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La Suerte Del Otro

_______________________________Rosa Carmen Ángeles.

Tal vez porque desde muy chico mi papá llevaba la vida normal de un hombre de trabajo en México, esto es, tener la barriga insatisfecha y, en su caso particular, la cara colorada colorada por tantas horas de andar bajo el sol, nunca creyó en la suerte y por eso sólo compraba a veces un billetito de lotería. Sin embargo, para mi padre, soñar con sacarse el premio mayor era dejar de ser cartero e imaginar que luego podría gastarse la vida tan sólo limándose las uñas; y no excluyo que entre sus planes hubiera estado también el sueño de convertirse en aristócrata. Me acuerdo que lleno de entusiasmo, a pesar de haber comprado sólo un pedacito, solía decirnos: "Si me saco la lotería, me compraré un coche, a tu madre le compraré una casa, a ti un abrigo lujoso y a tu hermano Palemón le cambiaremos el nombre."

Mi padre siempre sintió el cosquilleo de jugar a la lotería; muchas veces estuvo tentado de gastarse el aguinaldo completito en puros billetes. Pero temía que mi mamá , siempre escéptica, furiosísima le reclamara: "¿Qué has hecho, desdichado? ­Mira nada más, ya debemos varios meses de renta y tú gastándote los miles wiles en lotería!" Y as¡ hubiera dado inicio una singular guerrita doméstica.

En la popular colonia en que vivíamos era muy conocido un hombre seco, de estatura muy baja --casi como de enanito--, cabeza calva y bigote como cepillo de dientes a quien apodaban El Chirindongo, quien se ganaba la vida vendiendo lotería de cantina en cantina, que era donde localizaba a sus clientes habituales. Uno de los que de vez en cuando le compraba era mi padre, y un día en que El Chirindongo lo encontró y pudo ofrecerle un billetito, mi papá se encontraba tan tomado que no pudo comprarle nada porque todo se lo había gastado en cubas libres y botanas. Pero sucedió que estaba con mi padre un amigo casual --quien momentos antes había sostenido una tesis sobre temas políticos y religiosos que estuvo a punto de producirle a mi progenitor un serio ataque de nervios-- al que sí le gustó un número, compró un "entero" y le dijo a mi papá : "Toma, Nabor, si me saco la lotería quiero que te la saques tú también", y le dio una fracción.

El día que siguió al del sorteo era miércoles y mi padre no trabajó full-time como era su costumbre; tuvo tiempo, pues, para examinar la lista de los premios de la lotería y con el dedo ¡índice iba pasando cifra tras cifra, tratando de encontrar el número que correspondía al billetito que le habían regalado, todo esto mientras una empleada que acomodaba una caja de chocolates dentro del aparador del establecimiento se encontró con el rostro sencillo de mi padre y, aunque por cortesía ésta le sonrió, estoy segura de que mi papá pensó que se trataba de un coqueteo. Asimismo, el episodio se desarrollaba mientras a su memoria venía el recuerdo de la ocasión en que su prima Gilberta --mi tía-- le contó que un día en que andaba viviendo las amarguras y las miserias del mundo --ya que apenas ganaba para su sustento--, estaba en plan de comprarse un taco cuando un vendedor de billetes se le acercó para ofrecerle un "huerfanito". Y Gilberta se preguntó entonces: "¿Qué hago?, ¿Me compro un taco o un billete de lotería? Pero si tengo muy mala suerte... lo más que me he sacado es una batidora en un premio de Navidad." Y aunque estuvo a punto de desistir, le surgió un buen argumento: "¿Un taco? Pero si estoy muy gorda. Mejor le entro a la lotería." Y con ese acto de valor se hizo del billete, el cual guardó durante varios días. Y claro, dichosa recompensa, cuando llegó el sorteo, escuchó por radio que se había convertido en rica. Estaba tan contenta que incluso varias veces tuvo que acudir al baño.

Todo esto mientras mi padre continuaba viendo que su billete no tenía ningún premio. Y, con amarga sonrisa de resignación, para conformarse pensó: "Tal vez el premio mayor habría sido para mí una perdición. Tal vez dejaría de trabajar como burro, pero habría malgastado todo en lujos y en vacaciones con mis hijos, lo que me habría echado a perder. Tal vez lo que Dios quiere es que siga siendo un buen trabajador: un mano de obra."

Pero iba con mi padre mi hermano Palemón, quien en ese entonces era un niño de poca edad. Y quien se acercó a nuestro padre y de la manera más cándida y esperanzada le mostró un "entero" que se había encontrado tirado en un cesto de cartón donde había muchos otros, rotos la mayoría de ellos: "Mira, papá ", le indicó. Y aunque mi papá para sus adentros se dijo "pues, si ya lo tiraron es porque no ganó nada", por no dejar echó un vistazo a las listas y pudo comprobar que aquel billete, que alguien desechó desilusionado porque se equivocó al examinar la lista de lotería, estaba premiado con una cantidad que si no era la mayor s¡ era bastante importante.

Palemón y mi padre regresaron a la casa subiendo de dos en dos los peldaños de la escalera luego de haber cobrado el premio de la lotería. Como era día de acudir al mercado, mi madre acababa de regresar de la plaza y empezaba a poner la cara patética que acostumbraba al estarse quejando de lo caro de las verduras y de que ya no le alcanzaba el dinero para el gasto. Y aunque mis padres andaban a la greña, mi papá, preocupado de que a mamá con la sorpresa se le fuera a enchuecar la boca, le dio la noticia poco a poco: "Ya no te estés quejando y vete por unos refrescos" y le dio un billete de mil pesos, que entonces era un dineral. Al ver eso, por un momento mi madre puso cara de tonta, y luego reaccionó muy sorprendida: "¿Un billete de a mil?" Algo así como quien no está segura de entender exactamente qué sucede, él ‚le dijo: “¡Ah, no te gusta ese!" Y entonces sacó otro de a mil, y luego otro, hasta que fueron treinta. Fue entonces cuando mi madre comenzó a sospechar que su marido se encontraba involucrado en el asalto a la vinatería. Estoy hablando de los años 70, época en que esa cantidad era muchís¡simo dinero. Treinta mil pesotes, de los años setenta. Cuando mi padre le contó toda la historia, hasta el perro se puso a bailar de contento.

...

Por la noche mi abuela, quien para entonces ya no conservaba las energías de antaño, al recibir la noticia del premio de lotería, gritó como si se encontrara en un desfile; casi se volvía loca: se levantaba, aplaudía, silbaba, lanzaba tremendas carcajadotas, hasta que le agarró una parálisis y durante varias horas no pudo emitir palabra. Tuvimos que aplicarle un emplasto que todo lo curaba y luego, como estábamos muy contentos, nos desvelamos y pasamos toda la noche contando chistes y dinero.

Aunque en el barrio somos muy impopulares por no ir a misa, aquel día fuimos a la iglesia y dimos gracias a la Providencia por habernos sacado el gordo... bueno, casi. Y es que en aquellos tiempos las cosas para nosotros estaban siendo bien difíciles. Cuando los vecinos se enteraron, además de traslucir la mucha envidia que sentían hacia nosotros, casi nos volvían locos con preguntas acerca del destino que les daríamos a nuestras vidas. Mi mamá, un poco presumiendo, les decía que ahora que ya eran ricos pensaba dejar de estarse dorando la panza en la estufa y se pondría a estudiar latín, italiano (siempre había querido cantar ópera) y un poco de aerobics por las mañanas. En esa época, aunque todos eran excelentes aficionados al pulque, mi padre, quien empezó a sentirse el príncipe de Dinamarca, con cara muy vanidosa --tratando de impresionar a varios amigos suyos que son bomberos-- llegó incluso a ordenarme a gritos que les ofreciera coñac.

Pero sí: con ese premio mi padre pagó los meses atrasados que debía de renta, tiramos a la basura las cortinas raídas que estuvieron colgadas durante varios años en las ventanas y, como a mis hermanos y a mí ya nos apretaba la ropa, fuimos a varias boutiques a adquirir nueva. Pero esa vez cuando regresamos ni los perros nos reconocieron (siempre que pasábamos creo que hasta nos aullaban). Compramos camas modernas y luego nos fuimos de vacaciones al puerto jarocho. Pero lo más importante fue que mi padre se convirtió en dueño de esta inmensa vecindad de las calles de Guatemala en la que vivimos hasta la fecha, a la que posteriormente mandó ponerle una fachada inspirada en una pirámide egipcia. Lo único que quiso seguir conservando, porque sintió pena deshacerse de él, fue un radio de onda lenta que perteneció a su difunta suegra. Pero con lo que todavía le quedó, tuvo el atrevimiento de comprar un carrazo que sólo tuvo durante quince días, pues nada más lo quería para presumir y burlarse de uno de sus primos carnales --un presumidillo que andaba siempre vestido como un dandy-- que tenía una peluquería, el cual, cuando lo vio, no le quedó otra que esbozar una amarga sonrisa de resignación. Luego mi padre vendió aquel carro y se compró uno más chico, habiendo metido al banco el dinero que le sobraba. ¡Ay!, ¿Cuándo nos volveremos a sacar la lotería? ¡Caray, se me olvidaba!: Le cambiamos el nombre a mi hermano, ya no se llama Palemón ahora se llama Douglas Rommel McArthur Sánchez.

Rosa Carmen Ángeles

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