Inicio



ATAQUE DE APENDICITIS

_______________________________Rosa Carmen Angeles.

Hace tiempo me comí una torta de pulpo al aire libre y dos horas después sentí en el estómago como un disparo de fusil: me puse malísima, aunque no lo suficiente como para dejar de regresar al puesto y lanzarle a gritos al vendedor todo mi desprecio, envuelto en una retahíla de reproches entre los que estaba el de que en su cochino puesto ambulante se vendiera basura. Le dije, que si quería hacerse rico vendiendo tortas, por qué no se dedicaba a la sagrada tarea de lavar bien las verduras y destruir microbios?, que qué‚ necesidad había de poner a la gente a morir.

El hombre aquel resistió valientemente mi perorata y puso una cara como de quien no sabe absolutamente nada. Y aunque al principio lo consideré‚ un ser valiente y estoico, después me enteré‚ de que se trataba del hombre más tonto del barrio, aunque al mismo tiempo era un ser muy humano, fiel, generoso y bondadoso, quien se consideraba a sí mismo como el mejor cocinero del país... en treinta metros a la redonda.

Finalmente me preguntó que ¿a qué venía tanta bronca?, que ¿por qué‚ me empeñaba en crearle mala fama? Que era cosa nada más de que me comprara un alkaseltzer o una suspensión para la diarrea, y con eso se acababa el problema.

Con la rapidez de un rayo compré‚ un par de alkaseltzer y corriendo con urgencia fui a mi casa. Con aquellas tabletas llegué a sentirme hasta el límite de lo lamentable, por lo que empecé a beber té de manzanilla, té de hojas de limón, té de yerbabuena y así, puros tés, pues no conocía otro remedio para mi mal. La primera noche la había pasado sintiendo el estómago apergaminado y acordándome de toda la familia del mortífero vendedor callejero. Pero antes de acostarme había bajado a la farmacia a comprar otros tres alkazelsers. Por la mañana del día siguiente estaba yo pálida, débil y furiosa contra quién sabe quién.

Desde aquel día, mi estómago funcionaba a la manera de un despertador y cada media hora me llenaba de sobresaltos. Mientras tanto, yo continuaba bebiendo té de manzanilla y procuraba olvidar el estómago poniéndome a cantar ridículas canciones de amor y pensando: "¡Uno, dos, tres! ¡Ya está! ¡El dolor no existe! ¡No me duele nada! ¡No quiero ir al baño! ¡Mi mente es más poderosa que mi cuerpo! ¡Este retortijón es producto de mi imaginación!" Para el martes por la tarde, sentí un poco de calentura; para el miércoles por la mañana, me sorprendió otro sobresalto, algo así como si me hubiera picado un escorpión; tenía todavía fiebre y recordé‚ cómo mi tío Pedro había muerto con el apéndice estrangulado. A la mañana siguiente comprendí que mi problema no se debía a una bronca sociológica y me levanté, me bañé, me vestí, busqué‚ dinero en el monedero, en la alcancía, en el cajero automático y, como en todo aquello sólo encontré‚ 150 pesos, no me quedó de otra más que resignarme y lanzarme hasta el Seguro Social.

Con pasos vacilantes llegué‚ hasta la sala de emergencias, ahí le comuniqué a una recepcionista que me estaba muriendo de apendicitis, pero aquella mujer, como el resto de los empleados, me tiraron de a loca. Posteriormente, me pusieron una horrible bata blanca abierta por atrás, donde se me veía todo; luego un médico y varios practicantes me avergonzaron de lo lindo cuando me pidieron que me pusiera en una posición como de cirquera para después sacar como conclusión lo que yo desde un principio tuve clarísimo: tenía un ataque de apendicitis. Todo esto ocurrió alrededor de las diez de la mañana y dos horas después me extirpaban un apéndice mohoso.

Cuando desperté‚ y me miré‚ en el espejo, sentí como si una bruja me hubiese convertido en rana y empecé‚ a sentir una inmensa compasión de mi misma, pero me di cuenta de que el puro hecho de estar viva era ganancia para mí.

Comer gelatinas aguadas e insípidos sandwiches sin chile durante la convalecencia, me hicieron jurar que en cuanto me aliviara saborearía con muchas ganas cada gordita de chicharrón que me comiera, además de que abandonaría el tabaco, la ginebra, la angustia y el exceso de trabajo.

Sin embargo, he cumplido con grandes dificultades, he dejado de fumar -eso ya es ganancia, ya que fumaba desde que tenía doce años, bebo ginebra con moderación -sólo en las fiestas o cuando hay oportunidad-, aunque sigo comiendo como loca cosas que me hacen daño y me sigo angustiando por sucesos imaginarios e inevitables.

Separator Bar





Aquel Primer AutoRegresar al IndiceTodo Depende del Nombre

Separator Bar