Tiempos De Ubicuidad

_______________________________Rosa Carmen Ángeles.

Hace poco aquí en Tlatelolco ocurrió una desgracia: un chamaco se ardió espantosamente por andar jugando con gasolina. Y aunque a la hora de estarse prendiendo como antorcha el muchachito gritaba desesperadamente el nombre de su progenitora, la madre del chiquillo, quien en esos momentos se encontraba embelesada viendo un programa musical de esos de larga duración se vino a enterar de lo ocurrido mucho después, cuando ya nada tenía remedio, cuando el cuerpo de su pequeño hijo empezaba a inflamarse como una gran ámpula.

En estos tiempos violentos, si alguien pretende la comunicación familiar y le dice a su abuela, por ejemplo, “toma el llavero abuelita y enséñame tu ropero”, en vez de escuchar historias o relatos de los “apagones” de la Segunda Guerra Mundial, escuchará el gruñido de su mamá grande contestando: “Deja de preguntar lo que no te importa y déjame ver la telenovela”.

De tan importante, la televisión durante años se ha colocado en el altar más destacado de la casa y ha dirigido el destino moral, político e intelectual de los integrantes de una familia. Por culpa de este aparato que está siempre frente a nuestras narices y que ahora se ha metido hasta la cocina, muchas espléndidas cocineras han perdido el buen sazón heredado de sus antepasadas, para guisar asqueroso gracias a las horribles recetas que dicta cotidianamente alguna expertóloga en frijoles refritos.

Pero a la televisión no hay que satanizarla; después de todo es parte de la época dorada de la modernidad, y de no ser por ella nunca veríamos de cerca los músculos del guapísimo Perro Aguayo o, los señores, las pompochas en forma de corazón de Lyn May. De alguna manera la televisión nos hace vivir una cierta ubicuidad; podemos, así enterarnos de la nueva arquitectura que adorna a las grandes ciudades del mundo, o para condolernos de la miseria en que se vive en Chalco o de cómo explotan tanques de gas como los de San Juanico. De no ser por la tele, muchos niños no conocerían siquiera términos como el de galaxias, viajes interplanetarios, etcétera.

Recuerdo que en mi infancia no concebía la vida sin una tele; me parecía que la existencia sin ella debió haber sido insípida y aburridísima; no podía imaginarme un domingo en la noche sin programas como el Teatro Fantástico, de Cachirulo. Recuerdo que mi hermana y yo no nos lo perdíamos y como entonces éramos niñas que todavía no aprendíamos ni a leer ni a escribir, cuando iba a empezar el Teatro Fantástico le gritábamos a nuestro padre, quien casi siempre a esas horas se encontraba en el baño, para que acudiera corriendo a leernos el nombre del cuento que en esos momentos estaba apareciendo con grandes letras en la pantalla, y mi pobre papá salía muy apurado para enterarnos de cómo se iba a llamar el cuento.

Me informan que cuando apenas se estaban comercializando los aparatos de televisión éstos eran carísimos y para muchos hogares resultaba casi un patrimonio familiar: “¿Qué hago? ¿Me voy a Nueva York o mejor compro una tele?” Y algunas familias pobres, como podían adquirían los aparatos para convertirlos en fuente de subsistencia: arreglaban varias sillas a manera de butaca y permitían la entrada por cincuenta centavos a quienes desearan ver las peleas de box o las luchas de los jueves. Adentro vendían palomitas, mismas que con frecuencia servían de proyectiles armándose luego las broncas.

Aunque tal parece que las producciones televisivas tenían más en cuenta a su público. O al menos lo tenían en mayor estima y lo consideraban gente inteligente, ya que se presentaban programas decentes como aquellos dirigidos por Manolo Fábregas o Fernando Wagner. Ahora hay algunos canales que, sin el menor escrúpulo, consideran que su auditorio lo conforma gente oligofrénica y le presentan el teledrama incongruente –siempre el mismo- de la chica pobre que se casa con el guapo rico, una historia apropiada para mentes raquíticas.

Si en países como Austria, repletos de gente educada, cortés, inteligente e intelectual, se le dan gran difusión a la música clásica y hasta las meseras consideran que su autor favorito es Gustavo Mahler (aparte, claro, de apreciar también la música rock); en nuestro país la música clásica a niveles populares es casi un placer prohibido, porque la mentalidad mezquina de algunos conductores de programas pretende dejar completamente roma la inteligencia de nuestros compatriotas poniendo por ejemplo, en lugar privilegiado a grupos de poco temple artístico.

“La flor azul de la enredadera miró a su alrededor, abriendo apenas sus pétalo: Dígame, por favor ¿Ha llegado acaso la primavera?” Esto no tiene nada que ver con el tema, pero es el único final feliz que se me ocurrió.

Rosa Carmen Ángeles

Separator Bar





Regresar al IndiceSiguiente

Separator Bar