Alejandra no podía trabajar a gusto 
por lo mucho que la acosaba su jefe.  
Cuando Archuntia no celebraba su belleza, 
la tomaba de una mano y 
le decía que se sentía muy solo



Jefes Románticos

_______________________________Rosa Carmen Ángeles.

A pesar de que en México el derecho de pernada no existe, hay hombres que, no sé por qué razón, consideran que en nuestro país ese derecho continúa vigente.

Hace algunos años conocí a Alejandra, una muchacha que trabajaba como secretaria en una oficina de gobierno y a la cual “pretendía” un tal Archuntia, su jefe, el cual le hacía la vida imposible (todavía hay jefes que en sus pretensión de omnipotentes, o tal vez por alguna tara hereditaria, desean desfogar sus sentimientos con la primera empleada que se les pone enfrente).

Archuntia era un viejo horrible que no valía gran cosa, pero que se las daba de muy sensual; y aunque Alejandra distaba mucho de ser lo que se dice una belleza, eso al jefe era lo que menos le importaba: si era bonita o si era fea, al Archuntia ése le daba lo mismo.

Alejandra no podía trabajar a gusto por lo mucho que la acosaba su jefe. Cuando Archuntia no celebraba su belleza, la tomaba de una mano y le decía que se sentía muy solo. A veces, el jefe hacía como que no se fijaba y le tocaba disimuladamente el pecho: también le dio por, cuando Alejandra se encontraba cerca, dejar caer un lápiz o cualquier otra cosa para inclinarse a recogerlo y así poder él verle de cerca las piernas (al parecer una de las más grandes distracciones del jefe era verle las piernas a sus empleadas). En una ocasión en la que Archuntia, lleno de gallardía, con sus manos corrosivas le pellizcó una pompi, la mujer, con el desconcierto del pellizco, pegó tamaño gritote que todo mundo en la oficina se enteró. “Deberías de acusarlo con el director”, sugirió una de las empleadas de la oficina, “a ver si así se le quita lo lépero”; pero Alejandra no lo acusó porque estaba muy necesitaba de trabajo y tuvo miedo de que la fueran a correr; lo más que respondió fue: “Daría cualquier cosa con tal de que este hombre me dejara en paz”.

Al jefe ese todo en ella le parecía provocativo. Por ejemplo, si Alejandra agarraba el lápiz, el tipo temblaba de la emoción; si ella encendía la máquina de escribir eléctrica, el jefe veía ese acto como un coqueteo muy sexi. A la pobre muchacha ya la traía mareada. Alejandra sabía que Archuntia se sentía muy guapo, y trataba de sacarlo de su ensoñación: “Ya déjeme en paz”, le decía, “usted no es mi tipo”. Pero para Archuntia ninguna de esas razones resultaba de peso como para dejarla tranquila: las palabras de la mujer le entraban por una oreja y le salían por la otra.

Aunque en el fondo Alejandra deseaba que a su jefe lo atropellara un camión materialista para después acudir a sus exequias, al verse acosada por él, en su atolondramiento empezó a sentir una infinita culpabilidad: “Yo no sé qué me ve; el espejo me dice que no tengo nada extraordinario, ¿qué de veras seré tan bonita?”.

Como Archuntia había pretendido a más de una de una en la oficina, asimismo más de una se había empeñado en meterle una cachetina, pero por terror a que las corrieran no se atrevían a hacerlo. Incluso la pobre señora que hacía la limpieza durante mucho tiempo, tuvo que soportar las impertinencias del jefe quien, desde una vez que la vio muy agachada vaciando un bote de basura, sintió un escalofrío romántico que le recorrió el cuerpo, y ya no la dejó vivir... hasta que llegó Alejandra. Se supo por ahí que en una ocasión el novio de una de las empleadas, ya bastante molesto por la humillación con la que estaban tratando a su novia no se tocó el corazón y le asentó a Archuntia tal redoble de puñetazos que hasta le apago un ojo. Pero Archuntia ni así entendió, siguió en las mismas.

Tal parece que varias de las empleadas de esa oficina habían aprendido a capotear bien al tal Archuntia; por ejemplo, la recepcionista era la encargada de avisar que el jefe había llegado: “¡Ahí viene Archuntia!”, se asomaba a avisarle a todas las compañeras. Y varias secretarias corrían despavoridas a esconderse al baño, para no encontrarse así con él. “¡Ahí viene Archuntia!”, gritaban muy asustadas. Y aquellas a las que no se les permitía entrar al baño por encontrare éste ya retacado, se escondían debajo del escritorio cuando se enteraban de que había llega el incivil jefe. Todo esto porque bien sabían que éste luego les andaba proponiendo que realizaran cosas que a ellas no les habían enseñado en la academia.

A veces es necesario desafiar al jefe para ponerlo en su lugar, y Alejandra aceptó el reto: era ridículo volverse loca porque su jefe la acosaba sexualmente. Entonces se borró de la mente hasta la más mínima idea de que ella había incitado a ese hombre extravagante. Ella no tenía la culpa de lo que él hacía, aunque fuese la mujer más hermosa de la oficina. Buscó el apoyo de sus compañeras de trabajo, quienes trataron de marcar muy bien los límites y, armando verdadero escándalo, fueron a hablar con el director: “De este lado de la pared para allá, es suyo, y de este lado para acá, también; pero que respete nuestra dignidad”, se quejaron. Y aunque el director, con estudiada amabilidad y voz ronca, les dijo que pondría el remedio, acabó por considerar todo aquello como chismes de viejas chifladas y dejó las cosas como estaban. Sin embargo, hubo por ahí una secretaria comunicativa, de esas que nunca faltan en los trabajos, la cual le hizo llegar la noticia a la esposa de Archuntia quien, cuando se enteró de que su marido se “enamoraba” de la primera que se le ponía enfrente, se puso tan furiosa que aplicó el remedio: “Nada más vuelvo a saber que andas de galán... y la me pagas”, le advirtió implacable. Y fue así como a aquel hombre tan alborotado y pasional, se le quitaron las ganas de andarle haciendo al Don Juan.

Rosa Carmen Ángeles

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