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Lupita Iba A La Escuela O El Cafe De Todos

_______________________________Rosa Carmen Ángeles.

--Recuerdo que con una sonrisa nerviosa y movimientos de angustia, le había pedido a la malvada de mi profesora que me permitiese salir del salón de clases para ir al baño, pero como aparte de indiferente era una mujer bastante incrédula y además en aquella ocasión andaba de un talante de los mil demonios, me indicó con tono un tanto frívolo que aguardara hasta el momento de la salida. Y como no pude aguantarme, sólo sentí que un liquido caliente escurría por entre mis piernas y vi cómo el piso se encharcaba; y aunque a pesar de hallarme consternada y de que traté discretamente de disimular con papel el espacio mojado, quién sabe cómo una de mis compañeras se dio cuenta, se lo comunicó a los demás y todos se echaron a reír estúpidamente --todo incluyendo el niño que me gustaba, quien con sus carcajadotas exhibió abiertamente su poco cariño hacia mí--, mientras yo sentía que estaba en la jaula de los leones: las emociones confundidas, y brotando por mis ojos, al mismo tiempo, lágrimas de desconsuelo y llamas de odio. La profesora, a pesar de que era muy culpable de aquel desastre infantil, completamente encolerizada me hizo víctima de un diluvio de reproches, amén de que, como castigo, me puso a limpiar mi lugar. En aquella ocasión tuve que hacerlo rápido, rápido, algo así como si me persiguiese un perro rabioso, porque de otra forma me habría dejado el autobús que me trasladaba a mi casa a la salida de la escuela. Al día siguiente, cuando mi madre decidió llevarme ella misma al colegio y me condujo casi a rastras a la entrada, ya que iba yo haciendo berrinches a cada momento y llorando mucho; e incluso, al llegar, traté de darle de patadas al conserje cuando éste quiso hacerme entrar a jalones.

"En aquella escuela había un patio de dimensiones reducidas, en donde habitaba y florecía un arrayán del cual, cuando era temporada, mis compañeras y yo cortábamos la fruta que daba y nos la comíamos agregándole mucho chile; llegaban, además, montones de palomas, y la conserje (la hermana del conserje), una anciana corpulenta llamada Mariquita, les daba de comer. Quién sabe por qué, pero un día de pronto empecé a experimentar el temor irracional que me infundía el creer que Mariquita era en realidad una temible bruja que se robaba a los niños para convertirlos en palomas y después matarlos y confeccionar con ellos delicados platillos franceses. Y como les conté a mis compañeras (sólo a mis compañeras) que Mariquita no era otra cosa sino una hechicera cazadora de chamacos, quien por las noches se convertía en un monstruo bestial y deforme que con magnética mirada embrujaba a medio mundo, incluyendo a su propio hermanito, todas mis compañeras se llenaron de miedo y no había día en que, si veíamos que se acercaba por ahí a la humilde señora, dejáramos de gritar: '¡Ahí viene Mariquita! ¡Ahí viene Mariquita! ¡Ahí viene...!' Y todas muy asustadas nos echábamos a correr, ante los ojos atónitos de la pobre mujer, que no sabía qué pasaba.

"A veces ocurría que las palomas penetraban a los retretes, por lo que, en una ocasión en que acudí allí muy urgida, no me di cuenta que una de ellas se hallaba instalada en el borde de la taza, por lo que me picoteó una pompi tal vez porque detectó que le invadía el territorio. "También recuerdo que a fuerza de asistir a la escuela, hice amistad con una niña llamada Marigú (as¡ le decíamos de cariño; en realidad se llamaba Mar¡a Gudelia), pues ambas fuimos compañeras durante muchos años en aquel colegio de monjas que nos disgustaba tanto, pero al que no podíamos evitar; y como nos queríamos mucho, a la gente le decíamos que ‚ramos primas. Marigú y yo nos hicimos amigas un día en que en nuestro colegio iba a celebrarse una misa. Marigú se había sentado cerca de mí y las dos coincidimos en que nos gruñían horriblemente las tripas a causa del hambre (gruñían como lo ha de haber hecho el Can Cerbero de la mitología), por lo que, una vez mutuamente enteradas de nuestra imperiosa necesidad, decidimos encaminar nuestros pasos hacia el puesto de la esquina donde compraríamos unas suculentas tortas. Y aunque para acelerar el regreso lo hicimos corriendo, cuando por fin llegamos la misa había empezado ya en la capilla de la escuela. Y como Marigú y yo estábamos que nos torcíamos de hambre, nos dispusimos a comer nuestras apetitosas tortas en plena misa. El sacerdote (que también era el director del colegio) se puso frenético cuando le llegó el olor a chorizo y, no teniendo en cuenta que nos encontrábamos en la casa de Dios, en la primera oportunidad que tuvo desde el altar se puso a gritarnos con su vocecilla chillona, que merecíamos el fuego de la condenación, porque cargábamos dentro de nosotras una legión de diablos. Y como nos espantamos primero y luego a momentos nos sentimos hasta apenadas por la reclamación, guardamos como pudimos las tortas en nuestras mochilas. Pero recuerdo que estábamos apenadas nada más a momentos, porque al poco rato pasamos de la timidez al cinismo y empezamos a poner caras con la intención de que ofrecieran un aspecto bien demoniaco, o cuando menos que parecieran de reptil y también les dábamos subrepticias mordiditas a las tortas, pues en realidad las habíamos acomodado de modo que pudiéramos hacer eso.

"Me acuerdo de que a Marigú y a mí nos enfadaba la clase impartía la Miss Marus --una viejecita extravagante y de horribles gustos que nos enseñaba inglés-- porque se sentía poseedora de una voz privilegiada y le gustaba cantar, pero nos obligaba a acompañarla a coro. Y si a alguna de nosotras se le ocurría, a modo de protesta, abstenerse de hacerlo, su frustración se traducía en obligarnos a todas a hacer aerobics... nada malo, a la larga, pero s¡ totalmente inoportuno. Y cuando la Miss Marus fumaba (¡ah, porque fumaba!, ¡y cómo fumaba!) tenía la costumbre de apagar su cigarrote dándole tan sólo un ligero golpecito con el dedo índice. Pero como a veces el cigarro apenas iba a la mitad, para no tirarlo lo metía en la bolsa de su saco (a ella le gustaba andar vestida con traje sastre), a fin de terminárselo más tarde. Y sucedió una vez, que el leve golpe no fue suficiente para apagar el cigarro, porque el saco de pronto empezó literalmente a incendiarse y la Miss al darse cuenta no encontró otra solución que la de ponerse a gritar echándose a de un lado a otro del salón. Pero como, obviamente, traía puesto el saco, tuvo que revolcarse en el piso para poder as¡ sofocar la quemazón; al mismo tiempo, nosotros los alumnos nos apresuramos a ayudarla a apagar el fuego. Y así, gracias a Dios, no le pasó nada.

"Y llegó la época en que, para la clase de historia, habíamos de representar una obra de teatro sobre la Independencia: la patria y nuestros héroes. Para eso Marigú y yo pensamos que sería bueno hacer equipo con Marcela, la niña más antipática pero más inteligente del colegio. Marcela era casi tan fea como las groserías que decía don Pedro el conserje: se le podían ver algunos hoyos en la cara causados por la viruela (la cacaraña; estaba medio cacariza) y su mamá solía peinarla haciéndole unos caireles que luego le fijaba con limón; Marcela todo el tiempo caminaba de puntitas y dejaba que le colgaran manos como hacen los perritos cuando esperan que uno los acaricie.

"Para montar aquella obra de teatro (ja, ja, por lo de 'obra'; ji, ji, por lo de 'teatro'), el primer día nos fuimos a casa de Marigú. Y como para realizar tan ardua labor necesitábamos concentrarnos y no queríamos que nadie interrumpiera el cuidado que habíamos de ponerle a nuestro trabajo, decidimos instalarnos en el cuarto de criados que estaba ubicado en la azotea: un cuartito donde había una cama que se caía de añosa y un closet infestado de polillas. Marigú nos comentó que todo aquello era de su abuelita, y a mí, al ver todo tan antiguo, me pareció lógico.

"Antes de empezar con nuestro trabajo, mis amigas y yo contemplamos por un momento el panorama que ofrec¡a la ciudad (bueno, lo que desde aquella azotea se veía). Después, Marigú sacó de no sé donde (creo que no nos dimos cuenta cuando la sacó tal vez de una alacena) una botella de rompope que había sobrado de las fiestas de Navidad y dijo que de ella tomaríamos hasta emborracharnos (que nos 'emborracheceríamos', fue su expresión). Como Marcela era una hipócrita, al escucharnos puso cara de espantada y amenazó con acusarnos ante nuestras mamás; pero nosotras en tono de burla le hicimos ver que ella sólo era una niña anticuada. Y además le advertimos que tenía que tomar como nosotras si no quería que le quitáramos la libretita que le servía de diario, donde anotaba lo relacionado con su vida en el colegio, misma que les leeríamos a todos los del salón. Marigú fue la primera en darle un trago a la botella; después fui yo y, aunque Marcela decía que no se atrevía, a kilómetros de distancia se podía notar que se le iban los ojos tras aquella botella de rompope. Luego consideramos que era de buena suerte el hacer brindis; el primero lo hicimos por nuestra amistad; el que siguió, fue por los hombres: porque eran unos desgraciados que no tenían piedad y nos hacían sufrir y sin embargo eran tan necesarios en nuestras vidas; y los que surgieron después los motivaron diversas causas. Al poco rato, adoptando poses de mujeres de mundo, fingimos que el rompope había surtido efecto, y pusimos caras como de estar bien borrachas. Fue entonces cuando yo bailé‚ una tarantela y luego Marcela entonó una canción ridícula que le habían enseñado desde el k¡nder. Marigú, por su parte, se puso melancólica y empezó a tararear y a cantar una canción atormentada que dice 'estoy en la esquina del pecado, donde un día me perdí; esquiiina del pecaaadooo..' Y al terminar de cantarla, sin más ni más, empezó a lanzar aullidos destemplados --casi como si la estuvieran martirizando en el consultorio del dentista-- a causa de un niño apodado Goliat, por el cual se sent¡a apasionada. Y todo porque Goliat la trataba con indiferencia: con ella era algo así como un iceberg que sólo echaba una mirada glacial a su paso. Yo traté de consolar a mi amiga: le dije que no valía la pena sufrir por un chamaco de imaginación primitiva que todo el tiempo se la pasaba apedreando lagartijas. Dije esto mientras Marcela nos escuchaba boquiabierta, como era su costumbre, en tanto que poco a poco le ponía fin a lo que de rompope quedaba en la botella. Marigú y yo pudimos comprobar que por fin Marcela se había puesto realmente borracha, pues llegó el momento en que vimos como, tirada en el piso, ponía las piernas encima de la cama y luego las cruzaba lanzando sonrisas de gozo, llenas de alegría etílica. Y otro tanto sucedió después con Marigú. Nunca pensé que mis amigas fuesen tan débiles ante el rompope; lo que sí sé es que la única que finalmente se encontraba en su sobrio juicio fui yo, que sólo me puse rojita y un poco mareada.

"La obra que según íbamos a representar (digna de nuestro ingenio, nuestra inteligencia y nuestro patriotismo) nunca se llevó a cabo, ya que yo me disgusté‚ con Marigú y no volví a los ensayos. Unicamente Marcela y ella lograron improvisar unos diálogos ridículos, plagados de anacronismos y llenos de tonterías. Por mi parte, yo participé‚ en otra obra, que también se preparó al vapor por otros compañeros, en donde mi papel consistía en salir loca de rabia, gritando: "­Entrenle, cobardes! ­No corran, canallas! ­Viva el gobierno revolucionario!" Pero tanto la obra de Marigú como en la que yo participé salieron mal, sobre todo la mía porque, como en un momento dado me ataranté, supe a ciencia cierta dónde se encontraba el enemigo. (Creo que me lancé a la carga en contra de unos respetables padres de familia.) Y aunque la maestra a todos nos regañó, como era muy afecta a Marigú y a Marcela a ninguna de las dos les puso cero. Y como yo le caía gorda y le encantaba ver que hiciera el ridículo frente a todos, la maligna mujer, ante la clase, se puso a burlarse de mí único parlamento y de la forma en que metí la pata. Recuerdo que aquella vez ya no tuve humor como para soportar tal humillación y enfurecida le hice ver que ella no tenía nada de que enorgullecerse: que era una vieja chaparra, gorda, de lentes grandes, gruesos y redondos. Y como además enfaticé, a gritos, que parecía lechuza, eso provocó la risa de todos mis compañeros. La muy vengativa me puso en la boleta un cero bien redondo, por el cual me mandó a presentar examen extraordinario. No se atrevió a más; la escuela era de paga.

Rosa Carmen Ángeles

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