III. (LA CENA DEL MANZANARES)

JUAN RUIZ DE ALARCON

Entre las opacas sombras
y opacidades espesas
que el soto formaba de olmos
y la noche de tinieblas,
se ocultaba una cuadrada,
limpia y olorosa mesa,
a lo italiano curiosa,
a lo español opulenta.
En mil figuras prensados
manteles y servilletas,
solo envidiaban las almas
a las aves y a las fieras.
Cuatro aparadores, puestos
en cuadra correspondencia, la plata blanca y dorada,
vidrios y barros ostentan.
Quedó con ramas un olmo
en todo el Sotillo apenas,
que de ella se edificaron
en varias partes seis tiendas.
Cuatro coros diferentes
ocultan las cuatro de ellas;
otra, principios y postres,
y las viandas la sexta.
Llegó en su coche mi dueño
dando envidia a las estrellas,
a los aires suavidad
y alegría a la ribera.
Apenas el pie que adoro
hizo esmeraldas la hierba,
hizo cristal la corriente,
las arenas hizo perlas,
cuando —en copia disparados
cohetes, bombas y ruedas—
toda la región del fuego
bajó en un punto a la tierra.
Aún no las sulfúreas luces
se acabaron, cuando empiezan
las de veinte y cuatro antorchas
a oscurecer las estrellas.
Empezó primero el coro
de chirimías; tras ellas
el de vihuelas de arco
sonó en la segunda tienda;
salieron con suavidad
las flautas de la tercera,
y en la cuarta cuatro voces
con guitarras y arpas suenan.
Entre tanto, se sirvieron
treinta y dos platos de cena,
sin los principios y postres
que casi otros tantos eran.
Las frutas y las bebidas,
en fuentes y tazas hechas
del cristal que da el invierno
y el artificio conserva,
de tanta nieve se cubren
que Manzanares sospecha
—cuando por el Soto pasa—
que camina por la Sierra.
El olfato no está ocioso,
cuando el gusto se recrea;
que de espíritus suaves
de pomos y cazoletas,
y destilados sudores
de aromas, flores y yerbas,
en el Soto de Madrid
se vio la región Sabea.
En un hombre de diamantes
delicadas de oro flechas,
que mostrasen a mi dueño
su crueldad y mi firmeza,
al sauce, al junco y al mimbre
quitaron su preminencia;
que han de ser oro las pajas
cuando los dientes son perlas.
En esto, juntos en folla,
los cuatro coros comienzan
desde conformes distancias
a suspender las esferas;
tanto, que envidioso Apolo
apresuró su carrera,
porque el principio del día
pusiese fin a la fiesta.

(La verdad sospechosa, acto I.)



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