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Requiem Para Una Lady Macbeth

_______________________________Rosa Carmen Ángeles.

Aunque me veas ojerosa y con el cabello marchito, siento que como vedete todavía no estoy tan dada al catre. Eso a pesar de que el otro día mi hermano casi se ahoga de la risa cuando le dije que quería continuar en el mundo de la farándula. Según él, debería yo dedicarme al comercio: vender ropa en abonos entre mis amistades para poder irla pasando. ¿Te imaginas? ­Lanzar a la basura toda mi experiencia de artista para ponerme a trabajar de abonera! Pero aunque mi hermano diga lo contrario, yo he vivido entre candilejas y entre candilejas he de morir.

Qué lejana aquella mi época en que al ritmo de las tamboras llevaba a cabo un muy bien logrado strip-tease: me despojaba del vestido de chaquira, los guantes adornados con canutillo, las plumas de faisán, hasta que finalmente lanzaba al aire un diminuto bikinito que de tan chiquitito parecía etiqueta. Me presentaba con el elegante nombre de Lady Macbeth. Las mesas cercanas a la pista las ocupaban caballeros insomnes rodeados de la pompa política, quienes, a pesar de la crisis económica que ya desde entonces vivíamos, hablaban de oro y pedían se les descorchara, exclusivamente, botellas de champaña. A mí siempre me ha resultado insoportable ese tipo de hombres vulgares que pretenden conquistarte con cursilerías poéticas y se la pasan quitándote el tiempo y estorbando con una cuba libre tan sólo.

Estoy segura de que fui mucho mejor vedete que aquella gringa encueratriz que en su espectáculo aparecía vestida de hur¡, hacía malabares y causaba sensación porque tenía el tatuaje del Enmascarado de Plata en una pompi. Todo así hasta que me hice vieja y ya no hubo nadie que quisiera contratarme.

"Montar un show de altura salía carísimo, pero, después de todo, esto no era más que una inversión, ya que me había propuesto a hacer de mi belleza un buen negocio. Por algo era yo Lady Macbeth. ­Qué hermosa es la vida de cabaret cuando una es joven! Siempre pretendí ser la estrella del lugar, no como ahora: la fichera más veloz.

Mi show era fabuloso y de tan bueno una vez me contrataron en un cabaret que en algún momento fue famosísimo, pero el que se encontraba casi moribundo cuando yo me presenté. Después de mis presentaciones comenzó a llegar mucho público y aquel lugar se volvió a ir pa'rriba. Pero el empresario, un tipo que nunca supo distinguir lo que era el arte y cuyo empeño había sido siempre el de humillar al que se deja, un día me llamó: 'Te voy a hacer un favor: te voy a dar otro contrato, pero ya no te voy a pagar lo que ahora te estoy pagando sino menos, porque después de todo en este cabaret de lujo estás logrando renombre y para tu futuro lo importante es tener fama.' A lo que yo reacción‚ con la cara tensa: '¿Qué, qué? ¿Es esa la ayuda que pretendes darme, ponerme a trabajar de gorra? Caime bien.' Pues sí, porque yo no nací para andar dando fiestas de caridad; el que quiera, que le cueste. Ni modo, así paga este mundo la eficiencia y la buena fe.

Una vez conocí a un buen muchacho llamado Fidel que me quiso mucho. Antes de que entablara yo relaciones con él, me seguía por todas partes, a tal grado que en un momento hasta me asusté‚ porque pensé‚ que se trataba de un policía. Pero no; Fidel era buen muchacho, me quería de veras, y la verdad es que no tenía feos bigotes: 'Te defenderé del mundo y te haré‚ feliz', me decía. Y yo me imaginaba verme bien casada con aquel hombre joven, hermoso y tonto. Y estoy segura que de no haber sido por las adversidades del destino, aquel cuate, que tenía gran cartel entre las chavas de su colonia, me habría cumplido. Yo creo que se enamoró de mí, porque, aparte de que tengo muy bonito cuerpo y una forma de ser muy agradable, por algunos hechos auténticos y otros fantásticos que le conté sobre mi vida. Todo esto a tal grado, que hasta se quería casar conmigo; pero cuando se le ocurrió presentarme a un caballero anciano, que según él era su tío, éste se encargó de que al muchacho se le acabara el interés por mí: 'Pero cómo se te ocurre...', le dijo. 'Ya ni la amuelas, tú eres un muchacho decente y esta mujer aparte de que está vieja es una cabaretera.' Y así fue como me quedé‚ sin defensa alguna, sin ser feliz y sin novio.

Alguna vez alguien me culpó de que le bajaba la lana al cliente, y de que lo convertía en Gil; y la verdad es que eso no fue cierto. Y si se la bajábamos, éramos todos, porque desde la llegada uno de los mozos pedía propina por estacionar el carro, el mesero otra por conseguir lugar o servirle de alcahuete y el del baño por darle un cacho de papel; posteriormente venía la ficha, la bolseada y finalmente, cuando el cliente ya andaba cuete y pedía la cuenta, se le llegaron a cobrar hasta dos botellas de whisky escocés cuando en realidad éste se había emborrachado con puro Don Pedro. Entonces sí se le bajaba la lana al Gil, pero no era yo sola.

Cuando toda yo dejé de ser una jovencita y me encontré llena de gastos, me convertí en table dancer. Entonces, no me ha quedado de otra que convivir con el cliente por 50 nuevos pesos, lo que cuando fui vedete profesional nunca me atreví a hacer. Desde entonces cualquier fulano al que le apestan los calcetines se siente con derecho a proponerme: ¿Qué onda, mi reina, ¿prestas o no?' Y aunque a veces me siento humillada, no me queda de otra, porque el empresario me ha advertido que debo andarme con tiento y consumir cada noche cuando menos dos botellas: el criminal ése cree que tengo hígado de acero

Rosa Carmen Ángeles

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