Arthur Rimbaud



Recordando A Arthur Rimbaud

_______________________________Rosa Carmen Ángeles.

Durante los primero años de su infancia, Arthur Rimbaud fue hijo bueno: un niño obediente y adorable al cual su abuela consideraba un muchacho excelente. Quién sabe cuáles serían exactamente los motivos por los cuales Rimbaud después se convirtió en un granuja, pero mientras fue bueno, vivió con su madre: una mujer delgada de cara muy pálida y abandonada por el marido. La madre procura educar a su hijo, lo que logra a fuerza de privaciones y de desvelos. A pesar de esta intención Rimbaud crece siendo un libertino y un temerario, procurando se distinto al resto de sus semejantes: “Quiero volverme horrible como mongol”, escribe en uno de sus poema. Por todo suelta groserías; se deja, además, crecer la melena, lanza injurias horribles a los curas que pasan por su casa, viste con desparpajo y se gasta la vida insultando a las muchachas y haciéndoles fechorías. A pesar de que sólo cuenta con diez años de dad, fuma en narguile, roba libros de la biblioteca, masca tabaco, y realiza extravagancias de todo género. Cuando Rimbaud tomó la decisión torcida de abandonar la escuela, la religión y la familia para lanzarse a la aventura, uno de sus tíos, visiblemente alterado por la actitud del muchacho, intenta regresarlo al buen camino, le jala las orejas y lo regaña: “Vamos a ver cuánto te dura andarle haciendo al bohemio”, le decía el pariente, “te deberías de bañar y buscar trabajo para que ayudes a tu pobre madre”, clamaba el tío con voz frenética al darse cuenta que el niño Rimbaud se estaba volviendo un vago. Reclamación ante la cual Rimbaud replicó muy sincero, aunque con cierta violencia “Es inútil que te metas en lo que no te importa. Tengo una prisa de los mil diablos por dejar de ser un humano común y corriente: quiero convertirme en poeta, y para empezar he decidido embrutecerme. Además, ¿en qué puede afectarte el que yo esté limpio o sucio?”.

Ya se había escabullido de su casa cuando, entusiasmado, envía a Verlaine sus poema. Verlaine, quien para entonces poéticamente poseía una estatura enorme, responde a su envío y le dice que quiere conocerlo.

Rimbaud llega a París con los pies descalzos y un abrigo zarrapastroso.; busca a Verlaine por la estación del ferrocarril, pero no lo encuentra. Finalmente ambos se estrechan la mano por primera vez en Montmartre.

Poéticamente Rimbaud y Verlaine se llevan mal; a Rimbaud los poemas de Verlaine le resultan puros disparates: cuando los lee empieza por esbozar pequeñas risitas, hasta que termina lanzando sonoras carcajadotas y manotazos al aire. A Verlaine, por su parte, quien consideraba la poesía propia como una auténtica y muy seria obra de arte, la hilaridad que Rimbaud hacía estallar no le resultaba muy simpática, pero como ya desde entonces lo ama en exceso, se aguanta el enojo que le ocasionan las sangrientas críticas del Niño Terrible.

En condiciones más sencillas ambos se habían contentado con haber tomado una copa de coñac en casa, pero como estaban destinados a ser malditos, Rimbaud y Verlaine recorren juntos todos los bares y los antros de vicio que existen en París; fue así como se entregan al alcohol, a las drogas y al embrutecimiento.

Cuando Rimbaud tiene 17 años anuncia que se va a recorrer Europa, Verlaine, quien ha cumplido los 27, está casado y –aunque su mujer espera su primer hijo- siente una necesidad urgente de seguir a Rimbaud en todas sus disipaciones.

En Bruselas y en Londres, los poetas viven una relación extraña y burda: cuadros verdaderamente pasionales Rimbaud se empeña en sobajar a Verlaine y éste hace grandes esfuerzos por no volverse loco. Hasta que, cansado de tanta burla y humillación, Verlaine, ya con heces en el alma, compra un revólver y, bufando de coraje, le advierte a su amante: “No te acerque; estoy que me muero de rabia y si das un paso, te mato”. Pero Rimbaud, a quien siempre le gustaron los peligros, no le hizo caso y ¡pum! , Verlaine lo hiere en la muñeca. Después de aquel incidente, los amigos se reconcilian inmediatamente; pero en una de tantas crisis, Verlaine se vuelve a ofuscar y maneja otra vez el arma: “Ahora sí no te me escapas”, gritaba con mirada como de diablo. Y Rimbaud, quien había vivido siempre al margen de la legalidad, en esa ocasión, bastante espantado,, pegando de gritos mientras corría, se precipita por la calle y llama a un policía enorme. ¡Unos verdaderos personajes de pantomima! Parece que, ya en la comisaría, Rimbaud trataba de retractarse: “Estoy seguro de que no lo hizo a propósito, su señoría”, alegaba bastante arrepentido. Pero el juez, quien no entendía de pasiones ni se andaba con cuentos, sin conmiseración alguna decide darle al agresor dos años de cárcel. De esa manera horrible fue como terminó aquel romance.

Con el alma llena de costras, a los 19 años Rimbaud considera su vida una desgracia y un fracaso; se arrepiente de su pasado y, tratando de redimirse, piensa en hacer fortuna, casarse y tener hijos. Como estrategia para ganar dinero, decide dedicarse al contrabando de negros. Después de mucho rodar llega a Etiopía, y es entonces cuando compra a una bella mujer de piel oscura y nariz roma a quien hace su “novia” y se la lleva a su casa.

Un soleado día de mayo de 1891, las enfermeras del hospital de la Concepción en Marsella comentan que ha ingresado un hombre enfermo, de ojos cavernosos y cabello cano, el cual sólo tiene 37 años, aunque representa como 60. Carga, ocultos en la bolsa secreta del cinturón, diez mil francos oro; le han de cortar la pierna porque le ha caído gangrena en la rodilla derecha. Arthur Rimbaud, quien siempre estuvo pidiendo a ritos que ahorcaran a todos los curas del mundo y quien parecía haber renunciado al paraíso por haberse declarados siempre un verdadero ateo, en el momento en que la muerte le enseña su guadaña, éste, que ese el mismo autor de Una temporada en el infierno, acepta recibir los santos oleos.

Rosa Carmen Ángeles

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