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"El TURCO" | |||||||||||||
Autor: Nelson Dávila Barrantes | |||||||||||||
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La avenida Larco lucía muy concurrida a pesar del frío y la terrible humedad. La gente caminaba muy abrigada con ese ritmo característico de ciudad, con pasos apresurados, esperando que la luz del semáforo cambie para dar “pase” y cruzar velozmente de una acera a otra, tropezando muchas veces entre sí, dando la impresión que se trataba de un hormiguero. Tomando un café en el local de la “Churrería Manolo” observaba, y pensaba a la vez que cada personaje era un caso diferente, una vivencia aparte, reparé en un sujeto de la ahora llamada “tercera edad” quién movía los labios como si conversara con alguien, “que palabras pronunciaría”,” quien sería su interlocutor”pues no había nadie a su lado. Luego dirigí la mirada a otro sitio, una pareja de enamorados discutía acaloradamente, el hombre movía los brazos y su rostro denotaba una ira evidente, ella trataba de tranquilizarlo tomando con una de sus manos su brazo que el la rechazó inmediatamente. Pensé: “Qué pérdida de tiempo...si la vida es tan bella por que se molestan en complicarla y hacerla difícil, seguramente que después de amargarse el hígado más tarde se reconciliarán” Pedí la cuenta, la aboné y salí con dirección incierta. En realidad lo que buscaba era un poco de distracción. Pasear por allí lograba mi objetivo. Al pasar por el local del Municipio vi que anunciaban la exposición pictórica de un artista plástico. Al leer el nombre me quedé sorprendido, se trataba de Humberto Muñoz mi antiguo y entrañable amigo a quién no tenía la suerte de ver hacia muchos años. Habíamos perdido la comunicación desde la década de los 80, por más que me esforcé en averiguar de su vida preguntando a los amigos comunes, ninguno me daba razón, hasta hubo alguno que me dijo que había fallecido. Decidí ingresar. El amplio local de exhibición albergaba mucha gente. Con la mirada recorrí el ambiente tratando de admirar sus obras, eran muy bellas. Era un artista clásico. Toda la vida lo fue. Fui testigo de sus inicios, cuando en el antiguo barrio de Breña, en la calle Recuay se ubicaba su academia “Venus” y junto con su hermano Juan, otro artista como él preparaban a los alumnos que querían ingresar a la Escuela de Bellas Artes. Una anfitriona se me acercó y me entregó un folleto, leí que la embajada de un país europeo auspiciaba la exposición, mencionaban su éxito obtenido con otras similares en varias ciudades del extranjero, por lo que exclamé: “Vaya con mi amigo Turco...de manera que andabas en estas cosas...” La sorprendida y bella chica escuchó este breve comentario y me contestó: “A quién se refiere con Turco?...conoce usted a don Humberto?...” “Así es”, le respondí, “veremos si esto también pasa con él, han pasado tantos años que no sé si recordará mi nombre. ¿Se encuentra en la galería? ¿Me puede llevar donde él?”. “Si se espera un momento lo comunico”, me contestó, “en estos momentos está dando una conferencia a una televisora local, pero si me dice su nombre apenas se desocupe lo anuncio”. “No se preocupe”, le dije, “mire, aquí le dejo mi tarjeta, veremos si tiene la gentileza de llamarme, es que la memoria es frágil. De todas maneras dígale que su amigo el “Gato” Dávila estuvo por aquí”. Me retiré y ya en la calle comencé a recordar aquellas viejas épocas. Cuántas anécdotas habíamos compartido, cuantas carencias soportamos en esos tiempos difíciles. Cuando jóvenes conversábamos largas horas sobre nuestro futuro y como una película se me vinieron los recuerdos lentamente. Me había mudado a Breña, empezando el año 1973, alquile una habitación en la estrecha calle Recuay y frente a mi casa quedaba la academia mencionada. Todos los días salía muy temprano a trabajar. En esos tiempos existía el pasaje “obrero” que equivalía a la mitad, pasadas las 7 de la mañana se perdía este privilegio. Si bien yo no desempeñaba esa labor ya que era un eficiente empleado en una empresa de Telecomunicaciones trataba de madrugar para pagar esa cantidad. Mi sueldo no era ostentoso, me alcanzaba para cubrir los gastos de mi habitación, la comida, algunos gastos extras y lo poco que me quedaba lo remitía a mis padres quienes vivían en Cajamarca. Entre mis escasas aficiones tenía cualidades para el dibujo y la pintura de manera que un día sábado que no laboraba me acerqué a la academia para averiguar los costos de matrícula y materiales de estudio. Fue entonces que lo conocí. Me presenté extendiéndole la mano y mencionando mi apellido, me alcanzó una ficha para llenar mis datos que una vez correctamente registrados se la devolví. Comenzó a leerla con la paciencia que lo caracterizaba, al llegar al sitio de mi nacimiento me hizo el comentario que éramos paisanos, la diferencia era que el había nacido en Celendín y yo en la capital. Esto fue el inicio de una gran amistad, de aquí en adelante pondría toda su dedicación en que destaque como su alumno, pero terminadas mis dos horas de estudios esperaba en la salita contigua que cierre el local para ir donde el bar “El Zózimo” a tomarnos un café con leche y sus deliciosas butifarras de jamón del país. Su conversación era amena. Fanático de la fiesta taurina, de la música española, seguía con esmero la trayectoria de su ídolo “El Cordobés”, es por eso que en una oportunidad todo alborotado me comentó: “Se viene a Lima…se viene...” “¿Quién?”, le contesté, “¿ quién?” “El maestro”, me respondió. "El Maestro . . .". Y me acercó la página taurina de el diario “El Comercio”. Efectivamente hacían mención de que para la feria del “Señor de los Milagros” que se celebraba en el mes de octubre, venía un gran cartel de toreros entre los cuales estaba el nombre de su ídolo. No podía controlar su emoción por lo que le pedí que se calmara. “Entonces sacaremos entradas con tiempo”, le dije, “tengo ahorrada una platita, sacaremos nuestros abonos para ir a verlo, te parece? Así lo apreciarás en vivo y en directo”. |
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