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Semana Santa

_______________________________Rosa Carmen Angeles.

Yo debería entender muy bien la pasión de Cristo, por algo soy la hija de los Ángeles, ¿o no? Pero resulta que poco sé sobre ángeles, querubines y corte celestial. Sobre Semana Santa no ando bien.

Los días de Semana Santa a mí me resultan melancólicos, no sé por qué. Tal vez sea algún trauma que en la infancia me dejó el cine yankee evangelizador, o también porque en la infancia, en una Semana Santa, a mí me querían robar.

"Aunque vivamos en un país demócrata en días de Semana Santa hay muchas cosas que no se pueden hacer...", decía mi padre en aquella época. Entonces, los días de cuaresma en mi infancia discurrían aburridísimos: sin oír el radio, sin hacer escándalos, mirando sólo en la tele El Mártir del Calvario: una de las películas mexicanas más extrañas que he visto en mi vida: en donde un hombre de aspecto muy mundano, Enrique Rambal, vestía una tánica muy parecida a la bata de baño que tenía una tía mía que vivía en Tepic. Enrique Rambal la hacía de Jesucristo y, de repente, con unos ojos que le salían muy codiciosos y la boca que se le hacía agua, le decía a la Magdalena: "Acércate, hija mía".

Cuando nosotros éramos chicos, había unos niños que iban muy seguido a jugar a mi casa, y cuyos padres, en Semana Santa los dejaban hacer su chocarrera voluntad, hasta jurar en vano: "¿Lo juras por Dios?" "Por Diosito Santo." "¿Qué se muera tu mamá?" "Qué se muera."

En Semana Santa siempre pasan pocas cosas, aunque también muchas se frustran. Por ejemplo: cuando mi hermana Ana Lilia y yo éramos adolescentes, vivía cerca de la casa un vecino gigante de espaldas muy amplias, que vestía de mezclilla y zapatos de estoperoles: todo mundo lo llamaba Cacho aunque nunca supimos a ciencia cierta cuál era su nombre verdadero. Cacho era hijo de una familia que se había vuelto muy rica con el negocio del huevo: eran los magnates del huevo.

Cuando Cacho salía a la calle una estela de muchachas iban detrás de él caminando con amplias zancadas. A mi hermana, siempre que lo veía, como que le bailaban las cejas.

El amor es una cosa de los grandes momentos y Ana Lilia, quien hasta entonces se había pasado las noches y, a veces, hasta los meses enamorada de un actor que salía en las películas, cuando conoció a Cacho, de repente, sin más ni más, se olvidó de su pasión cinematográfica. Entonces vivíamos en un altísimo edificio y Ana Lilia, desde las alturas, duraba horas completas asomada a la calle. Cuando el hombre de las espaldas muy anchas aparecía por la banqueta, Ana Lilia agarraba su paracaídas y, ante la sorpresa de todo mundo, se lanzaba abruptamente a alcanzarlo.

La amistad consume tiempo, y a mi hermana la amistad de Cacho no le permitía hacer la tarea.

Yo creo que la única vez que Cacho se paró en una iglesia fue cuando lo llevaron a bautizar; pero en una Semana Santa invitó a mi hermana a la Visita de las Siete Casas. Nadie, ni Ana Lilia, le creía.

Cuando mi mamá se dio cuenta que mi hermana se andaba volando con el de la huevería, ya no la dejó salir. En esa época fue cuando Ana Lilia se volvió poetisa: escribía poemas que hablaban de desesperanza, tristezas y visitas a las Siete Casas. Entre sus cuadernos yo encontré uno que me daba mucha risa y que finalizaba: "No sé cómo he podido sobrevivir a tantos pleitos con mi madre".

En una Semana Santa, también en tiempos de adolescencia, mi familia y yo nos fuimos a la playa: cielo, mar, arena, todo a punto de ser maravilloso, de no ser porque yo ya me andaba ahogando. En las playas del Revolcadero, en Acapulco, un muchacho que a mí me parecía guapísimo, todo el tiempo, según yo, se la pasó mirándome. Yo me sentía espectacular: me paseaba por aquí y por allá, hasta que me metí al mar y me arrastraron las olas. El salvavidas tuvo que correr a rescatarme. Además, a mí me daba pena salirme del agua porque en el traje de baño ya se me había metido un montón de arena y temía que se me escurriera por los muslos.

Tal vez si en lugar de haber sido la hija de los Ángeles hubiera sido la hija de algún príncipe, la Semana Santa habría sido para m¡ más satisfactoria: mi padre tal vez me habría dicho: "Gasta, hija, al fin que yo pago."

Semana Santa es una de las temporadas en las que la gente tiene que reprimir sus impulsos, y en las que a mí, no sé por qué, siempre me dan ganas de ir a los toros.

mirando sólo en la tele El Mártir del Calvario
mirando sólo en la tele El Mártir del Calvario

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