y podemos decir que la composición estilizada y rítmica según esquemas repetitivos (muchas figuras dispuestas siempre igualmente, por lo general con una andadura horizontal, o bien simétricamente ordenadas alrededor de un punto de interés central) es uno de los elementos más comunes y típicos de las obras románicas.

Puesto que hablamos de esquemas, convendrá profundizar en la cuestión. Una pintura, como todos saben, nunca se compone por casualidad: se organiza siempre en torno a un núcleo de líneas, de masas o de colores que constituyen, por así decirlo, el esquema de una pintura. Tales esquemas son, las mas de las veces, representables según figuras geométricas. Y así sucede también en la época románica. Ahora bien, contrariamente a cuanto será típico de otros períodos, los esquemas románicos, aun siendo simples, hasta inmediatos, raramente se valen de figuras geométricas puras: triángulos o pirámides, cuadrados y círculos. Casi siempre las líneas o las curvas de construcción están organizadas en conjuntos de forma geométrica compleja. En resumen, se trata de una pintura generalmente abierta en su composición pero estilizada, o por lo menos poderosamente simplificada, en las figuras. Finalmente, los colores. Pueden ser muy vivos o más apagados y con una amplísima variedad de tonos y gamas. En las diferencias cromáticas, como en ciertos elementos del dibujo, se basa en gran parte la crítica para distinguir una "escuela" románica de otra. Después del panorama de las características generales, veamos brevemente sus aplicaciones. Las iglesias románicas han llegado hasta nosotros, por lo general, con las paredes desnudas. Pero siempre se proyectaban así. A menudo, estaba previsto recubrir todo el edificio, o por lo menos sus partes principales, con pinturas. Sobre todo se reservaba tal suerte al ábside y a las paredes superiores de la nave principal. Tema casi obligado para la decoración del ábside era el Cristo en majestad, el Pantocrátor, en su "mandorla" canónica; y, alrededor de esta figura, la simétrica muchedumbre de santos, hombres y poderes infernales expulsados por Cristo: tema éste tratado a menudo en diversos registros, cada uno de los cuales ocupaba un capítulo de la narración. Sobre las largas paredes de la nave recorre en cambio la procesión de los Santos y de los personajes de la Biblia: que avanza también con grandes figuras en fila o con imágenes más pequeñas compuestas en registros superpuestos. En Italia, país muy cercano al mundo bizantino (y muy influido por él), las pinturas se sustituyen a menudo por grandes mosaicos con el típico fondo dorado de origen oriental. Más rara que la decoración con figuras, pero muy característica de la época, es la decoración de las paredes del edificio (y sobre todo de los pilares) con grandes elaborados motivos geométricos. Aparecen finalmente, en las iglesias románicas, las primeras vidrieras de color, con sus luminosos colores; un motivo que en el gótico será fundamental. En lo que se refiere a las miniaturas, recuérdese que en esta época son verdaderamente parte integrante de la pintura, de tal manera que esquemas e influencias de una actividad se encuentran frecuentemente tomados de la otra. El campo de la decoración del libro es vastísimo. Sin embargo, dos son los usos más frecuentes de la miniatura: la ilustración propiamente dicha de un episodio, tanto referente al texto, o no ligado a él, pero considerado de alguna manera digno de ser incluido; y la decoración de las letras iniciales de los capítulos y de los parágrafos. Viveza de colores, fantasía, habilidad para condensar en poco espacio amplios y movidos episodios, son las características mejores de este arte. Que muestra muy bien cómo en cada campo el mundo románico era capaz de una coherente -y a menudo genial- validez expresiva.

                                                                        < Volver a Principal>