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Tratos Con Ropavejeros

_______________________________Rosa Carmen Angeles.

A veces, uno llena la casa de cosas inútiles y, sin embargo, a la hora de tirar tiliches todo sirve: "Lo necesito. No puedo vivir sin tenerlo. Es el recuerdo de un novio al que quise mucho. Tal vez me haga falta cuando me vuelva a dar sarampión." Y así se la pasa uno, sin tirar cosas, porque todo, finalmente, según nosotros, hace falta. Sin embargo, una que sí es buenísima tirando cosas es mi mamá; sus relaciones con cambiadores y chachareros son estupendas. En una ocasión, por ejemplo, en la casa había una máquina de escribir antiquísima, Smith, y un día en que una amiga muy querida andaba montando una obra de teatro en cuya escenografía hacía falta una máquina de escribir antigua, yo me ofrecí a proporcionarla; la busqué por todos lados y nada: "¿No han visto la máquina de escribir que era de la tía Leonor?", preguntaba yo por el paradero de la máquina cuando se escuchó la voz "infame" de mi madre, también "infame": "Ya ni la busques, como ya estaba muy vieja se la llevó el cambiador: me dejó una cubeta buenísima." A los pocos días encontré la máquina en La Lagunilla y, por supuesto, el dinero que llevaba no me alcanzó para recuperarla.

Las mujeres de mi familia a veces somos bastante inconscientes a la hora de deshacernos de nuestras cosas. Una tía mía un día le regaló a su sirvienta una consola Louise Philippe y un ajuarcito de bejuco porque, según ella, eso era "solo un polillero". Cuando llegó su marido, mi tío, y se dio cuenta lo que la criminal de su mujer andaba haciendo con los muebles que su familia le había heredado, la obligó bajo amenaza de divorcio, recogerle los muebles a la criada; lo único que se logró salvar fue el ajuarcito de bejuco; la consola Louise Philippe, para esas horas, ya no estaba en su poder; la sirvienta no encontró mejor forma de utilizar "un montón de palos viejos" que a ella no le servían para nada y le hizo un regalo a su compadre el cambiador.

En mi infancia todo mundo me amenazaba con que si me portaba mal me regalaría con el chacharero: entonces esto me hacía el efecto de un gusano asqueroso. En esta época me doy cuenta que es una pena que no me hayan regalado, ahora sería muy rica.

En una ocasión, un vecino se quejaba que su mujer le había regalado al cambiador su abrigo de astracán, a lo que la esposa respondió: "Da gracias a la divinidad: el ropavejero quería cobrarme por llevárselo." Así de petulante era el hombre de los trapos viejos.

Ser chacharero, cambiador o ropavejero, tal parece, es un gran negocio; al menos mucho mejor que el trabajo de profesora de literatura.

Una de mis abuelas decía que en tiempos del General Calles los ropavejeros, cuando encontraban deteriorados los objetos de cambio, lo menos que daban como pago era melcocha. Ahora casi hay que rogarles para que se lleven lo que no queremos en nuestras casas. Hace unos cuantos días estaba queriendo deshacerme de una cama porque el espacio que ocupaba me hacía falta para meter un mueble que compré y como pasó el cambiador gritoneando por la calle lo llamé: "Definitivamente es una buena cama, el colchón esta muy bueno y el tambor también, pero la verdad no tengo dónde guardarla. Si quiere que me la lleve deme esa cabecera labrada y le doy 50 mil pesos" No lo podía creer, el hombre del costal se llevaba mi cama por 50 mil pesos (y ni siquiera eran de los nuevos); sin embargo, la inminencia de meter el mueble nuevo me hizo aceptar; cuando de repente el hombre recordó que sólo traía 40 mil, alegando que si me urgía aceptara yo el dinero y que para el fin de semana él pasaría con los diez mil pesos más a cambio. Otra vez la necesidad de que se llevaran el mueble me hizo aceptar; pero ya han pasado dos meses del asunto, y hasta la fecha sigo esperando que el cambiador pase por los diez mil pesos que faltan por mi cama.

Un chacharero es alguien que compra barato y vende a precios libertinos. Una vez, entrando a una tienda de antigüedades, buscando me encontré a una mujer que regateaba el valor de un secreter: el dueño pedía 15 millones y la mujer le daba 7. Ella alegaba que el mueble estaba en malas condiciones y el hombre decía que el valor lo tenía porque en ese secreter el caballo de Calígula había firmado un edicto. Escuchaba y escuchaba el alegato, hasta que fui invitada a participar en la discusión: "¿Usted cuánto daría por este secreter?", me preguntó el dueño. "Yo daría tres", le contesté. El alegato entre la mujer y el dueño siguió hasta que finalmente ambos se disgustaron y yo me quedé como dueña de un secreter con el cual no sé qué hacer.

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